El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

29 febrero, 2008

John Nash fracasó

“No soy segundo plato de nadie”. “Disculpe señorita. Acá son todos canapés”. Nunca entendí el teorema de Nash. Ni siquiera después de ver Una Mente Brillante. Lo único que entendí es que, si hay un grupo de mujeres y todos cooperan, es más probable que alguno salga ganando. En cambio si todos se tratan de levantarse a la más linda, lo más probable es que, después del rechazo inicial, las amigas, ofendidas, nos manden a la mierda. Lo que no explica la matemática de Nash, es porqué mis amigos siguen sin cooperar.
Analicé reiteradas veces la situación. Sólo llegué a la respuesta cuando me puse a observar a mi amigo Jorge. Tanta es mi deuda, que bauticé mi descubrimiento con su nombre. “Tú me jorgegustas”. ¿Qué significa jorgegustar? Si dentro de un grupo de mujeres, alguna nos atrae especialmente la atención, solemos decir “esa chica me jorgegusta”. Utilizamos el verbo jorgegustar, en lugar del castellano gustar, para hacer explicito el matiz de que, en caso de ser rechazados por nuestro objeto de deseo, insistiremos, en orden aleatorio o de preferencia, con cada una de sus amigas, y luego con cualquier mujer que se encuentre en el recinto, hasta que alguna nos de bola o hasta alcanzar el rechazo absoluto, lo que sea que pase primero. Nietzsche nos espetaría que en última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado. Esas palabras suenan demasiado apolíneas a los oídos dionisíacos de los pibes. En todo caso, un dicho kantiano, trasmitido de abuelos a padres y de padres a hijos, hace más justicia a la situación: “donde veas un agujero, tapalo”. Es este imperativo categórico, el que impulsa a actuar al narrador en la novela El Pendejo de Matías Pailos. Y los límites a los que nos lleva son difusos. (Nótese –para pavor de los lectores de la revista Hombre y deleite de quienes aman las sutilezas– que el imperativo categórico en su versión estándar no hace distinción de género en el agujero a tapar. En la versión zoofílica del imperativo, “hoyo, aunque sea de pollo”, este punto es aún más explícito).
Así, cada vez que nos juntamos con los pibes, alguien, inevitablemente, hace la misma pregunta: “¿Por qué nunca hay minas?”. Como se puede deducir del enunciado, estas reuniones están marcadas por la angustia frente la ausencia de mujeres. Costumbre solidificada por doce años de asistir a un colegio sólo para varones. Me gustaría culpar a esta santa institución y sus arcaicas costumbres por la ausencia de mujeres en nuestras reuniones. Pero esa no es la verdadera razón. La razón está en nosotros. Somos unos pajeros y unos hijos de puta. Martín Kohan y los formalistas rusos dirían que lo más importante está en la conjunción. Creo que tienen toda la razón. Por separado nos comportamos siempre como caballeros españoles. Juntos somos la peste. Al primer indicio de rechazo, nos dedicamos a escupirle sistemáticamente el asado a quien tenga mejor chance con las chicas. “Edu, te llama tu novia”. “Nico, ¿les contaste de la vez que te pegaste HPV (enfermedad venérea)?” Eso cuando somos finos y no nos ponemos escatológicos. “Me cayó pesado el pollito”. A diferencia del teorema de Nash, que nos dice que cooperar maximiza las ganancias del grupo, los pibes siguen fieles el teorema de Nach. Si no gano yo, no gana nadie.

Nacho

25 febrero, 2008

La última de Fassbinder es una mierda

La primera vez es especial. Es especial porque es la primera vez. Algunos confunden, y piensan que especial es muy buena, excelente y superlativa. Para nada. Para nada más allá que lo que de muy buena, excelente y superlativa tiene una primera vez en tanto primera vez. Pablo debutaba. Era su primera vez frente a una película de Fassbinder. No estaba excitado. Pero la avalancha de loas a Rainer de las que fue testigo durante la larga espera de todos estos años no pudo más que generarle alguna expectativa.

-Es su última película.
-Es su última película.

