El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

28 noviembre, 2007

Tirate al río


Somos alrededor de sesenta hombres casi desnudos y encimados a bordo de un viejo arenero que remonta a contracorriente el riacho de San Pedro, un brazo lateral del Paraná, que se intuye tras las ignotas islas que el tiempo ha construido con el polvo sedimentado de los ríos. Nuestros cuerpos viajan apiñados, cubiertos sus pudores con diminutos y apretados slips, gorras de silicona y antiparras sobre las cabezas que nos confieren un look de anacrónicos e inverosímiles aviadores nudistas, aferrándonos a la estructura tubular de la cubierta como si fuéramos presos en lento y penoso derrotero a su cadalso. Y aunque los familiares y amigos sonrían y deseen suerte y griten vítores desde la orilla para enmarcar con un aire de adiós nuestra partida, me cuentan después que la imagen que trasmitimos a bordo de esa barcaza, que jamás ha sido pensada como transporte público de pasajeros, es mas bien triste. Ha decir verdad, todo ha tenido un aire “concentracionario”, desde el arribo a media mañana al Club Náutico San Pedro para someternos a la extensa fila al cabo de la cual nuestros brazos eran pintados con marcador indeleble con el objeto de inscribir en el cuerpo nuestro número de corredor correspondiente; un provisorio tatuaje que acredita y da fe, mientras nos paseamos entre el gentío de la playa con el brazo desnudo, de que nos involucraremos en la hazaña, pasando por la tensa espera con el estómago crispado, hasta la caminata descalzos sobre el pasto lleno de abrojos, saltando de dolor sólo para caer con todo el peso de nuestro cuerpo y clavarnos aún más profundo en la planta blanca de los pies un nuevo y artero pinche vegetal hasta llegar al muelle de embarque y abordar el buque arenero descolgándonos uno por uno sobre las barandas de metal oxidado bajo un cielo plomizo que se abalanza sobre nosotros.

Estoy sentado ahora sobre una inestable chapa acanalada que se me imprime en bajorrelieve en el culo, sobre el techo del arenero y desde ahí veo cómo la proa del barco parte en dos la corriente en su avance río arriba; las masas simétricas de agua son arrojadas hacia ambos lados en tenues ondulaciones y acaban en finas olas que cabrillean a las orillas. Estos ríos de llanura del litoral son propiedad literaria privada de Juanele Ortiz y Juan José Saer y resulta difícil surcarlos sin dejarse llevar por la ineluctable modalidad de lo visible y pensarlos a través de sus ojos. Pero eso no quita que en el orden práctico cualquiera pueda arrojarse al agua y nadarlos en lugar de quedárselos contemplando embobado con un vaso de vino blanco frío y unas rodajas de salamín picado grueso desde la orilla. Para quien va a participar de la prueba, no obstante, el paisaje no es mera distracción turística ni simple excusa para profundos devaneos filosóficos. Cada aspecto reconocible de la orilla adquiere aquí un nuevo nombre: ese muelle de metal que se ve unos minutos después de zarpar son los últimos 10 minutos de carrera, ese barco blanco amarrado con el wellesiano nombre de “El Ciudadano” significa ¾ cumplidos de la prueba, ese terraplén de cemento representa la mitad del trayecto recorrido. Quien haya tenido la experiencia de participar en una maratón acuática sabe que, transcurridos los primeros cinco minutos el tiempo se difumina y, abandonado a la corriente del río que procura representar a escala un modelo del tiempo mismo, es imposible discernir sin se lleva nadando quince minutos o dos horas. Por eso, entonces, es preciso puntuar el tiempo con los hitos de la distancia o caso contrario arriesgarse a la desesperación por la incertidumbre del cuánto falta.

A poco de iniciado el viaje el cielo se sacude y descarga sobre nosotros una lluvia de gotas frías y gruesas. Ante cada trueno los hombres gritan, cantan, desafían. Carentes de todo auxilio de la civilización, recurrimos como nuestros antepasados a los viejos ritos para conjurar los poderes de la naturaleza; lo que a la postre parece dar resultado porque la lluvia deviene garúa y el cielo alivia la carga plomiza de amenaza que cernía sobre nosotros y resurge la translúcida canícula de noviembre. Tras lo que parece un viaje interminable de 7 kilómetros arribamos a destino: un punto cualquiera en mitad del río. La otra parte de los competidores ha sido trasladada en micros y nos aguarda en la orilla del “continente”. Nosotros desembarcamos en un simulacro de Normandía y hundimos los pies en el barro de la isla para emplazarnos frente a ellos. Apenas descendidos algunos corremos a los pastizales para descargar las aguas y así viajar más livianos en el agua del río. Hay muchos saltos y movimientos en hélice de brazos y bruscos sacudones de extremidades que remedan ataques epilépticos: vanos simulacros de precalentamiento que la adrenalina de la largada hará obsoletos.

Nos encontramos encajados en la orilla con los pies hundidos en el lecho fangoso del río, frente al otro grupo de competidores que nos refleja y a la vez nos desafía. La tensión se acrecienta conforme transcurren los minutos sin que se decrete la largada. El organizador, altoparlante en mano, explica a bordo de una lancha con motor fuera de borda que primero se tienen que acomodar los botes destinados a escoltar a los nadadores a lo largo de la carrera y auxiliarlos ante cualquier contingencia. Se escuchan abucheos, chiflidos, puteadas. Los dos grupos se desplazan simétricos hacia delante buscando la misma ventaja y anulándola al mismo tiempo, algún gracioso comenta que la carrera ya no es de siete kilómetros sino de seis y medio. ¡CINCO! ¡CUATRO! Finalmente el organizador inicia la demorada cuenta regresiva que jamás concluirá; a la altura de ¡TRES! un nadadador se adelanta varios pasos y con el agua a la cintura ejecuta un fuerte salto al tiempo que estira sus brazos en forma de flecha para desaparecer en el agua color caramelo y resurgir braceando un segundo después y todos lo imitan. Lo primero que se siente es la corriente eléctrica del frío del agua que recorre todo el cuerpo. Brazos-Verde/Espuma-Verde/Piernas-Verde/Cielo-Verde. La cabeza gira y sale del agua para capturar el aire y el paisaje volátil en fragmentarias escenas que se montan con el agua verdemoco del río al vaivén de las brazadas. Se percibe el ritmo frenético de la respiración que toma el aire y lo expulsa en el agua produciendo un bullicio de burbujas a borbotones. La sangre retumba en las sienes; el corazón late como una máquina desquiciada, sos una más de cuatrocientas voluntades luchando por alcanzar la poderosa corriente central del río. La largada es uno de los mejores momentos de la prueba. También uno de los más peligrosos. Los nadadores pugnan por abrirse paso entre los otros competidores. Un cabezazo, un golpe en la sien, una patada en la cara; perdido en el tumulto tu cuerpo se hundiría en las inescrutables aguas del río y nadie lo notaría hasta que ya fuera demasiado tarde. Reina un caos de brazos y piernas multiplicadas por doquier. El agua tiene el regusto a gasoil de las lanchas que la surcan. Tus brazadas impactan sobre la superficie agitada y te abren camino entre otros cuerpos que se aprietan al tuyo. Es entonces, cuando estás a punto de ganar la corriente central del río, ahí donde el agua corre, como una fuerza invisible pero comprobable, a 4,5 kilómetros por hora, que recordás algo súbitamente olvidado: el grupo de nadadores de la orilla contraria que se aproxima con idénticos bríos en procura del mismo objetivo. Es un instante apenas en el que se prevee el choque de las dos facciones sobre la misma corriente. Tu cabeza se sumerge al verde y cuando emerge los otros cuerpos ya están ahí. Hay colisiones, topetazos, patadas, brazos que te rozan el cuerpo, palmadas que caen sobre tu espalda; los cruces rozan la mala fe, pero jamás la alcanzan. Cada golpe te da más bronca y la bronca se transforma en energía para nadar más y más rápido en pos de dejar atrás ese aquelarre, ese monstruo de mil brazos y mil piernas que produjo como un parto contra natura el cross over de los dos grupos antagónicos en el mismo punto del río.

