El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

28 septiembre, 2008

El campeón

Resfriado, pero voy igual. Salgo tarde para Azopardo a buscar pasaporte y cédula. Espero una cola que dé vuelta la manzana. Pero llego y no veo nada. Empiezo a dudar si no estará cerrado. Si no será feriado, el Día del Vuelto o San Perón Patrono de los Empleados Públicos. Por suerte, todas mis dudas y angustias se evaporan al ver una pequeña cola que no llega a la esquina. Casi da lástima llamarla cola. Colita. Colita linda.
La cola, como cualquier práctica humana, tiene sus reglas. Lo primero que hace el jugador experimentado es revisar que se encuentra en la cola adecuada. Lo segundo, llevar material de lectura. Un libro, un artículo académico sobre epistemología feminista o el diario.
Instalado en la cola adecuada, libro en mano, comienza el partido. Anticipo que no va a durar más de cuarenta y cinco minutos, una hora. No pasan cinco minutos que se acerca una joven de setenta años, de ascendencia española. Mientras agita un formulario en la mano, me pregunta si ésta es la cola para “el trámite”. Soy un tipo intuitivo, lo que equivale a contestar lo primero que se me ocurre sin revisar su adecuación empírica. “No, ésta no es la cola, vaya para allá” le digo mientras señalo hacia la derecha. “Nene, ¿vos sos pelotudo o estás drogado? Vengo de allá y me dijeron que tenía que venir para acá”. Instantáneamente maldigo mi tipo psicológico y recuerdo el dictum kantiano: “Muchas veces sería conveniente que los filósofos se limitaran a decir ‘no sé’”. Estoico, contesto el insulto de la señora con una sonrisa. “Entonces, no sé”. “¿Qué decís?”. “No sé”. Sus ojitos se me clavan en la mueca de sonrisa, a esta altura un calambre facial, que cada vez me cuesta más sostener. Por suerte, alguien la toma del brazo y se la lleva. Sus ojos siguen clavados en mi barbilla. Kiri-kiri-kiri. Mejor vuelvo a la lectura.
Pasan veinte minutos. Medio tiempo. El libro está interesante y eso ayuda. Cinco minutos más y ya franqueo la puerta de entrada. Adentro, la cola serpentea pero no es para alarmarse. Sigo leyendo hasta que entra un joven barbudo y de pelo largo. Flaco como perro sin dueño. Pantalones de jeans acampanados. Una fina capa de tierra lo cubre completamente, lo que le da un aire a villano de espagueti western. Pregunta si ésta es la cola para retirar los documentos. El coro le contesta afirmativamente. El joven se queda parado en el medio de la cola, extasiado, mirando el horizonte con sus ojos color miel. Lo primero que se me ocurre es que el tipo se está haciendo el boludo para colarse. Pasan los minutos. Ni su mirada extática ni su posición cambian. Entro en leve pánico. Ahora sé que no se trata de colar. Viene en busca de venganza. Y dentro del ataúd que arrastra, no lleva a su novia, sino una ametralladora.
Vuelvo al libro. Una rubia se sale de la cola para hablar con uno de los empleados que entregan pasaportes y cédulas. Pregunta si puede retirar el suyo con la fotocopia del documento. Negativo. “Pero… pónganse de acuerdo. Allá me dijeron que se podía. Y estuve haciendo media hora de cola. Y ahora vos me decís que no se puede”. Todos sabemos cómo termina esto. O la rubia le pide prestado al joven de los ojos de miel su ametralladora y nos acribilla a todos o se va a su casa a buscar el documento. Se va a su casa a buscar el documento. El documento. Me olvidé el documento. Puteo para mis adentros en un acto de constricción. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa de pelotudo, Dios mío como me voy a olvidar el documento.
Pienso en dejar el partido. Tan cerca. No faltan más de quince minutos para que me toque el turno. Ya decidido a retirarme, recapacito. Estamos en Argentina, no en Dinamarca. No se necesita saber tres idiomas para ser basurero. Tampoco tener un documento de identidad para retirar otro documento de identidad. Además ¿qué tipo de regla es esa? Vengo a retirar mi pasaporte y mi cédula, dos documentos de identidad. ¿Necesito un tercer documento de identidad? ¿No le alcanza con verme la cara en el pasaporte para darse cuenta que soy el mismo? Si esto no sirve, la institución de los documentos de identidad no tiene sentido. Así me preparaba para enfrentar a la vieja del guardapolvo turquesa. “¡Documento!”. Sabía que mis argumentos, aunque irrefutables, no causarían el menor convencimiento a esa vieja con un piano lleno de telarañas en la concha. Pensé en seducirla con mis encantos viriles. Levantarle el guardapolvo y desempolvarle el piano me parecía excesivo, pero nada se pierde con una sonrisa. O susurrarle al oído que estaba afónico, mientras le agarraba de la mano en forma sugerente. Mala idea. Demasiado romántico. Seguro termino en alguna celda especial para seductores de empleadas públicas. Por suerte, antes de ser sodomizado por uno de mis compañeros de celda imaginaria, los dioses del trámite burocrático vinieron en mi ayuda. Una chica sin guardapolvo se pone a atender a un cuarentón dos turnos delante de mí. “¿No tenés la partida de casamiento de tu mujer? Si fuera por mí… Te anoto y venís a buscarla después sin hacer la cola”. La luz al final del túnel. Lo único que tengo que conseguir es que me atienda ella en lugar de la vieja. Calculo. Como cuando estaba en la Facu y no quería que me tomara el final algún hijo de puta. Dejo pasar a una joven de sesenta. “Señora, pase usted”. “Gracias, muchas gracias”. “No, por favor”. Cínico, actúo por egoísmo de acuerdo al deber.
Mi turno. La chica joven sin guardapolvo me pide el acuse de recibo de la cédula y el pasaporte. Se lo entrego. Estoy solo frente al arco. Sólo tengo que empujarla. “La cédula te la llevan a tu casa. Estamos atrasados cuatro meses”. No importa mi amor, tráemela cuando quieras, pienso lujurioso, sintiendo la victoria cerca. Me trae el pasaporte y me lo muestra. “Tenías el pelo más largo”. “Sí”. Me voy con el pasaporte en la mano. La hinchada canta. Yo, levanto los brazos y coreo: “Dale campeón, dale campeón”. De la bolita y del bolón.