Ariel, a su izquierda, afirmó. Yo, a su derecha, subrayé. Nos sentamos por la mitad de la sala, bien pegados a la raya. Se veía tan bien como desde cualquier otro lugar de la sala Lugones. Para el culo, digo. Pablo propuso una mudanza y Ariel, hombre hecho a esas faenas, aceptó tras algunos remilgos. Pasamos por encima de dos parejitas y de una trouppe de niños exploradores babeantes frente a nuestro icono principiante. Pablo estaba vestido bastante puto, así que era inevitable que esto fuera a pasar. Terminamos más o menos en el mismo sector desde donde arrancamos, pero del otro lado. La película comenzó. La película tiene al menos un logro: es, a todas luces, la filmación de una obra de teatro cuya acción acaece en un puerto mediterráneo; a poco de andar, uno se olvida de esto. El mar es un cartón pintado de rojo, y esto acaso sea otro mérito de la película. Es una obra de teatro, pero no parece una obra de teatro. El argumento es el de una tragedia, el de un melodrama, uno bastante parecido a los que solía escribir Fassbinder. Brad Davis hace de minita histérica, básicamente putona, que sale del placard subido a la pija del negro y del policía. Es objeto de amor y fascinación de todos, hasta de Jeanne Moreau, a la sazón la amante del hermano del protagonista. Hay antagonismo entre hermanos, hay crimen, hay sangre, hay amor, locura y muerte. La película, en fin, es un embole.
Cambiamos de posición, nos removemos inquietos en nuestro asiento. Poco falta para que empecemos a bostezar. Los primereo. ¿Falta mucho?
Como dije, el argumento es bueno. Acaso se pueda valorar algunas escenas (el negro escupiendo el culito de Davis, cuando el protagonista disfraza al metalúrgico gay de su hermano, y nos damos cuenta que son personajes interpretados por el mismo actor) y bien puede que nos guste que todo esté virado al rojo (a mí me gustó). Pero cuesta entender qué ven todos en esto. Aunque por otro lado, lo que ven es bien claro: ven a Davis. Los que ven, ven a Davis. Ven a Davis y se enamoran de Davis. Pero a mí no me alcanza, che. ¿Algo más? Es la última película de Fassbinder. Quería verla. Después de todo: es la última película de Fassbinder. ¿Algo más? Sí. Claro que algo más. Todavía tenemos que soportar la ininterrumpida voz en off a cargo de Franco Nero en el papel del teniente de Davis (sí: también está enamorado de Davis. Cuando cuenta que es feliz después de haberse dibujado un par de tetas es gracioso y todo). “Querelle” no es un mal proyecto. Para mejorarla tendría que haber hecho dos cosas: meterle ritmo (basta de delectación extática de la belleza masculina, Rainer. O al menos hacela más corta) y suprimir TODOS, pero TODOS los comentarios en off del teniente en francés, del estilo 'quería dársela por popa para así reafirmar la femineidad ínsita que había en mí, lo sublime de la mirada franca, sobria, masculina, el tacto de los hombros en perfecta sincronía con el cosmos, en perfecta abominación de la naturaleza'. Fuck the french.
Se nota que el guión no es de Fassbinder. En los guiones de Fassbinder no hay personajes incómodos con su sexualidad. Acá están todos que salen y que entran del closet. En los guiones de Fassbinder los personajes van al frente como locos. Acá están que lo hago, que no lo hago, que deshojo la margarita mucho, poquito, nada. Entonces: ¿por qué, Rainer? La respuesta está a la vuelta de la esquina: porque no lo había hecho antes.
La apuesta es arriesgada, precisamente por esto. “Querelle” ofrece matices a la trayectoria de RWF de los que hubiera carecido de no haber hecho esta película. Con ella RWF se desmarca de sus costuras clásicas, las que le sirven para elaborar esas historias complejas y desesperadas, en las que cada personaje apuesta todo a hacer lo mejor que puede por conseguir lo que desea, y no se arredra ante cabezas a pisar. La apuesta (aunque no la obra) está a la altura del artista que fue, un tipo que entre lo buena conocido y lo excelente acaso por conocer, siempre jugó sus fichas a este último casillero. En ocasiones es la mejor decisión que se puede tomar. Escuchar “Low”, de Bowie, y preguntarse “¿Esto es un disco de Bowie?” es una y la misma cosa. Pero el disco es, al menos, muy bueno. Fassbinder es como Bowie. A veces gana, a veces pierde. Como todo jugador.

