El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

Mi foto
Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

29 agosto, 2009

La envidia corroe el alma

Llegué tarde porque no quería cruzarme con nadie. Me quedé en el fondo, pispeando la situación. Al rato había avanzado diez o doce escalones. Inmediatamente tomé posesión del primer asiento de una de las filas de adelante. Los presentadores seguían hablando. El protagonista parecía intimidado. El que lleva la batuta es un canoso con pinta de Alan Pauls. Habla a favor de imponerles restricciones a los autores, de la conveniencia de hacerlos trabajar. Qué tanta libertad. Ríe: reímos. Después le toca el turno al que se parece a Cozarinsky y después, al émulo de Piglia –que lo imita a la perfección, con citas de Arlt incluidas. Se van pasando la pelota de uno a otro labrando un colchón que permita a la audiencia no sentirse defraudada: ha asistido a una auténtica presentación de libros. Clavo la vista en el único que no juno. Sí: parece de mi edad. ¿Qué tiene él que no tenga yo?

-Podemos dejar que el autor diga algunas palabras.

Algo que no es claro que el autor quiera. Probablemente sí –la vanidad es una pasión de multitudes. Probablemente quiera que creamos que no es claro que quiera, etcétera, etcétera. Así que agarra el micrófono y masculla un par de lugares comunes salpicados de dos o tres nombres adecuados –cita a Onetti como gran influencia y vuelvo a pensar cuánto mejor lo haría yo, cuán poco sufriría la situación, cómo aprovecharía este notable auditorio del MALBA para realizar mi primer strip-tease cuando el autor –A.K.A. “Diego Meret”- decide bajarme de un hondazo a la realidad en medio de un discurso interrumpido.

-… no sé… ¿quieren hacerme alguna pregunta…?

¿Eso es todo lo que tenés para decir? ¿ESO es TODO?
Hijo de puta.
Hijo de puta.
Me empieza a agarrar un ataque de ternura. Me felicito por el ataque de ternura, porque no quiero ser (solo) el hijo de puta rencoroso que en el fondo soy. Lucho porque la ternura no se limite a ganar una batalla, pero qué se yo.
Pregunta de acá, pregunta de allá. El Símil-Pauls acota algo acerca del tipo de pasado que se narra –que parece mucho más antiguo de lo que el límite de 35 años del premio Indio Rico que recibió permitía. Meret lo piensa. Dice: “sí, sí… muy interesante, sí…” Proto-Cozarinsky me cuenta el argumento. Habla de una parte en la que el protagonista –el de la novela/autobiografía, y por tanto probablemente Meret mismo- se encierra en una pieza de hotel por unas horas a escribir. Seudo-Piglia (¿o Símil-Pauls?) menciona la escritura de algo en el baño de la fábrica el último día de trabajo.

Yo, yo y yo: ¡podría haberlo hecho tanto, pero tanto mejor…! ¿Y si vos te dedicás a escribir y me dejás a mí las presentaciones públicas?

Más preguntas –alguna del público. No me privo de hacer una bien pelotuda.
Más intervenciones –ninguna del público. Este es un dato positivo. ¿Y si dejamos que el autor nos lea una parte?
Meret toma el libro –su libro- entre manos. Lo abre. Lo empieza a ojear. Va de atrás para adelante y al revés. La indecisión es un manjar podrido.

-¡Que lea el principio!

Primera queja del coro de viejas. La chica a mi lado interrumpe el frenético tomar notas para revolverse inquieta. Meret sigue en la duda.
Símil-Pauls lo corta de cuajo. Agarra el libro y le apunta al blanco. Meret se para y lee un apartado intitulado “El escritor”, que empieza diciendo “Hay cosas que me hacen pensar que tal vez no sea un escritor”. (Más tarde, Símil-Pauls señalará al otro como el causante del paso de la nada (= no ser escritor) al ser (escritor).)

-¡Más alto!

