El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

28 febrero, 2007

Un domingo de señales

Por la noche sueño que me dan un billete de $50 falso. El ardid para colocar la réplica del papel moneda es ingenioso. Yo estoy sentado en el vagón de un tren próximo a partir. Una chica se asoma por la ventana e inicia la narración de un relato. Creo que se trata de un chiste. Pero a la mitad de su historia el tren comienza su marcha. La chica corre a la par del vagón y persiste con su historia, pero ya es evidente que no podrá concluirla. Entonces, a último momento saca un billete de $50 y lo agita pidiendo cambio. Todos los pasajeros parecen dispuestos a darle el cambio, que en este caso consiste en cambiar un billete de $50 por otro, pero yo me abalanzo sobre la ventanilla y estiro mi billete legítimo para recibir el de ella. Cuando el tren ya ha avanzado un buen trecho reviso el billete y descubro el engaño no sólo porque el billete es de un tamaño menor al normal sino además porque en el reverso lleva la impresión de un sello cuadrado que anuncia “ESTE BILLETE ES FALSO”.
Me despierto algo aturdido, desayuno, despido a Momé que tiene trabajo en la facturación de un evento deportivo y decido que pasaré el domingo en la pileta del club donde trabaja mi hermano. El pronóstico anuncia que será un día sofocante con temperaturas que pondrán en riesgo la salud física y mental de los habitantes de la ciudad. Cuando llega el colectivo 76 que me llevará hasta el club ejercito mi caballerosidad y dejo pasar primero a una chica pelirroja con bermudas color pastel. Observo su espalda mientras asciende los peldaños del ómnibus y distingo los breteles de un bikini por detrás de la musculosa (“ella también va a una pileta”, pienso). Cuando llego al club mi padre me sale al encuentro. Lo noto muy excitado y pronto comprendo por qué: en el playón del estacionamiento hay un auto patente DTX 704, exactamente un número superior al de él y esto, para mi padre, consiste en un acontecimiento digno de ser destacado. Al seguir camino rumbo a la pileta lo veo merodear en busca del dueño del vehículo para compartir con él la extravagante casualidad del hallazgo.
Transcurro el día entre el sopor de la sombra que proyectan los eucaliptos y puntuales zambullidas al agua fría y cristalina de la pileta para mitigar el insoportable calor.
Mientras espero el colectivo 76 que me lleve de vuelta a casa veo pasar un auto y observo su patente, que es DTX 705. Subo al colectivo y tres paradas después veo ascender a la chica pelirroja de bermudas color pastel y breteles de bikini por debajo de la musculosa.
Llego a casa y encuentro a Momé de pésimo humor: mientras atendía la caja del stand de artículos deportivos alguien logró infiltrar un billete de $50 falso. Le pregunto si tiene algún sospechoso, responde que no. Le pregunto si no recuerda haber visto una chica pelirroja de bermudas color pastel y breteles de bikini bajo una musculosa. Me mira como si estuviera loco y repone con tono de sorna que no puede recordar a cada persona de las miles que pasaron ese día por la caja del stand. No digo más nada y tomo el billete falso. No tiene ningún sello que advierta sobre su falsedad. Su número de serie termina en 706.

Zedi Cioso

26 febrero, 2007

Hermano mayor

Es evidente que “Gran Hermano” es genial. La pregunta es por qué.
Puterío. Puterío al por mayor. El puterío gusta, seduce, nos mantiene atornillados a nuestras butacas (o sillones; ¿quién tiene butacas en sus hogares?). Hay mucha intriga, hay confabulaciones al por mayor y habladurías por doquier. Impagable: quien puede urdir una buena intriga merece todos mis respetos, y esa gente puede hacerlo. (Nosotros los nerds no duraríamos ni dos votaciones.) Pero no hay una o dos tretas para expulsar gente (ese es el objetivo del juego: expulsar a todos los demás), sino cientas. Cada participante maneja varias, muchas contradictorias entre sí, y en tres sentidos: el inmediato, el mediano plazo y el proyecto a futuro. El inmediato es aquél que mira a la votación en ciernes. El segundo es el que, además de esta, tiene en mente, quizás, las siguientes dos. El último es el decisivo, y exige, en buena parte del juego, hacerse el boludo. Pero uno no puede enfocar este sendero y olvidarse de los otros dos, pues va, irremediablemente, a descubrirse siendo eyectado por los aires al exterior tan temido.
Tenemos, entonces, dos elementos para explicar nuestra afición: los gustos, saciados, por las estrategias y por las múltiples formas de manipulación humana (el chisme, la amenaza, la seducción, el miedo, las trampas tendidas). Después está el sexo.
Este, sin embargo, es un punto a discutir. Creo que lo escuché en una publicidad de la revista “Paparazzi”, en la que tildaban al hogar en el que se desarrolla el programa (o a la entidad colectiva conformada por sus habitantes) como “la casa de la histeria sin sexo”. Supongo que no son solo ellos, los internos, los que viven calientes. (Dejo constancia de mi felicitación a productores y votantes por haber puesto en circulaciones y eliminado en el acto a la rubia Claudia y a la profe Silvina, perras del infierno más que bien dispuestas a posar por doquier ligeras de ropa.) Tercer elemento: el sexo y sus sucedáneos.
Si “Gran Hermano” se pretende representativo de la sociedad argentina es claro que marra. No creo que tal sea su intención. Sí pretende captar nuestro interés explotando las posibilidades asociativas de algunos arquetipos hechos carne, que los tienen al por mayor: el punga (mi favorito), el gey, la mejor amiga no muy agraciada, la profe-sex, los gatos (de esta especie hay varias instanciaciones), el futbolero. No se tu, pero yo no puede soportar que la idea encarne sin quedarme a ver qué resulta de ello. Lo que mi espíritu juzgaba imposible (mi espíritu es muy boludo): la mezcla de ambos reinos –la cosa y la idea sobre la cosa-, ha tenido lugar. Esto provoca que se mueva el avispero de nuestro imaginario, porque, inevitablemente, el arquetipo va a derrapar, va a comportarse de modo impensado. A reacomodar nuestras ideas, entonces. A contrastar cada movida de fichas con la realidad (el programa) para no quedar como un boludo. Este factor complejo es el cuarto elemento.
Honestidad brutal. De los participantes y de los panelistas. Algunos botones de muestra:
-Le está manoteando el ganso y se lo está haciendo cantar. (Sebastián –“el gey”- sobre Osito –“la mejor amiga no muy agraciada”- y Jonathan –quien va a ganar, un sujeto ampliamente detestable.)
-Yo soy un pibe grande, a mi me chupan la pija” (Diego –“el punga”.)
-Gran hermano, yo pido pocas cosas, pero la crema la necesito con urgencia, por las estrías, necesito cualquier crema humectante, si es para estrías mejor, cualquiera que sea para el cuerpo, porque las estrías me salen a full y eso no tiene vuelta atrás, ¿podrá ser lo de las cremas para hoy, por favor? (La profe –que entra en más de una categoría. Al serle denegado el pedido, rompe en llanto.)
-… que esa es una arpía más grande que vos, mamita. (El inefable Jorge Dorio, traduciendo sus dichos de su modo castizo al lenguaje llano asequible a los participantes.)
Con ese van cinco. El sexto elemento es Jorge Dorio.
¿Qué hace un intelectual evaluando el comportamiento de los participantes de un programa televisivo de dudoso gusto? Exactamente lo que apreciamos que haga un intelectual: ensuciarse las manos. ¿Así que sos tan inteligente? Bueno: demostrámelo acá, frente a millones de espectadores, frente a tipos que no agarraron un libro en su vida, a ver si sos tan guapo. No en un Congreso de Filosofía, no en un Encuentro de Escritores. Dorio es guapo. Dorio demuestra que la inteligencia no está determinada por el objeto al que se aplica. Dorio trasunta picardía y elegancia, pero por sobre todo una moral que no es incompatible con el retruécano y el comentario ingenioso.
No son estas todas las razones para ver, disfrutar y comentar compulsivamente “Gran Hermano”. El que el programa se desarrolle en un espacio cerrado, el que todos lo vean, la voluntad de no quedar al margen, el placer de ver todas las hipocresías, agachadas y grandezas de nuestra comunicación puestas en pantalla y destacadas son otros de los factores que hacen al resto. Pero el programa es mucho más que esta suma de razones. Es, entre otras cosas un dechado de originalidad y sadismo. Dos de mis apetencias favoritas.

