El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

29 abril, 2009

Apuntes sobre México (la vida antes de la fiebre porcina) Lucha libre en Oaxaca I


“Toda persona que sea sorprendida arrojando objetos al ring será consignada a las autoridades”, decía el volante que me entregaron en la peatonal Macedonio Alcalá de Oaxaca. La advertencia (¿Auténtica? ¿o un truco más de ese universo en el que lo falso y lo real están separados por un tabique más delicado que el de la nariz rota de los luchadores en disputa?) acabó por decidirme a concurrir al encuentro de Lucha Libre, que, puntual como la misa, se realiza todos los domingos en la arena oaxaqueña “Ray Alcántara”. Allí me encamino cuando el sol se pone sobre los cerros que custodian esta milenaria ciudadela que vio pasar Zapotecas, Aztecas, Conquistadores Españoles y la resulta de toda esa mezcla con argamasa sangrienta: el heteróclito pueblo Mexicano. Cuando en 1935 Malcolm Lowry empezó a escribir esa obra maestra de la literatura que conocemos como Bajo el Volcán, la lucha libre ya tenía dos años de vida en México. En su novela, el atormentado Cónsul emprende un viaje a Oaxaca y su atribulado hermano, Hugh, toma parte intempestivamente en una corrida de toros. Tal vez si el bueno de Malcolm hubiera nacido 50 años después habría metido al temerario Hugh dentro de uno de estos improvisados cuadriláteros regionales para que se midiera mano a mano con un fornido enmascarado. Pero a mí el temple apenas si me da para el resguardado rol de espectador. Con ese fin recorro las 15 cuadras que separan la arena del Zócalo y veo en el camino cómo las fachadas coloniales se van espaciando para darle lugar a las casas sencillas de los arrabales oaxaqueños. La pomposa “Arena Ray Alcántara” resulta ser un precario ring montado en el patio central de un club de barrio. Mientras hago la cola para comprar mi ticket una enorme pick up se detiene en la puerta y descienden de ella 3 encapuchados, pero nadie le teme al robo o al ataque terrorista: la gente se les abalanza y los saluda. Dos de ellos visten jean y chomba y otro un equipo de gimnasia, pero sus máscaras no dejan lugar a duda: brillantes de strass con los últimos fulgores del sol que declina, dibujando una mueca intimidatoria en impertérritos rostros de cuero y plástico, dan fe de su irrefutable estirpe guerrera. La máscara es más que un atributo, es el alma misma del luchador mexicano. Al consignar la trayectoria de estos colosos las publicaciones especializadas apenas dan cuenta de un par de fechas: el debut, el retiro, el día que ganaron algún campeonato y el día fatal en que otro luchador les quitó la máscara. Casi todos los luchadores comienzan su carrera con la cara cubierta, pero muy pocos logran terminarla sin haber sido expuestos vergonzantemente a la multitud. Cuando un luchador pierde su máscara en legítima contienda jamás puede volver a usarla y de ahí en más combate a cara descubierta, apostando su “cabellera”, tal el nombre de los luchadores que han sufrido esa desgracia. De ahí que el clímax dramático de la lucha mexicana sobrevenga cuando un gladiador aplica una llave paralizante a su adversario y comienza a desprenderle los cordones que sujetan su preciada careta. Lo que está en juego es mucho más que una derrota: es el deshonor de perder la propia identidad. Claro que estos titanes sólo pierden sus máscaras en acontecimientos tan extraordinarios como las lluvias de meteoritos o los eclipses totales. El mero hecho de perder la máscara implica que el luchador ha logrado una trayectoria digna de convertir la caída de esa capucha de cuero y tela en una tragedia irreparable para su atribulada afición.
No hay que ser Levy Strauss para entender qué enmascara esta obsesión por la careta en el Catch Azteca. Aby Warburg acunó un concepto genial, el de “vuelta a la vida de las iconografías”. En pocas palabras, hay ciertos motivos iconográficos tan fuertes que mutan y atraviesan distintas culturas simplemente porque su valor simbólico no puede ser dejado de lado sin más. Basta darse una vuelta por el Museo de Antropología del D.F. y ver las innumerables máscaras funerarias provenientes de todas las culturas mesoamericanas precolombinas y los disfraces de guerrero jaguar y guerrero águila de los aztecas o las canchas de pelota donde se enfrentaban las fuerzas de la luz y la oscuridad para comprender que eso con lo que los luchadores cubren su rostros es mucho más que un pedazo de cuero acordonado a la nuca.


