El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

30 mayo, 2008

Un beso

Conocí a R gracias a E. E me habló de R hace cuatro años. Conocí a R el año pasado. El sábado le pedí un beso. Y me lo dio.

R es puto. Tiene 46 años. Es muy flaco, con el pelo largo y canas grises. Es poeta y crítico de cine y teatro. Lo conocí en la proyección de una película de Fassbinder. Luego, compartimos algunos programas de radio. Nos queremos casi sin conocernos. R habla mucho. Todo el tiempo. Podría estar toda la noche, sentado en un bar, hilvanando idea tras idea, película tras película, tras libro, tras artículo periodístico, tras anécdota personal… Yo lo escucho. Pienso que R es así: o no lo soportás o te fascina. Y a mí me fascina. Lo miro mientras habla. No le esquivo la mirada. Nunca en mi vida vi unos ojos celestes tan grandes. Le miro la boca. Pienso que me encantaría besarlo, que me muero de ganas de un beso suyo. No sé bien por qué.

Es sábado a la noche. Nos estamos despidiendo. Nos abrazamos. Mientras me tiene abrazada, me dice algo al oído. Yo le respondo. Y después le pregunto, segura pero nerviosa: “¿me das un beso?”. Y lo hace. Me dice que tal día va a leer poesía en tal lado. Me pregunta si quiero ir. Le digo que sí, claro, que me escriba y me pase la dirección. Se aleja. Vuelve. Y me da otro beso. Y entonces pienso que ya está, que estoy enamorada de él, como una adolescente se enamora de una estrella de rock, sólo que R es poeta. Y me encanta. Me encanta enamorarme así. ¿Hay otra forma de estar enamorada? Yo no lo creo. Yo no la conozco.

El taxi me deja en Primera Junta. Al bajar, me siento feliz. La noche está hermosa. Camino. Pienso que R es muy lindo. Pienso que mi boca ya no es la misma. Pienso que hice bien en separarme el año pasado, porque si no me hubiera separado, nunca habría conocido a R y nunca me habría besado. Y eso sería imperdonable. Sonrío. Pienso que soy rara. Pienso que me encanta tener las manos libres para tener noches como ésta, en las que un simple beso puede hacerme tan feliz.

Julieta Eme

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23 mayo, 2008

Encuentro con el ídolo


En dos semanas caía a Buenos Aires Jason Stanley, filosofo yanqui que es la mitad de mi tesis. La idea de traerlo, el contacto y la organización tenían un responsable principal, y todos los índices fálicos apuntaban a mi persona. Dividía mi cabeza en tantos pedazos como fuera necesario para (a) alquilarle un derpa a Stanley y señora, (b) negociar los temas de las conferencias, (c) negociar los lugares de las conferencias, (d) negociar los horarios de las conferencias, (e) convencer a los eventuales futuros comentaristas para que se realicen como tales, es decir: que escriban un puto comentario sobre esta, esa o aquella conferencia de Stanley, (f) otros tópicos relacionados y (g) la compaginación de todos los ítems anteriores. El resto de mis fuerzas, las no mentales, las dedicaba a evitar el desmembramiento de mi psiquis a fuerza de trabajo corporal. No necesitaba que a las diez de la mañana alguien me removiera de mi embotamiento reparador a base de abdominales y flexiones para avisarme que se llamaba Bárbara, que era la productora del programa “El Fantasma” que conduce Silvia Hopenhayn, y que me llamaba para que le hiciera, cuatro días más tarde, una entrevista a Alan Pauls.
Mi primer impulso fue salir huyendo. Tuve, no obstante, los reflejos suficientes como para desoír mi primer y mi segundo y mi tercer impulso y seguir la conversación, para estirarla todo lo necesario para que el entusiasmo desbordara el miedo letal y aceptara encantado. ¡Claro! Nunca se me hubiera ocurrido negarme.
Corté y llamé a Caro. Llamé porque necesitaba contárselo a alguien, en parte para terminar de creérmelo, en parte para empezar a disfrutarlo. Entré y salí del pánico como veinte veces en el curso de esa conversación y de las veinte conversaciones restantes que tuve por similares motivos en el curso de esa mañana.
Mandé mails solicitando preguntas, inquietudes, opiniones generales acerca de la vida, obra y milagros de Pauls, genio y figura. Dejé de lado a Stanley y toda la filosofía occidental porque el único, solo y ominiabarcador objetivo de mi vida pasó a ser: (a) no pasar papelones, (b) no pasar grandes papelones, (c) no pasar papelones muy grandes. Si bien soy todo un fan suyo, lo soy sobre todo de “El Pasado”. El resto no me despierta lo que ese libro. Aunque hay opiniones para todos los gustos. Hubo una vez una ex novia que juzgaba que “El pudor del pornógrafo” era superior, y hubo una vez un ex novio de una ex novia que no quiso discutirlo. Justo me había comprado “El caso Malarma”, que estaba muy bien pero tampoco la pavada. Me apliqué y lo terminé de leer a velocidad supersónica. Compré “La vida descalzo” e “Historia del llanto”, que no: no había leído. La primera bien. La segunda, contra la opinión de la mayoría, muy bien. Revisé mis archivos ocultos y saqué a la luz tesoros desconocidos u olvidados. Diseñé, revisé y cranié unas veinte preguntas (eché por la borda otras veinte): mitad sobre “El Pasado”, mitad del resto de la obra. Al momento de la entrevista creo que me las sabía de memoria.
Al día siguiente caí en casa de Facu. Lo llamé por teléfono y le dije que tenía que ayudarme, que tenía algo que contarle. El muy idiota pensó que me había cagado encima; así funciona la cabeza de mis amigos. Cuando le conté solo atinó a decir

