El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

30 abril, 2008

Dos cosas

Una. Soy una estúpida. Lo sigo siendo. Soy una paralítica emocional. Así es como me describiría. Aunque tal vez no emocional, porque sentir siento. Pero me cuesta horrores expresarlo. Expresar ternura, cariño, interés, deseo. Deseo. Supongo que me viene de mi madre. Orgullosa. Jamás reconocerá nada. Ni una equivocación ni un sentimiento. Hay que adivinarle todo. Intuir sincera preocupación en sus preguntas molestas. Intuir amor en sus comentarios desubicados (e incluso hirientes). Y algo de eso tengo. Algo de esa imposibilidad para mostrar. Pero lo mío es temor. A qué, no tengo idea. Después de varios años de terapia, todavía no tengo idea. Y todavía soy una estúpida. Aunque bastante menos.

Llegó el tren a la estación. Habías prendido un cigarrillo y no quisiste apagarlo. Mientras apurabas el paso y empezabas a correr, me dijiste: “Vamos al vagón para fumadores”. Corrí detrás de vos mientras me reía. Entramos por cualquier puerta. Una vez adentro del tren, empezamos a caminar hacia el vagón donde se permite fumar. Aunque después me explicaste que no es que se permita fumar, sino que los fumadores fuman ahí de puros infractores de la ley que son. Es el vagón donde van las bicicletas, sin asientos ni nada. Totalmente destruido. Sólo había cuatro o cinco personas. Todos hombres. Todos fumando. Nos sentamos en una tarimita. Tuve ganas de besarte y no lo hice. Maldición. Por qué. Por qué. Si yo supiera… Maldición… Hablamos. No recuerdo el tema. Sobre cine, seguramente. Terminaste tu cigarrillo y te paraste. Extendiste tu mano hacia mí y me dijiste: “Vamos a otro vagón”. Me levanté pero sin tomar tu mano. ¿Por qué no la tomé? No lo sé… No lo sé…

Encontramos un asiento de dos y nos sentamos. Vuelvo a tener ganas de besarte, pero estás hablando. No quiero interrumpirte. Estúpida. Pienso en el vagón de fumadores. Pienso que nunca habría estado ahí si no hubiera estado con vos. Pienso en qué otros lugares podría estar estando con vos.

Dos. No puedo distinguir cuándo estoy enamorada de cuándo estoy simplemente encaprichada. ¿Y qué cuernos es estar enamorada? Sólo me enamoré una vez, cuando tenía 18 años. Amar, no amé nunca. Pienso, con algo de tristeza, que no soy capaz de amar. Pienso que el amor no existe. Pensaba que el enamoramiento era real. Pero ahora no tengo idea. ¿Qué diferencia hay entre estar enamorada y estar encaprichada? No lo sé… No lo sé… Me gustaría saber, al menos, por qué me encapricho…

Hay muchas cosas que no sé. Y ya soy grande. Debería saberlas. Pero entre la mitad de mi vida que me pasé en silencio y la mitad de mi vida que me pasé en pareja, no he podido aprenderlas. Y ahora todo es confuso. Todo es un lío.