Nacho

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25 septiembre, 2008

Spregelburd: este tipo me trae problemas

Acaban de transcurrir las tres horas de la experiencia visual, dramática y trascendental que bajo el formato de obra de teatro Rafael Spregelburd ha dado en llamar La paranoia. Mi mujer gira la cabeza y me dice:
_Este tipo es un genio.
Yo, que estoy al tanto de esto desde hace mucho tiempo busco a Matías Pailos y juntos gritamos a coro:
_¡Este tipo es un hijo de puta!
Rafael Spregelburd es un hijo de puta en el sentido más punctum del término, aquel que nos obliga a echar la cabeza hacia atrás, alzar las manos, gritar al cielo. El tipo escribe, actúa, dirige, tradujo obras, viene de un hogar humilde (se hizo de abajo), le pagan en el mundo para que escriba y monte sus obras y bien merecido que lo tiene, es el mejor dramaturgo de una generación dorada (con Javier Daulte y Alejandro Tantanián a la zaga) es el mejor escritor argentino, es un fuckin’ genio. La paranoia, que se está presentando desde abril en el coqueto teatro 25 de mayo es la sexta entrega de la Heptalogía de Hieronymus Bosch, que incluye la obra cumbre de Spregelburd hasta la fecha: La estupidez y que culminará con La terquedad (ya escrita y estrenada en el exterior).

La paranoia comienza con la reunión en un hotel de Piriápolis de un heterogéneo grupo conformado por un matemático especulativo con serios problemas para la aritmética, un astronauta adicto a los psicotrópicos que formó parte de una misión que culminó en catástrofe, una escritora de best sellers y una robot cuyo modelo hace años que se ha dejado de construir. Su misión será salvar al mundo de la furia de las Inteligencias, seres que dominan el cosmos y que han soportado la vida en la Tierra por una sola razón: sus habitantes son los únicos capaces de producir una materia prima única en todo el universo: la ficción. El grupo de elite tiene 24horas para producir un relato que satisfaga el insaciable apetito de las inteligencias o la humanidad estará perdida. De aquí en más asistimos al proceso de creación “en vivo” de la susodicha obra, que se aproxima a un hipotética y desopilante telenovela policial venezolana y cuyos resultados provisorios son proyectados al final de cada escena en la pantalla ubicada en el centro de la obra. En este sentido podemos pensar que el tema de la obra es la creación artística y que la pieza nos sumerge en la cabeza de un autor al momento de producir una ficción con todas sus invariantes: la estructura, el género (el matemático) la imaginación (el astronauta) el oficio (la novelista) el soporte los dispositivos técnicos (la robot) y la expectativa del público y la crítica (las inteligencias), aunque tratándose de Spregelburd siempre conviene cuidarse de las lecturas reduccionistas porque nada suele ser lo que parece.

La principal novedad que aporta La paranoia a la prolífica carrera de Spregelburd (30 obras en 38 años) es el uso del dispositivo audiovisual: una pantalla en el centro de la escena reproduce fragmentos filmados que juegan un papel clave dentro del relato. Spregelburd ya había demostrado que sabe sacar provecho a los recursos cinematográficos: en La estupidez una escena se juega en “cámara lenta” y otra es presentada desde distintos ángulos y puntos de vista. De hecho, uno de los latiguillos de este autor es la pregunta acerca de por qué la gente es capaz de soportar y disfrutar varias horas de cine y se aburre a morir con una hora de teatro. La respuesta para él no radica en el dispositivo técnico (el cine también sabe darnos tremendos emboles) sino en los recursos narrativos: generar una intriga y sostenerla en el tiempo, escamotear información al espectador y dosificar su entrega, complejizar la trama al punto que cada elemento que pareciera venir a aclarar el panorama termina abriéndolo a nuevos problemas y mayores especulaciones acerca de qué está pasando son las drogas narrativas que nos hacen pedir más y nos mantienen pegados a las butacas sin preocuparnos por il temp qui passe. Los otros recursos a los que apela Spregelburd para mantener enganchado al espectador son el ritmo (que en La estupidez parece siempre a punto de desbarrancar en un vértigo insostenible pero siempre logra conservar su cauce) y el humor, un humor que suele estar vinculado al absurdo y a la distancia entre la supuesta inteligencia de los personajes enfrentada a su incompetencia frente a las situaciones más banales. Y todo bien distribuido y ordenado por un manejo virtuoso de la estructura dramática.

Era de esperar que al introducir el relato audiovisual dentro del teatro Spregelburd no se conformara con “proyectar una peli en medio de la escena” e intentara explotar a fondo todas sus posibilidades: La pantalla y el escenario se influyen mutuamente e interactúan entre sí en escenas de altísima complejidad formal. Es antológico el momento en que los miembros del equipo discuten las distintas vías de acción de los personajes mientras éstos vacilan en la pantalla, al vaivén de sus caprichos. Los dos espacios remiten a diferentes niveles de ficción y entre ellos se importan y exportan elementos que enriquecen la trama hasta llegar a un gran finalle donde los 2 niveles se imbrincan entre sí (decir más sería aguar la fiesta).

Las dos influencias claves en La paranoia son David Lynch y Phillip Dick. Del primero Spregelburd toma el juego engañoso entre ficción y metaficción o si se quiere delirio y realidad, tal como lo vimos en esa obra maestra que se llama Mullholand Drive. Del segundo me parece que la filiación de la obra es completa, desde el título hasta las constantes y perturbadoras dudas de los personajes acerca de qué está realmente sucediendo. El final, donde los protagonistas se cuestionan su carácter mismo como objetos de una representación me provocó el mismo escalofrío de la puesta en abismo que experimenté al leer los últimos párrafos de El señor en el castillo. Increíble.

Al final final, la obra culmina con un clip abigarrado y frenético donde participan todos los personajes de la pieza y en el que Spregelburd parece demostrar que, si quiero, también puedo ser Fellini. El video anuda la última imagen con el planteo de la primera escena audiovisual que abre la obra y que no parece tener nada que ver con el resto del desarrollo argumental. Esta clausura de sentido produce un placer montado en la ilusión de que “todo cierra”, lo que a fin de cuentas tal vez sea la clave del empecinamiento humano con la ficción: una manera artificial de contraponer orden y sentido a un universo que carece completamente de ellos.

