El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

29 junio, 2009

Aquí, el presente

Perdimos. Perdimos como en la guerra. En medio de un trabajo aburridísimo, mientras miro el cielo cubierto y gris como si me asomara al paisaje de la premonición abro un doc. y escribo. No tengo nada para decir salvo mi malestar. Hay paliativos, ya sé: que la política no se limita al resultado de una elección, que la democracia se construye día a día, que el ejercicio del poder desgasta, que toda acción genera su lógica reacción, que los Kirchner nunca tuvieron la habilidad para construir alianzas estratégicas, que se refugiaron en los intendentes brutus del conurbano, que la 125 estaba tan llena de buenas intenciones en su formulación como de vicios en su intento de ser llevada a la práctica. Sí, ya sé, ya sé, pero la verdad es que hoy, por lo menos hoy, no me puedo sustraer a este dato: VUELVE LA DERECHA, HERMANO. Y vuelve de la mano de lo peor, ni siquiera te la ponen maquillada, ni siquiera una coalición que proponga civismo y buen gobierno. GANÓ UN INVENTO DE LOS MEDIOS. Un tipo cuya única propuesta fue reproducir lo que decía su imitador de la tele, un simulacro de un simulacro. Si Pino, todo bien con tus ideas tan limpias y prolijitas desde la cómoda butaca de la oposición y la imposibilidad de ser poder para aplicarlas, si, muy bien Sabatella, que ya se perfila como alternativa para tratar de sacarnos del desmadre al que nos llevará la derecha en la próxima década. Pero la verdad es que veo la caída de un gobierno que procuró no apretar la soga por la parte más delgada, que por una vez intentó jugarla contra (algunos, al menos) grupos de poder. Un gobierno que tiene como enemigos jurados a la Sociedad Rural y el Grupo Clarín no puede ser tan malo ¿no? Igual todavía no sé si pecó de soberbio, como dicen muchos, o de tímido, por no jugarse más a fondo. Me da la impresión de que en la 125 se libró en la cancha esa batalla por la redistribución que los gran DT de la izquierda siempre dibujan en la servilleta de los bares. Qué quieren que les diga, me da por las pelotas la derrota del Frente para la Victoria. Da la impresión que Argentina, salvo cuando las papas queman, es de derecha o utópicoprogresista al pedo. Tal vez yo tenga una visión totalmente distorsionada de la realidad, tal vez peque de ingenuo, como me acusó un amigo, pero me da la impresión que esta elección señala la derrota de uno de los pocos proyectos transformadores que yo vi en mi vida en este país. Con todos sus vicios y sus errores, trató de fortalecer al Estado, impulsó políticas redistributivas, alentó la producción y el trabajo por sobre la timba de la patria financiera. Cometió miles de errores, pero tiraba para el lado que yo quiero que tire el gobierno en mi país, y como dice un tipo por ahí, “hay que bancarse ser oficialista”. Chau redistribucion, chau ley de radiodifusión democrática y antimonopólica, chau apelación a las bases, chau lucha por el salario, chau jubilación digna, chau. Hola prebendas, hola lobby, hola FMI, hola ajuste, hola enfriamiento de la economía, hola caída del salario real, hola miseria, hola desalojo, hola, hola, hola. Hubo un tiempo en que fui tímido, que fui un boludo de verdad. Ya no me callo, le discuto a cualquiera. Soy kichnerista y me la banco y hoy me hago cargo de la derrota y de mi malestar y los narcolorados inventados por el marketing mediático, los cívicos bienpensantes, los utópicoprogresitas que nunca se ensucian las manos y la clase media fascista, especialmente mi querida clase media fascista que se vayan todos a la reputamadre que los remil parió.