Julieta Eme

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28 abril, 2008

Culito


27 abril, 2008

El campeón

Formo parte de una secta. Lo que nos congrega es el ejercicio pertinaz de una disciplina esotérica con visos de entelequia denominada “filosofía analítica”. Cada tanto, a los filósofos analíticos se les da por apiñarse en eventos sociales: las célebérrimas “reuniones de fin de año”. Cuando finalmente ocurren, todos se encurdelan. Hace dos años acaeció uno de estos episodios, y en efecto: al rato estábamos todos en pedo. Alguien propuso gastárnoslas en pulseadas. Ahí descubrimos que uno de los nuestros era el campeón mundial. Nos ganó a todos, en fila, con la derecha y con la izquierda, con todo y lesionado. Más que ganarnos nos pasó el trapo. Quedamos relucientes y moralmente aniquilados. Una semana atrás, la cofradía se dio cita en la casa de una de sus miembros. La ocasión tuvo pinta de onomástico: el de la anfitriona. Al rato estábamos todos en pedo una vez más. (A originales no nos gana nadie.) El campeón mundial me miró fijo y me desafió. Con un cacho de torta cayéndome por la comisura derecha, me apropicué ante la mesa del patio, a la intemperie, entre la bruma humosa del delta en la ciudad, con los auspicios de la luna gorda colgando del techo. Una pequeña multitud se congrega a constatar el recto ejercicio de la lid. Pierdo como el mejor, indisputablemente. Pero, qué mierda: ¡es el campeón mundial! Pasan otros contendientes, que se ufanan de durar más o menos –y tienen razón. Me siento una escoria. Siento en mi brazo el descenso de mi catadura masculinosa. Dejo que los giles pasen de largo, pero yo me quedo. Ahora ofrezco mi brazo izquierdo al campeón. Sí: ahora con la zurda. Me siento y lo relojeo. Imito su apostura, su postura y su gracejo. Imito sus mañas y me dispongo a dejar la vida en el empeño. Nuestro Arévalo rodea con sus manos nuestras manos entrelazadas. La cuenta regresiva se retrotrae a cero. Arévalo nos libera a nuestra suerte. Comienza el combate.
No sé por qué actué como actué. Desde hace un tiempo me estoy sintiendo medio blandito, menos peligroso de lo que fuera –y eso que nunca lo fui demasiado, y eso que calificarme alguna vez de ‘peligroso’ siempre fue un exceso. Doy buen tipo, y eso siempre me reventó. Pero quiero caer bien, o peor: temo caer mal. A la mierda. Al carajo. Caigamos mal. Al menos en esta gilada, en esta nimiedad. En donde más duele, o en lo único en donde puedo hacer doler. El campeón es un tipo competitivo. No es de hombre dejarlo con la vena, y menos con la sangre en el ojo. Por eso lo que hice, que no es grave, no tiene excusa. Dejé que mi cuerpo se inclinara. La mano apenas se movía. A pesar de eso, caía. Imperceptiblemente, caía. Supe lo que siempre supe en cada combate: el campeón tiene en los antebrazos más músculos que nosotros –al menos el doble. Pero ahí estaba: cayendo. Empiezo a temblar. Empiezo a ceder. Me inclino aún más, seguro de que mi brazo explotará en lo inmediato. Más. Un poco más. Voces, murmullos: el humo y el campeón se desvanecen de mi conciencia. Me concentro en mi cuerpo en caída, en la inclinación constante del brazo. Su mano toca la mesa. Gané.
Salto y grito. Celebro y me excedo. El campeón me conmina a sentarme, a cumplir con el acuerdo previo: la cosa es al mejor de tres.

-Después, digo. Doy media vuelta y abandono la fiesta.

