El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

29 marzo, 2008

V

Me urge hablarle de Vargas Llosa. De Vargas Llosa y de Onetti, pero sobre todo de Vargas Llosa. Me urge y no puedo, porque en eso cae el sacado y se le tira encima. Que qué sorpresa, que cuánto tiempo, que mirá vos dónde nos venimos a encontrar. Nosotros estamos re-fumados. Acabamos de ajusticiar un charuto extra-large de la factoría personal de mi amigo, diseñado especialmente para la ocasión. Así, re-loco, tengo que soportar la caterva indiscriminada de gestos, preguntas, risas y gritos del sacado, resumidas y concentradas y destiladas en una única interpelación primordial.

-¿Tenés faso?

Le explicamos la situación mientras dejamos atrás pasillos, pasadizos, cortes y quebradas; finalmente, abordamos. El sacado solo tenía una cosa en la cabeza. Para matar el tiempo, se dedicó a quemárnosla.
Zarpamos.
Liberan el acceso a cubierta.
Llueva y truena; el diluvio se acerca. Dios ha decidido que así comience mis vacaciones. Intento decodificar el mensaje cifrado. La diáspora en la que mis neuronas están sumidas dicta otra cosa. Facu nos da un parte desde lo más profunda de su ser: tiene un frío de cagarse, va a meterse adentro. Puto del orto. Nos ensañamos, hacemos leña del árbol caído. Pero el hombre sabio reconoce cuándo debe irse con sus petates a otra parte. El hombre hinchado las pelotas también.
No soporto más al sacado, y eso que estoy plenamente reconciliado con la vida, la existencia, Dios y sus emisarios. Pero ahí está el sacado, en medio de cubierta, con el barco bamboleándose, preguntando a diestra y siniestra, rogando por un porro, por media seca. Da como diez vueltas, tantas las veces que lo perdí de vista. Me entra frío, así que me pongo a caminar. Me encuentro al sacado indagando acerca de su eventual portación de cannabis a una pareja de recién llegados a la adolescencia. Lo remuevo con cierta brusquedad y ahí me lo propone. ¿Qué tal trepar la escalera que conduce, veinte metros más arriba, hasta la proa? Para eso, además de atravesar (enorme) parte de la cubierta a la intemperie, hay que desoír algunas prohibiciones; pero eso es el condimento de la aventura, ¿no te parece?
Como no me parece me hago el boludo.

-Aguantame que voy a hablarle.

El sacado sale disparado hacia una nena, suerte de versión en miniatura de Eva Mendes de menos de veinte años. La bola sin manija del amigo de mi amigo adquiere un propósito, y una dirección y sentido al mismo precio. A la distancia, compruebo que habla, habla y no para de hablar. Doy una vuelta, pero o yo estoy muy lento o él está muy rápido. La vuelta queda trunca porque los veo sentados en uno de los bancos que la empresa usurpó de alguna plaza del conurbano. Él le dice cosas. Pone una mano en su muslo; la lluvia se intensifica. Corre el pelo de su cara; un trueno. La besa; rayos y centellas.
Ella viaja con su abuela, según comprobamos en el camino hacia los micros que acortan la distancia entre Colonia y Montevideo. Facundo, en otra demostración de inagotable astucia, escapa hacia la soledad de otro micro, dejándome desguarnecido: solo con el sacado.
Nos sentamos al fondo, a dos asientos del baño. Ella se acomoda con su abuela en las primeras butacas, pero antes de arrancar la tenemos acodada en uno de los asientos inmediatamente anterior a los nuestros, habla que te habla con el sacado.

-Disculpá: ¿te molesta si intercambiamos asientos?