Ariel Idez

28 junio, 2009

Más razones por las que un lector de este blog debería escuchar a Sonic Youth

Thurston Moore, cantante y guitarrista de Sonic Youth, en declaraciones publicadas en "Los Inrockuptibles" (año 13, nro. 136, Junio de 2009, $11.90):

-... El que acabo de terminar es "Los detectives salvajes", de Roberto Bolaño, un libro extraño y fascinante. Tengo también "2666", que quiero leer pronto, me despierta mucha curiosidad. Y acabo de leer un libro de un escritor argentino sobre un grupo de personas que acampa en un edificio en construcción, y hay fantasmas en el edificio. Su nombre es... mmhh, a ver cómo se pronuncia esto... César Aira.

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23 junio, 2009

"El Pendejo", capítulo 5, página 24

(1) Florencia. Mi compañerita de trabajo. Chica del interior, sola en Bs As. Me enamoré a la tercera o cuarta vez que la vi. Estaba, sin embargo, convencido de que jamás lograría nada. Porque ella, eso creía, también estaba fuera de mi liga, y en una divisional superior. (No recuerdo cuándo erradiqué esta metáfora de mis devaneos. No recuerdo haberlo hecho, tampoco.) Yo entré; ella ya estaba. Portaba un culo como pocos, enmarcado en pantalones de vestir ceñidos a una figura, por lo demás, flaca. Salvo la cara. Tenía una cara lunar. Tenía una nariz larguísima. Tenía unos ojos redondos e inquietos. Ojos curiosos e indefensos. Tenía ojos, boca, mejillas para comer a besos. Tenía lo que debía tener para despertar en mí ese monstruo del pasado que siente como su deber proteger ninfas que no piden ser protegidas. Menos aún ser catalogadas como ninfas. Entonces, como les decía, tal como les informaba: me enamoré. Pesimista enrolado en las filas pesimistas del pesimismo, sentencié: “nunca te la vas a levanta”. Pero proseguí. “Si lo hacés, no vas a pasar del primer beso”. Continué: “si pasás, nunca va a aceptar otra cita”. Prolongué: “nunca te la vas a coger, nunca te vas a poner de novio con ella, nunca te va a ser fiel”. Con ese espíritu no encaré la situación. Digo: mi actitud fue: la de no-encare. Así que un viernes en el que, como cualquier viernes, nada tenía que hacer, escuché que ella manifestaba las ganas de concurrir a un festival público en los bosques de Palermo, donde tocaba una banda de nombre irreproducible. Me ofrecí a acompañarla. Sin segundas intenciones. Sin intenciones concientes. (Las únicas que existen… ¿no?) Finalizamos la jornada laboral. Nos cambiamos en el local y partimos hacia los bosques. Yo, entonces, jamás sonreía. Entonces: no sonreí. Hablé hasta por los codos. Hasta me peleé con ella -en el plano teórico. No llevaba, entonces, ninguna ofensa ni disputa al terreno personal. Estaba convencido de que eso era lo que hacía. Así de estúpido era. Acarreaba esas jactancias y esos errores. No era mal pibe. Llegamos. Vemos, de lejos, el recital. Noto, de modo cada vez más patente, su entusiasmo, su desborde. Noto el cese de sus resistencias. Palpo su comunión con el recital, con el aire libre, con la noche en compañía de un extraño en una ciudad ajena e inabarcable. Noto mis nervios. ¿De qué tengo nervios? Reafirmo: esta mujer me es inalcanzable. Cada vez y cada vez más, más y más nervioso. ¿De qué, de qué, Dios, de qué? El corolario, el final: una estampida. Ella se tuerce el pie o le quiebran la uña. Dolor. Incomodidad. Quiebre del idilio. No quiebre de la complicidad. Vamos a tomar un café. Un café: el alcohol en ese entonces también me era ajeno. (Años más tarde, una compañera de Facultad me tildará de ‘hermanito menor pasteurizado’.) La conversación se extiende. Veo, noto, palpo el titilar de sus ojos. Un rayo atraviesa mi pecho, un retumbar estremece