Matías Pailos

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23 abril, 2008

Benjamin Biolay: conozco la chanson

Matías Pailos —acaso apiadado de mi extenuada economía— me convidó una entrada para el recial de Benjamín Biolay. No todo es malo en el Bafici; el año pasado nos trajo a Tom Waits (si bien que mudo), este año nos acerca a la máxima figura de la chanson francesa (guitarra en mano y presta a interpretarnos su obra). Con Matías nos apuramos para llegar tarde pero fallamos y nos vimos obligados a sumar nuestras voluntades a una cola prêt-à-porter que doblaba la esquina de Niceto Vega para internarse en las honduras de Humbolt. Había mucha chica y chico afrancesado para la ocasión. Unas niñitas, incluso nos pidieron que nos mezcláramos con ellas para elevar su promedio de edad a más de 18. Doy una idea de lo jovencitas que eran si digo que despertaron en Matías más ternura que instintos sexuales. Una vez adentro nos dedicamos a ahumarnos lento con el vaho del tabaco y las finas hierbas que la concurrencia quemaba para la ocasión. El inicio se demoraba mientras plomos y técnicos hacían pruebas y ajustes que uno nunca entenderá por qué no se llevan a cabo 2 o 3 horas antes del show. El crescendo de la expectativa y el calor tocaron a su punto máximo hacia las nueve y cuarto, cuando las luces se apagaron y volvieron a prenderse y posarse sobre un guitarrista medio nerd (pelado, con chomba negra y anteojos de marco grueso), un tecladista con impronta viejita de conurbano y después, sí, recortada su fina estampa contra el humo, el perfil de Benjamín Biolay acariciando las teclas del piano y susurrando las palabras de la primera canción. “Canta dos temas al micrófono y después se va al piano”, había pronosticado Matías. Pifió. Fue una al piano y muchas al micrófono, bien de frente al público. Se nota que Benjamín ha entrenado en trasnoche para dejarse crecer las ojeras a lo Gainsbourg, pero la facha lo separa del autor de Je t’aime. Creo que todo cultor de la chanson francesa que se precie debe hacer gala de algún componente antiheroico, algo que le permita guardar una calculada distancia del fervor que acompaña todo suceso artístico; esa pose de flaneur indiferente a todo que en Gainsbourg estaba dada por la fealdad física, Biolay la logra haciendo gala de cierta torpeza. En otras palabras: nuestro héroe es un poco aparato: una pizca encorvado, alto y tosco para moverse por el escenario, enmarañado al sacudir los brazos cuando ensaya gestos hip hoperos en algunas de las canciones más rapeadas, cuando el susurro deja paso al verborrágico improperio. Todo esto, claro está, no hace más que reforzar la atracción de la platea femenina. Por lo demás no queda otro sentimiento más que la admiración o la envidia sino ambas. Biolay alterna el piano con la guitarra, los teclados y hasta se anima con la trompeta en una personalísima versión de “As time goes by” como para demostrar que “si quiero te pelo un crooner”. Se permite traer un theremin —el instrumento más raro del mundo y preferido por los musicalizadores de películas de terror— sólo para sazonar el final de un tema (creo que “Chère inconnue”), bebe de su copa de vino entre tema y tema y se da el gusto de terminar una canción de espaldas al público, su silueta recortada contra la bruma del escenario a la que alimenta con el humo del Gauloises que se consume entre sus dedos.
El recital es excelente salvo por algunos detalles, como la voluntad del artista por manifestarse en su lengua madre (“perdonen, en el colegio me tocó alemán”, explicará a modo de cómica disculpa) ante un público en un 90% no francoparlante aunque dispuesto a salvar todo abismo lingüístico con el fervor que lo caracteriza. En el momento en que un traductor se hace presente en escena, Biolay aclara que vino “de onda” sin que mediara ningún interés del sello discográfico y que para su banda ir a tocar lejos equivalía a dar un concierto en Bruselas. Tanto entusiasmo inesperado debe haber conmovido al músico galo, que hasta se animó a dejar al público la responsabilidad de cantar el coro de Chaise à Tokio, a lo que sobrevino un escalofriante silencio. Tras unas insuficientes clases de fonética para inculcar en el auditorio la letra del coro (“y dice: No manga, no bongo, une chaise à tokio”) los voluntariosos de la platea acabamos gritando algo así como “no hay manga no hay bongo en chelsea tokió”)

La lista de temas fue pareja y abarcó toda la carrera de Biolay, desde Rose Kennedy (de donde provenían la mayoría de los pedidos del público y algunos de los temas más aplaudidos, como “les cefils volantes” , “les joggers sur la plage” y el coreado por la hinchada “Los Angeles”) hasta el flamante Trash ye-ye. El show incluyó una sección acústica en la que Benjamín interpretó —sin resentimientos, por favor— algunos temas de Home, el disco que grabara junto a su (ahora ex) esposa Chiara Mastroianni. Esas bellísimas versiones rebossadas de “la ballade du mois de juin” y “la plage” provocaron el recalentamiento global y definitivo derretimiento de los casquetes polares de la platea femenina. El recital duró alrededor de dos horas que pasaron como un susurro de chanson francesa. Al final las palmas del público se ganaron dos bises: la atmósfera apocalíptica de “négatif” y el pum para arriba de qu'est-ce que ça peut faire. Merci y bon soir.