Un poco; un poco me molesta, pendeja, pero accedo de todas formas.
Para qué.
Son poco más de las 3.30 de la mañana. El micro ya partió y todo el pasaje se aboca a la empresa de fatigar los asientos a fuerza de sueño. Yo siento, siento como si me los propinaran en la cara, lo que acaso estén haciendo, besos, caricias, abrazos, toqueteos impúdicos, salivazos indecorosos, franeleos de todo tipo y laya. Jadeos. Susurros. Barbaridades dichas e insinuadas. Procuró leer. Procuro dormir. Me calzo el MP3 y procuro mirar el paisaje. Cuarenta minutos más tarde, nada ha cambiado.
Me inflo, me hincho, desbordo y rebalso. El menor roce desencadenaría una explosión hiroshimesca. El roce se produce. El roce es susurrado.

-Te quiero chupar la pija.

Basta. Que el sacado esté disfrutando de todo esto, vaya y pase. Que esté disfrutando en el micro en el que viajo, vaya y pase. Pero no en mis narices, sacado. No si no querés represalias. Me levanto y encaro para el baño, pero no. Paso por delante de la parejita y me siento, atrás y en diagonal, a contemplar el espectáculo en primera fila. Ella abre la boca, deja escapar una veta de aire entrecortada, abre más la boca, deja que él le estire la remera y le chupe con fruición dos pezones pequeños y duros. Y empiezo.
Y sigo.
Y le doy.
Y ella abre los ojos. Lo mira y es mirada. Es demasiado tarde y nadie hace un ruido. Él la atrae y la hace descansar en su pecho. Pero no puede. Vuelven a besarse y otra vez todo de nuevo, hasta que ella lo mira y es mirada, y él la atrae y la hace descansar en su pecho. Levanto vista. Un inconveniente espejo en el techo obliga a ver sus ojos reflejados en sus ojos. Se conocen hace tres horas y ya están enamorados.
Lo sé: soy muy bueno detectando enamorados. Lo sé por el mismo motivo que el yonqui detecta yonquis donde nadie más puede, entre la maraña indiferenciada de iguales iguales a iguales. Lo sé. No puedo continuar. Es el fin de la venganza. Es la capitulación definitiva. Es la aceptación de la derrota.
Guardo, levanto la cremallera, y me encierro en el baño a terminar de pajearme.