Matías Pailos

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22 febrero, 2008

En la calle

- ¡Hola! ¿Cómo estás? ¿Te acordás de mí?
- ¡Hola! Claro que me acuerdo… Qué casualidad…
- Sí, pura casualidad… La última vez que nos vimos nos cruzamos en los pasillos de la Facultad… ¿Te acordás? Ese encuentro fue totalmente planeado por mí… Yo me hice la sorprendida de verte…
- Me pareció que había algo de premeditado en ese encuentro… Pasó mucho tiempo…
- Seis años… Un montón…
- ¿Cómo estás?
- Bien. Todo bien. ¿Y vos? Veo que volviste de Europa.
- Sí, volví hace tres años.
- ¿Seguís en pareja con la mamá de tu hijo?
- No, nos separamos al poco tiempo de volver. Ella vive con mi hijo acá en Buenos Aires.
- ¿Volviste con Andrea?
- No. Hablamos de vez en cuando, pero ya hace tiempo que no tenemos contacto. Contame algo de vos…
- Estoy dando clases y haciendo el Doctorado. Un año después de que te fuiste, conocí a un chico. Después de un tiempo, me mudé con él. Tiene 33 años. ¿Y vos, cuántos tenés? Ya debés tener como 39 o 40. Me acuerdo que me llevabas diez años.
- Sí, tengo 39. El año que viene cumplo 40. Me siento un viejo choto.
- Ya tenés bastantes canas…
- Sí, es un desastre…
- Igual, te quedan bien. Te hacen ver como un profesor sabio…
- Qué graciosa… ¿Puedo preguntare algo?
- Sí, claro…
- ¿Me amaste alguna vez?
- Qué pregunta… No, creo que no… Nunca llegué a conocerte… ¿Y vos, me amaste alguna vez?
- No, nunca te conocí lo suficiente…
- ¿Pensás en mí de vez en cuando?
- Algunas veces. Cuando me siento solo y empiezo a divagar y a recordar cosas pasadas. Siempre me arrepentí de no haberte hecho el amor…
- Yo era muy joven y creo que eso te intimidó demasiado…
- Es posible…
- Todavía me acuerdo de lo que me dijiste una vez al oído…
- ¿Qué te dije?
- Me dijiste: “me pregunto como será hacer el amor con vos”.
- ¿¡Eso te dije!?
- Sí.
- ¿Y qué me respondiste?
- Nada… qué te iba a responder si en esa época ni yo sabía cómo era hacer el amor conmigo…
- ¿Y ahora?
- ¿Y ahora qué?
- ¿Cómo es hacer el amor con vos?
- Espectacular…
- Estás hermosa. Estás diferente, como más grande o más madura…
- Espero que eso que me dijiste haya sido un cumplido. Gracias, igual…
- ¿Y vos, pensás en mí?
- A veces. Creo que todavía sigo un poco enamorada de mi enamoramiento de vos. Me gusta pensar que en algún momento de mi vida fui tan loca como para estar enamorada de un profesor que no me daba ni bola…
- Un poco de bola te daba…
- Sí, un poco…
- Me encantó haberte encontrado…
- A mí también.
- Nos vemos…
- Sí, nos vemos. Mucha suerte.

Julieta Eme

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18 febrero, 2008

Demudado

I
Tenés tu casa embutida en cajas y cada vez que entrás y salís es como la primera y última escena del ciudadano: el perfil inequívoco de una ciudad de edificios con la fachada verde pálido del cartón corrugado se recorta en el living. Las cajas crecen y crecen en directa proporción al vacío que llena todos los lugares de lo que supo ser tu hogar y de pronto te lamentás de que no quepa todo lo tuyo en una maldita valija.

II
Yo nunca me había mudado. Hace unos años me fui a vivir solo pero esa fue otra historia: primero tomé posesión del departamento vacío como Robinson del mundo desarrollado y después las cosas, una a una, me fueron llegando como los restos del naufragio de la civilización. Ahora en cambio, todo debe ser trasladado al unísono en una delicada, compleja y brutal operación que consiste en meter los objetos que atesoraste a lo largo de tu vida en la caja de un camión y desembarcarlos en otro lugar tan distante como distinto ¿Y nadie se preguntó nunca acerca de la violencia que la mudanza ejerce sobre los objetos mismos, obligados al apretujamiento, el traslado traumático sobre calles adoquinadas con una vetusta pick up de amortiguadores vencidos y su azorado amanecer en un entorno nuevo y, por principio, completamente ajeno?