Ya sabés que esos primeros quinientos metros de la carrera son cruciales: hay que nadarlos a toda velocidad para dejar rápidamente atrás a los rezagados y unirse a uno de los pelotones que espontáneamente se desprenden de la masa amorfa y tan pronto se hacen como se deshacen en virtud de la capacidad de sus elementos constituyentes para nadar sincronizados al mismo ritmo. Transcurridos los primeros diez minutos la prueba se ordena y los treinta metros de anchura del riacho de San Pedro logran cobijar a los cuatrocientos competidores aunque en verdad todos deban amontonarse en la escueta franja de diez metros que con lindes invisibles delimita la corriente central, ya que si un nadador en una distracción se aparta de ella y se aproxima demasiado a la orilla quedará condenado a nadar en agua muerta y se verá superado hasta por los más lentos y torpes contrincantes a quienes la corriente impulsa ciega hacia delante. Una vez superado el maremágnum del comienzo cada nadador debe aplicarse a encontrar su propio ritmo: esa delicada administración de fuerzas que le permita avanzar tan rápido como pueda sin poner en peligro la reserva de energías y la resistencia de los músculos que es menester resguardar si se quiere concluir con éxito la carrera y no acabar boca arriba sobre uno de los botes que siguen a los competidores, boqueando como un patí, un surubí o un vulgar bagre, recién extraídos del Paraná. En virtud de esta crucial prerrogativa la respiración se acomoda, las brazadas cortan el agua con método, las piernas efectúan la patada haciendo asomar apenas las puntas de los dedos: el cuerpo encuentra su música. Calculás que estás en el tercer o cuarto pelotón. Alzás la cabeza y todavía divisás el barco que precede a los nadadores. Hay competidores adelante, atrás, a tu izquierda y a tu derecha. Es mejor así. Abjurás del primero y del último. Del primero te inquieta un poco la arrogancia solitaria con la que ese superhombre se abre camino en el río, dejándolos a todos atrás. El último te apena por idénticos aunque antagónicos motivos: su soledad y su lucha por no renunciar y condenar así al siguiente nadador, a quien sólo puede construir como entelequia, porque ya lo ha perdido de vista, al triste papel del último puesto.

Si no se le puede ganar a todos, hay que ganarle a uno. De modo que, en el transcurso de la prueba, se disputan varios duelos a muerte contra adversarios que no por espontáneos provocan menos animadversión “Brazo negro puto, brazo negro puto, brazo negro puto, te voy a pasar” “Gorra azul de mierda, gorra azul de mierda, te paso, mirá como te paso y te dejo atrás” “No, no, ¡no! esta minita no te puede pasar, no te puede pasar con esa brazada de morondanga que hace” “Vos, viejo choto no te me vas a adelantar”. Como se verá, en la categorización de los contrincantes reina la sinécdoque y cualquier parte sustantiva del rival ya sirve para darle un nombre y atribuirle una entidad a aquél con el que momentáneamente disputamos en el río. A veces elegís a un nadador que va delante tuyo y al que ves flaquear, entonces te aproximás con método, subrayando cada brazada, te ubicás a la par y te adelantás apenas un poco para que él de el último esfuerzo en pos de emparejar su marcha con la tuya, entonces sí, incrementás la frecuencia de la patada, estirás más los brazos y lo dejás atrás inopinablemente, asestándole una derrota menos física que moral de la que no podrá recuperarse. Otras veces el adversario surge de improviso, sobre tu lado ciego, dándose a conocer en ocasiones con una brazada que te impacta de lleno en las costillas, exigiendo que te hagas a un lado y le cedas tu porción de la corriente. En ese caso lo tanteás, cambiás de lado la respiración para vigilarlo y medís tus fuerzas con él para decidir si vas a dar batalla o a dejarlo pasar o simplemente a ignorarlo y seguir a tu propio ritmo. Estos duelos espontáneos te permiten sostener la concentración y la motivación a lo largo de la carrera. Con cada efímera victoria tu confianza se incrementa (las derrotas son obviadas) y te empuja junto con la corriente hacia el punto de llegada. Estos irrelevantes desafíos se suceden hasta que te encontrás con tu verdadero contrincante: el único que importa de los cuatrocientos que se arrojaron al agua con vos.

Encontrás a tu rival debatiéndose con un adversario ocasional que sin embargo le da pelea. Ambos bracean al unísono como si estuvieran sincronizados por una fuerza superior que determinara sus movimientos. Te les acercás sin sumarte a su lucha por respeto a la contienda que están librando. Probás adelantarlos por un flanco, pero su ritmo de nado es demasiado intenso; el esfuerzo que demandaría te dejaría agotado 200 metros más adelante y después los verías pasar y dejarte atrás definitivamente. Acaso podrías intentar pasar por entre medio de los dos, pero esa maniobra no es recomendable: aun sin proponérselo, los contendientes podrían cerrarse uno sobre el otro convirtiéndote en el salame del sándwich y propinándote una buena tunda de brazadas y patadas que no te dejarían otra opción más que el retroceso para abolir la involuntaria golpiza. Esperás hasta que uno resulta victorioso y se despega del otro como si esa presencia lo intoxicara. El derrotado, con sus últimas reservas físicas y morales minadas, va ralentando su marcha y se pierde como un astronauta desligado del cordón vital que lo unía a su nave, en una nada inconcebible, como todo lo que se deja atrás en esta marcha implacable sobre el río. Entonces sí, te adelantás y ocupás su lugar a la par del nadador triunfante. Tu rival, envalentonado por la reciente victoria, te toma a la ligera e incrementa la cadencia de sus brazadas con la firme convicción de que esa mínima variación en su velocidad podrá dejarte atrás. Resistís sus embates y permanecés firme como una sombra en su flanco izquierdo. Lo estudiás: es joven, o lo parece al menos, en el medio del río donde apenas se divisa una cabeza recubierta por una gorra de siliconas y unas antiparras y un brazo que a intervalos sale del agua y se vuelve a sumergir como un pez díscolo y perseverante, resulta difícil fijar patrones fisonómicos. Su estilo es depurado: hace gala de una brazada perfecta, que sale y entra límpida del agua, la patada medida, poderosa y constante que apenas se adivina por un leve chapoteo en el extremo de los pies. En pocas palabras: un estilo de piscina. El tuyo, en cambio, es más bien un estilo de pileta: representado por una brazada algo desprolija que expulsa agua cada vez que emprende el recobro del brazo para llevarlo hacia delante (unas gotitas que salen despedidas de las puntas de los dedos y reverberan efímeras al sol como diamantes del mediodía antes de caer en la masa informe y móvil del río color caramelo para volver a formar parte de él) tus manos rompen el agua con golpes más afines al boxeo que a la natación, provocando el chapoteo seco de un chasquido violento que en la exageración de su entusiasmo desplaza a tu cuerpo unos milímetros del eje que se empecina en conservar durante su marcha y te condena a un sutil e inútil vivoreo.