Ariel Idez

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18 abril, 2008

Bafácil

Este año me prometí no pisar el Bafici. Como soy un animal muy susceptible al entusiasmo, decidí faltar a mi promesa y le propuse a Momé ir a ver una película al festival de cine independiente. Di por descontado que no obtendríamos entradas en el Hoyts, así que le pedí a Momé que consultara la grilla por la web para averiguar que daban en alguna de las salas alternativas. Ciertos desperfectos cibernéticos dificultaron la consulta y cuando me llamó al trabajo me contó que sólo había podido averiguar que proyectaban una peli chilena en el Atlas Santa Fé, y me lanzó la contrapropuesta de ir a ver Tropa de Elite al Abasto. La idea me pareció inmejorable, era el máximo desatino: ir al Abasto, un martes a la noche, en pleno Bafici, a ver una película del circuito comercial. Acepté encantado. No puedo ocultar que también me seducía la idea de acudir al ex mercado de frutas y hortalizas, que me parece horrible y detestable todo el año excepto durante los doce días que dura el festival; ahí adquiere un halo mágico, fruto de una mezcla incongruente que aglutina turistas, freaks cinéfilos, judíos ortodoxos, productores chic, críticos de cine, adolescentes evadidos de los colegios, estudiantes de cine, escritores, estrellitas del cine independiente y los consabidos consumistas que recorren los locales ignorando por completo lo que sucede a su alrededor. Los 353 restantes días del año el paisaje del Shopping Abasto me deprime, en estos 12, me entusiasma. De modo que allá vamos. Yo llego primero y espero a Momé a la entrada de las boleterías, junto a una grilla montada sobre un caballete que señala las películas del día en el festival. Me sorprendo al comprobar que todavía quedan entradas para casi todos los títulos y en los 15 minutos siguientes una chica intentará venderme una entrada para Interkosmos, que ya estaba agotada y otro chico directamente me ofrecerá un ticket que le sobra (¡de cuántas defecciones amorosas podría sacar provecho el astuto espectador garronero!). Así que ya tengo un idea que pienso poner en práctica en el próximo festival, sino en este, la llamo la película al boleo. Se trata de ir al Hoyts un día cualquiera y sacar entradas para lo primero que encuentre en ese momento. Tengo mucha fe en esta nueva forma de orientar mi cultura cinematográfica.

Finalmente llega Momé y entramos en la sala. Todavía es temprano, así que el Hoyts nos entretiene con una trivia sobre películas, un nuevo curro del sms. Detecto también tipos con acreditaciones del festival colgando de sus cuellos, que supongo será como estar en un certamen culinario comiendo todo tipo de platos exóticos y al final salir y plantarte en la cantina de la vuelta para pedirte un buen, efectivo, predecible y garantido guiso de buseca. Empieza la película. Está bien, una suerte de Cidade de deus invertida. Sin embargo hay algo que me incomoda. Me estoy recontrameando. No soy tonto, siempre voy de aguas antes de entrar al cine. Pero sucede que esta vez la función estuvo precedida por un café con leche grande de Mc Donalds, y ese brebaje oscuro y aguachento al cual por color y sabor mejor le vendría el nombre de jugo de pantano empezó a hacer mella en mis riñones mientras se proyectaba la película. La primera media hora fue como un goteo ploc ploc ploc. Después una leve presión del líquido sobre la vejiga, que solicitaba cortésmente la inminencia de una micción, ahora, transcurrida más de una hora es un flujo incontenible, mareas que golpean con furia contra las paredes elásticas del órgano. Nunca abandoné una película por la mitad, repito: NUNCA. Mientras en la pantalla policías y traficantes se cagan a tiros yo retuerzo el abdomen y cruzo las piernas una y otra vez en busca de algún alivio perentorio. Y la película es larga, laarga, laaaarga. Justo cuando creo que no voy a lorgrarlo la suerte viene en mi ayuda y la pantalla se pone en blanco. Los espectadores se miran entre sí, estupefactos, algunos se tranquilizan mencionando la palabra “intervalo” como si fuera un talismán. Yo no espero confirmaciones, sea lo que sea, terremoto, tsunami, erupción volcánica, atentado terrorista, ha sido enviado por la providencia para que yo pueda descargar mis aguas. “Me voy a mear” le digo a Momé y salgo disparado rumbo a la salida. Al dejar la sala me entero que se trata de un corte de luz. En el pasillo, tipos de seguridad Handys en mano aguardan órdenes. Desde otras salas se oyen palmas y gritos que anuncian conatos de rebelión. Pregunto por el baño, vuelvo a informar a Momé de lo que está pasando y a buscar el celular, viva la tecnología que te salva en estos trances. Pongo el aparato en función farol y llego al baño cuya puerta abierta sostiene un tipo con muletas al que le falta una pierna y al que descubro de golpe con mi lámpara celulera. Le ofrezco mi ayuda al hombre pero resulta que es él quien está ayudando a un amigo que prosigue con su descarga y a quien espera para poder retirarse. Entro y me voy a un gabinete individual. Sostengo el farol con una mano y desabrocho con la otra. Finalmente largo el chorro potente, impetuoso, liberador. Es tanto lo contenido que el farol anuncia su inminente desactivación. Se apaga y quedo completamente a oscuras. Soy yo y mi alma y mi chorro que impacta sobre la taza con el ruido de las fuentes en jardines florentinos. Inmerso en la oscuridad más absoluta, en el baño del gigantesco shopping vivo un momento de absoluta comunión con el universo. La lectura de Fogwill unas horas atrás me había inoculado un inmoderado valor, así que me desafío a volver a la sala sin auxilio del celular. Salgo del baño, doy un paso y me doy la cabeza contra la pared. Abro el celular y retorno a la sala y al poco rato vuelve la luz y la película prosigue exactamente donde se había quedado. A la salida vamos al Burger porque tengo un pasaje de subte que promete dos combos a precio de uno. La brutal ingesta de grasas saturadas me provoca una inmediata sensación de saciedad y satisfacción. Queda poca gente, el shopping está próximo a cerrar sus puertas, pero todavía restan unas buenas dos horas de festival. Recuerdo las funciones de trasnoche del Bafici y la cara de culo de los monos de seguridad que tenían que quedarse para abrirnos la puerta de la salida que da a Anchorena y la fantasmal escena del shopping vacío, lleno de belleza, y extraño.

Ariel Idez

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13 abril, 2008

Amar la contestadora

La conversación no era muy fluida. Me decía su nombre. Yo siempre le decía hola. Parecía un poco tímida al principio, pero después te pedía que dejaras un mensaje. Recuerdo una vez que llamé cuando estaba borracho. Muy borracho. Agarrado a un balde de borracho. Épocas en la que uno no sabía tomar. Y se podía agarrar un coma alcohólico con los amigos por cinco pesos. Antes de abrazar el balde llamé y atendió la voz de la contestadora. No estaba seguro al principio, pero era ella. Pensé en dejarle un mensaje. Pensé que nunca me iba a reconocer. Si yo no podía reconocerme, era lógico que ella tampoco pudiera. Dejé un mensaje sin pensar:

Linda voz la de tu contestadora

dan ganas de invitarla a salir

de llevársela a la cama

de contarle un secreto

de dejarle grabados veinticuatro mil besos

Arrastraba las vocales a cuatro revoluciones por minuto. La voz en mi cabeza era otra. Yo era otro, gracias a cuatro shots de vodka con licor de manzana cuatro plumas. Todavía puedo sentir las cosquillas en la garganta mientras me hundía hasta los hombros en un balde de plástico naranja. Mi única realidad en ese momento era el nimbo de luz solferina que dejaba traslucir mi casco de PVC. Con la cabeza adentro del balde, parecía un Daft Punk invertido salido de un mazo de tarot electrónico. El eco de las arcadas se repetía amplificado por el balde naranja. One more time. One more time. “No vuelvo a tomar”.

Nacho

08 abril, 2008

Bandera a Cuadros


Ascendíamos con Momé la penosa cuesta que lleva a la Estancia El Rosario. Era martes, estábamos parando en La Cumbre y habíamos decidido alquilar bicicletas para pasar el día y recorrer la zona. De pronto oímos el rugido de un motor y vemos un auto blanco que prácticamente se nos viene encima a toda velocidad, mete el rebaje justo a tiempo y nos pasa por el costado, bañándonos en polvo. Giro la cabeza y comento:
_Me tienen podrido estos pelotudos que se creen los campeones mundiales de rally.
Vemos pasar el auto un par de veces más, hasta que llegamos a la Estancia El Rosario, célebre por ser la cuna del auténtico alfajor cordobés. Una vez en confianza con el empleado que nos ofició de guía por las instalaciones de la fábrica, le pregunto si vio al sacado ese que anda a toda velocidad por el camino de las sierras. El tipo me mira como para ver si le estoy haciendo un chiste, al verificar mi cara seria, responde, condescendiente._Sí, claro que lo ví, es Sébastian Loeb. El campeón mundial de Rally.

En Córdoba el Rally representa una pasión popular. Y no es para menos, teniendo en cuenta que todos los años se disputa en las sierras una fecha del Campeonato Mundial, algo así como si se jugara anualmente un mundial de fútbol en el Monumental, o, para hacer completa la analogía, la Fórmula 1 compitiera en un circuito montado en los Lagos de Palermo. Porque el Rally se corre en los intrincados circuitos de las sierras y la entrada es libre y gratuita para todo aquél que pueda acceder a ellos. Y a pesar de que este evento se viene llevando a cabo desde hace muchos años, jamás había acertado a comprender su real trascendencia. Desde Buenos Aires son apenas una o dos páginas en el suplemento deportivo y una nota de color en el noticiero (el año pasado hubo un intento por difundir el evento en la capital y se hizo la largada en el estadio Monumental, pero después los pilotos no pudieron abordar el avión por falta de visibilidad en Ezeiza y todo acabó en un papelón) pero en Córdoba el rally acapara toda la atención. En los medios no se habla de otra cosa y sí se habla, se lo relaciona indefectiblemente con la carrera (un periodista, incluso, bregaba por la pronta resolución del conflicto del campo para que los piquetes no perjudicaran el normal desempeño de la carrera), un editorial de La Voz del Interior se preguntaba, con toda seriedad, “¿Los cordobeses somos fanáticos del rally o del asado y el fernet?”. Para el viernes ya se había decretado la suspensión de las clases y el asueto municipal. En la calle no se habla de otra cosa y era común oír diálogos como éste entre dos jóvenes que se cruzaban:
_Eh, culeao, ¿Adonde va’a ir a ver el yaalí?
_Agua de oro ¿y vó?
_Condor-Copina.

Es tal el entusiasmo y la expectativa que, con sólo permanecer en el lugar, uno adviene rápidamente en un experto en la materia. Así, de pronto y sin comprender bien cómo, sabemos que un prime es el circuito que recorren los autos y que cada etapa (día) de la carrera consta de varios primes y que el trecho de ruta recorrido entre ellos se llama enlace y que un superprime es un circuito que prácticamente no suma puntos pero sirve para que los que no pudieron llegarse hasta las sierras vean a los autos en acción, ya que se lleva a cabo en una pista artificial montada en el Chateau Carreras. Y como allí donde fueres, has lo que vieres, me dejo llevar por el ímpetu popular y yo también quiero ir al rally. Me acerco confiado a la oficina de turismo de La Cumbre y allí una señorita me explica amablemente que si no tengo auto la única forma de acceder al prime que por allí se disputa (precisamente por donde vimos a Loeb reconociendo el camino) es abordando unas combis a las 5 de la mañana que nos dejarán a unos pocos kilómetros que después nosotros deberíamos cubrir a pié. “¿5 de la mañana?” “¿Kilómetros a pie?” Forget it, aún no llega a tanto mi devoción por el automovilismo. Ahora falta un día para la primera etapa, que se corre en el Valle de Punilla, y la calma chicha de La Cumbre se ve alterada. Los bares y restoranes se llenan con largas mesas de hombres con chalecos y gorros visera de Ford o Chevrolet que hablan a los gritos. Cientos de camionetas surcan la ciudad saqueando los supermercados y los almacenes para abarrotarse de provisiones y poner rumbo a los cerros. Como esa etapa comienza muy temprano, cerca de las 8 de la mañana, y el camino se cierra varias horas antes para evitar cualquier accidente, la única forma de estar ahí para ver pasar a las máquinas es llegar el día anterior y acampar o hacer noche en los autos, de allí las bolsas de dormir y tiendas de campaña que se amontonan en las cajas de las camionetas. Llega gente de todos los rincones de la provincia y también de provincias vecinas, con lo que comprendo que el Rally es patrimonio del Interior, un acto orgulloso del país federal que no llegamos a ser. Está sucediendo algo relevante a nivel mundial ¡Y no pasa por Buenos Aires! Es una maravilla y como porteño de buena cepa que soy me siento casi un extranjero. Esa noche cuando vamos a cenar vemos caras largas en el restaurante y nos enteramos que ha sido tal la asistencia que la policía se vio obligada a cerrar el camino a las 8 de la noche porque la capacidad del estacionamiento a cielo abierto en que se habían convertido las sierras se había visto colmada. Los que recién llegaban al pueblo, demorados por los piquetes, recorrían desesperados las calles. “Ey, ¿Sabés cómo llegar al rally?”, me preguntaban. “Sí, da la vuelta y agarrá por el camino que lleva al golf”, contestaba yo con suficiencia de lugareño, otros, ya informados del cierre y buscando el plan B, me paraban por la calle y me preguntabán cómo se llegaba a Ascochinga? “¿Y qué se yo, flaco?, ¿te creés que nací acá?”.