III
Son los últimos días y pienso que debería despedirme de mi casa, que tendría que fijar y atesorar algunas imágenes, que ciertas líneas deberían ser trazadas sobre el lienzo azul del sentimiento. Pienso, pero la verdad es que me encuentro demasiado preocupado por disputar en la calle palmo a palmo las preciadas cajas con los cartoneros y en lograr que un ser humano al final del túnel de la matrix logre atender mis reclamos de cambio de domicilio para el teléfono, el cable y la Internet y en precintar y reforzar las cajas y volver a la ferretería donde al adormilado dependiente me extiende la nueva cinta adhesiva de embalaje sin mediar palabra y por más que me esfuerce en Vallejo y “en el rincón aquel, donde dormimos juntos tantas noches” no pasa nada. La evocación es un vano ejercicio si se la conjuga en tiempo presente; no hay objeto en convocar hoy a la nostalgia retrospectiva del futuro. Lo que sea que se pierda y deje atrás con estas paredes sólo me será revelado cuando ya sea demasiado tarde para invocar algún fantasma de sus irredentas cenizas.

IV
También resulta extraño el adiós a esos personajes secundarios que enmarcan la existencia y con quienes se trazan alianzas basadas en el azar del encuentro y en difusos intereses compartidos. El chino del súper, que en verdad es coreano y se llama Cristian Chow y si sos varón te saluda “Hola Pá” y si sos mujer “Hola Má” y que ha hecho de este atributo único su marca de fábrica al punto de bautizar su minimercado como “Ma y Pa” y Sergio el fiambrero fanático de Zeppelin, Purple y Floyd y Jorge el portero, siembre ensimismado en su abúlica contemplación de la avenida y Bela Lugosi, el vigilancia nocturno, alto canoso, ojeroso y maestro indiscutido en el deslizamiento lacaniano del significante, capaz de sacarle jugo a las piedras si se trata de iniciar y sostener una conversación. A todos ellos buena suerte y hasta luego y nada de heroísmos, por favor.

V
Una leyenda negra recorre los rincones de mi casa: cuántas veces habré escuchado “Lo perdí en una mudanza”, como si éstas fueran maelströms o portentosos agujeros negros capaces de tragarse los objetos y depositarlos en otra dimensión del espacio-tiempo. De modo que me aplico con método al llenado de las cajas. Al principio, discípulo de Noé, discriminando por género y especie: enseres de cocina, ropa de invierno, libros, electrodomésticos. Al final, apremiado por el tiempo y la escasez crónica de cajas, mezclando vajilla con zapatos, novelas con calzones y raquetas de tenis con teléfonos contestadores en un aquelarre de pertenencias apareadas por mero acoplamiento de sus volúmenes, como un rompecabezas incapaz de formar alguna imagen.

VI
La angustia y las expectativas culminan con el puntual timbrazo del fletero a las 8 de la mañana. Un pibe grandote con un águila incaica tatuada en el brazo y su compañero, menudo y flaquito, hombre rata que viajará en algún recoveco entre mis posesiones, se presentan y empiezan a apilar las cajas. En dos viajes trasladan todo, saludan y se retiran. Pongo al derecho una de las sillas y me siento a contemplar la provisoria ciudad de cajas bajas montada sobre el nuevo living con su promesa de reorganización a cuestas. Y ese primer día no pasa nada de lo que temía. Ni atino a equivocarme de colectivo y abordar los que me llevaban a mi viejo hogar ni me despierto a la mañana siguiente preguntándome dónde estoy, quién soy yo, que hora es, donde estaré. Mi nuevo departamento está presente y titilante como un cartel de neón en mi cabeza CASA NUEVA – CASA NUEVA – CASA NUEVA. Esa misma noche camino a la parada del nuevo colectivo con el cuerpo transido por la falta de sueño y el esfuerzo de la mudanza. El barrio me recibe con un apagón que milagrosamente se detiene en la esquina de mi manzana, pero limita las posibilidades de hallar un lugar donde alimentarnos. Finalmente hallamos una pizzería iluminada como un faro sobre la oscura Avenida San Martín. Nos atienen un mozo estrábico al quien le pedimos una grande napolitana.
—Mirá, acá la pizza es cuadrada y tiene 12 porciones. Mejor les recomiendo una chica.
Nos miramos con Momé y decidimos no contradecir al mozo. Carajo, pienso, a qué escaso perímetro se circunscribe nuestro lugar en el mundo. Nos alejamos apenas 20 cuadras y descubrimos que la pizza ha mutado en forma y tamaño.