Matías Pailos

24 febrero, 2007

Límites

Caminábamos medio borrachos de un bar a otro. En ese momento estábamos bajo Juan B. Justo y mi amigo me ofrecía su menú habitual de lucidez y honestidad brutal.

-No, la verdad que no da cogerse a una de 12.
-No. Da no sé qué.
-Da miedo. Eso es lo que da.
-¿…Miedo?
-Miedo. Miedo que te descubran, miedo que te metan en cana. ¿Por qué la gente no vive robando? Por miedo. ¿Por qué no vive matándose?
-No, ahí hay una diferencia.
-Ninguna diferencia. Si no estuviera penado la gente se mataría a cada rato.
-Sí, puede ser. Pero, ¿qué se yo?, después están cosas como, no sé, la violación…
-Lo mismo. Miedo, siempre miedo. Miedo a que te metan en cana y te violen a su vez. Sin miedo es todo un quilombo.

Por supuesto que el asunto es más complejo, y mi amigo no es un negado. No desconoce las restricciones autoimpuestas, las fronteras morales, las normas de convivencia y urbanidad, el respeto a los demás y a uno mismo, los lazos de empatía, solidaridad, compasión y afecto. Todas más o menos elaboradas formas de sociabilidad, todos y cada uno hijos y productos del omnipresente proceso de aculturación al que a Dios gracias nos vemos sometidos desde antes de nuestra más tierna infancia. Modos y hábitos, predilecciones e inclinaciones que vuelan por los aires al primer requiebro del marco legal, a la mínima grieta en el sistema de normas que nos limita y guía, tentación a la que cedemos en cuanto se nos presenta o exige la oportunidad.
Hace poco vi en el Rojas un documental sobre las víctimas del gobierno revolucionario de Camboya hacia fines de los setenta. 2000000. Más de esa es la cantidad de muertos por el régimen victorioso. Las maneras de hacer engrosar esos ceros emulan, en buena medida, al que nuestro propio autoritarismo puso de moda. Secuestro, tortura, extracción de nombres que anclan en personas que se secuestra, se tortura, de las que se remueven otros nombres para darle otra vuelta a la manivela. La versión camboyana del entuerto, no obstante, exhibe algunas peculiaridades. Los oficiales de los centros ilegales (porque ellos tampoco preferían hacerlo a la luz del día) de detención y demás eran pendejos cuyas edades oscilaban entre los 13 y los 23. La mayoría eran campesinos. Todos más o menos analfabetos, todos en un profundo desconocimiento de toda otra forma de vida que la propiamente rural. Cada uno pasó un severo proceso de adoctrinamiento, y no demasiados sobrevivieron hasta el presente. Uno de los logros de la película es haber entrevistado a los carceleros, y que ellos no solo cuenten, sino que también recreen las torturas cotidianas, las violaciones puntuales, otra vez las torturas, los maltratos, el hostigamiento físico y psicológico. Otro de los logros es que el entrevistador sea uno de los escasos sobrevivientes. Bien pronto el viejo va al hueso; les pregunta si ellos se consideran víctimas. Los carceleros intentan perderse en rodeos, pero como no son tan hábiles disertantes se ven nuevamente chocando frente a la pregunta del entrevistador, del torturado: ¿ustedes se consideran víctimas? Sí, admiten. ¿Y entonces cómo llamar a los presos?
Curiosamente, esta pregunta está en parte destinada a hacer más dramática la situación de los carcelarios. Si no aceptaban serlo, los mataban. Si no cumplían con sus tareas (maltratar, torturar, matar), los mataban. Si no se volvían duros, si no sacaban a relucir el hijo de puta que llevaban dentro, no sobrevivían. Y el testimonio es de los sobrevivientes.
¿Qué hacer? Hay límites claros, hay líneas que no hay que superar. La vida propia no debe ser mantenida a cualquier costo. Torturar, violar, matar están más allá de la frontera. Mejor muerto.
¿Cómo sobrevivir? Torturando, violando, matando.
Muchos se preguntan qué hubieran hecho durante la dictadura si hubieran sido chupados. Pero no hay que ponerse cotas morales tan elevadas: la mayoría confesaba. Salvo que uno se sepa un duro muy duro, uno confesaría. Otra pregunta que uno puede hacerse es qué hubiera hecho si uno no hubiera sido uno, si uno hubiera sido un carcelero. Claro: uno nunca hubiera sido uno de esos. Pero las cosas se simplifican si no se está dispuesto a ir tan lejos con el experimento mental, con el escenario de ciencia ficción: no se puede nacer en otro momento de aquél en el que se nació, no se puede cambiar el pasado. Si nos ponemos tan rígidos, cualquier situación contrafáctica queda recusada de plano. Yo les pido un esfuerzo, les pido que vayan un poco más allá de la razonable empatía que sentimos por los presos políticos, por el franco desagrado que nos provocan los que los mantienen encerrados.
Si yo hubiera sido un campesino camboyano reclutado por el gobierno revolucionario para torturar, violar y matar, probablemente hubiera torturado, violado y matado. Mis lazos morales no son tan fuertes. Nuevamente: ¿qué hacer? Dos cosas: educar a las futuras generaciones en marcos morales más restrictivos, y procurar que nadie esté expuesto a las tentaciones de la necesidad, que no haya reclutamiento de carceleros. Para la primera tarea sirven, y mucho, los elementos radicalizados de la izquierda local. Por supuesto, su accionar trae aparejado una considerable dosis de intolerancia, maniqueísmo, culpa e intransigencia para con las debilidades humanas. No hay que darles mucha pelota. La segunda vía me parece, con todo, la más promisoria.
¿Significa esto que hay que intentar comprender a los carceleros argentinos, a los que actuaron por obediencia debida, cobardía, inercia y sadismo? Sí. Muchos de nosotros, puestos en el escenario ficticio adecuado, no nos comportaríamos de modo diferente. ¿Significa que no hay que procurar su condena? No. Son hijos de puta. No hay que fomentar el hijoputismo; tampoco exculparlo. La comprensión y el intento de empatía no deben ser impedimento para accionar contra ellos. Con los argentinos es menos claro. Con los camboyanos no: hicieron lo único que pudieron haber hecho para sobrevivir. ¿Hay que condenarlos igual? Sí. No podemos permitir que, en esas circunstancias, se elija la vida. No, al menos, si queremos sobrevivir.

Matías Pailos

23 febrero, 2007

Buscando encontraré

"Existira algún blog que no sea el Mate Tuerto, ?", pense.

Me puse a buscar...


En La lectora provisoria están Tomás Abraham, Quintín y Flavia de la Fuente (estos últimos, ex directores de la revista de cine El Amante). Hay una nota sobre La Cena, de Cesar Aira, escrita por Quintin. Abraham habla de Wittgenstein, de fútbol y de política. Flavia está pintada, pero tiene que justificar su existencia y hace tortas para celebrar un mes del blog y les saca fotos.

En La Barbarie hay tres flacos y una mina que hablan de política. Ella se jacta de ser "doctoranda", asi que algo sabrá. Hay un artículo de Hannah Arendt, otro de Rawls y la izquierda norteamericana, otro sobre el clientelismo en Argentina. Esto es lo menos malo que encontré de política argentina.

En Ramble Tamble está Artemio López. Es el encuestador ese que sale por TV y ahora trabaja para K. Se ríe de todos los que le hacen la contra al presi (incluso de Chávez, de quien demuestra con precisas estadísticas que disminuyó la pobreza mucho menos que su empleador K). El gran momento del blog es cuando devela la campaña de Guillermo Cherasny para intedente de la ciudad, un sujeto que propone despedir a casi todos los empleados públicos de la ciudad, pero que sin embargo quiere contratar a cinco mil patovicas para cagar a palos a los arrebatadores de maletas.

En Ideas for Life hay un flaco de 31 años que todavía hoy no deja de asombrarme. En las fotos que pone está él y sólo él, excepto en la que cuelga su título de Licenciado en Filosofía de la UBA. Se jacta de ser 9 de "fucking" promedio, de escribir para el Radar y el suplemento Perfil, de haber creado una nueva filosofía, que él llama Pop, de haber creado nuevos conceptos, como el de 'intelectual Hooligan', y de haber abandonado su departamento de Larrea y Juncal para ser profesional y propetario en Palermo Soho. Va a veranear a Carilo y viaja seguido a California. No tiene novia. No se por que, no me sorprende...