Las viejas siguen impertérritas en el ejercicio de su función. Meret lee en voz muy baja, siempre en el mismo tono. Minimalismo, que le dicen.
Aplauso, medalla y beso. Sigo transido de envidia y rencor. Pero el hijo de puta se hace querer.
(Además está el siguiente comentario de Fogwill en “El País”: “La también unipersonal Mansalva, conocida por su biografía de Lamborghini y por ostentar el diseño de cubierta más distintivo de las editoriales de esta lengua, introdujo en julio En la pausa, de un tal Diego Meret, de quien sólo se sabe que ronda los treinta años, que fue obrero textil y que, si logra otro libro de este nivel de calidad, figurará muy pronto en ese seleccionado argentino donde, a falta de mejores, se nos suele poner a Pauls, a Kohan, a Piglia y a mí”.
Pero mejor esta otra, del blog de Budassi: “En El país mencioné a Busqued, Havilio, Meret, esos tres que escriben libros verdaderos y no son talleristas para nada… porque no encuentro ninguna operación tramposa, ninguna aventura libresca, ningun amanecer titilante. ¿Captas? No aparecen rubias que fuman a la hora de la excitación sexual ni tipos de impermeables para crear una imagen de suspenso. Como en La ciudad ausente, que hay un tipo de impermeable que se llama Junior. No aparece nada de eso."
Así que) aplaudo a rabiar y salgo antes que nadie. Voy al estante, compro el libro y vuelvo corriendo. Aprovecho la distracción momentánea de fotógrafos y periodistas –ocupados con los presentadores- para exigirle a Meret, a mano armada, que me firme el libro.

Matías Pailos

Etiquetas:

20 agosto, 2009

Ricardo Enrique Bochini: por un fútbol menor






La primera vez que me asomé a una utopía popular fue en la tribuna de Independiente. Miles de voluntades mancomunadas cantaban a voz en cuello, apropiándose de la música de Gieco: “Sólo le pido a Dios/ Que Bochini juegue para siempre/ Siempre para Independiente/ Para toda la alegría de la gente”. El imposible biológico, que un jugador de fútbol venciera el deterioro del tiempo para jugar eternamente, no prometía la muerte de los rivales ni su fervorosa sodomización (leiv motivs de las tribunas) sino algo mucho más extraño y elusivo: su sempiterna alegría. Al final del cantito bajaba de las tribunas un grito ensordecedor Bo-bo-chi-ni Bo-bo-chi-ni y allá lejos, en el campo de juego un hombrecito minúsculo que trotaba en el césped levantaba los brazos, entre agradecido e intimidado. No recuerdo la primera vez que oí hablar de él y si digo que lo vi jugar en realidad quiero decir que estuve presente en una cancha mientras él disputaba un partido pero en aquellas épocas el fútbol se escurría de mi entendimiento y me costaba sostener la atención durante todo un partido. Sí recuerdo nítidamente una mañana del verano de 1988 en Mar del Plata, pero dejemos eso para más adelante.


Gran parte de la genialidad del Bocha está asociada a la aparente contradicción que encarna: en sus épocas de esplendor Bochini parecía cualquier cosa menos un jugador de fútbol: enjuto, bajito, algo desgarbado, portador de una pelada de oficinista y un rictus amargo en la boca, trotaba la cancha con el desdén de un burócrata. Nada de contradicción, no es a pesar sino gracias a esas debilidades que Bochini se convirtió en Bochini: el hombre que supo hacer de su fragilidad su fortaleza, a despecho de los atributos fascistoides que la publicidad nos ofrece como objetos del deseo: fuerza, velocidad, belleza física, dominio, poder. Como salvedad debo reconocer que yo fui testigo de los últimos años futbolísticos del Bocha, cuando ya estaban mermadas sus de por sí exiguas dotes atléticas, pero creo que esta fue su mejor etapa, la que lo terminó de consolidar con la marca que distingue a los más grandes en toda actividad humana: la de convertir su nombre en adjetivo, en esos años en los que las piernas no le daban para correr y gambetear hacia delante ni el físico para poner el cuerpo ni la velocidad para echar un pique se terminó de trazar el camino que va de Bochini a lo Bochinesco. O para decirlo de otro modo: cuanto más se debilitó su cuerpo aún más se fortaleció su fútbol. En lugar de obsesionarse con el gol, meta obvia del juego, demostración de poder y superioridad, Bochini se concentró en el pase: prefirió gestar los goles antes que hacerlos. De ahí tal vez cierto aire desprolijo en sus conquistas, como hechas a pesar de sí mismo. Sus pases, en cambio, son de una belleza inusitada. No importaba cuantos zagueros le pusieran delante: Bochini nos enseñó que con un pase se puede caminar a través de las paredes que elevan las más aguerridas defensas, hizo del pase una línea de fuga sutil, delicada en su trazo que atraviesa todas las piernas dispuestas a romper y desemboca a los pies de un delantero mano a mano frente al arco. Por eso tal vez algunas de las jugadas más hermosas de Bochini ni siquiera hayan terminado en gol, malogradas por la impericia de un novel puntero pero qué importa, qué más da, si nos regalaban la belleza del juego y la lección inolvidable: “por ahí sí que se puede pasar”. Bochini nos mostró que un gran jugador no necesita tirarse a los pies ni correr una maratón interminable, ni insultar a rivales y referee, ni franelear histriónico una camiseta que está dispuesto a abandonar mañana por un puñado de euros. “Si el Bocha frota la lámpara”, decían en las tribunas. Un gran jugador vale en potencia, no en acto, por lo que puede llegar a hacer. Bochini nos regaló una lección domingo a domingo: un gran jugador no juega el partido: lo interviene. El Bocha no ganó una fortuna, no jugó en Europa, no ganó el botín de oro y nunca se destacó en la Selección, eso sí: creó a sus predecesores y uno de ellos, el representante del Fútbol Mayor, lo nombró Maestro poco antes de convertirse en Dios. Jugó toda la vida en el club donde se inició. Quiso que su vida transcurriera como su fútbol: en el brillo fugaz de un pase o una precisa pared, pero hoy puede caminar por la calle que lleva su nombre, junto al estadio donde vivió sus días de gloria y enseñó cómo se puede jugar un fútbol sin voluntad de poder, el fútbol de otro mundo posible que habita dentro de éste en el que nos toca vivir y que algunos quisiéramos ver multiplicarse y proliferar: un Bochini, dos Bochinis.