mi aura. ¿De qué, por Dios, de qué por Dios estoy nervioso? Ella no. Ella está más allá. Lo sé. Me lo digo. Lo sé. Me lo digo. ¿De qué? Es tarde. Es tardísimo. La acompaño a la puerta de su casa: la pensión. ¿De qué, de qué estoy más y más nervioso? Ella se detiene. Yo zanjo todo posible inconveniente: la beso en la mejilla y sentencio: hasta el lunes. Me voy. Otro sentimiento crece: soy un pelotudo. Comento, hablo, expongo mi caso ante mis amigos. Ante Pedro, ante Darío, ante Damián. Ellos, duchos para los casos ajenos, fallan: soy un pelotudo. El lunes, con todos los nervios acumulados y temblores desconocidos (como los adquiridos la primera vez que se realiza una actividad física luego de años de molicie), le hablo. Hola. El mundo se desploma. El mundo se restablece a continuación. Hola, dice ella. Al mediodía, me le acerco. Hablo. Doy rodeos. Finalmente, digo lo que quiero (en el fondo, en el frente, en todos lados) decir: salgamos. Por supuesto que no digo: salgamos. Era, entonces, todavía más idiota de lo que soy ahora. Muchísimo muchísimo más ignorante. Creía (y no puedo evitar la aclaración: qué estúpido, qué idiota) que la mujer era un elemento frágil. Qué idiota. Así que no podía ser tan directo. Qué imbécil. La invité al cine, el miércoles. Ella farfulló una cosa así como que no podía prever lo que podía hacer de ahí al miércoles. Yo: rojo de vergüenza. Rectifico: internamente rojo de vergüenza. Y arrepentimiento. Y culpa. (¿De qué, Dios, de qué, pregunto hoy, desde mi yo esclarecido? De haber osado invitarla, de haberme atrevido a pensar en que cabía siquiera una recóndita posibilidad de que aceptara.) Asentí. Retuve, contuve y aferré la íntima, falsa certeza. Ella está más allá. Me retiro. Me pierdo entre anaqueles, estanterías, clientes. Me disuelvo entre libros. Apenas la miro. Apenas recuerdo haber tenido en mente invitarla. Solo queda la culpa y el amor. Porque ya la amo. Porque la amo desde la tercera o cuarta vez que la vi. Mi horario finaliza. Saludo a todos y me pierdo en la ciudad. Sí: ella no está cómoda conmigo. No debí haberla invitado. Martes. Martes, horario de comida. Como aparte. Ella me mira. Yo sé que me desprecia. Peor: sé que doy lástima. Mi horario de trabajo toca a su fin y busco perderme en la ciudad y en fondo del libro que estoy leyendo y en el que olvido todo mi presente y país: Los Buddenbrook, de Thomas Mann. Me voy. Pará, escucho. Ella. Sigue en pie la oferta, pregunta. Qué, pregunto. La oferta. La invitación. Qué. El cine. Sí. Bueno. Bueno. Acepto. Ah. Fantástico. Mañana. Mañana. Me pierdo en la ciudad. No puedo leer. Soy inmensamente feliz. Estoy inmensamente nervioso. Paso el miércoles en babia. Termina nuestro horario. Ella no quiere que nadie se entere, así que nos encontramos directamente en el cine. No recuerdo la película. No quiero recordar ningún detalle, y miento en este preciso instante, cual Epiménides. La película y mi manojo de nervios. Mi manojo de nervios y el café posterior. La charla eterna, íntima. La complicidad que persiste, que se ahonda. Otra vez. Una más. La caminata hacia su pensión, y: en esta esquina la beso. No no: no es el momento. No es El momento. El único existente. Siento que solo hay un momento, una oportunidad. Todo o nada. Poco y nada cuentan en el Federico de entonces las mil y una pistas e indicios a mi favor. Ella está más allá. Ella sigue siendo inalcanzable, aunque el milagro parece posible. Qué pena que fuera tan descreído. La acompaño, sigo, en esta esquina… en esta otra… en esta otra… en esta calle… en esta, que ya llegamos… acá, acá, vamos, acá… llegamos. Ella se detiene. Sube al primer escalón. Qué alta que es. Sonríe. Ríe. Ríe de