Un encantador de serpientes
-Te amo.
-Te amo.
-Si las cosas no fueran así…
-Te hubieras apurado.
-Estaba con la cabeza en otra cosa.
-Mentira: sabías que si te metías conmigo ibas a terminar así. Y a vos solo te importa tu laburo.
-Bueno: como a todo el mundo.
-No. No como a todo el mundo.
-Escuchame… no tengamos esta pelea. Vos estás con otro tipo, después de todo.
-… Sí… pero vos nunca me pediste que lo dejara.
Cargó el bolso y caminó hacia el baño. Una, dos secas y chau. Una, dos secas y gran vuelo. No puedo ser tan descuidado. No puedo jugarme la cabeza por esta pelotudez. No puedo mandarme cagadas, no puede ser tan idiota. Voy a revisar bien: no puedo arriesgarme.
-Sos la novia de un amigo, nena.
-¿Y qué mierda hacés en pelotas conmigo en una cama?
Basta de idioteces. Basta de forradas. Ya sos grande. Ya tenés… ¡ufff!: una pila de años. El resto de energía tenés que dedicárselo a tus hijos, pelotudo: no a una pendejita. ¿Oíste? ¿Me oíste?
-…
-¿Qué mierda hago con vos en una cama?
-…
-Tenés razón. Tenés razón. No discutamos. Después de todo Nacho es tu amigo. No podemos hacerle esto.
-… no…
-… no…
Abrió la puerta y entró. El baño estaba medio escondido, por lo que lo suponía poco frecuentado. Nadie vigilando, nadie limpiando: una ventaja. Una desventaja: todos los cubículos parecían ocupados. ¡Mierda! ¿Justo ahora que me quiero fumar uno se les ocurre cagar, a todos?
-… ¿vos me decís que si te lo pidiera lo dejás?
-… ¿me lo estás pidiendo?
Ocupado, ocupado, ocupado, ocupado, oc… ¡Vamos todavía! Abrió.
El porro se consumía en labios del pendejo, quien, al verlo tras la puerta recién abierta, se puso blanco y rojo a la vez. Comenzó a toser.
-Tranquilo… tranquilo… tranquilo…
Le veía cara conocida, al pendejo. ¿Dónde…?
-Tranquilo… ¿estás bien…?
-… sí…
-Bueno: dejame que tengo cosas más importantes que hacer que fumarme uno.
-Sísísí…
El pendejo se puso contra la pared.
-¿Y?
-¿?
-Que salgas del baño, nene.
El pendejo comenzó a escupir palabras atropelladas por el rojo y blanco de su cara mientras salía.
-Dale: rajá.
Y con eso terminó de expulsarlo, no solo del cubículo, sino del baño. Cerró la puerta y se sentó. ¡Al fin!
Metió la mano en el saco y puso el porro entre los labios. ¿Y eso…? Qué pendejo pelotudo. Pero siempre el mismo desbolado, se ve. Un movimiento complicado, con el porro lleno de saliva temblequeante, con una mano que emergía y se ocultaba en el bolsillo de un saco. Lo prendió.
Una seca.
Dos secas.
Un par de secas más.
-…
-… ¿y?
-…
-¿Me lo estás pidiendo?
-No sé.
-… ¡Andate a la mierda!
¿Le había pegado? Era divertido inspeccionar sus acaeceres en procura de registrar el inexistente momento en que empieza a pegar. Tenues volutas de humo titilaban frente a sus ojos. Las tensiones se relajaban, la cabeza se vaciaba. Las formas comenzaban a cobrar nitidez, a destacarse y anunciarse cortésmente contra el telón de fondo de la percepción. Retiró el porro de sus labios y lo miró. Una sonrisa se anunciaba. Tocaron a su puerta.
-¡Pará! ¿Si vos tampoco sabés lo que querés?
-¡Andate a la mierda!
¿Y ahora? Tocaron otra vez. Más fuerte. Afuera: voces. Muchas. En tono elevado. En modo imperativo.
-¡Salí!
-¡Dale, loco: salí!
¿Y ahora? ¿Me pueden acusar de algo? ¿De qué? ¿De que me fumé uno? ¡Claro que me van a acusar que me fumé uno! Mañana voy a estar en las noticias. Chau viaje. Si chau viaje, chau primer mundo. Solo me va a quedar este laburo de mierda, la reconcha de mi hermana.
-¡Salí!