-Te odio. Debería haber sido yo. Me lo merezco más que vos.

Lo que es falso y a la vez la mejor cosa que me podían decir.
No habían pasado tres días de la salida de El Libro a la calle que ya estaba, en un momento pésimo de mi vida, recién recibido y con una formidable crisis en ciernes, en pleno verano, al aire libre de la pileta vigilada por Ariel, rellenándole el cerebro de palabras acerca de una novela que no había leído, que creía que no iba a leer, que sabía que jamás leería.

-Tenés que leerla

, dijo Ariel, cosa que hice en menos de lo que tardo nunca, con una velocidad desconocida desde mi adolescencia. (Era un lector vertiginoso. Ahora soy el equivalente a un anciano con bastón.)

-… bueno, esa es la situación: un cúmulo de mierdas. ¿Y vos?
-En diez minutos me pasan a buscar para hacerle una entrevista a Pauls.

El silencio al otro lado de la línea me permitió ver la mandíbula de Ariel rebotando contra el asfalto. También lleno de envidia y odio, pero más de sorpresa, incredulidad y contento por el contento del amigo: yo. Porque yo, el amigo, estaba a punto de atravesar la frontera, de comprobar lo que todos sabemos: que ellos, los autores admirados, también son seres humanos. Algo que no creemos bajo ningún concepto hasta que la conversación se inicia, algo que rechazamos de modo instantáneo apenas el ícono desaparece de nuestro campo perceptual. Ahí estaba yo, repantigado en un sillón de una biblioteca rebosante de cámaras y gente, a punto de poner a prueba mi incredulidad. Bárbara me avisa que ya llegó, que está hablando con Silvia del otro lado de la puerta. La puerta se abre.

Matías Pailos

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17 mayo, 2008

La gorda

Odio que se oculte detrás de su voluminosidad, que la utilice como un escudo adiposo que justifica todos sus defectos, con el cual me hace sentir culpable y a la vez incapaz de agredirla.

Odio esa vocecita de tiza que le nace de la boca del estómago y sus ojitos negros, sucios y escrutantes, sobre el plato hondo de su cara achinada por el exceso de carbohidratos.

Odio la pereza con la que arrastra esos pequeños y sufridos pies que fallan al momento de soportarla mientras escupe, gesticula y chilla parte de la historia argentina al frente de una clase de 120 almas, que contemplan convulsas el espectáculo entre somnolientas, divertidas y asqueadas.

Odio su insoportable bambolear de boya marina, sobre la uniforme línea del horizonte de cabezas que forman mis compañeros, que me enferma y me provoca nauseas.

Odio ese maldito espejo que es su persona, que refleja todas mis miserias, que me impide con su grotesco realismo pasar como Alicia hacia el país de las maravillas, de las modelos rápidas y de la comida de goma.