más. No. Ya no. Si lo tuve, ya no. Ya no, pero sigo conversando. Me acerco, pero no. Vamos, sigo hablando, me acerco, ¡No!, me alejo. Silencio. Bueno. Ella dice: bueno. Yo: nada. Chau, y la que habla es ella. Gira, mete la llave, se pierde en el interior. Pelotudo, y cobarde, y poca y poquísima cosa, y nunca nada jamás probaré los restos de las migajas del amor. Por mi culpa. Por mi sola culpa, a pesar de ser menos que nada. Esto no explica cómo es que, una semana más tarde, la volví a invitar a salir. Menos aún, por qué aceptó. Otro recital. Los recitales manaban cual bebedero desaforado. ¿Dónde? En el Centro. En un lugar que ya no existe. Toca: Peligrosos Gorriones. Me caen bien -no soy fanático. Nervios por millones, y una decisión atorada en mi boca que pugna por salir. De repente lo siento: es inevitable. Voy a hacer cagadas, pero es inevitable: voy a hacer. Lo que no hice ayer, hoy voy a hacerlo mal. Y lo voy a hacer. Las pulsaciones son tantas y tan descarriadas como las salidas anteriores, pero ahora la perspectiva es diferente: ya no me atornillan al suelo. Ahora se amotinan bajo mis pies. Ahora me amotinan bajo mis pies, pero mi corazón, y solo mi corazón, está arriba, corriendo ineluctablemente al error. Los Gorriones empezaron hace rato, y de sopetón: una pausa. Es. Es. Ahora. Es. Y Es: Florencia, digo. ¿Sí?, dice. Me encantás. Muero por vos. Y, Florencia. ¿Sí? Voy a besarte. Tiemblo. Se me nota. Se me nota muchísimo. Avanzo. Solo con la cara, avanzo. Apunto a su boca, y: fuego fatuo. Allí donde instantes ha se manifestara una boca, ahora lo hace una mejilla. Fallo. Todo bien, sonrío. ¿Vos?, pregunto. Bien, y percibo la tensión. Hay un costado muy agradable y un costado muy desagradable combatiendo en su interior, turnándose en el ejercicio del poder, incluso manteniendo aberrantes instancias de cogobierno. Sufre y goza. Yo solo percibo tensión. Solo veo fracaso. Estoy desbocado, estoy corriendo a la velocidad del sonido y con el corazón roto. Estoy hecho trizas, y tomo, por primera vez en meses, una cerveza. Estoy fuera de mí. Comienzo a hablar. Le digo que es hermosa. Le digo, le digo, le digo… una barbaridad. Le digo que sé que yo también le gusto. Le digo que sé que quiere que la bese. La tomo del brazo. Se zafa. Funde a negro: vuelve la banda. Clavo la vista en el escenario, y no la remuevo hasta que terminan. Hablo con ella. Hablo de más. Digo lo que no hay que decir, la piropeo, estoy desbocado. Estoy algo borracho. El show termina; la miro. Desclavo los ojos del escenario y los clavo en los suyos y me pierdo. Se pone colorada, desvía la mirada. Vamos, pregunta. Vamos, accedo. Vamos a caminar: no mejor no. Dale…: no. Me voy a casa. Te acompaño: … okey. En el camino, se derrumba la fachada. El coraje se desvanece con la sobriedad. Cito nuevamente al poeta: sobrio no te puedo ni hablar. No podía. No la miraba porque temía perder los estribos, porque no quería dejar escapar el fantasma de mi última esperanza. Así, llegamos a la pensión. Espera, en silencio. ¿Por qué? ¿Por qué ahora, ahora que no tengo coraje, ahora que vuelvo a comprender que me sos inaccesible? Te odio. Ella sigue en silencio. Yo también. Algo, decir algo, decir algo como cualquier cosa. Nada. Algo, algo, como “cualquier cosa”. Silencio. Chau: doy uno, dos pasos y estoy a su altura. Apunto y: ella ya no está. No me dio tiempo. Entra sin besarme.
Una semana después se cumplen tres meses de trabajo, el fin del período de prueba. Se reinician las clases. Comunico mi voluntad de no continuar. Alego un cambio de prioridades, una apuesta definitiva al estudio. Casi no le hablo en toda la semana. El último día me despido con un beso.
En la mejilla.