Mientras aguardamos el comienzo la primera lucha de la tarde podemos merodear el ring side de la arena Ray Alcántara o adquirir una playera del “Huracán” Ramírez en oferta a cien pesos mexicanos o comprarnos un vaso de Coca y unas palomitas en el bufete del club; México es también ese país donde la gente habla como en las series de la tele. Mi indumentaria (zapatillas deportivas, pantalón cargo color caki, remera de tela inteligente, gorrita visera y mochila al hombro) me delata como vulgar turista a ojos vistas de la fanaticada afición. Temo que unas manos vigorosas me apresen, me encajen una máscara de prepo y me arrojen al ring bajo el apodo de “El Turista” para que alguno de estos bravos gladiadores me encaje una madriza que despierte la ovación del alborozado público. Pero en lugar de eso me encara un hombre mayor, chaparro pero de hombros fuertes y buen porte que me pregunta de donde vengo.
_Yo soy Demon Red –dice, como si se llamara Juan Carlos López- luchador profesional desde 1967, la cuarta licencia de Oaxaca. Ahorita estamos tratando de levantar la lucha libre por acá, que estaba muy caída, puros de afuera venían nomás. Después el demonio rojo de Oaxaca me extiende su tarjeta, donde se lee su alias civil de Francisco Pérez, presidente del Consejo Oaxaqueño de Lucha Libre Profesional y, por supuesto, figura la omnipresente máscara roja y blanca. Mientras hablamos la gente ocupa sus lugares en las banquetas plegables de metal y una voz por los altoparlantes pide que retiren a los niños del ring “porque aflojan las cuerdas”.
Ariel Idez
(Continuará)

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26 abril, 2009

Deporte en acción

El relato tiene que tener alma. Si no tiene alma es pura mierda y putos malabares. Así que primero de todo y antes que nada: asegurate la crispación. Propia y ajena. Tiene que haber incomodidad; tiene que haber, como se dice, ‘tensión narrativa’. Y ahí está el primer problema de tu historia: no hay nervio. La flecha no tensa la cuerda. La flecha está rascándose el higo a cuatro manos en un rincón, mientras el arco se fuma un caño en otra habitación.
El problema está en el modo. El modo no es todo, pero siempre es un problema. Tu modo es demasiado obvio. Perdón: tu modo parece demasiado obvio. Lo que importa es la apariencia. La literatura es el ejercicio de la superficialidad. Lo importante es el mundo de lo visible. No hay nada antes ni después. Fijate en lo que se ve. En lo que se ve. Si abrís los ojos y no ves nada relevante: felicitaciones. Bueno: a vos se te ve más que a una puta en celo.
El cuento habla de tipos con mucho poder. Decís que lo ejercen. Bueno: callate y mostralo. Pero no: me contás que hay un tal Cerviño que hereda el mayor porcentaje accionario de uno de los principales grupos periodísticos del país, pero cuya única obsesión es… el tenis. Hay algún humor en el gesto: lo reconozco. Hay también mucho de forzado. Me dirás que sin desavenencias, sin ‘poner algo en el lugar incorrecto’ no hay humor –y tenés razón. Pero para sobrellevar el rechazo que despierta lo desafinado (somos sensibles a la simetría: vas a tener que entenderlo de una puta vez), el chiste tiene que ser bueno. El tuyo es solo un chiste.
Okey: el tipo se va a servir de su poder en un ámbito para consolidar su poder en otro. Y su ambición es negativa. No quiere tener más que el resto: quiere que el resto tenga menos que él. Eso se entiende. La idea es trillada, pero, ¿cuál no? La lid en la que se despliega el combate también es anómala. Cerviño quiere que el tenis tenga más presencia mediática que el rugby: objetivo número uno. Se sirve de su injerencia, dinero y contactos para relegar los programas dedicados al rugby de horarios vespertinos a otros matutinos; para recortar presupuesto; para echar gente; para mudarlos al fin de semana; a especial semanal; a especial mensual. Los acosan, acechan, rodean y cercan; los reducen y maniatan, los violan (psicológicamente) y los abusan (económicamente), los castran (mediáticamente) y, como frutilla del postre, como premio último y definitivo por el resto de su vida: dejan al rugby, en su escorzo visible y público, en estado comatoso (en términos comerciales). Se entiende. ¿Querés que se entienda tanto?
Está bien que está bien ser pertinente, actual, que está bien ensuciarse las manos. Pero no sos vos en esto. A vos no te importan los medios, cómo los medios afectan la opinión pública, la opinión pública en particular ni la realidad sociocultural en general. Entonces pasa lo que pasa: traficás clisés. Repetís lugares comunes. Vulgata. Sobredimensionás la importancia de radios, diarios y televisión. Un lector con voluntad de análisis frente a tu texto va a decir algo así como que es una lúcida reflexión acerca de la injerencia mediática en el quehacer contemporáneo, una crítica al control que los grandes grupos de poder ejercen de la información, de cómo el poder es poder solo si se ejerce a través de la televisión, de cómo todo sigue siendo pan y circo, como era entonces. Un lector inteligente, por menos lúcido y crítico que sea, va a decir que estos párrafos son mierda sólida.
La tensión, macho. Presentaste un contendiente (el rugby). ¿Por qué lo dejás escapar? ¿Por qué le soltás la mano? ¡No lo dejes caer! Y una vez que le salves la vida, pertrechalo con cuanto chiche de diseño coyotístico marca ACME encuentres. Armalo hasta los dientes. Dotalo de lo que ya está dotado, de lo que no puede no estar dotado después de que le hicieran lo que le hicieron: de un insaciable deseo de venganza. De una pulsión criminal a prueba de balas. Dejalo correr, fijate qué pasa. No empujes a tus personajes: corré tras ellos. Llegá apenas un segundo antes para pavimentar la carretera por la que circulan, para rellenar los agujeros en el cielo con estrellas, para removerles, sin que lo noten, la costilla con la que construís su perdición. Pero no. Tus muñecos se quedan siempre sin pilas.