Ahora estamos en Mar del Plata en el verano de 1988 y mi viejo me dice que me vista, que vamos a ir a ver los jugadores del rojo. A falta de camiseta mi vieja me enchufa una remera roja de algodón, una vergüenza, mi hermanito corre con mejor suerte, en plan de adiestramiento ideológico cuenta con su camiseta oficial con la publicidad de las modernas fotocopiadoras Mita. Independiente está haciendo la pretemporada en la ciudad balnearia y las prácticas son abiertas a todo público. Llegamos temprano, para tratar de enganchar a los jugadores antes de que empiecen a entrenar, pero ya están todos trotando en la cancha auxiliar bajos las órdenes del Indio Solari… menos uno, que se demora en el vestuario. Pedimos permiso y entramos tímidamente al modesto cambiador de un club de barrio. El bocha está sentado sobre un tablón de madera, vendándose los tobillos. Entonces me convierto en testigo azorado de una demostración de amor.


—Perdoname Bocha, yo nunca hago esto con un hombre, pero si no te molesta te voy a pedir si te puedo dar un beso.


Dice mi viejo y sin aguardar respuesta le encaja a nuestro ídolo un chuponazo en la mejilla. El Bocha se pone colorado aunque supongo que experimentará algo de alivio al constatar que el beso no fue directo a la boca y de lengua. Después conversan dos o tres trivialidades sobre la pretemporada y tenemos que salir para dejar que Bochini se termine de cambiar. Antes de irnos bajo la vista y observo los pies del Bocha: unos pies diminutos, casi infantiles. Ese día aprendí que tamaño tienen los pies de los auténticos gigantes.


Ariel Idez


Etiquetas: ,

14 agosto, 2009

Otoño ven a mí

.Cochinita imperfectita Inacaba se decía Pobrecita la seriecita que se le cayó el ceño de tanta preocupacioncita. Soliiiiita. Soliiiita. Pobrecita la boludita que se mira el reflejito o solo se piensa a ella solita, soliiiita, soliiiita. Pero si supieras que en lo intransigente de lo constante, en la pérdida de sentido y en la naturalidad esta la realidad de cualquiera. No sabe no sabe no sabe. Le pregunta y no sabe más pobrecita ella que no entiende, que no capta, que no ve, que no encuentra. Las manitos de la cara no se las saca por nada, nono, porque le queda tierno y le desdibujan lo poco que pispea. ¡Que no sea! ¡Que no sea! Pero es y pobrecita ella so so so so so so lita. Con la velita, ¡ay! ¡la tontita! Con su casita bonita la casita. Y se sienta y se para y cocina y lava y ama y siente y duele y ayuda y permuta. ¡Muy bien muchachita! No tan solita! No tan solita! Y se marea, en la nada, porque si, sin razón, se pierde entre mierditas que piensa su cabecita cansadita tontita aburridita que no sale más allá al metapensamiento de la protocontrafacticidad del trascendente colorado del Dasein. Cualquier cosa, pobrecita. Con carita de seria y sosteniéndose los anteojos. Que divina la nenita, como asustadita pero prolijita. Con la casita con pequitas y caritas, muchas caritas preciosas y picaroncitas. Y te quiero te amo te adoro te tiro y te desodoro porque tu olorcito es fuerte, fueRte, fuerte realmente, sudor de animalito enjauladito que piensa que hace que piensa que hace que piensa que hace que piensa que hace. Deshago y despienso (que hace que piensa) desoigo y descreo (que piensa y que hace) me siento y espero (que dice que hace) escucho y releo (que hace que piensa) entiendo y respondo (que siente que piensa) le creo me indispongo (que piensa que piensa) sospecho y me agobio (que siente que hace) respiro y comprendo (que piensa que siente) que enrosco y no cuento (que hace que hace) no aguanto y lenguaje (que siente! que siente!) sonrío y entiendo (que hace que hace).Y aprende con la vidita la muchachita que las cositas no se saben y si se encuentra metidita bien chiquita en su cabecita es misterio de la mierdita internita de la personita. Que las cositas no se saben, ni un poquita, ni casi nada, que las cositas que se hacen se hacen un poquito tan poquito que ni se ve porque las cositas externitas les tocan los bordecitos y le cambian toda la formita como a un hilito de pizzita que lo patean todos los días en el piso del patio-comedor de mi casita tan bonita.