Los demas son intentos pseudo-literarios de hacer publica la poco interesante vida privada de uno. Si una mina hace confesiones sexuales, tendra al menos 20 comments asegurados...

Xilofon

22 febrero, 2007

sobre barry lyndon

Turno del otro libro serrano. Servicio de comentarios anodinos express.
Prólogo que informa sobre el boca-river entre Dickens y Tackeray, y sobre la influencia española de esas escrituras.
emecé año 45, a $3,50 en Villa Carlos Paz.

Suburbios irrelevantes: una vez terminado el Cees Noteboom (Rituales que nunca comentaremos aquí), quedan en la valija los otros y asume el mando el amigo tack.

Sospecho, una vez más, que yo debiera haber nacido en la misma generación, pero en otro siglo. Por su literatura.

Relato de un pícaro, ascenso, caída, primera persona, memorias.

irlanda-inglaterra-alemania-francia-inglaterra-irlanda

caza de fortunas, rentas anuales en libras esterlinas, las aristocracias que se caen, el juego dominando la vida toda, la ausencia de burguesía, en el relato, aunque sí las guerras por la supremacía, seguramente, de aquella por sobre modelos que desgranan, en un texto que no brilla al paladearlo, por lo menos en esta traducción, pero que grita al final de los sucesos.

la miseria, la canalla, la apariencia en los objetos, la fama, toda una serie de símbolos absurdos, bruscos y patéticos.

un gran texto, acaso, aunque no a la altura de un moll flanders, por supuesto, contemporáneo no en escritura y sí en la época narrada. me juego la cabeza que fedor la leyó, en algún momento, aunque seguramente no.

ER

La optometría es destino

A los 5 años mis padres me encontraron con la cara pegada a la pantalla del televisor y sospecharon que algo andaba mal.
_Miopía y astigmatismo, dictaminó el oculista mientras ordenaba en un maletín sus instrumentos de optometría y se disponía a escribir la receta con la graduación correspondiente. Así las cosas, comencé el preescolar con un par de inmensos anteojos de marco metálico. De inmediato sufrí el estigma del diferente y comprobé en carne propia la afamada crueldad de los niños, que me hicieron el blanco predilecto de sus burlas: “anteojito” “calculín” y el ya clásico “cuatro ojos, cinco piojos” se repetían a diario para subrayar mi segunda naturaleza y señalar el defecto que mi prótesis óptica, en el vano intento por subsanar, hacía evidente.
A partir de primer grado adquirí la costumbre de depositar los anteojos sobre el cuaderno Rivadavia antes de salir a jugar en los recreos. Ya estaba acostumbrado a que el resto de mis compañeros me preguntaran si veía algo y me mostraran una mano para que constatara cuántos dedos tenían abiertos o directamente fingieran estar ciegos en mi presencia, efectuando una torpe mímica con los brazos extendidos y chocándose contra las columnas de cemento. De todas formas, el escarnio era preferible al siempre temido accidente: caer o recibir un golpe que astillara el cristal y me incrustara un fragmento de vidrio en el ojo. Por el mismo terror atávico me resultaba imprescindible sacarme los anteojos y dejarlos en un lugar seguro antes de emprender cualquier acción intempestiva. Esto me llevó a forjar un carácter medido, mesurado, reflexivo y poco afecto a dejarse gobernar por los impulsos, porque cuando uno acepta que antes de abandonarse a los instintos básicos del amor o la guerra debe afrontar indefectiblemente un acto tan prosaico y poco heroico como es el de quitarse unas gafas, de inmediato comprende la artificial banalidad del asunto, adquiere conciencia de la barbarie en ciernes y opta por evitarla.
El tiempo transcurrió y mis anteojos no mejoraron: siempre usaba modelos horribles. Los padres, que nunca entienden nada de estas cosas, me sometían con ingenuo candor a los espantosos lentes disponibles sin cargo a través de la obra social: armazones dorados con cristales inmensos y marcos poliédricos que no acababan de ser ni redondos ni cuadrados, recreando aberrantes figuras geométricas. Al ingresar en la adolescencia me comprometí a no salir jamás a la calle con los anteojos puestos. Sólo los utilizaba durante los horarios de clase (exceptuando los recreos, en los que descansaban sobre mi carpeta decorada con tapas de Deep Purple) y puertas adentro de mi casa. Me sacaba los lentes hasta para ir a comprar el pan a la esquina, o los llevaba en un enorme estuche que me abultaba el bolsillo, en caso de emergencia visual. Los sábados a la noche paraba todos los colectivos hasta que el indicado se detenía frente a mí.
Durante todos esos años corrí, nadé, levanté pesas. Tenía que volverme fuerte para refutar esos anteojos. Y al mismo tiempo no me quedaba más remedio que confirmarlos, entonces leía, estudiaba, razonaba y me esforzaba por hacer comentarios tan ingeniosos como inteligentes. Busqué mis referentes entre aquellos usaban gafas y en ninguna otra actividad los hallé más abundantes que entre los escritores. Entonces me propuse ser uno de ellos. Ahí, en la tierra de los autores literarios mis lentes pasarían desapercibidos, casi como un rasgo natural de mi personalidad. Ahí mis ojos estarían a salvo tras el reflejo de las luces que rebotan sobre los cristales convexos. Y así, una vez consumado escritor, con las palabras a mi disposición, podría escribir una vindicación de mis anteojos y atribuirles el injustificado mérito de mis escasos logros.

Zedi Cioso

19 febrero, 2007

y sin embargo juan vivía

Soy tan chanta, que aún sin haberla terminado, escribo sobre ella, la novela.

Pero es ahora o nunca; las sierras me abrieron su lectura, y el cemento me la cerrará. Y sin embargo, qué importa no haberla terminado. Sin releer, transcribo el fragmento serrano, ignorando si estoy ahora de acuerdo o no.

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El lector es permanentemente interpelado, en este relato en 2ª persona y en verbo futuro, que le escamotea toda certeza a la historia: "luego habrás sospechado la verdad. Pero la has de perseguir como persigue un perro a otro perro: sin ningún interés en alcanzarlo."

El de Vanasco es un libro extraño, hondo, acaso más extraño pensando que fue escrito en 1946 o 47. Y un tanto difícil, tal vez, inscribirlo en la tradición de un Onetti, un Arlt, un Borges, un Murena, un Di Benedetto. Si creemos al Jitrik del prólogo, escribe contra el realismo, pero la pregunta más fructífera en este caso sería ¿con quién escribe? ¿A quién dicta y quién habla al oído de esa escritura? No sabemos la respuesta.
Parece un texto más propio de los 60 y primeros 70, y de hecho es reeditado 20 años después, en el 67 por sudamericana.
Al revés de un Onetti, un Chandler, un Faulkner, donde la amargura del cinismo deja entrever un latente brillo de compasión (esto parece la solapa detestable de un antiteórico de editorial comercial), en Vanasco, en la abrumadora pesadez de sus climas breves y livianos, en sus conversaciones entrecortadas, y en una serenidad un tanto prolija y bien escrita, propia de un narrador conocedor de muchas cosas mundanas, brota una sensación recóndita, acaso oculta en el final de su apellido, por la propia especie.
Vanasco es un autor incómodo, una especie de voz rota, quebradiza, un hongo venenoso con que alimentar los propios mitos sobre la escritura y sobre esta ciudad.
El capítulo 7 es una joya negra, asíi como el principio del 6.
Confesamos querer, entre otras cosas, un lugar semejante en el campo literario: permanecer a la sombra del árbol, con forma propia, expuestos a la humedad de ciertas lecturas, y al hallazgo silencioso de otros descentrados.

Un libro, por supuesto, para no recomendar. Vanasco deja un sabor, seguramente, decepcionante para quien vaya a buscar el brillo de una lengua; en la suya, apenas si brilla la opacidad del desamor, de las precarias certezas acerca del camino elegido, y de un recorrido anhelante y esperanzado hacia el final.

Y con esto no queremos figurar melancolía, fatalismo, conformidad, sino un avance ronco sobre la microfísica de la vida, de los sucesos y las cosas, que nos deja perplejos, entre la risa y la siesta de la tarde.
Claro que luego de despertarnos de esa siesta, el mundo y nosotros no seremos los mismos, y sin embargo viviremos.