Después de aguantar con éxito la embestida de tu adversario crees llegado el turno de acometer tu propio ataque: aumentás imperceptiblemente la frecuencia de la brazada y la patada y poco a poco lo vas dejando atrás. Primero le sacás una mano de ventaja, después un antebrazo, una cabeza, el tronco, como si en lugar de efectuar tus brazadas en el mismo río te estuvieras aferrando a una soga invisible a la que él no tiene acceso. Hasta que el contrincante desaparece de tu campo visual. Sostenés el esfuerzo físico unos minutos más y aflojás un poco para no poner en riesgo tus reservas físicas. Con cada respiración espiás detrás de tu hombro para ver si tu rival sigue por ahí. Al poco tiempo reaparece sobre tu lado izquierdo acometiendo el río con una potencia inusitada. No conforme con emparejar tu posición, te supera como si fueras una de las boyas que demarcan el canal dragado por donde transitan los buques de carga. Cuando termina de adelantarse y ante la posibilidad de perderlo para siempre, recurrís a un truco tan viejo como efectivo: ajustás tu brazada y te ubicás justo detrás de él, “chupado”, como se conoce en la jerga a esta treta artera. De este modo, lo obligás a afrontar el desgaste que implica romper la resistencia del agua mientras vos, parásito de su entrega física, ahorrás energías nadando bajo su halo, deslizándote en la estela que su cuerpo dibuja en la corriente del río sin que él pueda notarlo, tan cerca que podés percibir en la punta de tus dedos el flujo de agua que desplaza su patada. Minutos más tarde es él quien mitiga su marcha y entonces abandonás tu cómoda posición a sus espaldas y resurgís como un fantasma, como una maldición, como un síndrome crónico, a su lado. Él se resigna a tu presencia y ya no malgasta energías en vanos intentos por dejarte atrás y vos hacés otro tanto; en eso consiste la gracia y la desgracia de que ustedes dos se hayan encontrado a lo ancho y largo del río entre cuatrocientos tipos que ya no importan, y no importan precisamente porque ustedes dos jamás podrán pasarse. Por más esfuerzo que hagan, el otro siempre será capaz de abolir las maniobras evasivas, sabotear la huida y persistir en la persecución hasta dar alcance y cuando a su vez intente prosperar fracasará del mismo modo porque ustedes dos nadan lo mismo, poseen la misma fuerza, la misma resistencia, el mismo tesón, la misma energía al punto que sobre este río son, cada uno, el sosías del otro, su doppelgänger fatal evolucionando a su lado y por eso mismo, desafiándose el uno al otro no hacen otra cosa más que desafiarse a sí mismos.

Los ocasionales espectadores apiñados a las orillas de los cámpings, acodados a las barandas de los puentes, encaramados al borde de los terraplenes, los ven pasar como figuras móviles del paisaje itinerante y del espontáneo espectáculo que representan sin siquiera sospechar el terrible combate que esos dos nadadores, tan simpáticos ellos, tan parejos en su marcha que parecen hermanos siameses, disputan en el río.
De pronto, al sacar la cabeza en procura del vital oxígeno, ves el muelle de metal en el que desemboca el parque público de San Pedro que recorriste el día anterior. Esa precaria estructura metálica trae aparejada la promesa de que, como mucho cuatrocientos o quinientos metros más adelante, alcanzarás las boyas que señalan el comienzo del tramo final y el punto en el cual los nadadores deben abandonar la generosa corriente del río para internarse en la bahía del Club Náutico donde concluye la prueba. Tratás de ubicarte de la mejor forma posible ante la inminencia de las boyas. Inexplicablemente, tu contrincante se desplaza a la derecha. Lo seguís viendo cada vez que sacás la cabeza, pero conforme se suceden las respiraciones tu adversario se aleja más y más, dos, tres, cuatro cuerpos de distancia a tu diestra, sin adelantarte un palmo, como si de pronto una decisión intempestiva hubiese decretado que la carrera no finalizará en un punto remoto allá delante sino a un costado del río. “Uno de los dos se está equivocando fiero”, pensás. Cuando llegás a las boyas rojas y las superás una tras otra dejándolas a tu derecha, comprobás con alivio que fue él quien dio el paso en falso: las boyas quedaron a su izquierda lo que equivale a decir que sus brazadas se toparon de improviso con un inmenso banco de arena disimulado apenas por unos centímetros de agua color caramelo y que, sin otra alternativa, se vio obligado a retroceder sobre sus pasos, tal vez caminando con el agua ridículamente a la altura de los tobillos hasta retornar a la primera boya mientras vos, a esa altura, ya superás la cuarta y última, de elocuente color celeste, y pegándote siempre a la derecha con el propósito de evitar la deriva de la corriente que se empeña en alejarte de tu curso, te internás en la bahía siguiendo la hilera de hormigas que señala el sendero triunfal al punto de llegada.

Ese último tramo te alienta a imprimir la mayor velocidad posible a tus movimientos, el clásico “sprint final”, que todos los nadadores acometen casi al unísono, en el derroche póstumo de energías al que invita la inequívoca certeza de hallarse a minutos del final. Tu marcha confiada, no obstante, es puesta en peligro cuando percibís unos impertinentes dedos que tantean la planta de tus pies anunciando la inminencia de un rival dispuesto a dejarte atrás y condenarte a la humillación de ser superado a último momento. “No, no me vas pasar ahora la reconcha de tu madre”, pensás para tus adentros y empezás a patalear con todas tus fuerzas, o mejor dicho, con todas las fuerzas que te quedan, que no deben ser muchas pero en ese momento semejan reservas inagotables sino de energía, cuento menos de temple, de bravura, de amor propio, de algo que acaso no tiene nombre pero sabés sin necesidad de ponerlo a prueba que te mantendría de pie incluso si todo se derrumbara a tu alrededor. Pataleás cada vez con más ímpetu, siempre tuviste más fuerza en las piernas, lo que resulta algo poco útil en un deporte que se sustenta sobre todo en el tronco y los brazos pero que al menos puede ayudarte en estos trances. Pataleás y pataleás, imaginando una escena característica de esas películas pedorras que son el deleite de los pisteros en la que el muchachito a punto de ser superado por su malvado rival aprieta el botón secreto del turbo e inyecta nitrógeno líquido a la mezcla de combustible y sale disparado como un cohete para dejar a su rival azorado y mordiendo el polvo. Pataleás y pataleás sin creer la velocidad, más bien chota, pero para vos y tu propia escala de fuerzas, en ese momento final y decisivo de la carrera, completamente distorsionada, absolutamente prodigiosa. Pataleás mientras te preguntás cómo puede ser que las piernas no se te agarroten y se conviertan en presas fáciles de un tremendo y abrasador calambre múltiple. Pataleás sin dejar de bracear tan rápido como te es posible con tus brazos rotos, transidos de dolor por el esfuerzo de los casi siete kilómetros que ya dejaste atrás y tragás agua, sí, y ya no te importa si en 48 horas el bacilo que flota como inerme e invisible corpúsculo en las aguas del río hará su nefasto trabajo y te despertarás lanzando hasta el apellido con las tripas tensas y adoloridas; nadás y nadás cada vez más rápido como si atrás tuyo la amenaza no se presentara bajo la forma de uno o dos nadadores que pugnan por ocupar tu lugar en una clasificación general que de todas maneras no te deparará ninguna clase de gloria sino como si lo que se debatiera a tus espaldas fuera un maelstrom que devora en un agujero sin fondo a todo el río y los nadadores que pululan en él. Nadás y nadás y pareciera que una mente maestra y siniestra corriera el punto de llegada cada vez que te acercás para que ese tramo, mínimo en comparación con los kilómetros recorridos, se extienda al infinito junto al sufrimiento que trae aparejado. Nadás y nadás hasta que el competidor que va delante tuyo se pone de pie. Es la señal que estabas esperando. Lanzás un par de brazadas más y lo imitás. Das un paso y al querer afirmarte con la otra pierna te hundís hasta la cintura en el barro. Pero seguís. Unos metros más. Adelante. Otro paso. Otro. Ahora los pies apenas se internan hasta los tobillos en el lecho fangoso de la orilla.

