Ver por primera vez en persona a un abuelo que solo conocés por fotos y algún video no es algo de todos los días.
Noche cálida y húmeda, noche de viernes. Ansioso pero firme en mi resolución, calzo una musculosa que deja ver mi tatuaje (arma de seducción vernácula de ninfas, inveteradamente ineficaz). A último momento lo pienso mejor y, previa consulta con mi consejero vestuarista (mi hermano), opto por acompañar mi porte con una campera para lluvia blanca y raída. Empuñando soledad y torpe andar, camino las cuadras que me separan de Maipú. Me recago de frío. Me pongo la campera: llega el colectivo. Me la saco: llegó a destino. Bajo y escucho por primera vez la letanía tantas veces repetida:
-Todos con la entradita en la mano, por favor.
La saco. Se la muestro al gordo barrabrava, que ni me la mira. No me da para ofenderme, mitad del miedo que le tengo. Veo, leo: sí, es mi abuelo. Sigo sin creerlo. Avanzo, campera sobre musculosa, y ya el frío cala mis huesos cuando cae el primer aluvión. Recuerdo que hay otras puertas que franquear antes de poder verlo. Me someto al cacheo desganado de un seguridad y ya me están cortando la entrada, ya me estoy mojando hasta el tuétano. Oigo una banda tocar en un escenario cerrado. No suena para nada a la banda punkita que me recomendó ella, así que, luego de cavilar medio segundo, decido correr bajo la lluvia. Diluvia, y me voy a resfriar. No me siento nada bien. Me siento en medio de la Antártida, y eso no es sentirse nada bien. Toco el hombro de un flaco y pregunto: flaco, ¿quiénes son estos? ‘Cadena Perpetua’, contesta en un summun de laconismo. Ah. Miro alrededor. Ahora estoy corriendo a un puestito de expendio de patys, del que emana un vaho grasuliento que no alcanza a calentar a mi sombra. Espero el hit, y el hit llega. Lo mismo que Ataque, veinte años después. Me gusta sin matarme. Pero todo tiene un final, todo termina. Pienso una vez más en ella, pero sé que todavía no está adentro. Ahora tiene que venir Natas, me digo. Tengo muchas ganas de ver a Natas, la primera de las puertas que me están reservadas antes del encuentro decisivo. Nada pasa, salvo los minutos. Corro bajo la lluvia, esperando ingenuamente desentumecer los músculos temblorosos. Trajino carpas y stands bajo la lluvia. Me acerco a uno de gaseosas. Uno de los pibes que atiende me pregunta, ‘¿Qué te sirvo?’. Le contesto: ‘techos, ¿a cuánto los tenés?’. Se ríe y señala el de hamburguesas que supe ocupar. Retomo mi lugar y espero a Natas. Un acople: ya están en el escenario. Corro y corro los cien metros que me separan del escenario, me paro frente a él. Entre Natas y nosotros, la lluvia torrencial. Luego ella me comentará que cayeron piedras. Nosotros, trémulos y extáticos frente a la caterva de sonidos de chaman metálicos, nos creíamos miembros del paisaje, parte del espíritu del mundo, dioses del dios del panteísmo. Natas, como todas las cosas, también terminó, y nos quedamos huérfanos. Corrí a escuchar a la Negra Vernaci protagonizar un sketch de una nena en su primer recital, pero esto también terminó y la lluvia seguía cayendo. Solo pedía que no se suspendiera. Me amuché a la izquierda del escenario, siempre (siempre) bajo la lluvia, y esperé pacientemente. Nunca anhelé más el contacto con otros hombres que en ese momento. Sale Massacre y todos pogueamos temas que no conocemos muy bien, pero, entiéndanos: es una cuestión de supervivencia. Siento de nuevo el calor en mi cuerpo, la sangre circular por las venas. Emotivo y visceral serían si no respetaran tanto la melodía. Más parecido a Meat Puppets que a Nirvana. Es genial igual. Gritos amorosos al cantante: ‘¡Gordo, tocá ‘Juicio a un bailarín’!’, ‘¡Dale, Gordo Travesti, tocá y dejate de decir boludeces!’