Matías Pailos

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24 marzo, 2008

El nombre del té

Eran las 23:35. Rímini leía Los Lemmings de Fabián Casas mientras esperaba que le trajeran un té. El salón, una habitación de una casa vieja reciclada en centro cultural, estaba casi vacío. Tendría que haberse sentado contra la pared. Nunca se sabe cuándo pueden atacar las musas tristes. No siempre está la filosofía para consolarlo a uno. Mejor estar prevenido. Pegar la espalda contra la pared. Tener cubierto alguno de los flancos por lo menos. Pero no. La mesa que podía protegerlo era muy grande. Para seis personas. Las mesas para dos descansaban balcanizadas en el medio del salón. Eso deliraba Rímini, mientras esperaba que le trajeran la tasa con agua caliente y jugueteaba con el sobrecito amarillo estridente entre los dedos. El hecho de que sobre de té y taza de agua caliente no existieran en ese momento como un todo –inorgánico pero funcional– era un índice de la peculiaridad del lugar. Rímini le había pedido a la camarera un té de manzanilla pero éste se había acabado. Solamente quedaban: boldo, tilo, menta, frutos del bosque, hierbas digestivas, naranja, frutilla, manzana. Rímini no podía dejar de putear al leer la palabra manzana. Lo mismo le pasaba cuando venía el 85 mientras esperaba el 86. El 85 es un falso 86. Viene de ningún lado. Llega a ninguna parte. Alguna vez se lo había tomado para averiguar su recorrido, pero se arrepintió y se bajó cuando la zona empezó a resultarle extraña.
Rímini estaba sentado de espaldas a la puerta del salón, una habitación de una casa vieja reciclada en centro de reunión de turistas que habitaban los hostels de Palermo. El feng shui. La puta que lo pario al feng shui. No era bueno tener la espalda mirando hacia la puerta. Aislado en su isla de madera, Rímini esperaba lo peor. Sólo llegó la tasa con agua caliente. Dejó caer el sobre de té que rebotó contra la tensión superficial del agua del jarro. El agua se tomó su tiempo para mojarlo. Rímini recordó cuando Taylor le había dicho que los argentinos no tomaban té. Su profesora de español se lo había soltado después que Taylor le contara de esta peculiar costumbre de Rímini. Él, con una sonrisa de costado, le había contestado que era una ley estadística muy acertada. Sabía de las secretas intenciones del comentario de la profesora de Taylor. Sabía que a esa ley le seguía otra: todos los hombres que toman té son raros. O como le gustaba enunciarla a Rímini, todos los que toman té son putos. En argentina, el té era considerado una bebida de maricón. En el mejor de los casos de enfermo. Un brebaje inmundo que se toma como mucho limón y azúcar mientras se delira de fiebre. ¿Por qué ocurría esto? No lo sabía. Pero podía especular con algunas explicaciones. En su mente febril de materialista histórico barajaba la hipótesis –nunca contrastada– de que los hermanos Irazusta –autores de La Argentina y el Imperialismo Británico y padres del revisionismo histórico– habían asociado la práctica del té con el entreguismo de la oligarquía nacional. El té lo toman los oligarcas amigos de los ingleses. Garcas e ingleses. Garcas y putos. Los ingleses son todos putos. El té es de puto. Las premisas podían cambiar, pero la conclusión siempre era la misma. Por encima a Rímini le encantaba el té de manzanilla. El mismo nombre parecía un diminutivo afectado. Había que ver la cara de sus compañeros de trabajo cuando se juntaban a tomar algo. “Yo ando mal del estómago, traeme un whisky doble”. “Para mí un café negro cortado con nafta”. “¿Vos que vas a tomar Rímini?”. “Té de manzanilla”. Rímini miraba para abajo. Hubiera deseado que por un momento la manzanilla se llamara huevo de toro. “Un té de huevo de toro, por favor”.