-¡Dale, loco!
-¡Salí!
¿Qué hago? ¿Qué hago, mierda: ¿qué hago??
Una idea.
Apagó el porro contra los azulejos antes de tirarlo al inodoro. Mientras apretaba la cadena se preguntó, entre los saltos de su corazón, para qué mierda lo había apagado antes de tirarlo. Más gritos, más voces, más golpes en su puerta. Se da vuelta. ¿Y ahora?
-¡No, pará, no es así… yo… yo quiero, pero…!
-Ahorratelo. Sos un hijo de puta… O no, qué se yo. Está bien: tu trabajo, tu amigo. Está bien. Entiendo.
-…
-Entiendo.
-… bueno…
-Podrías habérmelo dicho antes.
Ahora abro la puerta y que sea lo que Dios quiera. ¿Estaría exagerando? Era nada más que un poquito de paranoia. Nuevos gritos lo disuadieron. Al menos convencieron a su miedo de crecer hasta borrar toda duda. ¿Y ahora? Cruzó la tira del bolso sobre su pecho. ¿Y ahora? Descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
-…
-…
-… no, ¡no!, ¡no...! Tranquila… tranquila, shhh… shhh… está bien… está bien, no llores…
-…
-… vení, vení… eso… te amo. Te amo, ¿escuchaste? No quiero estar en ningún otro lugar más que con vos. Sos la mujer más hermosa e inteligente y graciosa y maravillosa del Universo. Sos todo para mí. No llores… eso… eso, mi cielo… shhh… shhh…
Pudo percibir cómo sus rostros cambiaban desde una agresividad bullanguera y festiva a la sorpresa, al pasmo, a la lividez. Dio un paso. Dio otro paso y se internó en el grupo de pendejos. Dio otro paso. Dio otro más.
-Te amo. Te amo.
-Entonces pedime que me vaya con vos.
-¿Y mi porro?
Parpadeó. Dio media vuelta.
-Te pregunté dónde está mi porro.
Levantó la vista. Lo miró a los ojos. Esos ojos estaban decididos. No lo iba a dejar escapar.
-¿Qué porro?
Hubo un instante en que el mundo se detuvo. Un instante en que solo hubo la línea más corta entre dos pares de ojos. Pudo ver su transformación. Pudo ver el rubor correr por la palidez de sus pómulos, pudo ver cómo pasaba de castaño a oscuro cuando tuvo su cara contra la suya mientras ambos caían al piso, mientras daba y recibía los primeros golpes desvanecidos inmediatamente tras la catarata de patadas que lo convirtieron en un bicho bolita humano. Sentía pinchazos en la espalda, en la cara, en el estómago, en las piernas. Después no sintió más. Cuando abrió los ojos los pendejos se habían esfumado. El baño estaba ahora desierto. Se sentó en el suelo. Miró a izquierda y derecha. Volvió a mirar a izquierda y derecha hasta que tuvo la sensación de saber dónde estaba, qué hacía, qué era, por más que no sabía ni dónde estaba ni quién era. Entonces recordó. Miró su reloj. Quince minutos. Se puso de pie. ¿Y ahora?
Miró a derecha e izquierda. Ahí estaba su bolso: intacto, impoluto, abierto. Las cosas que en un tiempo estuvieran contenidas por el marco de sentido dado por un cierre cerrado ahora se desperdigaban por todo el baño.
Resopló.
Bueno: a trabajar.
Recogió el reproductor de música, el celular, un desodorante a bolilla; cuatro libros, un cuaderno de apuntes, un cepillo de dientes; un dentífrico, un pulóver, tres señaladores. La birome se perdía dentro del cubículo del que él saliera, acurrucada contra el inodoro. Entró y cerró la puerta. Metió la mano en el bolsillo y sacó un porro arrugado y salivado, casi una tuca, claramente de peor calidad del que fumara. Se lo puso en los labios mientras tanteaba otros bolsillos tras un encendedor. Lo prendió.
-…
-… ¿no decís nada?
-… ¿qué querés que diga?
-Que me vaya con vos.
Dio una última seca. Miró la hora en la pantalla del celular. Todavía estaba a tiempo de subir al avión. Todavía estaba a tiempo de cambiar el pasaje. Parpadeó y masticó la tuca. Mientras la tragaba dejó que su dedo marcara un número de teléfono.
-Hola.
-¿Qué hacés, Nacho?
Matías Pailos
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