Al otro día desperté con un dejo de tristeza. Eran las 10 de la mañana y el prime de La Cumbre, según mis cálculos, ya debía haberse corrido. Ese día los combativos chacareros habían acordado una tregua y habían levantado el piquete de Cruz del Eje, circunstancia que aprovechamos para visitar San Marcos Sierra. Tuvimos que abordar un micro repleto de jóvenes entusiastas. La ruta también estaba atestada. Pasando Capilla del Monte los autos que no habían podido acceder a las sierras estaban estacionados al tun tun sobre la banquina y sus ocupantes atareados en la preparación del asadito. El Rally es uno de los eventos deportivos más democráticos que existen: no sólo es gratutito, sino que además se lo puede seguir en muchísimos lugares e instancias distintas. Así, los que se perdieron su lugar en la montaña al menos podrían, instalados a la vera de la ruta, ver pasar los vehículos cuando completaran el enlace entre un prime y el otro.
Cuando llegamos a San Marcos Sierras comprendimos que tendríamos que olvidarnos de la postal bucólica de ese apacible terruño hippie. Hordas de fanáticos invadían en sucesivas oleadas el lugar, como si allí estuviera a punto de disputarse un superclásico. Los entusiastas espectadores copaban la plaza principal y emprendían rumbo al cerro acarreando sus heladeras portátiles atestadas de Coca Cola y Fernét y sándwiches de salame y queso de Colonia Caroya. Las multitudes enfervorizadas no constituyen mi ideal de descanso. Fastidiados, nos acercamos a una oficina de turismo donde un joven subalterno se moría de calor.
_¿Qué se puede hacer hoy que no sea ver el rally?, lo encaré.
Me miró con cara de “¡Qué injusticia, Dios mío!
_¿No va’ ver el yaalí?, me preguntó descorazonado, como si aquello fuera imposible, y después repitió su speech autómata sobre los atractivos del lugar, la mitad de los cuales se encontraba cerrado o a los que no se podía acceder por el trazado del circuito.
Terminamos a la vera del río, a la sombra de un algarrobo. Hasta que un rugido llamó nuestra atención. Por lo que había creído entender, el rally se desarrollaba en los caminos de montaña, pero al acercarnos al puente sobre el río descubrimos que el Prime de San Marcos largaba directamente de la Plaza y los autos estaban superando el vado del río a toda velocidad. La gente se amuchaba sobre el puente y a la salida del vado, peligrosamente cerca de las máquinas. Como en las corridas de toros, el público aplaudía a los conductores temerarios que surcaban el vado a toda velocidad, levantando sendas cortinas de agua a su paso, y abucheaba a los conservadores, que disminuían la velocidad para atravesar la corriente. En el rally el público puede cobrar un rol crucial, no sólo en el caso de que un piloto pierda el control y descarrile provocando una tragedia. Después me enteré que esa misma mañana el finlandés Jari Latvala había volcado con su Ford y pudo volver a la competencia gracias a la ayuda de los espectadores, que le pusieron el auto del derecho. Aquí mismo, en un tramo sencillo, pude observar una de esas espontáneas alianzas entre público y piloto. Uno de los autos se quedó tras pasar el vado y el conductor bajó con dos botellas de gaseosa descartable y empezó a llenarlas con el agua del río. Un espectador se le arrimó y le ofreció llenar una de las botellas, pero daba la impresión que se demoraba más de la cuenta para que su amigo le tomara mejor las fotos que inmortalizarían la anécdota. Después el piloto vertió el agua de río en el carburador y siguió camino.
Satisfechos por haber sido testigos casi involuntarios del campeonato mundial de Rally, no nos importó volver a paso de hombre hasta la Cumbre junto con los miles y miles que volvían a sus casas o se aprestaban a viajar al Valle de Calamuchita para seguir la segunda etapa de la competencia. Incidentalmente nos enteramos que Sébastien Loeb, aquel demente que nos pasó raspando, se coronó campeón de la competencia por cuarta vez consecutiva.