Ariel Idez

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21 septiembre, 2008

De Colombia, con amor y sordidez

La primera vez que oímos hablar de Caicedo fue en un ensayo bonsái de Casas: mi casta nada sabe de recomendaciones personales. Nada, aunque las facturemos en exceso. Mejor la autoridad. Casas, acaso porque tiene mejores jugadores que nuestros prejuicios, lo es. Lo ungimos. Sea.
Tras el apoyo oficial hay que descifrar el sentido. El modo de presentación. Kerouac, al lado de Caicedo, era un poroto. Sexo, drogas y rocanrol. Caicedo, a diferencia de Kerouac, era setentista. Y sudaca. Pizza, birra y faso. Cine, música y vanguardia. Literatura vitalista: alguna esperanza mínima de relato conservábamos. Las manos nos transpiraron. Ansiedad, nos diagnosticaron. Lo siento, señora: el paciente es terminal. ¿Cómo llegar hasta él, si nosotros estamos acá tipeando contra el Río de la Plata y él allá, ya cenizas de cenizas esparcidas en las calles de balas y lubricante cerebral de Cali?
Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma. Uno de los nuestros -Facundo PH- fue a un Congreso en Cali y nos trajo la buena nueva en forma de libro verde. En la contratapa, foto. Fito Paez modelo 85. El título es de lo mejor y de lo peor: “Que viva la música”.
Algo ha ocurrido en nosotros desde el instante previo a la lectura del texto hasta que la novela (o su lectura; la novela siempre estuvo más o menos igual a sí misma) se adentró en las instancias finales. Una mejora –perdón-, un recuerdo del lector que supimos ser. Nos estuvo ocupando demasiado la historia últimamente, pero (que lo siguiente cuente como paliativo, señor juez) nos estamos regenerando. El modo (es decir: no la historia: el modo. Digo, para los que después descartan dicotomías un segundo antes de emplearlas) es ‘un nudo en el estómago’ –tal como, de acuerdo a la mitad de las necrológicos, declaró en algún momento Foster Wallace, snif, distingue a la literatura de lo que ‘no sirve para nada’- que no se va hasta que nos sacamos el libro a las patadas. Bueno, es verdad: a veces nos hinchamos un poquito las pelotas con no entender qué carajo se estaba narrando, por perder de vista: referente, causa, connotación, alusión, el castellano mismo: ‘lo araché yévere caín yéveré caían yévere caína la noche’… ¿¿¿Quéeee??? ¿Qué ruido hablás? Pero estos excesos son raros, no se espanten. Y la acción está a la orden del día.
El narrador es una narradora. Una pendeja concheta años antes de caerse de la adolescencia, que gusta del cachengue, y se lleva a la rastra la política (a la que empieza a dejar antes que empiece el libro), el rock, el sexo (un amor para toda la vida, uno que hasta le da de comer), las drogas (todas, de toda forma y todo color. Como el catálogo en ascenso de ‘Las Islas’, pero acá no termina con éxtasis porque Caicedo llegó demasiado temprano. En su lugar, le da a los honguitos que crecen al ritmo de la bosta de las vacas en los montes de Cali), la falta de sueño y la rumba, la violencia y la vida a toda potencia.
El libro es un monólogo incontinente, pero no interior. Muchas veces tiene el tupé de tutearnos y hablarnos cara a cara, la muy guacha.
El personaje es increíble y poco creíble. Es, más que un personaje, un arquetipo de la intensidad, del capricho, (sigo la enumeración) de las tentativas de agotamiento, del puro presente. Es un gran panegírico, es una enorme autoapología. Con un convencimiento que espanta mi gusto burgués, que es el único que tengo. Duda muy poco, y muy al final. O miente mucho, o tiene una negación muy mucho. No: es afirmativa.
Es ella hablándonos todo el tiempo. En ocasiones, muy pero muy pocas, se filtra el varón del otro lado de la adolescencia, intelectual, de Colegio Privado, que era Caicedo. O que ya había dejado de ser Caicedo, o que a regañadientes era Caicedo –me faltan datos.
Como cada vez que esto funciona, uno no comprende por qué funciona.
Hay como tres libros más, parece. Ya estamos mandando más agentes para Cali.

Matías Pailos

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17 septiembre, 2008

La condesa no tiene quien le escriba

Ayer a la noche leí “La Condesa sangrienta” de Alejandra Pizarnik y tuve miedo. Miedo de la Condesa y de su castillo. Miedo de sus agujas, de su risa y de su éxtasis. La imaginaba con su vestido blanco y la piel más blanca, con la mirada vacía, con sus dedos largos y afilados, clavando finos cuchillos y hierros calientes en los cuerpos de sus víctimas. La imaginaba caminando por los pasillos y las celdas, aunque ya no caminaba, sino que flotaba, porque era un fantasma. Y cuando ella pasaba, las muchachas desnudas se apretujaban en las paredes del fondo de sus prisiones. Después, entraba una sirvienta, agarraba a una de ellas al azar y la arrastraba hasta la mesa de las torturas. Imaginaba los cuchillos en el estómago, las venas abiertas y la sangre cayendo sobre baldes destinados a recogerla. Tuve miedo de los tajos, el dolor y el fuego. Imaginaba el laberinto subterráneo del castillo y la imagen era espantosa. Un espacio cuadrado y enorme, poblado de sangre. Al fondo, un pasillo largo con las celdas. Y al frente, su trono, con unos escalones pequeños y empinados, por si quería bajar y participar del dolor ajeno, provocándolo. Y cuando caminaba, o flotaba, la sangre le subía por el vestido blanco, como la leche sube por una vainilla, hasta empaparla toda. Y entonces tenía que ir a cambiarse. Muchas veces. Repetidas veces. En una misma noche. Imaginaba su castillo medieval construido con grandes piedras grises, con paredes de un metro de ancho, carente de todo lujo. El sol no entraba. No había ventanas. El frío era insoportable. Los techos eran tan altos que no llegaban a verse. En su habitación, sólo había una cama, un espejo y un ropero enorme.