ER

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18 febrero, 2007

Salud

¿Y si tengo SIDA?

-¿Hacemos H.I.V.?

El médico intentó hacer pasar el interrogante por una consulta sin importancia, como si me preguntara: “¿A usted qué le parece? ¿Lloverá?”. Lejos, muy lejos estaba una interpelación de otra. Tan lejos como puede estar ser uno individuo más, gris, indistinguible del resto del rebaño, de la entidad visible, destacable y destacada por antonomasia: el paria.
(Porque si tengo todo cambia, toda vira violentamente a un tintero negro en el que meto la cabeza y luego el cuerpo y luego ya no me encuentro la cabeza ni el cuerpo. Por un instante, por mucho tiempo, si tengo, si llego a tener, toda va a ser un laborioso y cambiante intento por recuperar los matices, por volver al blanco y negro. Para el color faltaría mucho, pero mucho más.)
Mi intención era hacer valer de una buena vez la pequeña fortuna que estoy erogando mes a mes en obra social (en “seguro por enfermedad”, como insiste –indignado- Cioso) y someterme a una revisión general. El primer paso de este extenso proceso es pedir turno. El segundo, tener la entrevista con el médico clínico. El tercero, ser víctima de aquella pregunta fatídica.
Dudé.

-… Sí.

El tipo anotó. Me vi forzado a aclarar, culposo, queriendo deshacerme de la admonición por disoluto que pendía de una invisible y tangible mano del tamaño de la cara del médico terminada en un índice extendido que me señalaba, que apuntaba a mi entrecejo, no importa cuánto ni dónde girara la cabeza: siempre estaba ahí.

-… No es que haya hecho nada incorrecto, ojo…

Y no lo hice. Juro que no lo hice. Salvo, bueno… confieso que desde hace algunos años vivo aferrado cual artículo de fe a una oración que Marta Dillon transcribió en una columna dominical: no se conoce un solo caso de transmisión del virus por cunnilingus. Confieso, también, que en ocasiones me he entregado a esos afanes con alguna herida, alguna llaga en mi boca.
Confieso que en alguna ocasión se me ha roto el forro calzado.
¿Son indicios de riesgo cierto? No. ¿Puede pasar que, a pesar de eso…? Sí, claro. Pero no parece lo más probable. ¿Entonces? Entonces pasa lo que suele ocurrir cuando la peor posibilidad es destacada, cuando el miedo activa los mecanismos obsesivos, cuando nos enfrentamos a los datos provistos por la ciencia, datos que están fuera de nuestro control determinar o modificar. La razón recula, la angustia apremia.
Ese día me planteé la posibilidad de renunciar al test. Después de todo, si estaba infectado viviría con menos angustia en estos meses por venir que si me enterara. Después de todo, en uno y otro caso, seguía sin haber cura.
Contuve la hemorragia de cobardía. La mesura, la equidad y la firmeza volvieron por sus fueros. El día siguiente me sacaron sangre.
Queda todavía una posibilidad: negarme a ir a buscar los exámenes. Pero en verdad, no queda nada de eso.
De un tiempo a esta parte me entregué al juicio de las tres fuerzas citadas (mesura, equidad, firmeza); lo que es una forma apenas más elegante de decir que resolví volverme, que me volví más mesurado, más razonable, más firme en mis decisiones. Tanto que las vacilaciones, dudas y tentaciones difícilmente me corren del rumbo preestablecido. (Son épocas. En esta estoy particularmente más lúcido.) De ninguna forma voy a dejar de concurrir a retirar los resultados, a someterme al juicio del profesional.
Pero, cuando me descuido, me muero de miedo.
Cuando me descuido, entrego cualquier posibilidad y actualidad de felicidad por años de salud. Pago la salud con pobreza, Dios, si fuera necesario.
(Estos diálogos con Dios se están volviendo moneda corriente. Salen barato: eso tienen de bueno. Son un síntoma neurótico, a no dudarlo, pero no generan angustia, así que voy a dejarlos actuar… (No subestimen nunca la fuerza de la mala fe.))
Camino de un lado al otro de la habitación, gasto el suelo, forjo una imagen neurótica peculiar dentro del mundo blogger -dentro del mundo. Pero el tiempo no pasa. Mejor la duda que la certeza del desastre, me digo. No: eso tampoco hace que el tiempo vaya más rápido…

Matías Pailos

16 febrero, 2007

La fama y sus vericuetos

Días atrás me encontré con un inesperado remanso en mi extensa jornada laboral y decidí aprovecharlo para visitar una librería de calle Florida y ojear las novedades que nos depara nuestro glorioso mercado editorial. Me movía un mero espíritu de curiosidad; nunca compro novedades: sólo saldos y menores a $10, salvo honrosas y contadas excepciones. En eso estaba cuando me detuve ante la retirada de contratapa del nuevo libro de Washington Cucurto: El curandero del amor. Allí, los ingeniosos diseñadores se habían dado a la tarea de acumular vilipendios y anatemas lanzados contra la obra narrativa del autor. El primer comentario pertenecía a Quintín, el segundo a Ariel Schettini, la lectura del tercero de ellos me produjo una especie de dejà vu y al llegar al pie del texto comprendí porqué: estaba firmado por nuestro amigo Facundo GV, más conocido por su célebre nombre de pluma: Playmóbil Hipotético. Ese pequeño fragmento que aniquila a Cucurto en cuatro líneas obró en mí como una suerte de iluminación. Si coincido con Borges en que la verdadera historia es pudorosa y sus fechas, secretas, deberé creer con él que esta fue una de ellas. En esa tarde perdida de verano asistí a la primera señal que el mundo exterior da de nuestra existencia. La mención a playmóbil en la contratapa de Cucurto señala nuestro lento pero inexorable desembarco, el comienzo de una invasión silenciosa que tomará las letras por asalto. Como en la enigmática entrada sobre Uqbar de la Enciclopedia Británica, un universo hasta entonces secreto se sobreimprime subrepticiamente sobre otro. Hoy fue Playmóbil, mañana será Pailos, pasado seré yo. Y el mundo será nuestro.