Ariel Idez

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02 abril, 2008

Rapada

Siempre tuve el pelo muy largo. Cuando era chica, lo tenía pasando la cintura. Soy rubia. Cuando iba a la playa, los mechones de la frente se me ponían blancos por el sol y el mar. De más grande, lo usé siempre por la mitad de la espalda, agarrado con una bandita elástica. Siempre igual. Sólo me lo soltaba para dormir.

A los 24 años, conocí al chico con el que luego conviviría durante más de seis. Él se rapaba, casi al ras. Tenía una maquinita para raparse. A los pocos meses de estar con él, me preguntó si me animaba a raparlo. Le dije que sí, que me animaba. Fue fácil. Desde ese día, pensé: “¿y si me rapo yo también?”. Desde ese día, supe que toda mi vida había querido raparme. A la tercera o cuarta vez que lo rapé, le pregunté: “¿y si te pido que me rapes un día?”. “Lo hago”, me respondió. “OK”, pensé.

Pasaron seis años. Estábamos de vacaciones, en San Clemente. Una tarde, parados los dos en la arena, enfrente del mar, le dije: “quiero raparme”. “¿Estás segura?”. “Sí”. Volvimos al hotel. Primero, lo rapé yo a él. Después, él a mí. El cambio no fue tan drástico. A esa altura, yo ya tenía el pelo muy corto desde hacía más de un año. Ya no había melena ni nada. De todas formas, verme rapada fue raro. Y me gustó. Mejor aún. Me encantó. Tenía el pelo aclarado por el sol y el mar, aunque no blanco como en mi infancia, y la piel tostada. Fue raro verme, pero estaba encantada. El asunto era salir del hotel. Salir a la calle, rapada. Me bañé, me vestí y salimos. Algunas personas me miraban. Miraban mi pelo rapado. Me miraban a mí. Después de años de pasar desapercibida, me animaba a llamar la atención. Esa noche que caminé por la peatonal de San Clemente, yo era para mí la mujer más hermosa. Estaba encantada con mi pelo rapado. Pero más encantada estaba con la Julieta que se había animado a raparse.

¿Por qué me rapé? Porque, como llegué a comprender luego, yo cambio primero por fuera para cambiar después por dentro. Necesito los cambios exteriores para empezar (o seguir) con los interiores. Necesitaba verme radicalmente diferente para convertirme en otra. Y es que la que era no era yo. Yo era otra que tenía que descubrir. Necesitaba, además, la dureza que me daba mi pelo rapado. Dureza a la vista y al tacto. Dureza interior. Necesitaba firmeza y decisión para pasar lo que vendría. Lo que todavía no sabía que vendría, pero vino. Mi separación.

Tuve el pelo rapado durante 22 meses. Y siempre que me rapé, cada vez que me rapé, sentí que ganaba algo. Ganaba fortaleza, confianza, no sé bien qué, pero ganaba. Era mejor raparme que no hacerlo. La última vez que me rapé, sin embargo, sentí que perdía, aunque tampoco supiera bien qué. Al mes siguiente, decidí no raparme. Desde esa última vez, pasaron varios meses. Ahora me veo linda aunque no me vea rara. Ahora me siento fuerte aunque no exprese dureza. Ahora me doy cuenta de que cambié de la que era a la que tuve que ser a la que estoy siendo, aunque no sepa bien qué y el pelo siga creciendo…

Julieta Eme

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