Daniela Colletta

Etiquetas:

08 agosto, 2009

Te persigue la policía en Navidad

Dicen que digo que. Puede ser. Solo estoy citando. Pauls acerca de Bolaño: lo que hace con “Detectives Salvajes” no es solo mezclar tradiciones distintas.
Es mezclar tradiciones incompatibles.

Ellos hacen lo mismo.

Música para nerds. Música para el sector rocker del mundo nerd: lectores de Inrockuptibles, oyentes de Mal Elemento, devotos de Alfredo Rosso.

-Are you talking to me?

Rock guitarrero, distorsionado, aullador. Etiquetas a disposición: low-fi, noise, indie. La mejor de todas, a cargo del “No” de Página –creo que con el dibujante Gustavo Sala como responsable inscripto-: “Indie Cabeza”. Referencias al por mayor: Pavement, Sonic Youth, Guided by Voices, Dinosaur Jr (que es a quienes más se parecen, ya que me preguntan). Un colchón de guitarras y un baterista con cuatro manos. Fragmentos pasados cuatro veces y vuelta a empezar. Fragmentos que vuelven, vuelven y no dejan de volver. Del minimalismo vanguardista, me quedo con lo repetitivo. Y el componente final: un abuso del crescendo. Lo que nos lleva directamente al segundo ingrediente de este entuerto, el opuesto al indie intelectual e instruido.

El canto de cancha.

Todos los temas son tarareables. Coreables. Para gritar a voz en cuello suprimiendo todas las consonantes. Como cuando la hinchada canta: ¡ae-ae-aeae-oo-o! (Traducción: “¡dale-dale-daledale-ro-jo!) Todos los temas se acompañan con un revoleo de brazos, un agitar de manos, un ir y venir del antebrazo en alto con muñequeo. Como diciéndole a Dios: ya vas a ver cuando te agarre.

No tienen letras: tienen mantras. Cada mantra es una historia que no necesita ser ampliada, sino sellada a fuego en nuestra memoria. Ejemplos:

-Quiero caminar más allá del hoyo oscuro y sentir temor.
-Vienen bajando las multitudes inquietas.
-Te persigue la policía en Navidad.
-Prenderte fuego es lo que quiero.
-Ahora estoy arriba de mi casa con un rifle.

Ah: la banda se llama “El Mató a un Policía Motorizado”. Rock platense modelo ’00.
El guitarrista rítmico es un nerdo entusiasta. El violero principal, un emo. El cantante y bajista, un gordo comehamburguesa que no se baña seguido. ¿Cómo no los voy a querer?

Los vi al menos tres veces. La primera con Facu, en Niceto, haciendo pogo con “El último sereno” y “Amigo piedra”, himno fumón psicoactivo (“amigo piedra necesito que me ayudes con mi auto otra vez para viajar a ese lugar nuevo”). La segunda, como soporte de Babasónicos, en el Club Ciudad. Composición del contingente: Idez grande, Idez chico, Maro, yo. Módicamente intoxicados, saltamos, nos empujamos y gritamos cada tema entre las miradas azoradas y espantadas de las escuadras glamorosas sónicas, sónicas, babasónicas. Tercer momento: este sábado, herido, en el Buenos Aires Design, con Pablo I. No estaba para empujones y mosh. Por suerte había una platea en el primer piso, y hacia allí fui. Tocaron todos los temas, cerraron con “Amigo piedra” y todos contentos.
De todas formas, aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo el tiempo por pasado fue mejor. Mañana es mejor. El mejor recital es el recital por venir. Hacia allí iremos en peregrinación las hordas elmatóaunpolicíamotorizadas, enarbolando nuestras panzas al viento, el esqueleticismo de nuestros amigos, el desaliño de todos. Y nos apretujaremos y nos burlaremos del cantante, del baterista y de todos los guitarristas, y corearmos todos y cada tema y practicaremos nuestro pogo de salón y, puntualmente, trabaremos las ventanas del galpón y treparemos arriba de mi casa con un rifle en el diciembre final, hasta el nuevo amanecer.

