Las medias y los fines
—Amigo, ¿No querés ver unas medias?
La pobreza se arroba para sí el derecho consuetudinario de interpelarnos y romper el anonimato y la anomia con la que la clase media se acoraza y se aísla de la psicopatología de la vida urbana. Es notorio el esfuerzo de los pobres para que sigan existiendo espontáneas relaciones entre los hombres, aunque más no sean las de vender y comprar, las de dar y recibir. No lo hacen porque quieran sostener alguna dimensión de lo humano entre los mecanismos autómatas de la ciudad. Lo hacen porque no les queda otra.
—¿A cuánto las estás vendiendo? Pregunto con la astucia del comprador que sabe que el precio de la mercancía debe anteceder al interés por el producto.
—A quince los zoquetes y a veinte las medias, dice –y agrega– son náik, amigo. Y me pasa las medias. Cotejo los tres pares, nimbados por el aura que les confiere una pipa con forma de anzuelo. Las medias están contenidas en un packaging de cartón naranja y gris metalizado y prometen “Low Cut” “Combed cotton” “Reinforced heel and toe”. Tanteo el algodón entre los dedos: no creo que resista una visita al chino que me lava la ropa y me devuelve las medias con un agujero en el talón del tamaño de mi dedo pulgar.
Pago mis medias y el fin del acoso. Nos quedamos los dos mirando al frente, las vías vacías, de vuelta cada uno a los mundos paralelos que habitamos. En el paredón junto al terraplén alguien pintó una estrella roja y a su lado la inscripción: RECONSTRUCCIÓN GUEVARISTA.
De pronto giro la cabeza y le pregunto a Ismael si salen las medias.
—Y… para la cacerola saco, amigo.
Recuerdo mis viajes en el tren, el pregón incesante de la venta, como una cinta continua de prescindibles mercaderías que se anudan una a otra: libritos para colorear, lápices para pintar los libros, lámparas robóticas para pintar los libros en la oscuridad. Le pregunto si no se hace difícil vender en el tren.
—Yo no vendo en el tren, amigo, dice Ismael, como si lo hubiera ofendido, yo me voy para la zona de Retiro, Congreso, a veces Casa de Gobierno.
—¿Y la Policía Metropolitana no te jode?—No, la Metropolitana esta piola, la que persigue es la Federal, a veces se ponen malos y te quieren hacer causa por la ley de marcas.
—¿Ley de marcas?—Sí, te hacen causa y te retienen la mercadería. Yo con esto le doy de comer a mi esposa y a mi nena, no me meto con nadie, dice Ismael, pero se equivoca, porque se mete con Nike Inc, de Oregón y la Ley 22.362 (también conocida como Ley de marcas) sancionada y promulgada un 26 de Diciembre de 1980 durante la bonita dictadura militar, es clara: Será reprimido con prisión de tres (3) meses a dos (2) años el que ponga en venta, venda o de otra manera comercialice productos o servicios con marca registrada falsificada o fraudulentamente imitada. Hace 168 años, en los albores del capitalismo, un gurrumín Carlos Marx percibió que la legislatura renana condenaba a los campesinos sin tierra por recoger leña caída en los bosques de los terratenientes y escribió azorado: “los ídolos de madera vencen y caen las ofrendas humanas”.
Llega el tren, pero Ismael se queda “esperando a un amigo”, como en el tema de los stones. Le estrecho la mano y cuando gira la cabeza veo que tiene una mancha morada bajo el pómulo y el olor a vino que sale de la boca del cartón. Cada uno retorna a su realidad, yo a mi trabajo y mis neurosis y él a supervivir vendiendo sus medias de vida y esquivando a un Estado dispuesto a sacrificarlo en el altar de las pipas verdaderas, en defensa de una marca que promete una ilusión tan fraudulenta y vacía como el agujero de las medias que hoy llevo puestas.
Ariel Idez