Zedi Cioso

15 febrero, 2007

Historia de un eremita

Una de las principales causas de la soledad es la timidez. Por ese entonces, la mía tocaba proporciones inauditas.
Salí del primario y me encontré perdido. Ya en los últimos años, antes de abandonarlo, lo estaba. El factor desencadenante de mi desconcierto era uno que no había sido perentorio hasta entonces: las mujeres. Ya había estado enamorado, ya había pasado años sin decírselo. Nada de eso había sido óbice para mi felicidad. Sufría, porque ella no estaba enamorada de mí, porque ella estaba enamorada de otro; no importaba. Solo importaba el fútbol, los juegos, las peleas. La irrupción de los bailes determinó mi descenso en la escala social. De muy apto deportista devine imposible objeto de deseo. Un gordito petiso con dificultades para la expresión oral (porque no se me entendía; no porque hablara poco o mal) no era, para las nenas de diez años, un hombre atractivo. Algunas de ellas, sin embargo, sí me eran apetecibles. Una en particular acaparaba mi atención. Como quedó dicho, la correspondencia no existía.
Ese fracaso particular y la ineficacia general en el rubro amoroso signaron mi repliegue. Cuando ingresé al secundario tenía decidida una estrategia general: solo importaría yo. Era, soy y seré enamoradizo. La puesta en funcionamiento de esa disposición, siempre sorpresiva, perturbaba el aislamiento autoimpuesto. El desarreglo sexual en el que me vi inmerso obraba lo propio. Pero contra él tenía un remedio a mano: me mataba a pajas. La recientemente descubierta afición onanista hacía más fácil que no saltara en pleno recreo sobre los culos suculentos de mis compañeritas; el apocamiento hacía el resto.
La reiteración genera hábito; el hábito deriva pronto en segunda naturaleza, y uno empieza a pensar que la aberración es un lugar normal. Para peor, viví en carne propia las meditaciones cartesianas: en plena clase, en pleno recreo, solo o acompañado en mi casa, comencé a evaluar seriamente la posibilidad de que no fuera más que un sueño, propio o ajeno, de que lo que me rodeaba fuera un sueño, de que lo fuera (como Russell sugiriera) el pasado. Me entregué a esos cabildeos solipsistas, a la suma de sus variantes. El sueño de la razón produce monstruos; más acá, Wilcock sostenía que la soledad engendra dioses. De estas planicies psíquicas me arrancaron la angustia y los ataques de furia, otros dos talentos del adolescente típico que pronto descubrí. El marco general, sin embargo, seguía siendo el aislamiento. Hablaba con muy pocos. Dedicaba la mayor parte de mi tiempo libre a la lectura, y mis pocas salidas se dividían entre ir a ver a Dolina los viernes y ver a alguna banda los sábados. La falta de diálogo, la separación de toda empresa comunitaria fomentó los devaneos psicóticos. Esto seguramente es exagerado, pero con ello solo pretendo indicar que mi imagen de la realidad, de lo que sentían, pensaba y deseaban los otros, y antes que nadie más, mis coetáneos, se hallaba profundamente alejada de lo razonable. Sin el control que la conversación y la pérdida de tiempo compartido ejercen, pensaba que todo el mundo sabía quién era Harum Al Rashid, que todos habían leído La Sonata a Kreutzer, que nadie desconocía la situación política de Indochina. Cambié el asombro y la especulación cartesiana por la fe y la desesperación de Kierkegaard. Lo sentía afín, y me impuse creer. Mis prejuicios burgueses y progresistas sólidamente arraigados, perfectamente apáticos en el casillero religioso, pronto sacaron las chispas que hicieron de mi mente una hoguera, infinitas hogueras. La moral kierkegaardiana deja al deber ser kantiano hecho reducido a pálida copia de la copia de la auténtica rectitud. Quise ser un hombre moral. Además, había decidido ser escritor. No hay deseo sin previo desear desear. Esa fue mi superstición favorita por mucho tiempo; quizás todavía lo siga siendo. ¿Cómo anhelar la vida de todos, la vida de sexo, alcohol y amor; cómo, a la vez, anhelar un módico éxito profesional y realizarme como escritor, cuándo ese danés hijo de puta me impulsaba a imitar a Abraham y sacrificar a mi hijo, a ser Job y agradecer la pérdida de mi rebaño, de mi mujer, de mi progenie? ¿Cómo, siendo un adolescente argentino de clase media ilustrada y urbana, pretender actuar como el hijo de un pastor protestante en el desolado frío de la Copenhague de dos siglos atrás? Y sin embargo quería todo. Quería todo, todo el tiempo.
Eso no podía durar.
Es increíble cómo uno puede errar el cálculo. Es increíble cómo uno se engaña.
Todavía adolescente, en la fila para entrar a ver a Dolina al Sindicato del Seguro, una chica me preguntó qué estaba leyendo. Meses deseando, ante mi inveterada timidez, que alguna lo hiciera. Ahora veía satisfechos mis afanes. Fui parco. Me limité a cerrar el libro y mostrarle la tapa. Sin emitir palabra. La chica no hizo mayor comentario. Al rato estaba hablando con otro.
Antes o después, yo estaba enamorado de otra. La que estaba sentada conmigo lo sabía; sabía, además, que la otra no era ella. Mientras hablábamos en las escaleras del edificio, yo sabía que ella estaba enamorada de mí. Mi pija estaba parada mucho antes de que ella me diera mi primer beso. Antes de finalizar nuestra primera semana de noviazgo, comprendí que no se dejaría coger tan rápidamente. La dejé.
La adolescencia no es perpetua. La dejé atrás; las contradicciones se resolvieron solas. La timidez, en algún momento, en algún sentido, desapareció.
La soledad se limitó a cambiar de vestuario.

Matías Pailos

12 febrero, 2007

Dinero

En una gran novela poco conocida, su autor hace contarnos a su protagonista una historia habitual y extraña. Una historia que apela a las perversiones de los lugares comunes de nuestra mente. Un mendigo muere. Lo revisan, y descubren que el bulto que afeaba su pecho ocultaba un fajo de billetes. Uno que lo hacía millonario.
Los temas de Dostoievsky son sus obsesiones, y el dinero era una de ellas. El protagonista de ‘El Adolescente’ explicita qué es lo que hace que eso sea tan importante: el dinero es poder. El poder es libertad. Hazte millonario: el dinero os hará libres.
¿Qué entendía Dostoievsky por libertad? Creo que quedó claro: poder. Poder y libertad son equivalentes. A mayor poder, mayor libertad. Evidentemente no todo es tan sencillo. Basta con que se ponga cualquier objeto demasiado cerca de nuestros ojos para que no podamos verlo más. De modo análogo, los millonarios no siempre son concientes de que poseen uno de los más ansiados bienes, uno que vale más que sus autos, sus casas y sus lacayos. El dinero mismo: la certeza de poder tener más autos, más casas, más lacayos cuando nos venga en gana.
He ahí lo sustantivo del dinero: poder hacer lo que nos venga en gana. Acortar la distancia que va desde el deseo hasta la realidad. Por supuesto que las potencialidades del dinero no son ilimitadas. Por suerte a ellos, la gente de fortuna, los rodea la humanidad pobre para recordarles, si quisieran, que hay otras formas de vida. Vidas sin dinero. Vidas que apenas son vida.
Poder es libertad. Es una pena que el dinero no pueda reemplazar a algunos de sus términos de la precitada identidad. Esto, sin embargo, nos señala otra cualidad de Dios: Dios es infinitamente millonario.
Pero no seré optimista: busco el dinero no solo porque dé poder. No soy tan ambicioso, no tengo estatura mitológica. Busco el dinero, siempre lo hice, por motivos más mezquinos, menos loables. El dinero no solo da poder; también ofrece seguridad. Seguridad, protección, amparo. El dinero es el seno materno, dentro del que podemos abandonarnos a la inconciencia, en la certeza de que nunca nada nos pasará. Podemos recostarnos en el dinero, podemos recostarnos meramente en el saber que lo tenemos y no necesitar más nada, no necesitar a nadie más: nada nos afectará, el mundo no podrá herirnos. Acá tengo estos dólares, jefe. Tenga. Impida que los malos lleguen hasta mí.
Sin dinero no puedo pensar. Esto, literalmente, es falso. Sin dinero se piensa. Se piensa mucho, se piensa más que en muchos otros momentos. Se logra, de hecho, una concentración inaudita, porque solo se piensa en una cosa: el dinero mismo. Se piensa en cómo ganarlo, en cuánto se ganará; en cuánto se perdió, en cómo se lo dilapidó, en quién es el culpable de la malaria presente; se calcula y se fabula. Loterías, casinos, hipódromos. Tramoyas. Plata fácil. Se piensa en cómo engrosar el capital: loterías, casinos, hipódromos. Cuando no se tiene dinero, en general, se toman malas decisiones. Y al por mayor.
Quizás por esto pueda decir, sin ponerme colorado, que uno de los días más felices de mi vida fue cuando supe que obtuve la beca doctoral. Para Diciembre de 2003 yo quería tener, por más de un motivo, solo una cosa en mente: la preparación de la defensa de mi tesis. El mail en el que se me informaba que la beca anhelada me había sido concedida, por tanto, por la sorpresa y a pesar de ella, no hizo que brincara de felicidad. Hizo algo más decisivo. Me hizo más ligero.
Fue como si removieran los grilletes que me mantenían en la celda, fue como si quitaran el peso que cargaba sobre mis hombros; fue como si suprimieran la gravedad. Fue un confort que, desde el estómago, se expandía en suaves oleadas al resto del organismo. Era la certificación del reconocimiento oficial por los esfuerzos, oficiales y oficiosos, académicos y no, realizados durante la larga fatiga de todos esos años. Era un pase libre a todos los juegos del parque de diversiones por los siguientes cinco años. Era dinero constante y sonante escupido por un cajero todos los meses directo a mi bolsillo.
Los empleé bien. Me patiné los primeros dos sueldos. Después compré ropa, después amarroqué. En algún momento comencé a vivir, y la plata no me alcanzó. Pude pagar cines, cenas, noches de hotel. Tuve, por un instante, conciencia de que estaba viviendo la vida que durante tanto tiempo había querido vivir. Después ya no.
Y eso a pesar de saber cuánta verdad hay en lo que dicen los Decadentes: “no busques la calma: no existe la paz”. Pero, no obstante, la busco. Gasto neuronas, gasto energías, me consumo en pos de un poco de sosiego. Caigo bajo, bajísimo en esa búsqueda. Comercio, intento hacerle trampas a Dios. Le digo: ¡por favor, Dios, por favor…! Te prometo que voy a ser bueno… te prometo que voy a ser mejor… te prometo que no voy a ser tan malo… dale, ¿qué te cuesta? Y colmo mi discurso de excusas y disculpas por mi comportamiento rastrero, por la obtención de la mínima ventaja. Cuando logro mentirme, cuando me convenzo de que mi conducta fue apropiada, que las migajas del momento fueron ganadas en buena ley, cuando me creo que un futuro sin sobresaltos me será concedido, intento cambiar de tema, intento pensar en otra cosa. Algunas veces lo logro. Por un rato.
Falta poco para que comiencen los últimos dos años de respiro. Es decir: todavía falta mucho para la nada del fin de la beca. Con los obsesivos no hay caso: nos preocupamos antes, y de sobra. Ya estoy haciendo planes. Ya estoy poniendo todo mi esfuerzo para que otra beca haga que el cajero, el mismo u otro, escupa plata en mi bolsillo. Más plata. Porque, sí: yo soy el antagonista de Luca, yo soy aquél a quien él parodiaba. Antes de acostarme, me arrodillo, entrecruzo mis manos, y le hablo a Dios. Muy serio, esto le digo: por favor, Dios mío, por favor… quiero dinero, quiero dinero. Concedémelo.