Matías Pailos

PD: el relato sigue en el enlace, o la izquierda de su pantalla, señora: en el primer link, ese que dice "ESO (cuentos de Matías Pailos [que vengo a ser yo. Encantado])".

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20 abril, 2009

A los soñadores de la calle Puán

Leyendo un post cercano y verificando el rol en el que se me ha cristalizado: ingenuo curita tercermundista, volví al viejo cajón donde guardo las balas de plata, aquellas que me obligan a escribir. Dárgelos – como le sobra – reparte. Yo – como me da fiaca – transcribo. A ver si adivinan:
“ La situación en la patria no era buena. No hay que soñar sino ser consecuente, me decía. No hay que perderse tras una quimera sino ser patriota, me decía. En Chile las cosas no iban bien. Para mí las cosas iban bien, pero para la patria no iban bien. (…) Chile, Chile. ¿Cómo has podido cambiar tanto?, le decía a veces, asomado a mi ventana abierta, mirando el reverbero de Santiago en la lejanía. ¿Qué te han hecho? ¿Se han vuelto locos los chilenos? ¿Quién tiene la culpa? Y otras veces, mientras caminaba por los pasillos del colegio o por los pasillos del periódico, le decía: ¿Hasta cuándo piensas seguir así, Chile? ¿Es que te vas a convertir en otra cosa? ¿En un monstruo que ya nadie reconocerá? Después vinieron las elecciones y ganó Allende. Y yo me acerqué al espejo de mi habitación y quise formular la pregunta crucial, la que tenía reservada para ese momento, y la pregunta se negó a salir de mis labios exangües. Aquello no había quien lo aguantara. La noche del triunfo de Allende salí y fui caminando hasta la casa de Farewell. (…)
Cuando volví a mi casa me puse a leer a los griegos. Que sea lo que Dios quiera, me dije. Yo voy a releer a los griegos. Empecé con Homero, como manda la tradición, y seguí con Tales de Mileto y Jenófanes de Colofón (…), y luego mataron a un general del ejército favorable a Allende y Chile restableció relaciones diplomáticas con Cuba (…), y yo leí a Tirteo de Esparta y a Arquíloco de Paros y a Solón de Atenas (…), y el gobierno nacionalizó el cobre y luego el salitre y el hierro (…) y Fidel Castro visitó el país y muchos creyeron que se iba a quedar a vivir acá para siempre y mataron al ex ministro de la Democracia Cristiana (…), y se organizó la primera marcha de las cacerolas en contra de Allende y yo leí a Esquilo y a Sófocles y a Eurípides (…), y en Chile hubo escasez e inflación y mercado negro y largas colas para conseguir comida y la Reforma Agraria expropió el fundo de Farewell y muchos otros fundos y se creó la Secretaría Nacional de la Mujer (…), y hubo atentados y yo leí a Tucídides (…), y también releí a Demóstenes y a Menandro (…), y hubo huelgas y un coronel de un regimiento blindado intentó dar un golpe y un camarógrafo murió filmando su propia muerte y luego mataron al edecán naval de Allende y hubo disturbios, malas palabras, los chilenos blasfemaron, pintaron las paredes y luego casi medio millón de personas desfiló en una gran marcha de apoyo a Allende, y después vino el golpe de Estado, el levantamiento, el pronunciamiento militar, y bombardearon La Moneda y cuando terminó el bombardeo el presidente se suicidó y se acabó todo. Entonces yo me quedé quieto, con un dedo en la página que estaba leyendo, y pensé: qué paz. Me levanté y me asomé a la ventana: qué silencio. (…) Sin cerrar la ventana me arrodillé y recé, por Chile, por todos los chilenos, por los muertos y por los vivos. Después llamé a Farewell por teléfono. ¿Cómo se siente?, le dije. Estoy bailando en una patita, me contestó. Los días que siguieron fueron extraños, era como si todos hubiéramos despertado de golpe de un sueño a la vida real, aunque en ocasiones la sensación era diametralmente opuesta, como si de golpe todos estuviéramos soñando. Y nuestra cotidianidad se desarrollaba conforme a esos parámetros anormales: en los sueños todo puede ocurrir y uno acepta que todo ocurra. Los movimientos son diferentes. Nos movemos como gacelas o como el tigre sueña a las gacelas. (…). ”
