John Nash fracasó
“No soy segundo plato de nadie”. “Disculpe señorita. Acá son todos canapés”. Nunca entendí el teorema de Nash. Ni siquiera después de ver Una Mente Brillante. Lo único que entendí es que, si hay un grupo de mujeres y todos cooperan, es más probable que alguno salga ganando. En cambio si todos se tratan de levantarse a la más linda, lo más probable es que, después del rechazo inicial, las amigas, ofendidas, nos manden a la mierda. Lo que no explica la matemática de Nash, es porqué mis amigos siguen sin cooperar.
Analicé reiteradas veces la situación. Sólo llegué a la respuesta cuando me puse a observar a mi amigo Jorge. Tanta es mi deuda, que bauticé mi descubrimiento con su nombre. “Tú me jorgegustas”. ¿Qué significa jorgegustar? Si dentro de un grupo de mujeres, alguna nos atrae especialmente la atención, solemos decir “esa chica me jorgegusta”. Utilizamos el verbo jorgegustar, en lugar del castellano gustar, para hacer explicito el matiz de que, en caso de ser rechazados por nuestro objeto de deseo, insistiremos, en orden aleatorio o de preferencia, con cada una de sus amigas, y luego con cualquier mujer que se encuentre en el recinto, hasta que alguna nos de bola o hasta alcanzar el rechazo absoluto, lo que sea que pase primero. Nietzsche nos espetaría que en última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado. Esas palabras suenan demasiado apolíneas a los oídos dionisíacos de los pibes. En todo caso, un dicho kantiano, trasmitido de abuelos a padres y de padres a hijos, hace más justicia a la situación: “donde veas un agujero, tapalo”. Es este imperativo categórico, el que impulsa a actuar al narrador en la novela El Pendejo de Matías Pailos. Y los límites a los que nos lleva son difusos. (Nótese –para pavor de los lectores de la revista Hombre y deleite de quienes aman las sutilezas– que el imperativo categórico en su versión estándar no hace distinción de género en el agujero a tapar. En la versión zoofílica del imperativo, “hoyo, aunque sea de pollo”, este punto es aún más explícito).
Así, cada vez que nos juntamos con los pibes, alguien, inevitablemente, hace la misma pregunta: “¿Por qué nunca hay minas?”. Como se puede deducir del enunciado, estas reuniones están marcadas por la angustia frente la ausencia de mujeres. Costumbre solidificada por doce años de asistir a un colegio sólo para varones. Me gustaría culpar a esta santa institución y sus arcaicas costumbres por la ausencia de mujeres en nuestras reuniones. Pero esa no es la verdadera razón. La razón está en nosotros. Somos unos pajeros y unos hijos de puta. Martín Kohan y los formalistas rusos dirían que lo más importante está en la conjunción. Creo que tienen toda la razón. Por separado nos comportamos siempre como caballeros españoles. Juntos somos la peste. Al primer indicio de rechazo, nos dedicamos a escupirle sistemáticamente el asado a quien tenga mejor chance con las chicas. “Edu, te llama tu novia”. “Nico, ¿les contaste de la vez que te pegaste HPV (enfermedad venérea)?” Eso cuando somos finos y no nos ponemos escatológicos. “Me cayó pesado el pollito”. A diferencia del teorema de Nash, que nos dice que cooperar maximiza las ganancias del grupo, los pibes siguen fieles el teorema de Nach. Si no gano yo, no gana nadie.
Nacho
Analicé reiteradas veces la situación. Sólo llegué a la respuesta cuando me puse a observar a mi amigo Jorge. Tanta es mi deuda, que bauticé mi descubrimiento con su nombre. “Tú me jorgegustas”. ¿Qué significa jorgegustar? Si dentro de un grupo de mujeres, alguna nos atrae especialmente la atención, solemos decir “esa chica me jorgegusta”. Utilizamos el verbo jorgegustar, en lugar del castellano gustar, para hacer explicito el matiz de que, en caso de ser rechazados por nuestro objeto de deseo, insistiremos, en orden aleatorio o de preferencia, con cada una de sus amigas, y luego con cualquier mujer que se encuentre en el recinto, hasta que alguna nos de bola o hasta alcanzar el rechazo absoluto, lo que sea que pase primero. Nietzsche nos espetaría que en última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado. Esas palabras suenan demasiado apolíneas a los oídos dionisíacos de los pibes. En todo caso, un dicho kantiano, trasmitido de abuelos a padres y de padres a hijos, hace más justicia a la situación: “donde veas un agujero, tapalo”. Es este imperativo categórico, el que impulsa a actuar al narrador en la novela El Pendejo de Matías Pailos. Y los límites a los que nos lleva son difusos. (Nótese –para pavor de los lectores de la revista Hombre y deleite de quienes aman las sutilezas– que el imperativo categórico en su versión estándar no hace distinción de género en el agujero a tapar. En la versión zoofílica del imperativo, “hoyo, aunque sea de pollo”, este punto es aún más explícito).
Así, cada vez que nos juntamos con los pibes, alguien, inevitablemente, hace la misma pregunta: “¿Por qué nunca hay minas?”. Como se puede deducir del enunciado, estas reuniones están marcadas por la angustia frente la ausencia de mujeres. Costumbre solidificada por doce años de asistir a un colegio sólo para varones. Me gustaría culpar a esta santa institución y sus arcaicas costumbres por la ausencia de mujeres en nuestras reuniones. Pero esa no es la verdadera razón. La razón está en nosotros. Somos unos pajeros y unos hijos de puta. Martín Kohan y los formalistas rusos dirían que lo más importante está en la conjunción. Creo que tienen toda la razón. Por separado nos comportamos siempre como caballeros españoles. Juntos somos la peste. Al primer indicio de rechazo, nos dedicamos a escupirle sistemáticamente el asado a quien tenga mejor chance con las chicas. “Edu, te llama tu novia”. “Nico, ¿les contaste de la vez que te pegaste HPV (enfermedad venérea)?” Eso cuando somos finos y no nos ponemos escatológicos. “Me cayó pesado el pollito”. A diferencia del teorema de Nash, que nos dice que cooperar maximiza las ganancias del grupo, los pibes siguen fieles el teorema de Nach. Si no gano yo, no gana nadie.
Nacho