Nacho

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12 mayo, 2008

Aira, andá a tu Casas

Como diría Borges, la historia de la literatura (tal como la Universal –y también, por qué no, de la infamia-) es pudorosa y sus hitos suelen pasar desapercibidos ante nuestras narices. Por ejemplo ¿Cuándo se convirtió César Aira en el principal escritor argentino vivo? “El día en que se murió Saer”, sopla por acá un malicioso. Sinceramente creo que fue mucho antes aunque el deceso del santafecino le permite a César reinar a sus anchas en esa extraña categoría (¿Quién la habrá acuñado? ¿Cuándo? ¿Por qué esta obsesión bios en una disciplina que justamente tiene como uno de sus máximos logros la gloria post morten?) del escritor must entre los que todavía comen, duermen y cagan. ¿Pero será tan cómodo ese reinado? ¿O acaso el poder absolutista que ostenta lo convierte en blanco fácil de las nuevas generaciones?

En el recomendable Ensayos Bonsai Fabián Casas rescata un artículo del joven César publicado en el semanario El Porteño en el que Aira se despacha contra Jotajota Saer, por entonces muy fogoneado por la publicación Punto de vista, que también pudo haberse llamado Punto de lobbista si atendemos a sus operaciones con el mencionado Saer o Piglia en los 80. En ese artículo Aira ejercita el “elogio borgiano”, (otro de los restos diurnos que el bardo ciego dejó en el campo literario nacional) en el que la mano amiga del ditirambo esconde a sus espaldas el taimado puñal del anatema. Decía Aira allí: “Saer tiene la particularidad de que cada novela que saca es mejor que la anterior” —pero poco después añadía— “El modelo de Saer es el ejercicio de taller literario, basado en una consigna lo bastante inteligente como para que dé una buena novela, y ejecutado con la mejor destreza posible”. ¿Qué le pasaba a Aira? Los mejores escritores suelen ser también los mejores lectores y César ya había comprendido con quien habría de disputarse la pelea de fondo por el cinturón de los pesos pesados en los años venideros e iba preparando el terreno para alzarse con la victoria.

Y hete aquí que el domingo último sale publicado en el suplemento cultural del diario Perfil un texto del mismo Casas bajo el título “Una visita al pediatra” en el que el poeta y narrador traza una lectura de la última novela de César Aira: Las aventuras de barbaverde y resulta que Casas replica, 25 años después, la misma operación. El artículo es un típico exponente de la prosa del autor de Los Lemmings: apropiación de coloquialismos (“¿Se zarpó Cesar Aira?” Se pregunta ni bien comienza), referencias futboleras (“un gol que escuchamos gritar en una cancha alejada”), un pacto de lectura cómplice con el lector (dificilísimo de ver en textos de esta índole, tan propensos al discurso pedagógico), la construcción de una cierta ingenuidad (“Pedro Mairal me dijo”, “Zelarayán me recomendó”) matizadas por alguna cita a un autor prestigioso (en este caso Schopenhauer) para conservar cierta autoridad. Con estas armas —las suyas— Casas se mide con Aira. De entrada, el autor de la nota arremete con una dicotomía que es tan afín a CA como la de civilización o barbarie a la Republica Argentina: ¿Genio o estúpido? Como siempre en las dicotomías lo importante no es tanto tomar posición por uno de los extremos sino ver lo que se juega en el llevar y traer de un lado al otro. A partir de allí, se suceden los cross de izquierda que trataré de resumir: 1)Por los temas que trata (Aira) a veces parece un juventón gombrowizciano con problemas mentales, 2) en Aira sólo importa la literatura, la vida está hecha a un margen, 3) las primeras novelas de Aira (Ema la cautiva, Los Fantasmas, La luz argentina, La prueba y El bautismo) son extraordinarias y muy superiores a todo lo que vendría después, 4) Aira preparó el terreno crítico en el que le gustaría ser leído, 5) de las novelas de Aira a veces sólo queda una frase o una imagen y lo más valioso de Aira son algunos momentos en los que reluce su prosa poética.