. Enternecedor. El público, entre los que están los gritones, agradece emocionado el cover de Massacre del cover de Catupecu de Massacre. Se van. Ha dejado de llover. Me pregunto otra vez si ella estará. Deseo verla. Ardientemente. Sé que mejor no. Sé que para ella y para mí, mejor no. Anochece, ya es noche cerrada. Pasa un avión. Dos escuálidos drogones sin dientes intentan agitar a las masas al errático grito de Iggy-Pop, Iggy-Pop, vamos Iggy-Pop. No les creo. Dicen que cuando empiece vamos a terminar todos estrolados contra las vallas, que vamos a volar por los aires. Prometen el mayor pogo del mundo. Pienso en el Indio y sonrió, mientras miro a mi alrededor. Estoy a dos metros de las vallas, y lo más cerca que puedo estar del centro del escenario. Mucho pendejo, mucha apariencia inofensiva. Me río para mis adentros de los drogones y vuelvo a desear verla. Las luces se apagan. Las luces se prenden. Me comprimen de los cuatro lados. Comienza la lucha. Sale Iggy y mi corazón da un vuelco. Grita, se arquea, muestra los músculos pegados a los huesos, músculos ínfimos, músculos sin piel, y grita. Toca el primer tema del primer disco, y suena crudo, suena fuerte. Suena a Detroit en 1969. Me lo creo. Me creo que debió haber sido así, sospecho que ahora suenan mejor que entonces, y sigo la lucha por el lugar. Me pegan en los tobillos, me ponen el codo en la boca, me dan de puñetazos en los pulmones. No cejo. Pego en los tobillos, pongo mi codo en sus bocas, doy de puñetazos en los pulmones. Iggy canta, grita, corre, se tira de cabeza a la multitud, nos muestra el culo y nos dice que quiere ser nuestro perro. Nosotros le decimos que queremos ser su perro, y él nos responde con un bailecito eléctrico de oligofrénico que no coordina, muy estilizado y armónico. Pasan los temas y el estruendo sonoro de los tres viejos que, inmóviles, viajan desde las gigantescas olas que el pasado tiende sobre el presente. Iggy no es viejo. Iggy no es inmóvil. Tocan ‘T.V. Eye’. La gente recuerda ‘Velvet Goldmine’ y la canta a los gritos. (¿Cómo es que tanta gente conoce estos auténticos discos de lados B que son los primeros dos de los Stooges, lo único que tocan? No se puede comprender.) El momento de la noche. Suena ‘No Fun’, e Iggy decide invitarnos a subir al escenario. Sube uno, sube dos, suben cinco. De repente hay veinte. De repente hay cuarenta. Lo siguen, lo quieren tocar. Iggy se caga de risa, los hace cantar (no cantan), se deja abrazar, sigue corriendo como loco. De repente, batalla campal. Nuestro abuelo, sonrisa perpetua, apacigua a las fieras con un parco y melódico ‘eaaaasy, eaaaasy …’. Las fieras se calman. Iggy anuncia el último tema. (¿La veré al retirarme?) Otro pogo que no me permite reflexionar. Salto y gano veinte lugares. Vuelvo a saltar y me empujan: pierdo cinco. Salto y empujo y estoy casi contra las vallas. El tipo grita que él es vos, vos, y yo. Le creemos, por supuesto. Los enamorados creemos todo, aunque sepamos que es falso. Pero en este caso, ¡psst!, no me parece que lo sea. Iggy incursiona una vez más por la pasarela, muy cerca de mí. Me dejo primerear y otra vez lo tengo a dos metros. Lo escupen y no: no resisto la tentación. Sí señores: yo escupí a Iggy Pop. Tres veces. Es de lo mejor que hice en mi vida. Iggy se retira, pero sabemos que volverá. Vuelve. ¿Cuál hizo? ¿‘Not Right’ o ‘Little Doll’? No importa, porque vuelve a hacer ‘I wanna be your dog’ y la emoción vuelve a surcar mi espalda, y vuelvo a cantarlo hasta la afonía. Se va, pero no nos abandona. Nos deja de recuerdo su pose de bailarina, y ya no hay nada.
A ella no la vi, finalmente. A mi abuelo, la sangre de mi sangre, sí. A pesar de que él es un desaforado y yo un buen burgués, supe que ese desparpajo era mi espejo. Supe que no verla no era grave, que era lo mejor, y corrí las treinta cuadras que me separaban de casa, como el perro tuyo que quiero ser.
Matías Pailos