Matías Pailos

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19 junio, 2009

Sobre una ironía (no únicamente) porteña

1. Es una pequeña burla que Buenos Aires sea la capital del libro de 2011 según la Unesco, y que la cámara del libro de esa ciudad esté tan empeñada en hundir la difusión de textos y autores —querámoslo o no— importantísimos para la última centuria. Así, Horacio Potel [1], abrió los textos de Nietzsche, Heidegger y Derrida desde 1999, y a principios de este año la Cámara del Libro argentina ha puesto una demanda en su contra, contra su sitio y la difusión de tales ideas. Con poco que hacer antes de la resolución judicial, Potel desmanteló sus sitios excepto el de Nietzsche, porque ya se contaban más de 70 años desde su muerte, ergo, los cerdos ya no podían sacarle más dinero apelando a sus dizque derechos de autor. Cosa que no ocurrió con Derrida, motivo por el que la embajada francesa inició los procesos contra tales sitios. Parece que el poder no se la puede con las células que se mueven contra corriente. Hay manchas que no pueden ser removidas sin que la tela se rasgue. Demostración dolorosa de que el sistema (socio/político/económico) no se la puede con la individualidad más que incorporándola como ‘diversidad’ por medio de la operación de la tolerancia, y nunca como diferencia real y activa por parte de sus usuarios. Aún la industria del entretenimiento no le toma el peso corporativamente a las formas nacientes de intercambio de datos. Aún no se hacen preguntas fundamentales sobre el lugar que sus productos tienen entre sus consumidores, ni mucho menos sobre el lugar que han contribuido a crear en sus décadas de trabajo febril. Quizás únicamente haya que mencionar que en el juicio en Suecia contra el sitio The Pirate Bay, los abogados de las multinacionales del disco y cine, no pudieron (ni supieron) explicar el método por el cual ese sitio permitía la descarga gratuita de contenido protegido por el riguroso copyright.

2. ¿Qué presupone el autor en tanto creador? ¿Supone, de antemano, una negación al uso libre de tales contenidos? Digo, ¿qué limitantes tengo al usufructuar (no económicamente) de los términos definidos en mi Larousse? ¿Habré de pagar tributo sólo en el caso en que utilice esos contenidos con un beneficio económico posterior y premeditado? Pero también: ¿qué importa la apertura y publicación en la web de esos textos? Es seguro que todo estudiante de filosofía (y humanidades) de Latinoamérica pasó alguna vez por las páginas de Potel, cuando el libro estaba pedido en su biblioteca, cuando estaba apurado en un ensayo, cuando necesitaba una cita. Y en esto, quizás el origen mismo del problema: la materialidad que defiende la Cámara. Los mismos objetos defendidos con anterioridad, cuando la policía ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en busca de los desalmados estudiantes lectores de fotocopias. Podrían estar allí los guardianes de las editoriales, cuando algún siútico pasado de copas intenta llevar a la cama a alguna ingenua lolita citándole a Foucault, sin que ella lo sepa…

3. ¿Y dónde está la diferencia cualitativa entre 15, 30 ó 70 años (o nada) para que el dominio público se pueda beneficiar de una obra? Por lo pronto ni siquiera se tiene muy claro qué sea tal ‘dominio’, porque tenerlo claro implicaría saber también qué límites y posibilidades tendría: la discusión que ninguna Cámara de Empresarios del Libro (ni del Disco ni del Cine) dará es aquella que pregunta por la necesidad a que tales obras tiendan a la apertura social, al beneficio mutuo: en la misma medida en que siendo productos culturales, no pudieron haber sido creadas por un eremita mítico.

