V
-¿Tenés faso?
Le explicamos la situación mientras dejamos atrás pasillos, pasadizos, cortes y quebradas; finalmente, abordamos. El sacado solo tenía una cosa en la cabeza. Para matar el tiempo, se dedicó a quemárnosla.
Zarpamos.
Liberan el acceso a cubierta.
Llueva y truena; el diluvio se acerca. Dios ha decidido que así comience mis vacaciones. Intento decodificar el mensaje cifrado. La diáspora en la que mis neuronas están sumidas dicta otra cosa. Facu nos da un parte desde lo más profunda de su ser: tiene un frío de cagarse, va a meterse adentro. Puto del orto. Nos ensañamos, hacemos leña del árbol caído. Pero el hombre sabio reconoce cuándo debe irse con sus petates a otra parte. El hombre hinchado las pelotas también.
No soporto más al sacado, y eso que estoy plenamente reconciliado con la vida, la existencia, Dios y sus emisarios. Pero ahí está el sacado, en medio de cubierta, con el barco bamboleándose, preguntando a diestra y siniestra, rogando por un porro, por media seca. Da como diez vueltas, tantas las veces que lo perdí de vista. Me entra frío, así que me pongo a caminar. Me encuentro al sacado indagando acerca de su eventual portación de cannabis a una pareja de recién llegados a la adolescencia. Lo remuevo con cierta brusquedad y ahí me lo propone. ¿Qué tal trepar la escalera que conduce, veinte metros más arriba, hasta la proa? Para eso, además de atravesar (enorme) parte de la cubierta a la intemperie, hay que desoír algunas prohibiciones; pero eso es el condimento de la aventura, ¿no te parece?
Como no me parece me hago el boludo.
-Aguantame que voy a hablarle.
El sacado sale disparado hacia una nena, suerte de versión en miniatura de Eva Mendes de menos de veinte años. La bola sin manija del amigo de mi amigo adquiere un propósito, y una dirección y sentido al mismo precio. A la distancia, compruebo que habla, habla y no para de hablar. Doy una vuelta, pero o yo estoy muy lento o él está muy rápido. La vuelta queda trunca porque los veo sentados en uno de los bancos que la empresa usurpó de alguna plaza del conurbano. Él le dice cosas. Pone una mano en su muslo; la lluvia se intensifica. Corre el pelo de su cara; un trueno. La besa; rayos y centellas.
Ella viaja con su abuela, según comprobamos en el camino hacia los micros que acortan la distancia entre Colonia y Montevideo. Facundo, en otra demostración de inagotable astucia, escapa hacia la soledad de otro micro, dejándome desguarnecido: solo con el sacado.
Nos sentamos al fondo, a dos asientos del baño. Ella se acomoda con su abuela en las primeras butacas, pero antes de arrancar la tenemos acodada en uno de los asientos inmediatamente anterior a los nuestros, habla que te habla con el sacado.
-Disculpá: ¿te molesta si intercambiamos asientos?
Un poco; un poco me molesta, pendeja, pero accedo de todas formas.
Para qué.
Son poco más de las 3.30 de la mañana. El micro ya partió y todo el pasaje se aboca a la empresa de fatigar los asientos a fuerza de sueño. Yo siento, siento como si me los propinaran en la cara, lo que acaso estén haciendo, besos, caricias, abrazos, toqueteos impúdicos, salivazos indecorosos, franeleos de todo tipo y laya. Jadeos. Susurros. Barbaridades dichas e insinuadas. Procuró leer. Procuro dormir. Me calzo el MP3 y procuro mirar el paisaje. Cuarenta minutos más tarde, nada ha cambiado.
Me inflo, me hincho, desbordo y rebalso. El menor roce desencadenaría una explosión hiroshimesca. El roce se produce. El roce es susurrado.
-Te quiero chupar la pija.
Basta. Que el sacado esté disfrutando de todo esto, vaya y pase. Que esté disfrutando en el micro en el que viajo, vaya y pase. Pero no en mis narices, sacado. No si no querés represalias. Me levanto y encaro para el baño, pero no. Paso por delante de la parejita y me siento, atrás y en diagonal, a contemplar el espectáculo en primera fila. Ella abre la boca, deja escapar una veta de aire entrecortada, abre más la boca, deja que él le estire la remera y le chupe con fruición dos pezones pequeños y duros. Y empiezo.
Y sigo.
Y le doy.
Y ella abre los ojos. Lo mira y es mirada. Es demasiado tarde y nadie hace un ruido. Él la atrae y la hace descansar en su pecho. Pero no puede. Vuelven a besarse y otra vez todo de nuevo, hasta que ella lo mira y es mirada, y él la atrae y la hace descansar en su pecho. Levanto vista. Un inconveniente espejo en el techo obliga a ver sus ojos reflejados en sus ojos. Se conocen hace tres horas y ya están enamorados.
Lo sé: soy muy bueno detectando enamorados. Lo sé por el mismo motivo que el yonqui detecta yonquis donde nadie más puede, entre la maraña indiferenciada de iguales iguales a iguales. Lo sé. No puedo continuar. Es el fin de la venganza. Es la capitulación definitiva. Es la aceptación de la derrota.
Guardo, levanto la cremallera, y me encierro en el baño a terminar de pajearme.
Matías Pailos
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