Tuve miedo de la Condesa, de haberla invocado con mi lectura, de haberla llamado al imaginarla. Juro que tuve miedo de verla.

El texto de Pizarnik no describe las torturas con detalles excesivos. Más bien, te coloca de pie en medio de los charcos de sangre. Podés girar la cabeza hacia las celdas o quedarte al lado de la Condesa. Podés mirar hacia arriba y ver cómo cae, desde la jaula, la sangre sobre el trono, sobre su boca, sobre su cara, hasta ensuciarla toda.

La Condesa no quiere morir y la Condesa es melancólica.

“Nunca nadie no quiso de tal modo envejecer, esto es: morir. Por eso, tal vez, representaba y encarnaba a la Muerte. Porque, ¿cómo ha de morir la Muerte?”

“Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia”.

Yo soy melancólica. Yo sufro mi inercia. Yo no quiero envejecer ni morir.

El texto de Pizarnik es como la Virgen de hierro: un mecanismo poderoso y mortal. Lo mejor es leerlo como yo lo hice: de noche y a solas. Los cuchillos se clavan y las imágenes corren como veneno. Todo se intoxica. No hay antídoto eficaz, por ahora. Sólo remedios temporales.

Julieta Eme

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15 septiembre, 2008

El mejor


David Foster Wallace (Ithaca, Nueva York, 21 de Febrero de 1962 - Claremont, California, 12 de Septiembre de 2008)

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14 septiembre, 2008

Mi problema

Hay quienes buscan una madre, hay quienes buscan una hija. Mi problema, dijo después de limpiar el vaso del whisky que lo ensuciaba, es que yo quiero ser padre e hijo de la misma mujer.

Matías Pailos

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10 septiembre, 2008

Lo publico rápido a ver si todavía...