Matías Pailos

10 febrero, 2007

Un gorjeo variopinto

Los escritores nóveles se ven jalonados por dos impulsos en apariencia contrapuestos: la voluntad experimentadora de hacer siempre algo nuevo, por un lado, la necesidad de forjar un estilo propio, por otro. Muchas veces cometemos excesos de signo opuesto. Nos afanamos en tentativas de cuño nuevo cuando todavía no nos asentamos en terreno firme, o insistimos con un cuento que ya hemos escrito muchas veces. Esto, que parece un asunto de importancia considerable, es, generalmente, una falsa dicotomía. Si se está lanzado en la carrera narrativa, si se ha optado por la escritura cotidiana, al menos regular, las opciones son más limitadas. Y eso es algo bueno. Inmersos en el ritmo de la escritura, los temas, los tonos, los climas se nos imponen. Se imponen, más que a nuestro gusto, a nuestras ganas.
Entiendo que a músicos, artistas plásticos, directores de cine nóveles les ocurre otro tanto.

Mentira: me gusta escucharlas; no sé si soy bueno haciéndolo.

A veces, la voz de mi conciencia es la voz de Sebastián De Caro. A veces, mi conciencia adopta la personalidad de Sebastián De Caro.

Sí, es verdad: ‘Apocalypto’ tiene mucho de ‘Depredador’. Pero, no me lo nieguen: la referencia a ‘El planeta de los simios’ no es menor.

Descubrí una vez más los límites de mi paciencia, las deficiencias de mi capacidad de comprensión. La pendeja que se sentó a mi lado en el cine emitió, como primer comentario a la película, como primer comentario tempranísimo, a su novio y a sus alrededores, el detestable: ‘¿era necesario?’. Instantáneamente, mi mente me fatigó con una avalancha de respuestas. “¿Qué esperabas de Mel Gibson? ¿No viste La Pasión de Cristo, no viste Corazón Valiente? ¿No sabías que iba a haber sangre? ¿Cómo que ‘necesario’? Todo en el cine es opcional. Si el director incluye una escena es porque le parece bien, porque le gusta, porque se ve impelido a ello. ¿Necesario? Quizás para generar el efecto buscado, de hecho lo fuera. Quizás”, me dije, reculando, “tu comentario, pendeja, sea el efecto buscado”, y me saqué, “¿cómo no te das cuenta?”. Al poco de andar, cuando comprendí que la pendeja no iba a detenerse en su intervención oral en la película; cuando avanzó la vigésima hipótesis acerca del decurso inmediato de los acontecimientos (cosas del estilo ‘ahora lo mata’, ‘ahora se lo come’, ‘ahora apunta al padre’), recordé que, en efecto, el mío era el detestable ejercicio de soberbia del que está medio escalón más arriba en el edificio de la inteligencia, que se ocupa, con insoportable vanidad, de detestar a conciencia al que está medio escalón debajo. Después reaccioné: okey, era verdad. Yo había sido así. Pero no tenía ninguna obligación de entenderla. Era, en efecto, una pendeja insoportable.

Los hermanos sean unidos, porque esa es la ley primera. Atentos lectores de la poesía gauchesca, con mi hermano comprendimos la preclara sabiduría insita en este dictámen, y juntos, jamás separados, cantamos, con nuestro particular fraseo, el auténtico tema del verano. No: no ‘claro que te clavo la sombrilla’, sino el ya clásico ‘yendo a la casa de Damián’. Nuestra parte favorita, la que entonamos a viva voz, en pleno rebote por las escaleras del hogar, es (hoy estoy insistidor) “cruzando la calle quede de flash/cuando vi dos niñas fumando hash/escuchaban trash y The Clash/jugando quien tomaba más splash/y como una vez en un vernisage/me dio un ataque de sourmenage/cuando dijeron por diez pesos cash/hacemos juntos los tres un menage/de los nervios me vino un tic”, para rematar con un contundente “en el fondo siempre fui un freak”.

Matías Pailos

08 febrero, 2007

Un Cortado

De muy joven adquirí la maldición de los bares. Ya no recuerdo quién me los recomendó como idóneo ámbito de estudio. Todavía no entiendo cómo podía pasarle a alguien por la cabeza que un recinto cerrado, repleto de gente en pleno bullicio al que se suman los estímulos de la radio y la televisión y el aire viciado del cigarrillo podía ser propicio para la concentración que requiere preparar una materia universitaria.
Pero el caso es que me dio resultado. Los estímulos, por múltiples, se anulaban entre sí y el característico hastío del estudiante podía ser combatido con el módico expediente de hacer perder la vista por ahí: nada mejor que ver llover desde la ventana de un bar. O apostarse en una mesa y observar el flujo ininterrumpido de la calle: el monótono e incesante espectáculo humano, el gran paisaje móvil de la ciudad.
Con el estudio vino aparejada la literatura y con la literatura, en su (d)efecto, la escritura. Y todas ellas me tomaron por sorpresa en los mismos bares. Más temprano que tarde comprendí que jamás podría librarme de esa maldición. Que nada bueno obtendría sentado a la mesa del comedor, ni en la luminosa cocina y menos en la silla ergonómica frente a la pantalla del monitor. De ahí en más, para volcar algo de vida en la página en blanco necesitaría tener esa vida a un brazo de distancia de modo tal que sólo requiriera estirarlo y asirla si fuera necesario.
Desde entonces todas las mañanas una módica versión de la felicidad toma para mí la forma de la mesa de un café donde me instalo, pido un cortado, despliego un cuaderno de tapas rotas, abro un libro y me abandono a la espiral que la espuma del pocillo forma junto a la literatura y su (d)efecto: la escritura.