Nacho

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20 marzo, 2008

Qué olor

Poco antes de mudarme sufrí una reiterada alteración sensorial. Cada vez que llegaba a mi casa y abría la puerta me recibía un penetrante y concentrado olor a durazno. Nunca dejaba de tomarme desprevenido ese vaho y la violencia que ejercía sobre mi olfato, ocultando con su omnipresencia todo vestigio de vida en el departamento que habitaba y transmutándolo en el centro exacto de un durazno sangrante. La explicación era más sencilla de lo que parece: mi suegra había cumplido el anhelo de su hija y le había regalado uno de esos artefactos que reúnen lo peor de dos ramas ya de por sí nefastas: la decoración de interiores y los desodorantes de ambientes. Se trata del Glade Interiores (creo que ese es su nombre comercial) que consiste en un pequeño marco de acrílico con un cuadrado amarillo en el centro. Ese cuadradito central despide su fragancia concentrada, sin descanso, día y noche, aproximadamente durante un mes, al cabo del cual es menester comprar un “repuesto” de la misma u otra de las fragancias, que deberá ser colocado en su respectivo marco. Mediante este simple expediente la casa se transformará durante esos 30 días en un templo de adoradores del pelón, y las moléculas odoríferas que despide el Glade Interiores se encargarán de imponerse, por la fuerza, a cualquier olor que la casa emita por sus propios medios o, en el peor de los casos, se acoplará en combinaciones funestas con el humo del churrasco o la fritanga del filet de merluza, hasta que éstos se mitiguen con el correr de las horas.
Cuando yo era chico cada cosa tenía su olor. Los libros olían a moho y polvo, los autos a combustión y monóxido de carbono, los mocasines olían a pata, las revistas de cómics tenían un olor muy peculiar y me encantaba aspirarlas, lo mismo que las estaciones de servicio y las zapaterías, los juguetes tenían un olor a goma nueva que era sinónimo de la felicidad. Ahora parece que todo tiende a subsumirse en las cuatro o cinco opciones del Glade Interiores y el Glade Autos y el Glade Ambientes. Antes sólo se apelaba a estos aromas artificiales para tapar el olor a mierda del baño, labor en la cual los desodorantes de ambientes demostraban ser tan ineficientes que pronto ese perfume a lavanda quedaba indudablemente asociado a las evacuaciones de la familia.
Pero de esa época rescato, sobre todo, el olor que tenían las casas. Los hogares de mis amigos hacían gala de un aroma único e inimitable, algo así como su adn odorífero, producto tal vez de una combinación irrepetible de los alimentos cocinados con las condiciones atmosféricas y el perfume de las plantas del jardín y vaya uno a saber cuántas cosas más. Lo cierto es que era entrar y ser atajado por ese olor como prueba irrefutable de que nos encontrábamos en la casa ajena y familiar a la vez. De hecho cuando un compañerito de la escuela me invitaba por primera vez a su casa para jugar o hacer los deberes yo ya me preguntaba cómo olería y en ese primer esnifazo apenas cruzada la puerta de calle quizá ya intuía si la iba a pasar bien o no. La casa de mi amigo Pablo, por ejemplo, que vivía a la vuelta de la mía, tenía un olor característico que reconocería incluso hoy (el olor queda alojado en algún lugar de nuestra memoria, imposible de ser evocado a voluntad pero reactualizado al instante y sin margen de error si alguien nos lo pusiera frente a nuestras narices). Ese olor me encantaba y lo disfrutaba casi tanto como los juegos con los que disolvíamos las tediosas horas de la siesta. El olor se volvía más intenso conforme nos acercábamos al fondo, donde estaba la pieza de los abuelos, lo que rara vez hacíamos, por lo que tal vez el secreto, la esencia oculta de esa fragancia no fuera otra cosa más que el olor a viejo que irradiaban los cuartos del fondo. En esa época todas las casas tenían olor, excepto la mía. Esto no me afligía porque imaginaba que tampoco mi amigo Pablo podía reconocer el maravilloso olor de la suya, mientras que sí disfrutaba del aroma que se debía respirar en mi hogar. Estaba convencido que cada uno era inmune al olor de su propia casa por el simple hecho de habitar en ella. Sin embargo hoy día ya casi no percibo el olor de las casas ¿He perdido la habilidad con el paso de los años o las casas se han tornado inodoras? La única que sostiene esa virtud es la casa de Matías. De hecho recuerdo haberle prestado remeras o medias a Matías y que me las devolviera lavadas e impregnadas con la fragancia de su casa (y créanme que ésta no tiene nada que ver con los perfumes de los suavizantes de ropa). Ahora mismo estiro el brazo y tomo un libro de Philip Roth que me llevé de su biblioteca hace unos meses. Lo acerco a la nariz, inspiro profundo… y ahí está, es ese olor único, inimitable, el olor a la casa Pailos, el olor de la casa de mi amigo.
Tal vez ahora, que habito mi propio hogar, pueda proponérmelo como un programa y en el transcurso de los años por venir logre extractar una esencia, obtener el destilado justo y darle a mi casa la dicha de tener su propio olor, pienso, mientras hago desaparecer el Glade Interiores para que no sobreviva a la inminente mudanza.

Ariel Idez

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16 marzo, 2008

Explícita

Me despierto. Estás boca abajo. Todavía dormido. Te miro la espalda. Tu hermosa espalda. Estás mirando hacia el otro lado. Sólo veo tu pelo. Las manos, debajo de la almohada. Paso mis dedos por tus hombros. No te despertás. Descorro la sábana y me quedo mirando tu cola. Hacía calor, así que estás desnudo. Tu cola redondita me encanta. Me acerco a vos y apoyo mis tetas en el costado de tu cuerpo. Seguís dormido. Ya estoy caliente y ahora quiero sexo. Me saco la bombacha y empiezo a tocarme. Paso los dedos muy despacio. Enseguida ya estoy muy mojada. Decido que voy a despertarte. Me subo arriba tuyo. Apoyo mis tetas en tu espalda y mi sexo en tu cola. Te despertás. “Hola lindo. Me muero de ganas de que me cojas”. En silencio, empiezo a moverme más enérgicamente. Me calienta mucho tenerte así, sin que puedas verme, entregado a mis movimientos y a mis palabras en tu oído. Froto mis tetas en tu espalda. Subo un poco más y las paso por tus hombros. Mi sexo empuja sobre tu cola, como si te estuviera cogiendo. La fricción me calienta mucho. Abro más las piernas para que sientas el flujo caliente en tu piel. Gemís contra la almohada. Estás a mi merced. Estás increíblemente caliente. Imagino tu pija. La imagino bien dura y parada, apretada contra el colchón. Imagino tu pija frotándose contra el colchón. Me encantaría hacerte acabar así. Que acabaras sobre las sábanas. O sobre mi cuerpo. Imagino tu pija frotándose en mi panza o en mi cola y acabando así… Te hablo al oído. Te pregunto si la tenés bien dura. Te pregunto si te gustaría metérmela. Te pregunto si vas a querer cogerme cuando te des vuelta. Te digo que voy a querer que me cojas mucho. Te digo que voy querer tenerla bien adentro para que me cojas toda. Me hago a un costado y dejo que te pongas boca arriba. Me subo sobre vos y la meto. El placer es tanto que no puedo creerlo. Te beso mucho. Te muerdo. Gimo. Casi grito. Froto mis tetas en tu pecho. Las acerco a tu boca para que las chupes. Con tus manos en mi cadera, empujás mi cuerpo sobre tu pija. Ya no damos más. El orgasmo está tan cerca que es imposible hacer nada más que entregarnos. Y llega.
Hermosa forma de empezar el día.

Julieta Eme

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12 marzo, 2008

Pulp Fiction

Alguien tendría que cagar a piñas a Jarvis Cocker. Ni un solo tema de Pulp, Jarvis; ni uno hiciste. Eso es no tener códigos. Me extraña de vos, noble hijo de las barriadas obreras de Sheffield. Pero pasa en las mejores familias, y nosotros también estamos llenos de desagradecidos. Lo preveía. Por eso me dediqué a la preparación exhaustiva del recital. Un espectador también debe prepararse. Las probabilidades de disfrute aumentan si uno conoce los temas a interpretar. Como sospechaba que iba a limitar su repertorio a los temas de su disco solista, me apliqué a su escucha. Lamentablemente, y aunque el disco es muy bueno, acerté. Aclarado este punto, es menester comunicar que el tipo dio un show excepcional.
Llegué temprano y muy temprano. Me dediqué a amenizar la espera con una latita de Quilmes. Pasa el grupo soporte y las luces se apagan. Silencio en la sala. Después, avalancha de murmullos y griterío histérico. El telón se abre y los músicos pasan. Pasan, prueban y se dispersan. Queda el humo. Quedan las lucecitas rojas de telo y una atmósfera de tensión; la aparición del Mesías es inminente.
Pero no. Tardó más de media hora en salir a la cancha, y yo con la cerveza acumulándose en mi verija. ¿Voy al baño? No. Mirá si sale. Me la corto si sale y yo no lo veo salir. Así que no fui. Podrías haberla hecho más corta, Jarvis.
Finalmente salió, y era tan flaco y espigado y amanerado como preveíamos, con un racimo de uvas en la mano. Lo que vimos de ahí hasta el final fue a un actor interpretando a un músico de hard rock dando un show de café concert. Y music hall, ya que estamos british. Pero más bien el tipo de recital que ofrecen esos crooners formateados en Las Vegas, esos hijos de Elvis y Sinatra. Jarvis se dedicó a hacer chistes entre tema y tema. Ocupó nuestro tiempo en hablar hasta por los codos y explicarnos el tópico de las letras a interpretar en un inglés mechado con algo que llamó ‘lunfardo’. Así, pudimos escucharlo hablar de ‘chabones’ ‘limados’, ‘minitas’ ‘piolas’, de ‘kilombos’ al por mayor. Entre chiste y chiste, un tema actuado con sangre, sudor y lágrimas. Hay electricidad en tus ojos, Jarvis. Pero no la misma de los Who o de Zeppelin, no. Es la pantomima de la electricidad, es la dramatización del llanto y el desgarramiento. Porque Jarvis habla de Scott Walker. Que Scott Walker por aquí, que Scott Walker por allá, que mi disco favorito es uno de Leonard Cohen. Patrañas. Patrañas, Jarvis. Se necesita tanto músico para tapar tamaño padre. Jarvis es el hijo mayor, el alumno privilegiado de Bowie. Con los padres, es sabido, solo se puede hacer una cosa: matarlos.
El disco, como les dije, es muy bueno. En vivo mejora. En vivo se intensifica. Jarvis se contorsiona y mueve los brazos y las manos. Jarvis escupe al cantar. Jarvis se tira al suelo y entra en convulsiones. Jarvis es un pésimo bailarín. Pensé en tocarlo, porque estaba pegado al escenario y la atracción del ídolo es instantánea e irresistible. Pero me pareció muy de minita. Entonces reprimí mi parte femenina y pensé en escupirlo. Pero, como dice la juventud de hoy día, “no daba”. Así que segué de cuajo la tradición que había inaugurado con Iggy (ahí sí daba) y me tragué el gargajo.
Al final se despachó con una versión de “Purple Haze”, de Jimi Hendrix, que nos dejó patitiesos y con ganas de más. Pero la vida te da revancha. Por lo menos esta vez. El sábado toca Dylan. Ya lo tengo a Onetti escribiendo la pancarta. Dice: “Bienvenido, Bob”.

Matías Pailos

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08 marzo, 2008

Rabioso

1
Al comienzo de Rabia (Sergio Bizzio, Interzona, 2005) un hombre le pide algo –la cola– a una mujer. Pero en el comienzo de mi ejemplar de Rabia, otro hombre, dedicatoria mediante le agradece a otra mujer –la amiga que me prestó el libro– el cariño que ella le prodiga. Ignoro por qué vías arribó el susodicho a la conclusión de que una novela con ese nombre podía ser una adecuada prenda de amor, pero dio en el blanco porque Rabia es una de las más grandes historias de amor jamás contadas por la literatura argentina.

2
César Aira es un maestro del elogio borgiano, ese que tras la palmada en la espalda esconde el íntimo cuchillo en la garganta. En una entrevista publicada el año pasado le preguntaron qué le gustaba de la literatura argentina contemporánea y respondió: “me gustan los que escriben como yo” y nombró a Daniel Guebel. Cuando le pidieron más precisiones, sostuvo: “Rabia me parece de lo mejor que se escribió en estos últimos años”. Conviene prestarle atención a lo que dice César, de modo que ese comentario me quedó rebotando en la cabeza y cuando vi el ejemplar en los anaqueles de la biblioteca de mi amiga –intuyendo algo grande en esas primeras líneas que inician la novela: “cuando vos naciste yo estaba acabando” no dudé en pedírselo prestado.
Sergio Bizzio, al igual que Guebel, practica el airismo a ultranza (de eso pueden dar fe otras obras anteriores como Planet y, sobre todo, En esa época). Por cierto vale la pena aclarar que a esta altura Aira ha excedido el marco de la mera influencia para pasar a ser un género en sí mismo, que cuenta cada vez con más adeptos (chequear por ejemplo Un chino en bicicleta de Ariel Magnus o La Boliviana de Ricardo Strafacce, por citar sólo los casos más recientes). Pues bien, Rabia me parece la mejor novela aireana (excepción hecha de las del mismo Aira, claro está) de todas las que se han escrito hasta la fecha. Y esto no es a causa de exacerbar lo que hay de Aireano en Aira (receta prescripta por Tabarovsky en su influyente Literatura de izquierda) sino más bien por lo contrario, por practicar un “realismo aireano”, morigerándose en las dosis de delirio e invención y restringiéndolas al campo de lo verosímil, como dijo Laiseca: “la grandeza y la eficacia de un mago se mide por su renuncia al uso de la magia”.

3
Rabia es muchas cosas. Una historia de amor, como ya ha quedado dicho. Pero también una de fantasmas que contaría un Henry James dispuesto a prescindir de toda ambigüedad, o una película que Hitchcock se moriría por filmar (a propósito los derechos del libro han sido adquiridos por la productora del español Guillermo del Toro y será filmada este año en la península ibérica por el director ecuatoriano Sebastián Cordero). Se trata del desarrollo notable, casi perfecto, de una idea tan simple como genial, que toca algunas de las obsesiones más perdurables del género humano: mirar sin ser visto o encontrar el refugio infalible contra los males que nos acechan. ¿Cuántas veces, ya grandecitos, experimentamos el placer de acercarnos a una persona conocida para sorprenderla por la espalda y darle un susto? Retengan ese placer de contemplar a esa inocente víctima de nuestra broma en el momento en que prosigue ensimismada con lo que esté haciendo mientras ignora nuestra presencia acechante. “Las personas que son vistas sin que lo sepan parecen locas” dice un personaje en uno de los apuntes geniales que tiene la novela, y no son pocos.


4
Rabia cuenta la historia de amor entre José María, albañil y Rosa, mucama en una mansión que podríamos situar en Palermo Chico, Belgrano R o algún otro barrio residencial de Buenos Aires. José María, o María a secas, como se lo llama en la novela es un personaje notable que deviene en un arquetipo de las aspiraciones masculinas: brutal y sensible, irracional y calculador, frágil y poderoso. El acierto de Bizzio es que María se mueve de un extremo al otro sin demorarse en términos medios. ¿Y a qué hombre no le gustaría prodigarle el máximo de amor y afecto a la mujer que ama y al mismo tiempo inspirar temor a quienes se atreviesen a amenazarla o ponerla en peligro? María, de hecho, a pesar de sus habilidades casi sobrehumanas, ha vivido de humillación en humillación, casi como si no le importara. Es sólo a través de los ojos de Rosa que María se considera como una persona digna de respeto (de recibirlo y de imponerlo) y de ahí la escena antológica en la que el vil portero y su amigo nazi amenazan a María y éste sale corriendo pero regresa del brazo de Rosa y ahí si los recaga bien a trompadas.

5
La convivencia forzosa entre María, Rosa y la familia bien dueña de la mansión, los Blinder (el nombre elegido no es fortuito) podría admitir una lectura marxista que afirmara: “En el fondo, el tema de Rabia es la lucha de clases”. Sin embargo la novela se desliza desde la perspectiva marxista a los estudios de género si nos atenemos a los lazos de solidaridad que entablan Rosa y la señora Blinder a despecho de la indiferencia arrogante del señor Blinder y la desconfianza de María.
Y, last but not least, está la prosa de Bizzio recubriendo todo como un refulgente barniz: precisa, rápida, certera. Su oído afinadísimo para los diálogos y el manejo criterioso de cada elemento del relato: una economía narrativa seguramente ejercitada y pulida en el gimnasio cotidiano de los guiones televisivos con los que el autor se gana la vida.

6
Leí Rabia en un par de días, con esa lenta premura que nos imponemos para que los objetos que nos brindan placer duren un poco más. La terminé una noche de viernes a bordo de un colectivo 55 que me llevaba a casa de mis suegros, en Flores. Me había puesto las lentes de contacto y el cloro remanente en los ojos (había estado nadando) me provocaba ardor, que mitigaba con la aplicación de gotas lubricantes. Leía el final de Rabia y me ponía gotas. Me hubiese gustado que fuesen lágrimas.