Al final

El día que se acabó el mundo yo estaba en un bar de La Paternal mirando por la ventana. El bar se llama La Cumbre y está (estaba) en la Avenida San Martín y Nicasio Oronio. No hacía nada en particular, miraba los autos que pasaban por la avenida, apurados por llegar a ningún lugar. Tenía sobre la mesa el cortado en jarrito todavía humeante y el diario desplegado justo ¡justo! con la nota central acerca del inicio del más grande experimento jamás emprendido por el hombre: el Gran Colisionador de Hadrones (o LCH en su acepción inglesa). Todo tenía un aire extraño, empezando por mi presencia en el bar: era domingo y me correspondía estar con mi mujer, Mariana, en casa de mis suegros, a esa hora de la tarde seguramente derrumbado sobre el sillón tratando de reponerme de un opíparo almuerzo regado con mucho vino. Por una vez decidí saltearme las obligaciones familiares y alegando una improbable gripe me quedé en casa mirando la tele hasta que me aburrí y me vine al bar. Ese placer de estar en el lugar incorrecto acrecentaba la molicie con la que me abandonaba al tránsito de los autos y el paso apurado de los peatones que desfilaban por la vidriera del bar. Pero sobre todo me concentraba en los autos y su forma de ir sin ton ni son de acá para allá. El artículo Csi-Fi me tenía sin cuidado, pero lo picoteaba de tanto en tanto para que ningún parroquiano viniera a reclamarme el diario. Así me enteré que el aparato era un acelerador de partículas gigante, construido 120 metros bajo tierra, que tenía 27 km de diámetro y que se extendía entre dos países: Francia y Suiza. También que lo de hadrones era porque las partículas –protones- que mandaban al muere, acelerándolas hasta alcanzar el 99% de la velocidad luz para después hacerlas chocar y ver que pasa, correspondían a un tipo de hadrón. Al abandonar la nota y quedarme fijo en la ventana pensé en 2 autos que tras dar la vuelta al mundo a la velocidad de luz venían a chocar justo en este tramo de la avenida San Martín y que esa colisión provocaba una estampida multicolor que era como vivir adentro de un fuego de artificio. Lo que esperaban los científicos del palo que se pegaban los hadrones, en cambio, era la aparición del Bosón de Higgs, una partícula fruto de la especulación teórica que sería la responsable de que la materia se imponga sobre la antimateria en el universo. Eso, y algunas otras boludeces más, como recrear el instante después de que a Dios le sonara el despertador: el famoso big bang. Parece que unos meses atrás un agitador de esos que nunca faltan había presentado una acción judicial para impedir el inicio del experimento alegando que podría causar un agujero negro que se tragaría a La Tierra. En un recuadro chiquito al costado del artículo un científico de extenso currículum echaba por tierra la sugestiva hipótesis diciendo que según los supuestos de la física moderna, si sucediera tal cosa el agujero negro duraría tan poco que apenas podría masticarse un protón antes de decir adiós. Más abajo, agregaba que el experimento podría arrojar datos que cambiaran las bases sobre las que se asentaba la física moderna. Al final el artículo había capturado mi curiosidad, y a tal punto que no fue hasta terminar de leerlo que noté el bar vacío. No era que los parroquianos se hubiesen ido, sino que se amontonaban junto al televisor del fondo, de pie y estupefactos frente a la pantalla. Me acerqué a la improvisada teleplatea para ver qué pasaba. Pues bien, algo salió mal y esta vez la cagamos en serio. Parece que el agorero tenía razón. El canal de noticias reproducía las últimas imágenes (literalmente “últimas”) que había captado la televisión francesa. Nada claro, en verdad: gente que corría y gritaba de acá para allá. Una especie de embudo que me hizo acordar al dique del lago San Roque en Córdoba era lo más cercano que las cámaras habían llegado del “desastre”. La imagen duraba un segundo, el cámara se asomaba al abismo, hacía la toma y la imagen se cortaba. Los informes que llegaban ahora, en un rabioso minuto a minuto, eran confusos. Los países que trasmitían las primicias eras precisamente los próximos en desaparecer. Mostraban un borde oscuro, una especie de marea negra que crecía sin límites a la vista. Los parroquianos no hacían comentarios. Uno abrió la boca y dijo “y bueh”. Era un viejo y supongo que estaba satisfecho porque había vivido lo suficiente. Yo en cambio volví corriendo a mi mesa y llamé a Mariana, que me atendió lo más pancha, “hola sí, ¿Qué´pasa”. En su casa nadie estaba mirando la tele. Los hermanos habían salido, el padre dormía la siesta, la madre lavaba los platos y la abuela le daba charla, ella jugaba con el gato en el patio. Traté de explicarle que se acababa el mundo, pero pensó que la estaba cachando, hay cosas que no entran en la cabeza. Le dije que prendiera la tele y que no se moviera de ahí, que yo iba para allá. Miré por última vez la ventana y me dio la impresión que todo, el banco, la librería, el kiosco de diarios, la inmobiliaria, se corría un milímetro y volvía a su lugar; traté de pensar que era producto de mi sugestión. Salí a la calle. Era un domingo gris, destemplado. Quise parar un taxi. Al tercer intento fallido comprendí: siempre atentos a las noticias de las radios los tacheros volaban sobre las avenidas rumbo a sus casas para reencontrarse con sus familias y pasar con éstas lo que quedara de tiempo, o por ahí iban directo a los puteríos, lo cierto es que en lo último que pensaban en esas circunstancias era en levantar un pasajero. Igual no era tan buena idea abordar un auto: la premura de los conductores empezó a desencadenar una avalancha de choques (escuché uno cerca, precedido por una aguda frenada) y sus consiguientes embotellamientos. Lo ideal era una bicicleta o una moto, pero también acarreaban ciertos riesgos porque como todos los de a pie habían advertido las ventajas de estos medios de locomoción se los disputaban a los legítimos dueños lanzándose sobre éstos cuando pasaban junto a ellos. Sin embargo el caos no era para tanto seguramente porque se trataba de un día domingo y la mayoría se encontraba reunido con su familia en sus casas atentos a la evolución de los hechos o aguardando el inminente final. No me quedaba otra que ir a pie. La casa de mis suegros está (estaba) en Flores. Yo vivo en Paternal. Serán unas 30 o 40 cuadras. Podría ser peor, pensaba. Me propuse trazar una recta por las avenidas: tomar la diagonal de San Martín hasta Gaona y de ahí derecho hasta dar con Nazca y de ahí ya sólo eran diez cuadras. Salí corriendo a trote sostenido. A la altura de Juan B. Justo sentí que la mochila me pesaba, me la saqué a la carrera y la arrojé a un costado de la calle. Ahí quedaban los dos libros que estaba leyendo (pensar que los llevé al bar y ni los había tocado) el cuaderno con mis originales sin pasar en limpio, el folleto de una muestra de arte, los estuches de mis anteojos, la lapicera con la que escribía, el lápiz con el que subrayaba. Empecé a extrañar mi mochila, di vuelta la cabeza sin dejar de correr y ya no estaba. En verdad tampoco reconocía el camino a mis espaldas como el que acababa de recorrer. Un obelisco de piedra con escrituras talladas en la intersección de cinco esquinas me confirmó que había llegado al Cid Campeador. Torcí a mi derecha para tomar Gaona. Me sonó el celular que llevaba en el bolsillo de la campera. “Hijo, cómo no fuiste capaz de llamarme” ni en el último minuto del universo mi madre iba a dejar pasar la oportunidad de reprocharme algo. “Tu padre fue a la terraza a ver el cielo y no volvió”, dijo Mamá. “Ya llegó acá, veo los bordes en jardín del patio, hijo, tus padres te amamos” “Mamá yo..:” quise hablar pero se cortó la comunicación. Me miré la mano y vi que sostenía un ladrillo de barro cocido, se lo arrojé a la vidriera de un comercio de moda femenina. No quería dejar pasar la oportunidad del vandalismo. El vidrio absorbió el proyectil y se onduló en círculos concéntricos como si fuera un estanque. Después me arrepentí de haber arrojado el celular porque ya no podía llamar a Mariana y no estaba tan seguro de poder llegar a la casa de mis suegros. Después pensé en papá fundiéndose con el cielo en el afán inquieto de una curiosidad tan suya que nunca midió los riesgos. Es papá subiendo por las escaleras de portland gris que conducen a la terraza hasta advertir que ya no pisa escalones sino que asciende en el aire. Después pensé en la casa de Saavedra y en que todos los lugares donde había crecido y transcurrido mi infancia habían sido tragados por el agujero negro y que en el acelerador de partículas de mi cerebro, donde los electrones iban y venían a la velocidad de la luz, tenía sede el último reducto desde el que la materia libraba la batalla inútil por preservar aquello que yo había sido y lo que todavía, a pesar de todo, era.
Alcé la vista y miré el cielo: estaba púrpura y albergaba círculos concéntricos en los que la atmósfera parecía sometida a los efectos de varias licuadoras trabajando al mismo tiempo. Yo seguía corriendo pero no tenía ni idea de por donde iba. El aire también estaba enrarecido: olía a una mezcla de plástico quemado con flores podridas y cada vez se hacía más difícil de respirar. Yo trataba de seguir en línea recta pero la misma noción de línea y recta parecía haberse puesto cuestión. Calculaba que el próximo espacio verde sería Plaza Irlanda. La naturaleza oponía mayor resistencia a la transmutación que las cosas inanimadas. De pronto vi a una persona que corría a mi encuentro, no tuve tiempo de esquivarlo y se me vino encima y me atravesó y continuó corriendo a mis espaldas. Giré la cabeza para verlo perderse y cuando la volví al frente ya no había calle sino un páramo y mis botas de caucho pisaban un suelo de tierra yerma y agrietada. Iba vestido de impermeable azul, después de saco y corbata, después con vestido de seda, después llevaba un kimono y después tenía un conjunto ceñido al cuerpo de una tela elástica, vaporosa y a la vez resistente obra de la industria textil de un futuro pretérito que ni yo ni mis imposibles descendientes llegarían a conocer. De pronto divisé, en el medio del desierto, la pinturería que se alza imponente en la esquina de Nazca y Gaona y que tantas veces me salvara de pasarme cuando Mariana vivía con sus padres y yo iba en auto a visitarla. Doblé a la izquierda en el desierto y me interné en una jungla tupida (pensé en la plaza de Nazca y Neuquén). Me acordé que ahí se alzaba una iglesia, miré a mi izquierda y, en efecto, ahí estaba: la gente se agolpaba a las puertas como si ahí dentro se rifara la salvación de las almas. El párroco, vestido de punta en blanco a las puertas del templo, bendecía a tontas y a locas mientras un monaguillo echaba baldazos de agua bendita sobre la ávida multitud. Me interné más y más en la jungla, que se hacía cada vez más espesa, abriéndome camino con los brazos, tenía las manos laceradas por abrojos y espinas. Di a un claro y seguí un sendero que desembocó en una calle. Pisar asfalto me dio nuevos bríos, pero ya sentía las fuerzas menguadas. Cada paso era una victoria arrancada a la inmovilidad general del mundo. Encima, al caminar, el macadam se me quedaba adherido a las sandalias. Hasta que ya no pude resistir la tentación y miré hacia atrás y ahí estaba: el horizonte reemplazado por un telón negro que era como la señal de cierre de transmisión avanzando sobre nosotros. El negro vibraba como las cosas que se ven a través del calor y era como que te cautivaba y te llamaba. Sentí unas ganas tremendas de correr y zambullirme de cabeza. Recobré el placer que siembre había experimentado al nadar. Estaba por dar un paso en esa dirección cuando recordé a Mariana. Mariana en la casa de mis suegros, en Flores, abrazada a la esperanza que prometía mi llamado de encontrarnos para irnos juntos. Volví la cabeza al frente y me encontré con Nazca y Rivadavia. Sólo 5 cuadras más. Parecía cosa de nada aunque a esta altura el espacio era como la bolita de la ruleta bailando dislocado en la timba del tiempo. Di un paso, dos, tres. Caminé con bastón, en patineta, en cuatro patas, volví a ser homo erectus a la altura de Directorio. 3 Cuadras. Se me ralentó el paso. Cada vez que caminaba sentía que arrastraba conmigo el peso del mundo remanente. A mitad de cuadra dejé de sentir el pie derecho, después el izquierdo. No darse vuelta, no mirar atrás. Evolucioné tres metros de rodillas, dos con los muñones de los muslos, uno arrastrándome con las manos. Me quedaban cabeza y hombros. Sentí una picazón en la espalda y me llevé instintivamente la mano izquierda hacia ahí y la perdí. Era como si el resto del cuerpo se me estirara, largo como un fideo, hasta el confín de la nada. Pensé en Mariana, en la forma como se reía, en cómo se enojaba, en la postura que adoptaba al quedarse dormida, encogida en la cama y ya no podía pensar más porque el negro se me enroscaba en el pensamiento, estaba a una cuadra, miré hacia delante y no reconocí nada, era como mirar de frente la puesta de sol en el mar, cerré los ojos y puse a Mariana en mi cabeza, fija sobre el negro y me dispuse a retener esa imagen todo lo que aguantara, estiré la mano derecha que era lo último que me quedaba de este mundo y sentí que unos dedos suaves la rozaban. Después todo fundió a negro y fue basta para mí y basta para todos.