Zedi Cioso

06 febrero, 2007

Dos cuentos

Un crítico, un escritor. Llamémosle Daponte. Un hombre todavía jóven, cáustico, sagaz, impecablemente dotado para el arte de la injuria velada. Un hombre que llega a la crítica por casualidad, luego de haber publicado una moderada cantidad de libros, por imitación, por competir con el narrador, también escritor, también crítico, a quien podemos llamar Daniel Guebel. La práctica revela excelencia, y Daponte deviene “el” reseñista literario del periodismo nacional, todo lo cuál amerita una invitación de Nina Pucci, suerte de cruza entre Mirtha Legrand, Silvia Hopenheyn y Osvaldo Quiroga. El escritor se resiste, pero su editora insiste y ahí lo tenemos, frente a las cámaras, cometiendo el error de su vida: hablar de lo que se le cantó el quinto forro de las pelotas. Es decir, destrozar el nuevo libro de un autor en alza, a quien nombraremos como Ferruci. Los días posteriores al programa solo logran levantar la cifra de ventas de los libros de Ferruci. La de los de Daponte también. Pero Daponte está en deuda, y una nueva invitación se concierta. En el nuevo encuentro Daponte luce más bien papanatas. Se deja prepotear por Pucci, oponiendo solo tibios sarcasmos y renuncios a destiempo. Pero no se la va a llevar de arriba: Pucci tiene un as en la manga. Una carta. Es de otro escritor. Es de Ferruci. Ferruci le agradece todo lo bueno que dijo sobre él. Ferruci se muere. Ferruci quiere que Daponte vaya a Córdoba a verlo en su hora última, y Daponte queda comprometido. Obligado, viaja, y tras él, las cámaras del programa de Pucci. Daponte llega antes, y la mujer de Ferruci lo lleva a la pieza del enfermo. Daponte comienza, tibiamente, a mostrarse amable, a reprimir el resentimiento. Ferruci se disculpa: “tenía” que hacer que Daponte fuera. Daponte inicia una vaga apología de Ferruci, quien lo corta en seco: “No embrome, Daponte. Usted sabe que ni un demente querría firmar las mediocridades que yo escribí”. Ahí se revela la motivación oculta de Ferruci. Toda su vida escribió, persiguiendo los efímeros signos de una revelación transformadora, del advenimiento de la trascendencia literaria, de la gran obra esquiva. Nunca lo logró. Al final, demasiado tarde, comprendió: “mi verdadera literatura era por necesidad lo opuesto” a todo lo que firmó. En sus inéditos está la clave de acceso a las cumbres del genio. Hacerlo es una posibilidad que puede ser actualizada. Y Daponte es el elegido.
Ferruci muere, y las cámaras llegan tarde al encuentro. Daponte vuelve a la capital, rumiando qué hacer con la tesis de Ferruci. ¿Y si tuviera razón? Guebel procura disuadirlo. Falla. Al tiempo aparece un libro de Daponte. Guebel lo lee: el libro es genial. Daponte no está conforme. Los libros de Daponte se suceden. Cada vez vende menos. Deja de ser invitado al programa de Nina Pucci. Al tiempo, deja de ser publicado. Guebel lee los inéditos: cada uno mejor que el anterior. Daponte, cada día más recluido, cada minuto más misántropo, atribuye todo el mérito a la obra de Ferruci, textos que lee cuidadosamente e invierte, en un sentido que a todos, incluido el lector, se nos escapa. Guebel lee un último texto de Daponte. Corre a felicitarlo. Daponte, que siente que todavía no ha conseguido lo que puede, lo que Ferruci esperaba de él, le cierra la puerta en la cara. Quiere seguir escribiendo.
Ese es el cuento, y este su comienzo: “De aquel año, me queda sobre todo el horror de las evocaciones”.

Un poeta, un escritor. Llamémosle Soames. Un hombre todavía jóven, quizás incluso demasiado jóven, obsesionado con la gloria o con el genio. Publicó, pero sigue insatisfecho: no es el poeta que quisiera. Quiere, al menos, saber si lo será. Soames se hace amigo de otro escritor, a quien podemos llamar Max Beerbohm. Soames está cada vez peor; solo quiere suicidarse, solo quiere saber si, como Dostoievsky quería, su nombre perdurará dentro de cien años. Basta con que Soames pronunciara estas palabras para que lo latente emergiera: el caballero sentado en la mesa de al lado ofrece saciar las ansias de Soames. Solo pide su alma a cambio. Soames acepta en el acto. Logra negociar un encuentro con Beerbohm para el día siguiente, a la misma hora. Cuando llega, Beerbohm cree estar ante un muerto en vida. La palidez de Soames lo hace casi traslúcido, y los más agoreros de los pronósticos no previeron el chiste final del que Soames sería objeto. Soames relata a Beerbohm lo ocurrido: viaja, llega, se adentro en los meandros del Museo Británico y palpa su derrota. La entrada ‘Enoch Soames’ de la Enciclopedia Británica no remite a ningún poeta, ningún escritor, ningún artista. Enoch Soames es el personaje de un cuento. Uno escrito por Max Beerbohm, uno en el que, entre otras cosas, se le ridiculiza. El caballero de la víspera se hace presente y lleva a cabo lo pactado.

A poco de empezar el cuento de Guebel me encontré pensando en el de Beerbohm. Hay más de un vínculo entre ambos, y puede verse al de Guebel como un comentario al de Beerbohm. Los motivos, de suyo, son legión. Todos más o menos irrelevantes. En ambos se trata de escritores que persiguen la gloria o el genio, en ambos la crónica está a cargo de otro escritor, quien narra en primera persona el devenir de la trama. Así que tenemos escritores, tenemos la escritura, tenemos la obra genial. Es fácil entender por qué a los aspirantes a escritor y a los escritores el cuento de Beerbohm (y, si tuvieran acceso a él, el de Guebel) les fascina: habla de ellos, habla de lo que los distingue y (en el sentir privado de cada uno de estos degenerados) los hace mejores que el resto. En cierta medida, los cuentos de este estilo son una exaltada defensa del oficio. Una subliminal. Hay otro asunto que liga ambos cuentos. Como señala Cioso, son relatos cuya estructura es la siguiente: x persigue la obra genial, solo para que ella sea alcanzada por z, y la obra en cuestión es el relato de la propia vida de x. Una realización imprevista, además; tal es como los autores nos la presentan. Como si dijeran: lo que buscás con tanto ahínco está a la vuelta de la esquina. Como ni Soames ni Daponte existieron en este mundo, la justificación previa queda abolida. Después está el mito. La obra genial, el genio como aptitud, el genio como persona. Cosas que quizás no sean más que quimeras. Elementos que puede que dependan más del capricho que del mérito real –quizás otra quimera. El por qué nos maravilla el mito, el por qué nos encanta hablar de nosotros mismos, son asuntos para los que diversas disciplinas tienen una gama variopinta de respuestas, ninguna de las cuáles ahondaré.
Todas estas cosas parecen hablar contra el gusto por estos cuentos. Probablemente ese sea el caso. Quiero señalar, antes de enmudecer, un último punto. En parte nos gustan tanto porque la obra genial perseguida es cifra de otra cosa, de algo extraordinario. Algo como ganar la Copa del Mundo, como coger en éxtasis. Algo como el amor. Algo que nos brinda acceso a otro mundo que el gris cotidiano. Algo mejor.

Matías Pailos

04 febrero, 2007

Rock

Monterrey o Woodstock: ellos lo hicieron primero. Cuando Hendrix quemó su guitarra, la de Townshend era cenizas hacía rato. Alguna vez un periodista, de acá o de afuera, se animó a comparar los aquelarres de fuego y destrucción a los que los Who y Hendrix se abocaron –Hendrix en Woodstock o Monterrey, los Who en todos lados. Dijo: mientras Hendrix parecía en comunión mística con su guitarra, cogiéndosela lenta y suavemente después de un cortejo sensual eterno, lo de los Who era una violación.
Ahora que ni los Who ni los Stooges vienen, ahora que estoy enrollando la entrada para alojarla allí donde nunca da el sol, volvió ese dato. Como ese tengo miles. Desperdigados, difuminados, recortados, juntos o separados, nacionales o extranjeros, del centro del rock o de su periferia, de bandas o de solistas, de hombres, de mujeres, de chicos y grandes; de vivos y muertos, de justos y pecadores, de todas épocas y lugares. No sé qué hacer con ellos, y tampoco estoy cierto que deba hacer algo. Puedo decirles, por ejemplo, que una vez Brian Eno tuvo que ser internado por algo así como un colapso pulmonar luego de haber estado en el centro de una orgía con tres minas, por ocho horas. Puedo decirles que Elvis aprovechaba el momento de expulsar la materia alojada en sus intestinos para comerse un sándwich de pollo. Puedo contarles que Ray Davies, líder de los Kinks, fajaba a Chrissie Hynde, la chica de los Pretenders y su mujer por un tiempo, quizás remedando lo que Ike hacía con Tina; puedo contarles que la familia entera de Jack White sigue ninguneándolo, a pesar de que gracias a sus morlacos ellos pudieron salir del remolque en el que toda su vida vivieron y en el que seguro morirían si no hubieran parido a un genio. Iggy y los electroshoks, Reed violado por su hermano mayor, Bowie y su medio hermano, a quien las pastillas estimularon la latente esquizofrenia que terminó conminándolo a un hospicio. Como estas, tengo a patadas. Siguen entrando porque sigo buscando, sigo buscando porque los temas que interpretan me sigue haciendo saltar, gritar, flotar.
La primera exposición al último con esa virtud la tuve en Montevideo, en casa de mi amiga Natalia, mientras cenábamos frente a la tele encendida. Unos barbudos en traje lastimaban mis oídos con breves y filosos fraseos de guitarra y rimas fáciles, generando hipnótico efecto cuyos subproductos fueron la suspensión de mi parpadeo y las ganas de rebotar. Desde entonces busco el video cada vez que enciendo el televisor, busco el tema cada vez que prendo la radio. Son, citando lo dicho por otro crítico para otro grupo (los Liars) una suerte de grupo pospunk con toques funk, tipo Gang of Four. Se llaman ‘El Cuarteto de Nos’, son uruguayos, y no: ni rastros de candombe. Como dicen en otro tema “prefiero hablar con un filósofo sueco que con un indio guatemalteco, tengo más en común con un rumano que con un cholo boliviano”.
El tema se llama ‘Yendo a casa de Damián’. Ahí les va la letra, enterita, impecable. O como la payada y el hip-hop tienen un hijo rockero en la Banda Oriental.

“Yendo un weekend a lo de Damián/tenía urgencia de hablar con el man/camine porque pinché mi van/vi una mina de la que soy fan/una que sale por el canal Sony/en una serie que esta con un pony/y en mi casa del Barrio Marconi/siempre la veo tomándome un Johnny/la salude pero me hecho fli/porque el programa era en mtv/hacia un spot de carefree/y un jingle de los jeans lee/le dije a mi me gusta el rock/pero quedo en estado de shock/cuando escribí en una hoja de block/que era más fea que el señor spock/y que se rellena el sutien/con cornbeef y chowmien/y a pesar de que usa channel/toma un cóctel con nafta de shell/el security se puso heavy/era malo pero usaba levis/y me tiro desde la limousine/en el ojo una vaso con gin/cruzando la calle quede de flash/cuando vi dos niñas fumando hash/escuchaban trash y The Clash/jugando quien tomaba más splash/y como una vez en un vernisage/me dio un ataque se/cuando dijeron por diez pesos cash/hacemos juntos los tres un menage/de los nervios me vino un tic/en el fondo siempre fui un freak/le di fuego con yesquero bic/pero me pareció poco shick/que pensaran por una crush/con un nerd de media de plush/que le pintó los labios con rush/yo le escupí su t-shirt de Bush/con mi gargajo en la cara de George/se subió con las chicas a un porche/se pensaba que era un tipo vip/masticando una papa chip/cuando empezó a hacer un strip/y quedaba solo en slip/le clavo en el ojo un clip/y con tu tumba va a decir rip/ era happy hour en el cabaret/era fashion y tenia moquet/como un pub cool y con pool/el dueño es de Liverpool/y después de un breve impass/entre a ver un show con free pass/de un master que tocaba jazz/a pesar de tener un bypass/vino a hablarme uno medio gay/yo ponía stop y el ponía play/le gustaba el big mac y tupac/vendía crack y tomaba prozac/y gritó escupiendo un snack/el master hace playback/lo destriparon como hacia Jack/sin poder terminar su coñac/pero cayeron desde un penthouse/en mi ojo un teclado y un mouse/ciego y perdido por el stress/peor que en un cafe express/yo que en ingles solo sé decir yes/pensé en el libro de Herman Hess/soy un loser como boy scout/y de la vida me dejaré outahh ahh/yendo a la casa de Damián/ahh ahh/camino por el boulevard/ahh ahh/yendo a la casa de Damián/no sé si es que ya no veo/que ya no entiendo/porque me cuesta tanto llegar”

Matías Pailos

01 febrero, 2007

El objeto y su contenido

El autor interrumpe la novela en su momento más álgido para pasar a narrar la historia de un objeto. Zedi Cioso, en el margen de un ejemplar ya mítico de la novela, interroga: “¿Por qué nos gustan tanto las historias de los objetos?”. En ese instante comienza la declinación y muerte de ‘El Pasado’. Muchos emparientan la narración en torno a la pintura llamada ‘El agujero postizo’ con ‘El informe sobre ciegos’, solo para acordar que los textos nucleares bien podrían prescindir de estas nouvelles –y que con ello solo mejorarían. Voy ahora a invertir el proceso, en la ínfima medida que me es dado, y hacer de la historia de otro objeto una innecesaria apología de aquello que portaba en su interior.
A estas alturas del año pasado hicimos con el supramentado Cioso lo mismo que este: lastimar los oídos de Momé y Caro con nuestros gritos de chancho a degollar. Volvíamos de San Bernardo en el bólido de Cioso senior, y nuestro amigo, el afamado Cioso junior, desempolvó de la guantera una cajita de 5 por 10. Removió lo que la cajita protegía, sopló sobre ello y acto seguido lo insertó en el medio del auto. Lo que siguió es fácilmente imaginable. Melodías clásicas irradiaron ondas que despertaron nuestros espíritus dormidos, y el conductor (ZC) y el narrador (MP) nos vimos convocados a atronar el aire con nuestras destempladas lamentaciones. Por el aire delimitado por los vidrios circularon melodías clásicas del primer rock&roll blanco, y mucho, pero mucho más. En la cajita, si alguien hubiera traducido su curiosidad en acción, hubiera podido leer, en su perfil, escrito con birome negra, “Elvis: The Essential Collection”.
Tal como dije, este año la escena se repitió. Creí estar en presencia de una revelación (tengo revelaciones una vez por semana) y requerí de Cioso el casete. Generoso, lo cedió, no sin antes inflingirme la siguiente reconvención: “Ojo. Es muy importante para mí. Me ha hecho muy feliz, y quiero que lo siga haciendo”. Lo primero que hice al llegar (después de un viaje de seis horas que debió ser de cuatro, gracias a un congestionamiento eterno en medio de la nada pampeana) fue trepar los escalones, encender la computadora y dejar correr a Elvis, el impulso necesario para dejarme escribir un post catártico, ese (para los interesados que lo hayan leído) en el que denostaba a ‘Wasabi’, pero más importante aún, entronizaba a Gamboa mientras me enredaba y moría en reflexiones en torno al mérito literario.
Escuché el disco de Elvis con fruición, en detalle, una y otra vez. Comprendí cuánta verdad hay en lo que todos dicen, cuánta justicia hay en que sea el solista que más vende en el mundo. Es el padre de todos, es el puntapié inicial. Y entiendo qué hayan encontrado de movilizante, sexual y energético los que en los ’50 escucharon ‘Hound dog’ o ‘Jailhouse rock’. Pero estamos a cincuenta años de los cincuenta, y lo que me mata de Elvis no es lo que mataba entonces. La segunda parte del casete está integrada por temas más nuevos, menos rockeros, decididamente emotivos. Y, ahora sí, comprendí por qué Bowie lo ama, por qué lo contrapone con Sinatra –y por qué, a Sinatra, lo detesta.
‘Crooner’ se dice de dos maneras. Una, la manera Sinatra. Sinatra es medido, nunca se despeina, su voz es un arrullo que nos mece, con el que dormimos en paz. Sinatra es muchas cosas; no rock and roll. Entona canciones de amor como si estuviera preparando una tostada. Nadie cree sus lamentos, no en verdad. Lo que admiramos es su templanza. La otra forma de decir ‘crooner’ es decir ‘Elvis’.
Decir Elvis es decir rock and roll, y si Bowie es Dios, Elvis es el papá de Dios. En esos temas está todo, está, curiosamente, lo mejor del rock. Temas enormes como ‘Suspicious Minds’, claro, o ‘In the Guetto’, en los que en voz baja canta, y se quiebra, y se rompe, pero siempre se mantiene a flote para llegar a la costa. Y después está toda una serie de otros temas, el mejor de los cuáles, quizás, sea ‘The Wonder of You’. Elvis, ahí, emplea todo su caudal de voz. Arrastra, a la par, todas las emociones contenidas, vivida y liberadas. Elvis hace un río caudaloso de un laguito, hace un océano de este río, hace un maremoto que tapa todo y lo arrastra hasta el fondo. Este tema, también, permitió que comprendiera mejor a Bowie. Una de las principales cosas que hizo Bowie, toda su vida, fue tratar de cantar ese tema. Otra, de componerlo. (Fracasó. Nunca compuso ese tema, solo muchos mucho mejores.) En Elvis está todo: está Bowie (ya de por sí todo), está Ferry, está Jarvis Cocker. Están todos los afectados que me desarman, y más.
El círculo, mal dibujado, se cierra, y vuelvo al objeto. El disco de Cioso termina antes de acabar. Elvis concluye y todavía queda cinta. Cioso rellena. El relleno es ‘Closing Time’, el primer y mejor disco de Waits. El disco más triste de la historia.

Matías Pailos