Estás completamente mareado con los pies hundidos en el barro ajeno en todo al entorno que te acoge y que a pesar de la extravagancia que te provoca es el que te corresponde como mamífero bípedo que sos y aunque ignorás del todo ese recuerdo intrauterino pensás que acaso así se sienta nacer. Después te quedás parado como un topi, siempre a punto de caer pero conservando el equilibro a último momento, esperando la lenta evolución de la fila junto a los recién salidos del agua, hasta que cantás tu número, el 358 y entregás al control correspondiente la chapita que trajiste anudada al cordón de tu slip y te dan naranjas y jugos y barritas de cereal para que empieces a recuperar la energía perdida y ves a la mujer que amás y querés gritarle pero no podés y hacés señas de primate hasta que ella te ve, se acerca y te da la bienvenida a la tierra firme con un beso y siente tu boca que sabe a río y te saca una foto para tu posteridad personal y te comés dos patys y un chori y media pizza y volvés a la vida, sentado a la mesa de un coqueto barcito de cara al río observando la lenta evolución de las aguas color caramelo y pensando que tal vez regreses el próximo año pero lo mismo da porque nadie jamás nada la misma prueba dos veces en el mismo río.

Zedi Cioso

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25 noviembre, 2007

Saludos

Empeoro con el paso del tiempo. Más antipático, más cortante, más egoísta. Son signos de salud, porque todos se ordenan bajo el principio rector de actuar en función de mis ganas en lugar de hacerlo por cualquier otro motivo, en particular: las de otro. Nada de esto es suficiente para disfrazar el hecho puro y duro de que no tengo facha de buen vecino. Saludo a una cantidad irrisoria de coterráneos, y mis saludos no van mucho más allá de un hola qué tal, ocasionalmente sazonado con una media sonrisa espuria. En particular no saludo al de enfrente: un bigotado tan asqueroso como yo que de entrada me miró torcido, así que me siento con pleno derecho a no registrarlo, conducta que efectivamente adopto. A su mujer sí (los tibios hola que tal supramentados), a sus hijos, claro (si los reconozco, porque, como más adelante reiteraré, no soy muy observador). A él, chupame la pija.
La política adoptada con los vigilantes de las casillas de seguridad obedece a motivos concurrentes, pero otros. ¿Vieron esa máxima sarmientina que reza que la patria no es el territorio, sino la gente que lo puebla? Bueno: mi patria chica, mi barrio, es el territorio. Son los árboles, las casas, las escaleras y la estación de tren. No otra cosa. No la gente. Podría prescindir de la gente –lo haría si pudiera, de mis vecinos, al menos. ¿Recuerdan la sentencia kafkiana que apostrofa que la patria es la infancia? En mi mente se rellenan los términos de la predicación y la patria pasa a ser el lugar donde trascurrió mi infancia, verbigracia, el mismo en el que transcurrió mi adolescencia y mi juventud y en el que está transcurriendo mi adultez. Me gusta mi barrio y me gusta disfrutarlo sin interrupciones. Los vigilantes de las casillas de seguridad son expertos en interrupciones. “Buenas”, dicen. No esperan respuesta y ya están metiéndose en asuntos que no les competen ni me importan, como el clima, el torneo apertura, los Pumas, qué cosa la inseguridad. Eso cuando no están haciendo circular la información: horarios de salida y entrada de las casas, sexo de las visitas y tiempo de permanencia en las residencias, labores de sus ocupantes. Todo esto está muy bien y es muy apreciado porque todos somos chismosos pero, ¡quería disfrutar del paisaje, la concha de tu hermana! Así no se puede. De a poco dejé de hablarles. Primero selectivamente. A algunos les hablaba, a otros no. Cada tanto cambiaban de empleados. A los nuevos no los saludaba nunca. Había temas que no tocaba y días en los que no les dirigía la palabra. Un modo efectivo de hacerlo es no mirarlos. Dicen que conviene no mirar a los ojos ni a los locos ni a los sacados. Hacerlo es despertar su patología momentáneamente adormilada. Con los vigilantes de las casillas de seguridad ocurre otro tanto. Un día no les hablé más. Otro día no respondí a sus saludos. Al tiempo ya no reconocía a la mayoría. Podría mentir que los había olvidado. Soy muy poco observador, así que podría haber sido cualquier cosa. Acaso solo habían sido sustituidos. Ahora ya dejé de prestarles atención, así que ni sé si me miran ni cómo me miran.
Pero es una preocupación. La única que tengo que les atañe. Seguro que hablan pestes de mí. No he fomentado otro tipo de consideraciones. Maleducado, engreído, soberbio. Esos son los conceptos. Las palabras empleadas deben ser versiones populares de los conceptos. Así que más bien forro que maleducado, digamos. Nada de eso deja de ajustarse a la verdad. Pero la verdad debe estar recubierta de una frondosa pátina de rumores para hacerla atractiva. No sé qué piensan. Seguro que creen que no laburo, porque mis horarios son discrecionales. Seguro que creen que me mantienen y que soy un drogón que no tiene idea de lo que quiere, un nene de mamá. Espero que estén equivocados. No sería sincero exigir más.
Está bien. En un precio a pagar por no verme obligado a embarcarme en coloquios menores inconducentes y fastidiosos, por no verme padecer con antelación frente a la expectativa de charlas inconducentes y fastidiosas. Su mundo corre por un carril diferente al mío. Logré recortar la parte de mi mundo que me gustaba y encapsularla en la burbuja que habito solo. Porque mi mundo no es ese, porque eso es apenas una partecita de mi mundo, ni siquiera una muy importante. No veo motivos para abandonarla, no veo peligro de que se resquebraje.