4. El meollo se ha centrado en la utilidad que la sociedad toda puede sacar de las obras. El artista —básico, predecible y aliado con sus patrones— supone que siempre y en todo contexto ha de ser pagado con metálico la utilización de sus obras. Pero que se jodan si quieren que les pague un penique porque subo un vídeo de una fiesta familiar a Youtube, donde accidentalmente por el fondo se escucha un tema con copyright (como ha ocurrido en España); o que venga un editor a exigirme compensaciones por la lectura pública que hace Gernández de Houellebecq (grabación que sí existe) [2].

5. De partida ignoran los dueños de la cultura, que la circulación libre de contenidos ha sido un motor importantísimo del desarrollo de sus propios negocios, como antecedente histórico y germen de combinaciones y discusiones siempre saludables. Pero da lo mismo que lo sepan. En el fondo tampoco importa mucho que sus negocios se vengan abajo, porque si lo hacen será únicamente por tacañería y porfía intelectual, puesto que para nadie es secreto que el modelo de negocios de las disqueras (por lo pronto) ha de cambiar radicalmente so pena de extinguirse rápidamente: los grandes beneficios no vienen por la venta de los objetos-discos, sino por las entradas a conciertos; la descarga digital de música no atentará contra los artistas, pero sí contra las máquinas corporativas que les soportaban en la antigüedad (10 años atrás solamente).

6. La cochina obsesión capitalista por las cosas como ob-jetos que dan personalidad. Por eso quizás la Argentina (ni el resto del mundo) no sobrevive a la visión de todos los libros de Aira que propone Idez. Porque tener el libro-en-sí nunca será lo mismo que las fotocopias ajadas o incluso anilladas y con tapitas plásticas, en la medida que no se siente como un libro, ni con su peso ni con su textura. De ahí que sea un signo de los tiempos que una vez lanzado el lector de libros digitales Kindle (de Amazon) aparecieran productos accesorios muy peculiares: un spray que promete darle el olor de los libros reales a la máquina portátil…

7. Idiotez máxima del empresariado global: nada superará nunca el olor ni el peso de un libro, del fetiche intelectualoide por ese objeto puesto en la repisa. Ningún emepetrés mantendrá a raya una obsesión melómana. No por bajarme un jpg de Rembrandt seré objeto de encarcelamiento. Ni acepto —digan lo que digan—, que por duplicar una película estoy a la altura de un empresario promedio o un desmantelador de autos.

8. Fin del “autor” como desfase de la idea de “autoría”. Desfase entre la idea de autoría como propiedad. Separación que habrá de llevar al autor al evidente provecho por su trabajo, pero también al resto, a aprovecharlo libremente bajo las condiciones que el autor inteligente dicte: básicamente, divulgación perpetua entre distintos formatos de almacenamiento y tipos de presentación; reconocimiento de la autoría en tanto firma, e imposibilidad de utilización para fines de lucro. O ya de plano, la donación total de la obra creada, sin límite alguno a su utilización: la licencia Creative Commons Zero.

9. ¿Y si ya no se pudiese celebrar un gol como lo hacía Marcelo Salas? El colmo representado por los abogados de Los Simpsons, impidiendo que el abuelo Abe «cante bajo la lluvia» por los derechos implicados.

Rodrigo Salgado Boza

Notas
[1] [http://www.nietzscheana.com.ar/]
[2] [http://www.youtube.com/watch?v=iAZD2FriGQw]

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16 junio, 2009

Películas de aventuras

Terminador 4 termina así: la Humanidad se salva. El padre de John Connor, un adolescente veinte años menor que Connor, se salva, rescatado por el propio Connor de la ciudad de las máquinas. Así, el propio John Connor se salva, pues va a poder despachar al pasado remoto a su padre para que se curta a su madre para que de a luz al salvador: John Connor. Las chicas se salvan. Incluso se salva la chica del protagonista de la entrega, ex-convicto reconvertido, varios años después de haber muerto, en una mezcla de máquina y humano. En verdad, lo único de humano que tiene es el corazón, que dona voluntariamente, en los últimos cinco minutos de película, a quien lo había expulsado de la comunidad de humanos: John Connor. Así prueba su “humanidad” esencial, además de pagar –una vez más: voluntariamente- su deuda –moral- con la sociedad. Y todos contentos.
Ya lo saben. Ahora no se les ocurra ir.