VII
A la noche duermo profundo como si reposara en la habitación de un hotel. Me despierto y recorro mi departamento con azoramiento y deleite. MI CASA – MI CASA titila el cartel y descubro por qué el capitalismo, a pesar de todas sus miserias, logra sostenerse: la propiedad es una droga dura. Levanto la cortina del living y recuerdo por qué me incliné por este departamento: la luz del día entra y rebota en las paredes blancas y se difunde hasta iluminar todo con una claridad lechosa. Desayuno en el balcón mientras observo el cielo cubierto de La Paternal en lontananza. Está nublado y hace frío, lo que acrecienta la sensación de extrañamiento. Me apoltrono en la reposera y me dispongo a emprender mi primera excursión exploratoria por el barrio. Mudarse es como viajar a un país extranjero y quedarse a vivir ahí para siempre.

Ariel Idez

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13 febrero, 2008

División de bienes

Sí. Él se quedó con la iMac que compramos juntos y yo me quedé con la remera que nos regalaron cuando compramos la iMac. Tal vez, soy una boluda. Tal vez, hice mal. No sé. Hice lo que pude. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Ponerme a contar los centavos? ¿Dividir todo exactamente por la mitad? ¿Decirle de vender la computadora para repartirnos la guita? Él era diseñador gráfico. No podía dejarlo sin la iMac. Hubiera sido una turra. Más turra de lo que ya había sido, según él, al decirle que quería separarme. Él me tenía bastante agarrada con la culpa. Como dije, hice lo que pude. Y como dice un amigo mío, a mí me gusta el melodrama. Tuvimos un mes y medio de convivencia luego de la separación formal. Un mes y medio hasta que decidió irse. Hasta que se dio por satisfecho o se dio cuenta de que era demasiado, hasta para él, y se mudó. Ese mes y medio fue fatal. Cogimos y nos puteamos. Nos revoleamos cosas. Gritamos un poco. Seguimos cogiendo. Mejor que nunca. Nos peleamos por la guita. Por quién se llevaría qué o se quedaría con qué. La plata que habíamos ahorrado durante casi siete años de convivencia la dividimos a la mitad. El resto, como pudimos. Los muebles son míos. Él se llevó lo que era suyo de antes: televisor, heladera y lavarropas. Me quedé sin nada. Y sin computadora, claro. Cada tanto, una pelea: que yo te mantuve al principio, que con mi beca pagamos tus deudas, que yo te pagué un montón de seminarios… etc., etc., etc.… Interminable… Cada tanto, todo se pudría. Mal. Con el mismo amigo que dice que me eduqué mirando telenovelas mexicanas, dijimos que, antes de empezar cualquier tipo de convivencia, habría que pedir un libre deuda. O hacerles completar un cuestionario: ¿Tenés deudas? ¿Lavás los platos? ¿Sabés cocinar? ¿Sabés cómo se usa el lavarropas? ¿Cuántos polvos me asegurás por semana? ¿Cuatro te parece mucho? Preguntas básicas todas…

Como dije, me quedé con la remera con el logo de Apple (la manzanita). La uso para correr por el Parque. Después de que se fue, me compré heladera, lavarropas y computadora. Televisión, no. Ahora es todo mío, mío y mío. Nadie me vuelve a sacar nunca nada.