Matías Pailos

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18 noviembre, 2007

La cercanía de la muerte

Cuando era chico quería ser grande. Muy grande. Cuando era chico quería ser viejo. Quería ser un tipo particular de viejo. Un viejo no muy viejo. Un viejo de poco más de sesenta años. Quería ser de esos viejos de poco más de sesenta años que paraban en bares como los que veía cuando iba caminando de mañana al colegio. Cuando tenía siete. Cuando tenía diez u once. Cuando tenía trece o dieciocho. Quería tener la bocha poblada de canas y esos anteojos cortados con hacha a la mitad que los viejos que veía en esos bares clavaban en la punta de sus narices. Quería desplegar un diario enorme entre mis narices y la mesa y leer con parsimonia, con atención, sin apuro. Quería no tener obligación alguna, quería no tener horario que cumplir ni tareas que realizar. Quería la libertad absoluta. Canas, renguera y visión disminuida me parecían un precio razonable. Artritis, artrosis y lumbago eran entidades abstractas, más bien entelequias, y eso si eran algo. Cáncer era algo terrible, y lo sigue siendo. Pero no era algo a los que los viejos de los bares que miraban desapasionadamente y con plena satisfacción a la calle y a la gente pasar estuvieran expuestos.
Estoy gastando los años finales de mi beca doctoral. Tengo dinero suficiente como para darme pequeños placeres. Tengo tiempo para hacerlo, en buena medida, cuando quiera. Quería seguir leyendo. Quería seguir cumpliendo el plan de operaciones que conduciría eventualmente a la realización del artículo, pero no quería hacerlo en casa. Los pajaritos piando y el sol cayendo y el rumor de las hojas movidas por el viento me fastidiaban. Mi música me fastidiaba y el balcón, lugar de confluencia del panorama callejero y la música emergente de mi computadora, también lo hacía. Hasta el paraíso es aburrido si no hay variedad. Necesitaba variedad. Necesitaba salir de casa. Un desaliñado alumno de colegio privado pasó por la calle pateando una naranja. Era más bien gordito, más bien petiso, con un mirar más bien empecinado dirigido al piso. Indistinguible de mi propia imagen años ha, incluso. Él era mirado por mí, a la sazón el viejo de marras. Ya ejercía de viejo, a los ojos del pendejo pateanaranja, sin obligaciones. Ahora solo quedaba recrear el bar y el diario.
Pero los bares que veía cuando era menor de edad me deprimen. Solo hay viejos. Prefiero el bullicio estúpido de los pendejos al silencio estúpido de los viejos. Los pendejos, además, vienen ocasionalmente con quinceañeras de pantalones ajustados, deleite visual impagable. Así que en vez de ir para Maipú, rumbeé a Libertador, a la estación de servicio en la esquina de Melo. Como era de esperar: no había una puta quinceañera. A decir verdad, solo había dos viejos. Dos viejos y yo. Pero era feliz: iba a continuar la lectura de ‘Las Islas’, de Gamerro. La había dejado a la altura en que el hacker, de bajón, se calza el walkman al cacofónico son de Sumo.
Frente a mí: un café y ‘Las Islas’. A mi izquierda: el vidrio que deja ver la transitada y luminosa esquina tras los espaciosos playones de abastecimiento petroleros y gasíferos. No avanzo quince líneas y un ruido seco me aleja de las palabras. Lo veo. Me veo y lo veo. Un canario medio atontado clava los ojos en mí antes de reemprender vuelo. Da vueltas a toda velocidad por el local. Allá él, me digo. Sigo leyendo. El hacker consigue un taxi. Después de indicarle el destino, vuelve a embutirse el walkman. Porfiado, entiende que el mensaje ha sido claro: no-quiero-charla. No hay peor cosa que un taxista insistidor. El hacker se resigna. “Sería capaz de darle charla al verdugo que me ajusta la soga al cuello si veo que el silencio lo está poniendo incómodo”. Sonrío. Saco una birome y, luego de subrayar, levanto la cabeza en el momento preciso para ver al canario impactar a toda velocidad de cabeza contra el vidrio, inconcebible para un canario, antes de caer, patas para arriba, en la mesa contigua.

Matías Pailos

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14 noviembre, 2007

El amor en fuga

Todos leímos el libro. Todos hicimos el esfuerzo. Esfuerzo que no fue tal, claro, porque solo nos dio placer. Y si no nos dio placer al menos nos generó necesidad y adicción. Por más que la historia decayera. Por más que Vera fuera menos interesante que Sofía, por más que Carmen fuera menos interesante que Vera y Nancy aún menos que Carmen. Ahora El Pasado está al alcance de cualquier gil, de cualquier analfabeto que tenga la plata o la astucia necesarias para colarse en una sala de cine. Sí: en el fondo todos los lectores tenemos al menos una fibra de desdén hacia el resto del mundo. Y resentimos que se apropien de nuestras cosas. Incluso cuando lo hace uno de nosotros, como sin duda es Babenco, el director. Suficiente como preámbulo.
La película está bien. La película está muy bien, y crece con el paso del tiempo. (“A medida que se hace pasado”, acota un gracioso a mis espaldas.) La película tiene un si es no es de claustrofobia, o de algo considerablemente parecido: de una obra de teatro. Pocos personajes por escena, mucha declamación, cada movimiento parece preparado con antelación. Por supuesto: cada movimiento está ensayado. El problema no es el ser, sino las apariencias. Solo los superficiales no juzgan por las apariencias, dice ML. El único trozo de película que parece vivo y coleante es el que transcurre en Brasil, lo que habla mucho de la psiquis de Babenco, argentino radicado en Brasil desde antes de que buena parte de nosotros naciera. Esto, como muchas otras cosas, no tiene por qué importarnos.
Gael está bien. Couceyro (Sofía) también, y todas ellas también. Nancy, la veterana, acá está interpretada por una tetona y antigua vedette, y por más años que tenga encima es un camión con acoplado. (Su paso por la película es irrisorio, y no le otorgaremos más tiempo en este comentario.) No es esto lo que quería comentarles, pero lo hago porque sé que quieren saber y en el fondo, así como en el frente, soy un demagogo. Lo que quería decirles es que les voy a contar el final de la película.
Para los que no dejaron de leer en la línea anterior, continúo. La película no termina como la novela: termina mejor. Este constituye el gran punto de discrepancia con PH, quien me arrió a la sala. Lo es porque él cree que el final de la novela es mejor. Acaso lo sea, pero el punto sigue siendo otro. El punto es que el final hace que la película sea otra historia que la novela. La novela termina (los que no la leyeron pueden abandonar el comentario en este renglón y partir en busca de un ejemplar propio) con Sofía y Rímini desangrándose en la cama de Sofía. La película termina con Rímini abandonando la casa de Sofía, después de coger con ella, después de ordenar las fotos (el “asunto pendiente” con el que Sofía persigue a Rímini en ambas historias, la de Pauls y la de Babenco). La puerta se cierra con la cámara dentro del departamento, con Rímini fuera del departamento, con un primer plano de la puerta. Porque la novela habla del destino, de lo inevitable, de lo inescapable. De que contra lo que es más que nosotros no se puede. Por más que le opongamos voluntad (Rímini conoce otras mujeres, Rímini tiene un hijo con otra), por más que le opongamos falta de voluntad (Rímini es un pelotudo que se deja llevar, que es empujado por todas ellas y por la fuerza de los acontecimientos). La película es un relato moral, una historia de crecimiento y maduración, un “bildungsfilm” (si tal palabra existe). Rímini se resiste, y hace mal. Rímini cede, y lo logra. Sofía lo quiere de vuelta –y lo tiene de vuelta. Rímini quiere dejarla atrás. Una vez que hace lo que Sofía quiere, una vez que enfrenta su pasado, puede irse. Una bosta, ¿no? No: un relato moral. Una constatación de que no todo es inevitable. O, de alguna forma, sí. Crecer puede suponer confrontar el pasado para dejarlo ir. Y una vez hecho, no hay vuelta atrás. Es para mejor. Que así sea.