En el primer punto me parece que el artista marcial Casas aprovecha un lance del rival para utilizarlo en su contra, porque en una célebre entrevista Aira declaró que “Un escritor que me fascina como modelo es Gombrowicz. Pero entre las ilusiones que caen hay algunas que merecen caer y una de ellas es la de querer escribir como éste o aquel. Siempre sale uno”. Pues bien, acá Casas le señala esta influencia para decirle “te sale un Gombrowicz, pero medio mogólico”. En cuanto al segundo punto yo no estaría tan seguro de que Aira reniegue de la vida puesto que a lo largo de su obra ha echado mano de su biografía y de la más actual agenda política y social (de ahí que Casas no debería sorprenderse si la realidad, con humo, cenizas y series ilimitadas de Fernández en el poder, como el mismo comenta, se “airifica”). Me parece que Aira no le da la espalda a la vida sino que la somete al extrañamiento propio del arte, la vida pasada por Aira se convierte en literatura, pero no estoy tan seguro de que a partir de eso se pueda plantear una dicotomía vida-literatura en la obra de César. Sobre el tercer punto poco cabría agregar, lleva a la conclusión de que Aira echó el resto en sus primeros años y que poco ha agregado a esas “cimas” la obra que le sobrevino. Tal vez cabe acotar que esta forma de leer a Aira desobedece explícitamente el propósito explicitado en el punto 4: Aira ha abonado el terreno de la crítica para cosechar las lecturas que más lo favorecen y justamente dentro de este programa Aireano se desaconseja leerlo según las categorías canónicas de “lo mejor y lo peor” y, a partir de allí, imponerle una jerarquía a su obra equivale a violentarla según sus propios parámetros. En ese tramo del artículo Casas también aprovecha para pasarle factura a Osvaldo Lamborghini, contra el que suele tirarse cada vez que puede, en pos de subir las cotizaciones de su hermano, Leónidas (aunque suene increíble, podríamos estar a las puertas de una escisión en la literatura argentina en la que las tradiciones en disputa asuman como padres fundadores la obra de dos hermanos, sería la primera vez que una familia funda dos corrientes literarias opuestas). En el último punto, las novelas de Aira se tornan “olvidables” lo que se aproxima peligrosamente a “pasatistas” y poco queda de la apuesta aireana por la imaginación y la pulsión narrativa por contar una historia (en una literatura como la argentina que muchas veces se aproxima peligrosamente al autismo y la autocontemplación). Acá también, y de paso cambiasso, Casas le pasa factura a la congregación de escritores aireanos; y se sabe: una de las señales inequívocas del peso que adquiere un escritor en una literatura es el surgimiento de autores que escriben como él.

En suma, de la visión de Casas se desprende que Aira en sus buenos momentos es un Gombrowicz con tara mental, que se trata de un escritor abocado al “arte por el arte” que reniega de la vida, que de su obra lo mejor son sus primeras novelas y que el resto es en su mayor parte olvidable salvo por algunos momentos en los que fulgura su prosa poética.

Esto no sorprende a los que ya leímos Ensayos Bonsái, que en su primer artículo “Tarde en la noche, viendo a Cortázar” proclama: “Che, Aira nos cagó, la literatura argentina cayó en la trampa de Aira, ¡es un agente de la CIA! Los escritores serios son mirados de soslayo: ¡reina el viva la pepa! Aira le hizo mucho mal a la literatura. La partió en dos, antes y después de él. De Operación Masacre a Operación Ja já.”

Dice Casas: “Como todos los grandes escritores, Aira preparó el terreno crítico en el que le gustaría ser leído”. Esto no tiene nada de malo y Casas lo sabe porque él mismo lo practica en este artículo, de sus conclusiones se desprende que cuando nos cansemos de Aira clamaremos por una obra menos jugada a la imaginación y más apegada a la vida (“Yo carezco de imaginación, por eso escribo sobre mi vida y lo que me pasa”, dijo Casas en un reportaje), con una prosa afín a las epifanías poéticas (Casas es poeta) y, dado que sus mejores obras datan de casi 30 años atrás, ese día no está muy lejano y cuando ese día llegué ahí estará Fabián primero en la fila.

Me parece buenísimo que en la siesta provinciana de los suplementos culturales alguien salga con los tapones de punta a agitar las mansas aguas del campo literario. Para saber si se cumplirá el vaticinio y esté habrá sido un mohín de la pudorosa historia de la literatura habrá que dejar pasar el tiempo y ver si Casas sostiene, con el cuero de la obra, todo lo que promete con el pico de la pluma.