Cuatro días antes de que yo le dijera que quería separarme, fuimos a la calle Sarmiento a comprar una silla para la computadora. Por supuesto, en ese momento, yo no sabía que faltaban cuatro días para separarme. Yo no quería ir a comprarla. No tenía ganas. Tenía la cabeza en cualquier lado. Pensaba: ¿Cómo cuernos se lo digo? No estábamos mal. Quise separarme porque quise. Porque no lo amaba. Porque no estaba enamorada. Porque no quería quedarme con él por el resto de mi vida. No. Definitivamente, no. ¿Pero cómo le decís a alguien que te querés separar cuando aparentemente está todo bien? En fin. Yo no quería ir a comprar la silla. Pero fuimos y la compramos. La pedimos negra, con el respaldo alto y apoyabrazos. De un material parecido al cuero. Sencilla, no muy cara, pero linda. Tardaban cuatro días en hacerla. La silla la compramos juntos y llegó a casa cuando ya estábamos separados. ¿Quién se la queda? Obvio que yo, pensé. La silla hacía juego con los muebles. Quedaba hermosa. Había odiado ir a comprarla, pero ahora la quería. Y no iba a dársela.

Es verdad. Él se llevó la iMac y yo me quedé con la remera. Pero si me hubiera quedado con la mitad de la computadora no me sentiría mejor de lo que me siento ahora cuando me acomodo en mi silla, delante de mi propia computadora, mientras escucho el ruido de mi heladera y el de mi lavarropas andando, en mi casa, sola, feliz, sin mi novio, sin mi ex. Sola. Para mí.

Julieta Eme

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06 febrero, 2008

La ansiedad corroe mi alma

Al momento de escribir esto todavía no vi el primer capítulo de la cuarta temporada de “Lost”. En compensación, ya acaparé muchísima información que va a privarme de futuras sorpresas. Contra lo que preveía, no me importó demasiado. Sí me cebó. Sí soy un tiburón siguiendo el rastro carmesí de la sangre a kilómetros de distancia en medio del océano. A continuación voy a contar todo lo que sé. Acosado por una paja cósmica y una prevención (cuyo origen aún no puedo identificar) ante foros de todo tipo y laya, mi fuente se reduce a la nota de Mariana Enríquez, lo que me contó Zato y algún comentario caído de un programa de radio. ¿Cómo llegué a este punto? Primero me compré el reproductor de DVD, y ya estaba ansioso. Como soy un inútil, lo instaló mi hermano. La computadora me genera pánico. Todo electrodoméstico me genera pánico. Siento que voy a electrocutarme, así que no le pongo un dedo encima. Después birlé la primera temporada de la casa de Ariel, la segunda de la casa de Caro, y solo entregué la primera como parte de pago de la tercera. Me quedé sin un amigo, pero ya no estaba en posición de pensar. Los adictos no pensamos. Los adictos no somos nosotros, sino los capítulos de “Lost” que todavía no vimos. Hasta que un día se acabó todo. Todo, hasta conseguir ese-puto-primer-capítulo. ¿Cómo llegué a este punto? Hace un mes era otra persona. Hace un mes no había visto ningún capítulo entero. Había visto jirones, escenas, minutos de los cuáles captaba la idea general, pero de ninguna manera la capital importancia de los sucesos acaecidos en pantalla. Sí: casi como desafío, vi partes de “Lost” cuando todavía no “veía” “Lost”. Pagué por mis culpas y tampoco disfrute como usted, querido lector, de escotillas, estaciones, nubes negras que sean el espíritu de la isla. ¿Cómo llegué a este punto? Hace un mes mis horarios no se veían alterado por el consumo insensato y cocaínico de capítulo tras capítulo a las cuatro de la mañana. “Uno más”, me pedía a mí mismo. “Uno más y no jodo más”, y retardaba la cerrazón definitiva de párpados ceñidos a pesas de cincuenta kilos. ¿Cómo llegué a este punto? No puedo más. Ya no puedo más. Necesito-ver-ese puto-primer capítulo. “We have to go back, Kate! We have to go back…” ¡Ajjjj! ¡Hijos de puta! Por eso el Jack barbudo no me encajaba en ninguna parte de su vida antes de la isla. ¿Y quién mierda es el muerto? Los que volvieron, los “6 de Oceanic”, son, además de Kate y Jack, Hurley, Sayid, Sun y Jin. Sun y Jin están en Corea, supongo. Así que quedan Hurley y Sayid. Hurley vive en Estados Unidos; Sayid no. Pero Sayid viajaba a buscar a su chica. Y viajaba a California. Para mí es Sayid. (Dado mi presunto parecido físico con Sayid, este comentario me genera algún escozor.) ¿Cómo llegué a este punto? Un mes. Me la fumé en un-puto-mes. ¿Y ahora qué hago? Me acabo de bajar el e-mule porque no: no lo tenía. Y no lo puedo ejecutar. ¡La concha de tu hermana, internet del orto! Hace un mes no sabía que mi personaje favorito es Desmond porque no sabía que había un personaje que era Desmond. Grosso. Y Mister Eko. Grosso. Y Charlie… bueno: un idiota. Perdón, Charlie, pero sos un idiota. Gracias por morirte, Charlie. Las chicas son todas turritas, ¿vieron? Sun que no sabe si el crío es del marido o del pelado, Kate que no está en paz a menos que los tenga a los dos boludos correteándola y así estar menos en paz que nunca, Nikki que mata al novio por las joyas, Claire que le histeriquea a full a Charlie y lo siento, Charlie: te quedaste sin ponerla. ¿Cómo llegué a este punto? ¿Cómo mierda hago para ejecutar la mula y bajarme el capítulo? ¿Por qué a mí, Dios? ¡¿POR QUÉEEEE?!