Matías Pailos

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12 noviembre, 2007

¡Qué te hiciste en el pelo 2! (la misteriosa desaparición de un peluquero)



Un acto tan banal como acudir a la peluquería siempre tuvo un halo festivo para mí. Cortarse el pelo es el recurso más sencillo, económico e inofensivo de cambiar sin dejar de ser el mismo ¡Con qué alegría espío mi reflejo en las vidrieras de los negocios apenas pongo un pie afuera del salón capilar! Ni que hablar del modesto milagro que sucede a la mañana del día siguiente, cuando, sumido aún en la duermevela, todavía me imagino igual al de anteayer y me descubro al espejo una milésima de kafka metamorfoseado en otro distinto.
A los 18 años conocí a Oscar, mi peluquero. Él era el humilde dependiente en un salón unisex que se presentaba ampulosamente como “academia de peluquería” amparándose en el hecho de que allí se impartían cursos para aprender el oficio de cortar y peinar, teñir y planchar, enrular y decolorar y todas las cosas que pueden hacerse con el cabello de la gente. El corte ‘profesional’ costaba $8 y el de ‘aprendiz’ apenas $4. La módica tarifa me permitió darme el lujo de hacerme atender por un peluquero colegiado y evitarme el riesgo de poner mi cabeza al servicio del honorable, aunque riesgoso, aprendizaje capilar. El profesional resultó ser Oscar; yo juzgué óptimo el resultado del corte y volví dos meses después, y dos meses más tarde y así durante 12 años. Oscar era correntino y, para hacerle honor al gremio, recontraputo. Al poco tiempo de su arribo se transformó en el estilista estrella del salón: “No, gracias, prefiero esperar”, “No, espero a Oscar”, “Sí, espero, me quiero cortar con Oscar”. A los clientes no les importaba la demora, estaban dispuestos a aguardar todo el tiempo que fuera necesario hasta que Oscar quedara libre y pudiera atenderlos, lo que convertía en obsoleta la presencia de otros peluqueros que o bien renunciaban o descendían al rango de asistentes, reducidos a oficios serviles tales como lavar el cabello o aplicar las tinturas a las viejas del barrio, mientras Oscar le daba a las tijeras 8, 9, 10 horas corridas.
No tenía descanso, el abnegado Oscar. La mujer que regenteaba el negocio, una gordita horripilante dueña de una insoportable voz de pito, lo explotaba saludablemente. Pero Oscar no protestaba. Ni siquiera cuando yo me le aparecía a la una del mediodía y le cortaba el almuerzo “¿Cómo está, señor?” Durante 12 años siempre el mismo saludo seguido por el falaz apretón de manos entre hombres, restos ficticios de un ritual masculino que mi homofobia adolescente debe haber impuesto como obligada distancia a nuestros primeros encuentros y que jamás nos atrevimos ¿Por respeto a qué normas? ¿En nombre de qué vagas leyes consuetudinarias, Oscar? a romper con un más adecuado y espontáneo beso en la mejilla. Para la espera, los chimentos de la revista Pronto, que ojeaba con avidez de señora gorda. Para inspirarme, una extrañas publicaciones con Raros Peinados Nuevos que eran lucidos por lo que aparentaba ser la selección de máximas estrellas del porno gay. Después de dar cuenta de la numerosa clientela que por lo general me precedía, Oscar me invitaba a sentarme, me calzaba esa mezcla de poncho, babero y delantal quirúrgico con el que los peluqueros nos aislan de la inminente lluvia de nuestro propio cabello que se disponen a desatar con sus tijeras, y me ajustaba la toalla cálida y húmeda sobre el cuello. “Hoy quiero hacerme algo distinto, Oscar: cortito y desmechado, con oreja descubierta”. Invariablemente durante 8 años el mismo parlamento de actor de reparto para anunciar mi nuevo corte de siempre el mismo. Oscar me aplicaba el vaporizador para humedecerme el pelo y me hacía evocar aquellos carnavales de antaño en los que hordas infantiles se entregaban al fuego cruzado del bombero loco y las bombuchas multicolor. Después tomaba con delicadeza mechones de mi pelo entre sus finos dedos y se aplicaba al corte. La destreza de Oscar, como la de todo auténtico coiffeur, nos permitía sostener una fluida conversación que no afectaba un ápice su concentración ni los resultados finales de su trabajo. En las visitas periódicas a la peluquería yo podía comprobar cuánto había sucedido de significativo en mi vida en los últimos meses en función de las novedades que tuviera para contarle mientras él esgrimía con pericia las tijeras. Cuántas vidas, cuántas historias, cuantos secretos atesoraba Oscar mientras rebajaba un flequillo, emparejaba una patilla, alisaba un rulo o aclaraba unas canas rebeldes. ¿Por qué no habrá más peluqueros escritores, con semejante acervo narrativo? Una vez concluido el corte, Oscar me preguntaba cómo quería las patillas. Era una fórmula más de ese ritual de complicidad que habíamos construido con los años, prácticamente una pregunta retórica. Ya sabía que yo iba a pedirle que me las rebajara y las dejara en punta y combadas con forma de media media luna. Un look que le había copiado a Alessandro Del Piero en los 90’s y que se me apetecía como el máximo detalle de distinción al que podía aspirar tras un corte de pelo tan cómodo y eficaz como convencional. Al escuchar mi pedido Oscar se reía e iniciaba una amarga queja mitad en broma mitad en serio sobre el trabajo extra que le demandaba mi requerimiento estético y enseguida acometía con su maquinita dentada la metódica esculpida patillar. Así era con todos: cumplía los gustos más retorcidos de sus clientes con una sonrisa en los labios, como si supiera que esa peluquería, de la que a fin de cuentas sólo era un mero empleado, algún día le pertenecería. Y ese día llegó. Las circunstancias del trasvaso no me son del todo claras y creo que rozan la mala fe, no obstante, en mi opinión avalan un auténtico acto de justicia. Al parecer, Oscar se contactó con el dueño del local y convino con éste para que le pasara a la dueña de la peluquería una cifra exorbitante por la renovación del contrato de alquiler. A la insufrible chillona no le quedó más remedio que irse con la música a otra parte, entregada al hado mágico para que le echara en las manos otro talentoso e ingenuo Oscar para vivir a sus costillas.
El nuevo salón abrió un mes más tarde. Oscar exhibía con orgullo y subrayaba hasta el cambio más minúsculo. Las paredes recién pintadas, los sillones de cuero y metal cromado, los cascos astronáuticos para hacer la permanente, la nueva instalación eléctrica, las plantas de interiores, etc. Y también se quejaba, como el flamante empresario que era, del precio de las máquinas rasuradoras, las navajas, las tijeras y otros insumos básicos del ramo. Los cambios eran notorios: apenas llegabas una chica te abría la puerta, colgaba tu abrigo y te invitaba un café. Oscar tenía la energía del dependiente que ha visto durante años cómo el negocio se desaprovecha por no saberlo explotar adecuadamente y quería poner en marcha al unísono todas las ideas que había rumiado durante tantos años de obcecada subalternidad: “En el subsuelo vamos a poner un salón de estética para que las señoras se hagan la manicura y la pedicura, depilación con sistema español y a la cera negra”. Yo sólo objetaba el nombre. Para mí lo más indicado habría sido rebautizar el salón con el nombre de su alma mater “Oscar Ferreiro, Coiffeur” (Ignoro el apellido de Oscar, pero Ferreiro le hubiese venido de maravillas). Lástima que su modestia no le permitió semejante osadía y en su lugar, optó por una denominación tan sosa como precaria y falta de glamour: “Tu Pelo”. ¿Tu Pelo? Si acá lo que importa son “Tus Tijeras” “Tus Manos” “Tu Talento” “Tus Peinados” “Tus Cortes” Los cortes de “Oscar Ferreiro”. Y eso sin mencionar el producto que arroja la inversión de las sílabas del nombre, un sospechoso “Pelotú”. En fin, lo que importa es que la gente iba para hacerse atender por Oscar y ahí estaba él, genio y figura, trabajando a destajo como siempre, pero ahora para su propio beneficio pecuniario y lo que es más y mejor: para el crecimiento, desarrollo y fortalecimiento del sueño de toda su vida: atender su propia peluquería. Lo extraño era el personaje que estaba a sus espaldas, en un segundo plano, casi como en un fuera de foco cinematográfico, parado junto a la caja. Era un tipo grandote, vestido de jean azul y camisa blanca por adentro del pantalón, pelo morocho y cortito con claritos y peinado hacia atrás en finas púas pulidas por el gel. Su presencia era intrigante. No cortaba el pelo, ni servía café, no preparaba a las señoras para la tintura con esos espantosos gorros de plástico transparentes ni efectuaba los lavados de cabello que precedían al corte. Simplemente permanecía ahí parado, ejerciendo una suerte de control general, cobrando y dando el vuelto e intercambiando algunas palabras de compromiso con alguno de los asistentes del local. Con el correr de los meses creí entender su rol: Oscar no había reunido el dinero suficiente para poner en marcha el negocio por su cuenta. Tal vez habría podido si la gorda chillona le hubiese pagado lo que le correspondía o si hubiese podido ahorrar unos meses más, pero la oportunidad se aparecía como un tren que no pasa dos veces por la misma estación, de modo que debió recurrir a este personaje (ignoro su nombre) que se ofreció como “socio capitalista” mientras que Oscar aportaría el capital de trabajo (y la clientela fidelizada que tenía cautiva) para ir cincuenta y cincuenta en el negocio.
A pesar de haberme mudado a 45 minutos de colectivo de mi barrio natal yo seguía asistiendo religiosamente a “Tu Pelo”. Siempre encontraba una buena excusa para arrimarme a Saavedra y hacerme cortar el pelo por Oscar y a veces acudía premeditadamente con el mero propósito de asistir a la peluquería. Corría el mes de febrero. Todo parecía en orden. La atenta asistente me franqueó la entrada y me ofreció el café cortesía de la casa, las revistas Pronto descansaban en el revistero, una señora esperaba paciente en su butaca a que la tintura le tomara. Pero Oscar no estaba.
En su lugar había un morochito flaco y esmirriado, con el pelo cortito peinado hacia atrás con gel, que con extremada delicadeza me invitó a tomar asiento.
_¿Oscar no está? Pregunté como si me invitaran a un picnic en un campo minado.
El chico se puso algo pálido y respondió que no. Dada la fecha me pareció lógico que Oscar hiciera lo que antes le estaba vedado y se hubiese tomado unas merecidas vacaciones, le pregunté al flaquito si esa era la causa de su ausencia y me respondió con poca convicción que sí y de inmediato cambió de tema inquiriendo cómo quería cortarme. Al cabo de dos meses regresé al local y al ver que Oscar no estaba supe que algo malo había pasado. El mismo dependiente modoso de la vez anterior me invitó a tomar asiento (no había nadie antes que yo) pero lo dejé con el brazo extendido y encaré directamente al grandote de la caja, que se reía jocoso de un chiste que él mismo le había contado a la chica del café.
_¿Oscar no trabaja más?
El tipo cambió la cara de inmediato y se puso serio, casi compungido para explicarme que Oscar había sufrido una “crisis” con su vocación, producto de una fuerte depresión y que se “había vuelto a su provincia” porque “ya no iba a trabajar más”. Como si esto no fuera suficiente agregó que a tal punto había llegado su dejadez que un día le cortó la oreja a un cliente “por suerte el hombre no hizo la denuncia, pero ahí tomamos la decisión de que tenía que irse”. Obviamente, no creí una sola palabra de esta terrible difamación. Le dije que no pensaba cortarme con otro peluquero y que sólo volvería a pisar el local si regresaba Oscar “Eso no va a ser posible” dijo el judas con una mezcla de lástima y provocación. Prácticamente le arranqué la mochila a la asistente que trataba de conservar los modales serviciales del establecimiento y me hubiese gustado dar un portazo pero la pesada puerta de acrílico se abría y cerraba lentamente contenida por una palanca hidráulica.
Mientras caminaba furioso por la Avenida Del Tejar las vidrieras me reflejaban igual que ayer, perdido Oscar y su sueño víctima de la conjura de un oportunista hijo de puta y yo sin más remedio que lanzarme a la búsqueda imposible de otro peluquero que descifrara el arcano de mi corte perfecto, ese que me convierte en otro sin dejar de ser el mismo, alguien con quien reconstruir un ritual destinado repetirse inalterable en el tiempo, un imposible nuevo Oscar que como todo en esta vida es barrido y aniquilado sin que yo haya podido hacer nada para impedirlo.