Ariel Idez

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09 septiembre, 2008

Me tiré por vos (editor's cut)

No sé… Raro… Muy raro, la verdad… No sé. Un poco desilusionada. Pero no, ‘desilucionada’ no es la palabra, es…

El tipo me agrega en facebook, así que pensé: ¡guau, qué flash! Yo estaba de vacaciones, otra onda… Y él que me empieza a gastar por lo que puse en el perfil, por lo de ‘open-minded’, ¿viste? Al toque el diálogo se pone bizarro. Nos metemos en una polémica en torno al tamaño de Groenlandia… No sé cómo terminamos ahí. Creo que empezó él, me parece… bueno: que me empieza a apretar con eso de que me conviene un tipo mayor, pero no tanto. Me pone… pará que lo busco… “A usted le convienen claramente los hombres maduros –aunque no pasados. Muchachones de 30 y algo, vamos”. Okey, dije… él me gustó –siempre me gustó. Pero al toque me doy cuenta de que no sabe quién soy. En efecto: no sabía. Me había sumado al tun-tun… después me dijo que suma 20 chicas por día. Obvio que tarde o temprano iba a caer. Después, le pregunté cuando nos vimos, que por qué me había agregado si no me conocía. Me dijo que era sencillo: foto de chica bonita con onda y un enter en “Add as a Friend”. Es decir: lo mismo que le dice a las demás, ¿entendés? ¿Entendés? ¡Me dijo que era bonita!

Ahí dice de vernos… Y yo que le hablo de cualquier tema menos del encuentro, que le digo cosas lindas e insinuantes, que le dejo-entender-qué-me-pasa, pero sin decirlo, claro. Una sabe que nunca hay que decir que sí a la primera. Y este troglodita me quiere hacer decirlo… Obvio que no se lo dije. Le dije que me podía, sí, y que me pasaban cosas, pero en el contexto general de hacerme la boluda, ¿no? Bueno: el tipo que me dice que no juegue al… Pará que te lo cito… “Encuentro casualmente planeado”… Sí, bastante pavo el jueguito de palabras… Y que él puso día, hora y lugar y que yo me hacía la boluda, y… No. No. Sólo dejó a entender que me hacía la boluda… Pero es e-vi-dente.

Quedamos en vernos en el Río. Paré en la estación de servicios para comprar ya sabés qué (sí: eso) y… Hola, me dice. Y me pongo toda colorada. Una boluda… Me habla. Me relaja que me hable. ¡Cómo habla! Pero bien, cómo integrándote en el diálogo, como interesándose por vos… No sé… Ahí me entero que no sabe manejar. ¡Tenemos que enseñarte! Se ríe. Pero no encontramos bar. Todo mal…

Le digo que compremos una petaca y vayamos al Río, pero no quiere. Me dice de un bar. ¿Zoey? No sabe cómo se llama. Conclusión: Zoey.