Matías Pailos

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03 febrero, 2008

Un Nokia para Fabián Casas


“El boludo de tu hijo está acá”. Qué raro. Mientras mi hermano, mi vieja y mi viejo piensan que estoy secuestrado, yo curso un seminario de lógica informal en Puán. Por supuesto, donde Dios no existe, todo es posible. Era un secuestro virtual. Una llamada desde la cárcel. Le dicen a la persona que su hijo, un pibe flaco y desgarbado, que se llama tanto, sí, ese, lo tenemos secuestrado. Pánico. “No salís más de casa sin un celular”. Tengo veinticinco años. Soy filósofo y anti-sistema. No necesito celular. “¿Tenés cargada la batería?”. Suspiro con resignación. “Sí, mamá”. Vivo con mi vieja y mi abuela. No hay lugar para la revolución en esta granja.

“Como se ve, yo soy un gran prejuicioso y pienso que una persona que tiene celular es un imbécil hasta que se demuestre lo contrario” Odio contra la máquina I, Ensayos Bonsái, Fabián Casas, 2007. Como se ve, tuve el prejuicio de Casas. Algunos amigos y amigas lo tuvieron y aún lo tienen. Sin embargo, éste es un prejuicio peligroso. Creo entender qué enoja a Casas y a mis amigos. Pero a pesar de lo que creen, no son los celulares.

Primero, la forma del prejuicio. Una persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Casas invierte la fórmula del juicio penal. El enunciado es dialéctico y poderoso. Maravilloso. Salvo que se parece demasiado al que sostiene el juez de Kafka en el cuento “En la colonia penitenciaria”. “El principio por el que dicto sentencia es: la culpa nunca se pone en duda”. Traducción: quien tenga un celular es un imbécil, más allá de toda duda razonable.

Segundo, la materia del prejuicio. No son los celulares los que hacen imbéciles a las personas, son las personas mismas. La técnica modifica la relación entre las personas. Pero lo importante sigue siendo la relación, no la técnica. El uso del celular es sólo una forma más de expresar nuestro egoísmo, vanidad e histeria. El narcisismo nos juega una mala pasada. Es fácil no tener un celular, pero es difícil dejar de ser un imbécil.

La última vez que nos vimos se fue todo a la mierda. Teníamos ganas. La cosa venía bien, pero hablamos de más y se enfrió. Pasan los días. Agarro el celular. Le mando un mensaje de texto. “Tengo ganas de verte”. “No sé”. “¿Tu casa o la mía?”. “Ok. La tuya”. El espíritu de simpleza humano sigue vivo. A veces se muestra más débil, otras con más fuerza. Heisenberg, el físico, piensa sobre la técnica: puede que la velocidad en el cambio del último siglo haga que la humanidad no tenga literalmente tiempo para adaptarse a las nuevas condiciones de vida. Pero la técnica por sí sola no es la causa de la falta de contacto espiritual de nuestro tiempo. El prejuicio de Casas, nuestro prejuicio, yerra en el blanco. No es la técnica. Somos nosotros.

Nacho

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