Ya se sabe cómo termina la nouvelle: explicándole el concepto de salario familiar a Luciano Miguens, alfabetizando a De Angeli o besando autógrafos en el Pachamama. El rol de los intelectuales soñadores siempre se ha parecido más al de los traficantes de bulas y autoindulgencias, acostumbrados a la universidad del verso unívoco y al cinismo del sí-mismo. Al que le calce el hábito, que se lo ponga. Y al que diga que me aguante debajo de una sotana le encajo una caravana de sentimientos gigantes.
Tengo dos pasajes a El Bolsón, presto a huir de las nocturnas jornadas que se avecinan en estos bolsones de miseria, en estos tiempos finales de la Cris pasión , que algunos recordarán como los tiempos en que se publicó Las teorías salvajes.
Cuentan que en Puán cagaban mucho las palomas, hasta que amaestraron a los ayudantes de cátedra.
Cuentan también que cuando merma la electricidad en el cuarto piso, están chupando gente las Boquitas pintadas. ¿Se sigue llamando así el bar del sótano?

Hernán

( Aclaración: cuando se habla de mi idea de afiliarme, sepan que es al PJ y apoyando al Frente para la Victoria ).

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13 abril, 2009

Buscador

¿Qué estoy buscando? Busco una pareja. Formal. Sustantiva. Una novia. Alguien que tenga proyectos. Para formar una familia. Me gustaría que cocine y lave. Y si no quiere. Cocino y lavo yo. Busco al amor de mi vida, por supuesto. El complemento. La media naranja. Busco alguien con quien compartir el resto de mi vida. Para siempre. Para siempre. Quiero compromiso. Mucho compromiso. Alguien que me entienda. Que me comprenda. Que me quiera. Quiero amor. Quiero enamórame y que vos te enamores de mi. Conocer a tu vieja. También una invitación. A comer asado. A comer fideos con tu familia. Ser el objeto de desprecio de tu viejo y tu hermano. Que me pregunten de qué trabajo y cuáles son mis intenciones. “Hacer feliz a su hija, señor”. “¿Sólo con canciones?”. “Con éste corazón”. Quiero hacerte el amor. Que acabemos juntos. Fundirme. Ser uno. Ser completo. La completitud. La felicidad. Tener una familia. Ser un buen padre. Sé que voy a ser un buen padre. Un buen esposo y un buen marido. En la salud y en la enfermedad. En las buenas y en las malas. Tirar juntos del carro. Conocerte y que confíes en mí. Planear la fiesta de boda, donde quieras. En el campo de tu tío. O en un pelotero en San Martín. No me importa. Comprar un departamento y ponerlo a tu nombre. Tener un perro. Tener un gato. Tener un perro y un gato. Que el nene se llame Tomás. Y la nena Laura… No te vayas. ¿Por qué te vas? ¿Fue algo que dije? Sí, te entiendo, la segunda salida. Pero yo ya no estoy para dar vueltas. Voy a cumplir 30 en noviembre. La culpa es de la época. La posmodernidad. La puta posmodernidad. Hace a la mayoría de los hombres unos histéricos y unos fóbicos. No, no quiero que te vayas. ¿Te estoy asustando? Pensé que teníamos confianza. Disculpame. No te quise espantar. ¿Tan malo fue? ¿No me digas que fue para tanto? Sí, voy a terapia. Catorce años. Lacaniana. ¿Mucho? Le doy un año más. Si no funciona, me voy a Lourdes. Un chiste. Sí, Woody Allen. Nunca pisaría un analista.