Matías Pailos

Etiquetas: ,

02 agosto, 2009

The End

Un cabezazo a la pared provoca que el hospital sea un destino. Entre gasas, algodones y pañuelos de papel contuve el mar rojo que insistía en llenar la franja de Gaza en mi ceja y franqueé las cuadras que me separaban de la guardia. Ahí: desinfección, pinchazo en la cabeza y tres puntos de sutura. La promesa de una herida de guerra. Tres de la mañana y un susto que me quitó tanto la borrachera como la agitación post-ensayo.
Todo hospital tira para atrás. Aún la más cara clínica privada ultra-aséptica y con todos los chiches de confort neopalermitanos. Cuando llego en medio de una urgencia me pongo tremendista.
No hay caso. Me quiero relajar. Quiero comportarme como un sujeto racional, razonable y maduro. Quiero restarle importancia al asunto y pensar en otra cosa. Pero el caso sigue sin haber y algo de mí se pone en pensar en invalideces, imposibilidades, condenas perpetuas en camas y un inminente final de juego.
No pasó nada. Antitetánicas & dvdés & charlas con amigos y ya estoy una vez más en el ruedo, angustiándome por giladas y haciendo cosas en todo momento como si realmente fueran más importantes que mi propia vida. Pero vuelvo a constar en actas mi pésima relación con el dolor y la muerte. Pienso y pienso y dejo de pensar y vuelvo a pensar. Le doy vueltas y me siento a empollar sobre la palabra “aceptación”. Como gallina soy un fracaso. Así ese huevo nunca va a llegar a gallo.
Pienso en mi amigo N, quien, interpelado acerca de un eventual e improbable fusilamiento me contestó que lo afrontaría con una sonrisa –y remató con un golpeteo sobre el corazón para que el pelotón sepa adónde apuntar, antes de desbaratar la reflexión con una mueca imitación de la muerte en dibujitos animados. Pienso en Foster Wallace insistiendo en que somos una cultura adolescente, inmadura e irracional, que busca tapar como sea e inmediatamente el dolor –porque lo ve como el mal, y no como lo que realmente es: un síntoma. Pienso en Daffunchio, mi guitarrista local de cabecera, y cito: “soy un ferviente creyente de que lo importante es lo vivido, lo que queda dentro del corazón, verdaderamente. Lo importante, para mí, es tener la conciencia tranquila. La felicidad de haberlo vivido”.
Y sigo intranquilo.
Probablemente lo mejor que se haya escrito en literatura al respecto sea “La muerte de Iván Illich”, de Tolstoi: últimos momentos en la cabeza de un condenado. Pero de lo último que leí, lo que más me impactó son las “Tres meditaciones acerca de la muerte”, de William T. Vollman. (Lo pueden encontrar donde yo lo encontré, en el volumen I de “Lo mejor de McSweeney’s” –ed. Sudamericana, colección “de bolsillo”, alrededor de 20 mangos-, que es bastante desparejo pero esa es la idea: echar un vuelo de pájaro sobre lo qué pasa con la nueva literatura norteamericana.) Es un cuento barra crónica barra ensayito barra diario personal, en el mejor corte sebaldiano. Tres monólogos a cargo de Vollman himself como sujeto de la enunciación: uno en las catacumbas parisinas, otro en una morgue, un tercero con la batalla en la frente. El comienzo es grande.

“La muerte es algo normal”.

Tampoco me reconcilié con estos asuntos tras la lectura del angustiado y obsesivo Vollman. Sigo estando, a mi pesar, más cerca de la actitud de Sábato, quien alega que para llevarlo, la muerte va a tener que recurrir a la fuerza pública. Cierro, bastante a cuento de nada, con otra cita de Vollman: “Extraigo el sentido de donde lo encuentro, y cuando no lo encuentro, lo invento. Y al obrar así, niego la falta de sentido, y al hacerlo me engaño a mí mismo”.

Matías Pailos

Etiquetas: