Más de lo mismo
Ellos son malas personas. “Malas personas”, dijo ella, pero a no engañarse: el tema es el indicado por “ellos”. El eterno retorno de una dicotomía remanida: ellos y nosotros –y su subproducto principal: por qué nosotros somos mucho mejores que ellos.
Ellos son egoístas, interesados e incapaces de percibir al prójimo, y en particular a esa rama del “prójimo” que somos nosotros. Esto nos enfurece, no obstante lo cuál es verdad. Ellos solo perciben su propio interés, ellos solo obran en función de su propio interés, ellos acomodan lo bueno a lo que les conviene –y cuánto odio acumulamos contra ellos.
-Ellos no entienden nada –dijo otra ella.
-Sí entienden.
-Sí, claro. Pero hay algo que no entienden.
-Sí, claro.
¿Qué no entienden?
Otra versión del mismo diálogo:
-Hay algo que se les escapa.
-Sí, ¿no?
-Totalmente.
-Sí, claro.
Y después:
-Ellos tienen calle –dijo.
-Noche –dije.
-¿Noche? –dijo.
-Noche –dije.
(“Noche” = sexo, drogas y música electrónica.)
Entonces ellos no tienen calle sino noche, y son unos egoístas de mierda. Y nosotros observamos un rechazo visceral a sus conductas, actitudes, sentimientos y cosmovisiones. Ellos son esa amalgama de gente del centro, Nacional Buenos Aires y clase media adinerada. Nosotros somos la nutrida clase de todos los demás. Nosotros tenemos códigos (puaj), respeto (puaj) y empatía (otra entelequia). Y yo no sé qué pasa por la cabeza de mis correligionarios, pero acaso el rechazo que siento por ellos se deba, en última instancia, a una grave, notoria e indisimulable envidia. Porque (acabáramos) si hay algo que admiro es la capacidad de seguir el propio deseo, de actuar de acuerdo a lo que se quiere sin que importe, en última instancia, lo que el otro quiere. Sin que importe más que en el debe y el haber de la utilidad de los otros en la consecución de mis propios fines, presentes y futuros. (Soy un hombre simple, ya ven. Mis objetivos no podrían ser más vulgares.) Yo quisiera cagarme en toda regla en lo que ellos y el resto de nosotros quiere, espera y opina, y hacer, siempre, lo que dicte el… primero, segundo… quinto forro de mis pelotas. Esto me convierte en un descastado. En uno más de todo el resto del mundo. Porque en esto somos todos iguales. “Todos tenemos nuestros pequeños engaños solipsistas, nuestras enormes sospechas macabras de ser totalmente singulares”. Y, obviamente, todos creemos “que solo nosotros amamos el solo-nosotros. Que solo-nosotros necesitamos el solo-nosotros. El solipsismo es lo que nos une”. Gracias David Foster Wallace.
Yo quiero a esa manga de hijos de puta, aunque “querer” pueda ser exagerado. Digamos que me caen simpáticos. Todos los soberbios me caen simpáticos.
Matías Pailos
Ellos son egoístas, interesados e incapaces de percibir al prójimo, y en particular a esa rama del “prójimo” que somos nosotros. Esto nos enfurece, no obstante lo cuál es verdad. Ellos solo perciben su propio interés, ellos solo obran en función de su propio interés, ellos acomodan lo bueno a lo que les conviene –y cuánto odio acumulamos contra ellos.
-Ellos no entienden nada –dijo otra ella.
-Sí entienden.
-Sí, claro. Pero hay algo que no entienden.
-Sí, claro.
¿Qué no entienden?
Otra versión del mismo diálogo:
-Hay algo que se les escapa.
-Sí, ¿no?
-Totalmente.
-Sí, claro.
Y después:
-Ellos tienen calle –dijo.
-Noche –dije.
-¿Noche? –dijo.
-Noche –dije.
(“Noche” = sexo, drogas y música electrónica.)
Entonces ellos no tienen calle sino noche, y son unos egoístas de mierda. Y nosotros observamos un rechazo visceral a sus conductas, actitudes, sentimientos y cosmovisiones. Ellos son esa amalgama de gente del centro, Nacional Buenos Aires y clase media adinerada. Nosotros somos la nutrida clase de todos los demás. Nosotros tenemos códigos (puaj), respeto (puaj) y empatía (otra entelequia). Y yo no sé qué pasa por la cabeza de mis correligionarios, pero acaso el rechazo que siento por ellos se deba, en última instancia, a una grave, notoria e indisimulable envidia. Porque (acabáramos) si hay algo que admiro es la capacidad de seguir el propio deseo, de actuar de acuerdo a lo que se quiere sin que importe, en última instancia, lo que el otro quiere. Sin que importe más que en el debe y el haber de la utilidad de los otros en la consecución de mis propios fines, presentes y futuros. (Soy un hombre simple, ya ven. Mis objetivos no podrían ser más vulgares.) Yo quisiera cagarme en toda regla en lo que ellos y el resto de nosotros quiere, espera y opina, y hacer, siempre, lo que dicte el… primero, segundo… quinto forro de mis pelotas. Esto me convierte en un descastado. En uno más de todo el resto del mundo. Porque en esto somos todos iguales. “Todos tenemos nuestros pequeños engaños solipsistas, nuestras enormes sospechas macabras de ser totalmente singulares”. Y, obviamente, todos creemos “que solo nosotros amamos el solo-nosotros. Que solo-nosotros necesitamos el solo-nosotros. El solipsismo es lo que nos une”. Gracias David Foster Wallace.
Yo quiero a esa manga de hijos de puta, aunque “querer” pueda ser exagerado. Digamos que me caen simpáticos. Todos los soberbios me caen simpáticos.
Matías Pailos
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