¿Qué tomo? Una caipirinha, por supuesto. Él se pide una cerveza y me empieza a hablar. ¡Cómo habla! Habla demasiado. ¿Qué dice? Me hace preguntas. Preguntas boludas, preguntas interesantes, preguntas ligeramente indiscretas. Me fuerza a contarle, ¿no…? ¡Lo del yanqui, nena…! ¡No! ¿Cómo te parece que va a hacer eso? Pero tanto preguntar de sexo, tanto contarme y opinar (sobre todo opinar), tanto rondar y meterse en el tema del sexo que al final tengo-que-contarle… Sí: la verdad que me puso un poco incómoda. No mucho, pero… Sí: un poco incómodo. Pero bueno: supongo que ya estaba sobre aviso. Después de todo, ¿de qué escribe? Sexo y porro. Nada más.

Drogas. Hablamos de drogas. Me dice que coger con porro es lo más. No sabe de qué habla. ¡Éxtasis, nene! Concede. Me dice sí, sí, sí. Me dice que sí, que cree que sí, que no puede opinar porque nunca probó. ¿Podés creer? Me dan ganas de tener una para que colemos. Me dan ganas… De morderle los labios. ¡Cómo habla! ¡Pará de hablar, nene!

Me cuelgo. Me pongo nerviosa, dejo de hablarle. Me mira las tetas. Bien: para algo me puse el escote. Deja de hablar. Lo controlo. ¿La tendrá grande?, pienso. Estoy nerviosa. ¿Le cuento…?

Tengo algo que contarte … Sí, un poco me hago la boluda. Estoy nerviosa en serio, pero… más o menos. No. En verdad, no. Ahí le cuento que lo leí, que leí las dos novelas que colgó, que… Sí. Sí: pone cara de sorprendido. Y me dice cosas como de agradecido, pero… Sí: como que no le importa. Me mira las tetas todo el tiempo. Me pone incomoda: un poco…

Pará, le digo –y lo saco. Besa re-suave –por lo menos ahí. Después… Sí: un poco una decepción. Me entra a manosear. Sí: me caliento… tengo ganas de bajarle los pantalones y chupársela. Salí, le digo. Me pide otra caipirinha. Nadie-me pide-tragos. Se asusta. Debe pensar… No sé, no sé, la verdad… Te lo vas a tomar vos –y me hago la enojada. Se me acerca en plan de reconciliación. Ahora te lo tomás – y lo saco de encima de nuevo. Me muero de ganas de preguntarle qué piensa de las novelas. Hay que pagar, pero él ya pagó. Ok. Supongo que está acostumbrado a pagar… Dale.

Vuelvo con lo de la petaca. Le comento de la casa abandonada. Se niega otra vez… sí, medio aburrido, el tipo. ¡Pará!: vas a aprender a manejar. Me empaco. Vas a aprender a manejar. Es por tu bien… Sí, de esos tipos… Sí, hay que obligarlos, pero por su bien. Si no, nunca hacen nada.

Obvio, nena. Yo consigo lo que quiero. Nos bajamos e intercambiamos asientos. Pisá el acelerador, largá el embriague, eso… Le sale bastannnn-tebien –para ser la primera vez. Hace cinco metros, dobla a la derecha y estaciona… No, nena: ¡hizo nada más que cinco metros! Evidentemente cree que soy boluda.

Entonces me enojé. Pero me renojé, ¿eh? Me enojé en serio, pero jugando… Bajé del auto y le dije: ahora sí que me hiciste enojar. Y pisé el acelerador… No, para nada. Tomé una caipirinha, nada más… Hice tres cuadras rápido... Él… No sé… Como que entra en pánico. Pero no pasa nada: tengo todo bajo control. Me dice algo… Me habla… Como que le tiembla la voz. Yo sigo. Hago tres cuadras a full, pero tranqui. Desacelero para doblar, y… El tipo se tira del auto… No: en movimiento! El tipo se tira del auto en movimiento, ¿entendés?

Matías Pailos (editado por Ignacio Mastro)

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08 septiembre, 2008

Me tiré por vos

… no sé… raro… muy raro, la verdad… no sé. Un poco desilusionada. Pero no, ‘desilucionada’ no es la palabra, es…

El tipo me agrega en facebook, así que pensé: ¡guau, qué flash! Yo estaba de vacaciones, otra onda… y el tipo me empieza a gastar por lo que puse en el perfil, por lo de ‘open-minded’, viste? Al toque el diálogo se pone bizarro. Nos metemos en una polémica en torno al tamaño de Groenlandia… viste? No sé cómo terminamos ahí. Creo que empezó él, me parece… bueno: que me empieza a apretar con eso de que me conviene un tipo mayor, pero no tanto. Me pone… pará que lo busco… “A usted le convienen claramente los hombres maduros -aunque no pasados. Muchachones de 30 y algo, vamos”. Okey, dije… él me gustó –siempre me gustó. Pero al toque me doy cuenta de que no sabe quién soy. En efecto: no sabía. Me había sumado al tun-tun… después me dijo que suma a 20 chicas por día. Obvio que tarde o temprano iba a caer. Le pregunté después, cuando nos vimos, que por qué me había agregado si no me conocía. Me dijo que era sencillo: foto de chica bonita con onda y un enter en Add as a Friend. Es decir: lo mismo que le dice a las demás, entendés? Entendés? Me dijo que era bonita!

Ahí me dijo de vernos y yo me hice un poquito la que ay, no sé, en fin, que te hablo de cualquier tema menos del encuentro, que te digo cosas lindas e insinuantes, que te dejo-entender-qué-me pasa-con vos, pero sin decirlo, claro. Y este troglodita me quiere hacer decirlo… Ob-bvio que NO se lo dije. Le dije que me podía, sí, y que me pasaban cosas, pero… en el contexto general de hacerme la boluda, no? Bueno: el tipo que me dice que no juegue al… pará que te lo cito… “encuentro casualmente planeado”… sí, bastante pavo el jueguito de palabras… bueno! Y que él puso día, hora y lugar y yo que me hacía la boluda, y… no. No… solo dejó a entender que me hacía la boluda… pero es e-vi-dente.

Quedamos en vernos en el Río. Paré en la estación de servicios para comprar ya sabés qué (… sí: eso) y hola, me dicen. Y me pongo toda colorada! Una boluda… me habla. Me relaja que me hable. ¡Cómo habla! Pero bien, cómo integrándote en el diálogo, como interesándose en vos… no sé… ahí me entero que no sabe manejar. Tenemos que enseñarte! Se ríe. Pero no encontramos bar. Todo mal…

Le digo de comprarnos una petaca e ir al Río, pero no quiere. Me dice de un bar. Zoey? No sabe cómo se llama. Conclusión: Zoey.