Ariel Idez

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09 mayo, 2008

Encuentro con ex amigo en un Macdonalds

Estoy en el Mc Donalds de Scalabrini y Paraguay enfrascado en mis ejercicios de Francés nivel 1. Se trata de cambiar la conjugación del verbo de la primera del singular a la primera del plural. Justo cuando llego a una oración que reza Je mange au MacDonald, escucho su voz, que no reconozco, en la forma de un tímido saludo. Alzo la vista: ¿Qué haces? ¿Cómo andás? Tanto tiempo, algún día me gustaría bregar por un encuentro casual totalmente ausente de lugares comunes. Está de pie, sostiene una bandeja con clonados big macs y gaseosa mediana. Comprendo que no se va a ir tan fácil. Lo invito a sentarse. Mientras me cuenta la parte de su vida que yo ya sabía por otras fuentes (que tiene dos hijas, que se divorció, que vende muebles por Internet) lo observo, los mismos ojos minúsculos, la mirada infantil. El pelo mucho más escaso, en franca retirada, el make up del tiempo sobre su cara “¿Y vos?”, me pasa la pelota, doy algunos datos generales que probablemente el ya conociera por otros medios (o no, porque su retirada del círculo de amistades fue drástica). Le pregunto qué hace en el McDonalds, como si hicieran falta motivos. Cuenta que retomó la carrera, dice que viene a estudiar, por eso el alimento, “pienso pasar varias horas” después dice que a las nueve se encuentra con una chica que conoció por Internet “te hacés unas buenas fotos y ya está, ganas seguro” No hablamos de los amigos en común, de los que yo estoy casi tan lejos como él. El no me pregunta. Yo no le saco el tema. “¿Así que te compraste un departamento?” “Sí, con el crédito para inquilinos, etc” “¿Y vos?” “Yo estoy viviendo con mis viejos” “Ah, el repliegue estratégico” “Sí, pero no me lo aguanto más, no me voy porque está carísimo para comprar” Y con la plata que le cagaste a tus amigos en el negocio que les propusiste no te alcanza “No creo que baje” “Yo espero que sí” Nunca fue amigo mío, era más bien un personaje lateral, pero jugaba muy bien al fútbol, delantero de punta, enganchaba y le pegaba, ágil para desmarcarse y tirar el centro. “La única que veo es que haya una crisis tipo 2001, ahí sí, en medio del quilombo siempre hay oportunidades para los que tienen la plata en la mano”. Y él: “Sí, eso es lo que estoy esperando, que se vaya todo a la mierda”.

Ariel Idez

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04 mayo, 2008

Otro ataque de envidia

Me gustaría haber escrito “Los cachorros”, pero más me gustaría haber escrito algunos cuentos de “Los jefes” –en particular “Día domingo”. Me gustaría haber escrito ese cuento de Salinger con nombre de santón hindú reencarnado en nene esnob. Me gustaría haber escrito “Filifor forrado de niño” más que el resto del libro; más que el resto de los libros. Curioso: por más admiración que le tenga, por más extática que haya sido su lectura, no tengo deseos particulares de haber escrito ni la primera ni la última parte de “2666”, aunque se las recomiendo. Sí quisiera haber escrito la última y la primera parte de “Detectives salvajes”, pero porque el autor no es Bolaño, sino García Madero. Y en García Madero, como en Vargas Llosa, hay rabia y nervio, y más nervio que el resto de las cosas. Hay afinidad y hay la ilusión de propia esencia cuando los leo. No me gustaría haber escrito nada en particular de Lamborghini. Sí me gustaría escribir como Lamborghini, quien en definitiva siento como el mejor –lo crea o no. Me gustaría haber escrito “La isla a mediodía”, y eso que afino en Vargas Llosa y no en Cortazar. Pero ese cuento es la felicidad, y la felicidad ranquea alto en el top ten de afanes y obsesiones personales. “El pasado” es difícil. Está un poco más cerca que lo lejos que está Bolaño, pero sigo sin poder ser Rímini, ni aún el de las mejores épocas. Me felicito por eso. Como en Bolaño, la lectura de ese Pauls fueron los momentos de mayor felicidad de esos momentos de mi vida, pero no era la felicidad que da el reconocerse en un par. El domingo compré Página y me vino “Apuntes del subsuelo”, que empieza así: “Soy un enfermo. Soy malo. Soy un ser desagradable. Me parece que padezco del hígado. Pero no sé absolutamente nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele”. Me sorprende haber dado tantas vueltas para volver al mismo lugar del que partí, y sigo sin entender a Nabokov más que como diciendo cosas en las que no creía. Claro: muchas veces odié a Foster Wallace. Nunca, sin embargo, tanto como cada vez que leo “El neón de siempre”. Yo debí haber escrito eso, Wallace. No tenías derecho. Que lo puedas hacer mejor que nadie (mejor que yo) no es excusa. Me gustaría haber escrito ese cuento de Guebel sobre la creación en general y la literaria en particular. Pero hoy por hoy, más que cualquier cosa, me gustaría haber escrito “Lo denso”, un cuento de Bizzio que empieza con una serie de gags, sigue con una escena estrambóticamente ridícula, y termina con un discurso revelador en el que descubrí el secreto de la vida.

Matías Pailos

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