Zedi Cioso

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09 noviembre, 2007

Así sonaremos algún día

05 noviembre, 2007

La mirada indiscreta

Pasan los años y sigo sin poder resolver este entuerto. Ya no me apremia hacerlo, así que lo hago de cualquier manera. Quizás no sea una política desacertada, porque es un asunto sin importancia sustantiva. Una dedicación sostenida, muy probablemente, desemboque en otro engordamiento del polimorfo complejo neurótico del que me quejo constantemente, al que (declamo) solo ansío ver decrecer.
Cuando era chico no miraba nunca a los ojos. Hacerlo casi siempre desembocaba en que me miraban a los ojos a su vez, y desesperaba. Me sabía observado; me creía juzgado e, ipso facto, condenado. (No sé distinguir entre juicios y condenas. No, al menos, si el juzgado soy yo.) Superar la vergüenza implicó trocar los roles, y ser yo quien infringía vergüenza. Por varios años miré a la gente a los ojos. Acaso no los asustara tanto eso como el modo extático con el que acompañaba el gesto. Supongo que abría mucho los ojos, sé que apuntaba a las pupilas. Un amigo me dijo hace un tiempo que yo no miraba a los ojos sino un metro detrás. O mejor: que arrastraba los ojos de aquél a quien miraba un metro atrás. Eso no está bueno. Claro que imponía cierto respeto, pero era del tipo que impone el loco. Era un respeto cargado de amenaza, que no condecía del todo bien con la cara de bueno (de inofensivo) que tenía. No solemos llevarnos del todo bien con ese tipo de desajustes reales de tiempo presente. Suficiente para confiar en que notaban mi presencia y que no me ninguneaban; suficiente, por tanto, para no pasar desapercibido. Pero ahora quería más. Ahora quería generar confianza, quería despertar empatía. Quería que mi presencia se naturalizara o, en caso de no hacerlo, que fuera por el deseo generado. El mundo, por tanto, se dividía en dos: las mujeres en quienes quería despertar deseo (al que siempre emparenté un poco con el miedo y la amenaza) y los demás, a quienes quería caer bien. La estrategia claramente no funcionaba con el segundo grupo. Supongo que puede ser el momento de publicitar mi deseo (cargado de inseguridad) de caerles bien a todos. Hacía flaco favor a su concreción el clavar mis ojos en los suyos. Todos somos más o menos iguales, así que se comportaban como era esperable: la sostenían un poco (‘a mí no me vas a ganar’), después se sonrojaban (ligera o marcadamente), después la desviaban a suma velocidad. Eso no servía. Así no iba a hacer muchos amigos. Adopté la estrategia Cioso: hablar mientras se mira a otro lado. Pero ese es un proceder cargado de incertidumbre. Mi temperamento me exigía no solo caer bien, sino saber que caía bien. Ensayé el mirar a la boca. Además de sentir que no estaba mirando a mi interlocutor sino a una versión desgreñada y a medio despertar suya, el afectado ahora era mi orgullo. Mi interlocutor me miraba a los ojos; yo, a su boca. Es decir, más abajo que sus ojos. Caía bien, pero al precio de sentirme menos. Como reacción probé mirar a la frente, probé mirar al pelo, probé mirar a la oreja izquierda. Esto no está funcionando.
Estoy en una etapa experimental. Mi último ensayo fue mirar a una zona indefinida y vagamente circular cuyo centro es su cachete derecho y su circunferencia atraviesa cejas, nariz y boca. La falta de un objetivo me provoca algo de mareo, la ansiedad de anclar mi vista en algún puerto facial. Eso me lleva a la última táctica del mercado, la vedette de los desfiles parisinos, la que hace furor en cócteles y vernisagges: la mirada-satori. Apunto al centro de los ojos, justo donde empieza la nariz. Y disparo.