Ariel Idez

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04 marzo, 2008

"El Pendejo", de Matías Pailos

Hay novelas sutiles y misteriosas, hay novelas parlanchinas y mentirosas, y hay novelas boconas. Esta es una novela bocona. No es que hable; tampoco que hable todo el tiempo. Es que boquea. Es que habla de más. En eso, es única.
La literatura ya no habla de más, ¿vieron? Se escribe con ganas ‘que no se note’. Los escritores vienen queriendo matar al escritor hace rato, quieren hacernos creer que solo tienen una existencia prístina y evanescente: la de un autor. Este pibe desbarata esta paciente tradición con una maniobra sencilla: parándose delante de la obra. “Yo, yo y yo”, parece gritar todo el tiempo la novela. Maniobras para desbaratar una tradición dominante: párese en otra tradición B y empiece a maldecir a la tradición A, aunque no hable explícitamente de ella.
¿Cuántos antes que él en hacer lo mismo? Su número es legión. Algunos de sus nombres, también: Kerouac, Hemingway, Henry Miller.

-No los leí.

Insiste Pailos. ¿Me toma por idiota?

-De Miller tengo ciento cincuenta páginas leídas de “Trópico de Capricornio”. Cada veinte páginas trato de mentirme que me fascina. Al toque me embolo y lo cambio por cualquier escritor, por menor que sea. Más o menos tengo leídas la misma cantidad de páginas de “En el camino”. Pero me mata la falta de consistencia dramática. Por supuesto que pasan cosas. Pasan muchas cosas. Pero no parecen dirigirse a ningún lugar. Prefiero los libros que crean esa ilusión. Al otro no lo conozco.

Me guardo de citar a Vila-Matas como contraejemplo.
El libro habla de dos cosas: sexo y amor. En ese orden. O al menos: habla de sexo y amor una vez que se logra superar la maraña de “yo, yo y yo” que lo envuelve. Hace poco alguien dijo que nadie escribe escenas de sexo como Houllebecq. Pailos lo hace mejor. (También lo hace peor. Al menos lo hace mucho.)
Sexo, dije. El libro rebosa de sexo hasta que, en el medio, aparece el amor y la caga toda. El libro es una genialidad hasta que aparece el amor. Ahí el autor (Pailos) opta por asumir el aire embobado de su alter ego y sujeto de enunciación (Federico). Por suerte sigue cogiendo hasta el final.
Entre la intensidad y el verosímil, opta por la intensidad. Uno, como niño que es en estos asuntos, entre un helado y un panqueque de dulce de leche, prefiere las dos cosas. Pero Pailos es refractario al universo de la infancia. En cambio, habla como nadie de la adolescencia. Habla (mejor dicho) desde la adolescencia. A veces, solo a veces, uno desearía que creciera un poco.
Como lector de (casi) la obra completa de Pailos, puedo decir que aquí se condensa lo mejor y lo peor de ella, aunque haya cada cosa en cantidades industriales. De lo mejor ya hablé. Lo peor: es una novela solipsista. Los personajes femeninos (todo el resto) aparecen apenas y mal delineados. “Es que es una novela sobre la experiencia subjetiva del sexo y del amor, y no sobre ningún fenómeno objetivo ni intersubjetivo”. Lamento, en este punto, que no haya hecho caso al dictum de Gombrowicz. Para él, las grandes obras se construyen desde una subjetividad fortísima: tirándola contra el mundo y viendo que sale del choque. Pailos parece temer el choque. Parece temer salir herido –y se nota. Le falta, entonces, esa valentía de asomarse al abismo que reivindicaba Bolaño para sí.
Es un libro cínico escrito por un burgués posmoderno y liberal que no salió de casa de mamá. Es un libro que aspira a la ternura.
Le pregunté a Pailos si algo de lo que contaba le pasó. No perdió la oportunidad de hacerse el canchero.

-Todo es verdad.

Matías Pailos

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