Qué tomo? Una caipirinha, of course. Él se pide una cerveza y me empieza a hablar. ¡Cómo habla! Habla demasiado. Qué dice? Me hace preguntas. Preguntas boludas, preguntas interesantes, preguntas ligeramente indiscretas. Me fuerza a contarle, no…? Lo del yanqui, nena…! No! Cómo te parece que va a hacer eso? Pero tanto preguntar de sexo, tanto contarme y opinar (sobre todo opinar), tanto rondar y meterse en el tema sexo que al final tengo-que-contarle… sí: la verdad que me puso un poco incómoda. No mucho, pero… sí: un toque. Pero bueno: supongo que ya estaba sobre aviso. Después de todo, de qué escribe? Sexo y porro. Nada más.

Drogas. Hablamos de drogas. Me dice que coger con porro es lo más. No sabe de qué habla. Éxtasis, nene! Concede. Me dice sí, sí, sí. Me dice que sí, que cree que sí, que no puede opinar porque nunca probó. Podés creer? Me dan ganas de tener para que colemos. Me dan ganas de morderle los labios. Cómo habla! Pará de hablar, nene!

Me cuelgo. Me pongo nerviosa, dejo de hablarle. Me mira las tetas. Bien: para algo me puse el escote. Deja de hablar. Lo controlo. La tendrá grande?, pienso. Estoy nerviosa. Le cuento…?

Tengo algo que contarte, le digo… sí, un poco me hago la boluda. Estoy nerviosa en serio, pero… más o menos. No. No en verdad. Ahí le cuento que lo leí, que leí las dos novelas que colgó, que… sí. Sí: pone cara de sorprendido. Y me dice cosas como de agradecido, pero… sí: como si no le importara. Me mira las tetas todo el tiempo. Me incomoda.

Pará, le digo –y lo saco. Besa re-suave –por lo menos ahí. Después… bueno… sí: un poco una decepción. Me entra a manosear. Sí: me pongo un poco… tengo ganas de bajarle los pantalones y chupársela. Salí, le digo. Me pide otra caipirinha. Nadie-me pide-tragos. Sí, un toque se asusta. Debe pensar… no sé, no sé, la verdad… te lo vas a tomar vos, le digo –y me hago la enojada.

Pará, le digo –y lo saco. Bueno, le digo. Me muero de ganas de preguntarle qué piensa. Hay que pagar, pero él ya pagó. Ok. Supongo que está acostumbrado a pagar… dale.

Le vuelvo a decir de la petaca. Le comento de la casa abandonada. Se niega otra vez… sí, medio aburrido, el tipo. Pará!: vas a aprender a manejar. Me empaco. Vas a aprender a manejar. Es por tu bien… sí, de esos tipos… sí, hay que obligarlos, pero por su bien. Si no, nunca hacen nada.

Obvio, nena. Yo consigo lo que quiero. Nos bajamos e intercambiamos asientos. Pisá el acelerador, largá el embriague, eso… le sale bastannnn-tebien –para ser la primera vez. Hace cinco metros, dobla a la derecha y estaciona… No, nena: hizo nada más que cinco metros! Evidentemente cree que soy boluda.

Entonces me enojé. Pero me renojé, eh? Es decir… me enojé en serio, pero jugando, entendés? Bajé del auto y le dije: ahora me enojé. Y pisé el acelerador… no, para nada. Tomé una caipirinha, nada más… hago tres cuadras rápido, pero nada más. Al tipo, no sé… como que entra en pánico, entendés…? Pero no pasa nada: tengo la situación bajo control. El tipo me habla, como que le tiembla la voz. Yo sigo. Hago tres cuadras a full, pero tranqui. Desacelero un toque para doblar, y… el tipo se tira del auto… no: en movimiento. El tipo se tira del auto en movimiento, entendés?

Matías Pailos

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05 septiembre, 2008

Mísil Children o fragmentos de un discurso amoroso

El viernes pasado fuimos con MP a ver la obra de nuestra amiga Porno y Fugaz. Acá está la reseña:
Baja fidelidad, suena Jarvis Coker, golpe bajo, ya estoy enamorado.
But I don't mind the rainSo strike me once againI got nothing to lose
Mísil children. Missing children. Chicas perdidas. Chicos extrañados.
Inteligente (sin ser pedante), sensible (sin ser cursi) y ambiciosa opera prima de la joven directora, Mariana Levy, quien además es la autora del libro (dramaturgia). De lo que podemos inferir que se rompió el orto trabajando. ¿El resultado? Queremos más Levy. Los chistes, al igual que los argumentos filosóficos, son entidades lingüísticas. Los chistes, si son buenos, provocan risa, los argumentos, convencimiento. Estadísticamente, la mayor parte del tiempo, la gente se ríe con las hermanas Mísil. Sin embargo, es arriesgado inducir de la risa del público que se trata de una comedia. Gracias a la autora por la ambigüedad.
“Las cuatro hermanas Mísil son tres, Amy y Jo” – Nicanor Parra.
Majo Mísil (Salomé Boustani) es el trauma. El elemento disruptivo que pone en movimiento la historia. Luli Mísil (Julieta Halac) encarna solución la lógica al trauma, la inteligencia. Es la joven directora de cine que utiliza técnicas sacadas de Guantanamo para representar la historia de sus hermanas en video. Angy Mísil (Gisela Vlatko) es la superación de la lógica por la sabiduría bajo el manto de la ingenuidad.
Dos pinochas conversan mientras que un pinocho masajista le frota la espalda a una de ellas. Al pinocho masajista se le ponen los ojos como el dos de oros tras escuchar el contenido de la conversación. Un segundo pinocho aparece en escena. Intenta dar un discurso moralizador a una de las pinochas. La otra pinocha se acerca y le dice “Sos muy ambicioso. Querés California y Nueva York, pero te vas a quedar en Texas”. ¿De qué película se trata?

Nacho

Mísil Children.Viernes 21hs - Abasto Social Club, Humahuaca 3649Reservas al (011) 4862-7205

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