Matías Pailos

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02 noviembre, 2007

¿Qué te hiciste en el pelo?


Nada. Ese es el problema. Que no me hice nada en el pelo y éste crece salvajemente en todas direcciones sin método, sin concierto, sin ningún plan de obra. Quisiera hacer mía la frase de uno de nuestros más grandes PPC (Poetas Populares Contemporáneos) “Perdí casas y dinero, pero no el pelo”. Lamentablemente yo sí perdí pelos y aunque conserve algunas mañas bajo la manga una cosa no alcanza a compensar la otra. De todas formas debo admitir que podría ser peor y esto sí me alegra a mí. Confieso que llegar a los 30 años con suficiente cabello en la cabeza como para que nadie en su sano juicio ose llamarme Pelado! ha sido uno de los objetivos cumplidos de mi vida y más allá de una Tala Indiscriminada de Bosques que ha sufrido mi coronilla aún estoy al resguardo del colapso capilar.

Pero eso no oculta, todo lo contrario, agrava, el hecho de que hace varios meses que no me someto a las tijeras de un peluquero. La situación empeora cada mañana con mis crenchas desmañadas y la mujer que sufre la iniquidad de amanecer a mi lado que me pregunta “¿Cuándo pensás ir al peluquero?”. La frase se me clava como un puñal en el centro vital de mi elegancia. Y ojo que yo digo no al hippismo y al heavy metal. No adoro estar Sucio y Desprolijo. ¿Entonces? Si tampoco le pego a la vagancia, dónde está la clave, cuál es el asunto. Antes de arribar a esta respuesta permítanme una digresión que viene a cuento y déjenme invitarlos a una visita guiada por el museo de mis peinados:

0 a 12 años Qué lindo te queda
Durante esta etapa mis padres tuvieron potestad absoluta sobre mis cortes de pelo. Por lo tanto, toda responsabilidad, culpa y méritos acumulados durante este ciclo deberá ser remitida a ellos. Digamos que entre los períodos más importantes podemos destacar el corte “casquito de astronauta” con flequillo a’ la Carlitos Balá que también sufrieron muchos de mis contemporáneos. Cerca de los 10 años mis padres descubrieron la practicidad (y la economía dado que distanciaba las visitas al peluquero) del rapado. “¿Qué corte le hago, señora?” “Pásele la maquinita, nomás”. Mi cabeza con medio centímetro de cabello me hacía ver orejón y algo enjuto “Parecés un prisionero de Auschwitz” me decían los parientes (somos judíos, podemos permitirnos esta clase de comentarios).

13 a 15 años La rebelión inútil
La primera medida que tomé en cuanto descubrí que podía ejercer el libre albedrío sobre mi peinado fue una reacción directa contra aquellos peluqueros obedientes y sus maquinitas castradoras: no volví a poner un pie en ninguno de sus nefastos locales.
La preocupación de Papá y Mamá crecía en directa proporción a mi cabellera “Puto” “Mariquita” “Maricón” para papá no era de hombre llevar el pelo largo. Las presiones en pos de un corte radical se incrementaron, pero yo me propuse no dar el brazo a torcer mientras le robaba gomitas para el pelo a mi vieja y me dispuse a librar la primera y tal vez única batalla contra mis padres en esa guerra de posiciones familiares llamada adolescencia. Y vencí. Estirado con el cepillo el pelo me cubría los hombros. Todos queríamos ser Axl Rose, pero yo tenía más facha de Izzy Stradlin’ el segundo guitarrista de los Guns: pelo castaño oscuro mitad lacio, mitad ondulado, con puntas florecidas, algo pajoso. Decidí cortármelo. El problema: hacía dos años que no visitaba una peluquería. La amenaza: mamá me sugiere que vaya a lo de Gloria, su peluquera. La tragedia: le hago caso. Lo que me lleva directamente a la siguiente sala.


15 años: El Oprobio
La peluquera de mamá me hizo el corte de Araceli González. “Puto” “Puto” me atizaban los pelilargos hippyheavies del colegio. Hasta que uno de ellos, más perspicaz en sus percepciones, observó cierta tendencia conoidal en mi cabellera y acuñó el inolvidable “cabeza de un cono” que todo el curso canto en coro y a viva voz. Sólo un oportuno cambio de división —y de peinado— pudo salvarme al año entrante.

18 años: Nicolás Repetto
No se me ocurre mejor forma de describirlo. Pelo ni corto ni largo, lacio con tenues ondas, sedoso, con brillo y volumen digno de publicidad de Rubén Orlando ¿Mi mejor momento?

24 años: Cristóbal Colón
Un experimento fallido o el triste anhelo de volver el tiempo atrás para enmendar los errores del pasado. Hoy puedo admitir que sí, mi intención era volver a dejármelo largo pero me quedé a mitad de camino. A mi novia de entonces (y de ahora) le gustaba el pelo cortito (como a Papá). Hubiese persistido de no ser por el alerta que Greenpeace lanzó sobre los peligros de la deforestación en la azotea, y desistí.

25 a 30 años “Cortito y desmechado, con oreja descubierta”
Eso es lo que le decía a Oscar, responsable de mi look capilar y principal factórum de mi crisis actual (ver próximo post).
Por más de 5 años, puntualmente cada 2 o 3 meses “Hoy quiero hacerme algo distinto, Oscar: corto y desmechado con oreja descubierta”.

30 años La crisis del peluquero
Motivada por la extraña desaparición de Oscar (que contaré en el próximo post). Mechones hirsutos, crenchas desmañadas. Después de bañarme me tiro el pelo hacia atrás ‘a la garçón’ y acto seguido ejecuto la horripilante raya al costado. Interrumpo y salgo desesperado a la busca infructuosa de una peluquería.

Zedi Cioso

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