Nacho

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11 abril, 2009

Julieta y Mariano

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06 abril, 2009

Permítanme explicarles...

La cosa es que me aburre. La cosa, más bien, es que me hincha las pelotas.
La cosa es que prefiero no pensar en todos los que están peor que yo. La cosa es que prefiero no pensar en lo que podría hacer, en el tiempo insignificante que podría dedicarle a una causa social –a cualquier causa social- para que alguna fracción de todos ellos estuviera un algo mejor.
La cosa es que preferiría que no existieran, así no tendría que destinar el tiempo más insignificante en pensar en todos ellos, en lo que me molestan, en lo que podría hacer para ayudar a remediarlo.
La cosa es que con no verlos me basta. ¿No podrían retirarse de mi presencia?
La cosa es que la cosa no es así, una vez que pienso-dos-segundos en el tema. Pero eso otro impulso, el negador y egoísta, existe –y pisa fuerte, qué duda cabe.
Será que en fondo, como vuelta a vuelta me recuerda mi colega Ariel Idez, soy un irredento egoísta de mierda.
La pregunta es: ¿estoy justificado? La respuesta es… ¿les dije que prefiero no pensarlo?
La respuesta es que no. Dispongo de tiempo, y el eventual perjuicio personal es ínfimo –en términos absolutos. Si el patrón es relativo –donde el otro término es el hipotético beneficio de los destinatarios de mi accionar-, ni hablar.
Mis amigos, encima, no ayudan. ¿Qué digo? ¡Todos ayudan! Nadie hace nada, así que estamos en igualdad de condiciones. Salvo el turro de Hernán, un recordatorio ambulante de que alguien como yo (y, en algún sentido, en peores condiciones que yo) puede trabajar teniendo en mientes a otros que están peor que uno. Para peor, cada vez que me lo cruzo está pensando como hacer más, cómo hacer mejor, cómo comprometerse aún más profundamente. Con decirles que la última vez que lo vi estaba pensando en afiliarse…
Lo bueno es que lo veo poco.
La cosa es que no voy a hacer nada.
La cosa es que no voy a modificar un ápice mi situación presente. Tampoco está en mis planes pensar seriamente en modificarla a futuro.
Dispongo de algunas excusas razonables (“voto bien”, “vuelco en la educación pública la educación pública recibida”). Pero tampoco pienso mucho en el tema, porque las razones para que las excusas abandonen la pátina de razonabilidad están prestas a saltar a la cancha.
Acaso esas excusas razonables sean, de hecho, buenas razones. No importa. Lo que importa es lo que prefiero no decir: que no alcanza.
En el fondo, ese inveterado egoísmo es sólido como el núcleo más duro del más duro de los núcleos de los programas de investigación lakatosianos. Es duro como todo aquello que está y en lo que no se repara. Es duro e inhallable. Es inconmovible e imperturbable. En el fondo, solo estoy jugando a sugerir que lo estoy poniendo en duda mientras digo que nunca lo voy a poner en duda.
Porque hay una vida y ninguna voluntad y todas las ganas de pasarla todo lo bien que pueda, pero mejor: de realizar tan profundamente y ampliamente todos y cada uno de mis deseos y ¡el tiempo es tan poco, mierda! que no, no, no: no quiero gastarlo en nadie más que en mí.
Algo de eso. Entre la mala fe y la razonabilidad, con algo de culpa. Entre la racionalidad y el cinismo.

Matías Pailos

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03 abril, 2009

Drogas

Las drogas no son necesarias para divertirse. Salvo para los que dicen que no las necesitan para divertirse.