Lo mejor de las críticas malas es cuando lo son en estado puro. Es decir: cuando no solo son arteras, sino además desatinadas. En este caso, las críticas malas señalaron que no estaba a la altura de “Superbad” [incomprensiblemente, “Supercool” para el mercado local; “incomprensiblemente” hasta que uno descubre que la recuerda bajo esta etiqueta, y no por su nombre original], “Virgen a los 40”, “Ligeramente embarazada” o cualquiera de las otras películas de la escudería Apatow de la nueva nueva nueva comedia americana. Pero sí lo está. Porque no importa –nunca importó- que “Adverntureland” no esté plagada de los gags escatológicos o las situaciones incomodísimas que puntuaban “Superbad”. No es eso, no habla de eso, no nos gusta por eso y ese no es el material del que está hecho este sueño.
Para explicar el significado de los giros modales (expresiones como ‘necesariamente’, ‘es posible’ o ‘es probable’), los lógicos utilizan semánticas de mundos posibles: colecciones de historias en las que pasan las más diversas cosas (posibles). Un modo de plantear este escenario es centrando la escena en un mundo: el nuestro. El resto de los mundos se ordenará por el grado y tipo de semejanza con este mundo elegido para reinar. Greg Mottola, director de “Superbad” y “Adventureland”, opera con sus personajes como un lógico con los mundos posibles. Partimos de acá, dice Mottola, de nosotros. De lo que sabemos y vivimos. Esto que ven acá es un nerd. Es fácil reconocerlo: pongan un espejo delante de sus caripelas, y abran los ojos. Bueno; este es un nerd virgen de… 21 años, más o menos. Acaba de volver a casa con un grado en Literatura Comparada, o algo parecido, pero ya se sabe: un grado, allá, no es mucho. Hay que volver a NYC para el posgrado. Bien. Ahí lo agarramos. Ahí empieza la acción. Ahí empieza la caída.
Social, de clase, monetaria. Los padres (adorable el incipiente alcoholismo descontrolado del padre) ya no pueden bancarlo. Chau viaje de verano a Europa (regalo de graduación), chau posgrado de arriba. Para una y otra cosa va a haber que laburar. Experiencia: ¿qué? Así que lo que consigue es un trabajo no calificado y pésimamente remunerado en un parque de diversiones. Ahí conoce a la chica. Ahí se enamora.
Ahí empiezan los problemas.
Cortamos la diégesis de la diégesis acá. (I.e., algo así como “el relato del relato”; recuerden que están leyendo a un tipo que, además de nerd, es snob. Y otra cosa que le va a gustar al nerd snob melómano rockero es la banda de sonido. Claro que hay música insoportable de los ’80 –en particular la particularmente insoportable “Rock me Amadeus”, de Falco. Es tan insoportable que hasta se interrumpe la película solo para decirlo. Pero eso no es lo se escucha. Lo que se escucha -además de la maravilla springteeneana y electrificada de los Replacements y Husker Du- es lo que escucha un nerd melómano rockero de los ochenta: música de los setenta. Y así desfilan los New York Dolls, Eno, Big Star, y el Rey de Reyes –sobre el que se diserta a raudales: Lou Reed). Los cambios están en el protagonista, en los antagonistas, en personajes del pasado y del presente; los cambios están en todos lados. Hay turros, idiotas, gente que hace lo que puede y gente que no comparte tus códigos. Gente con la que no se puede hablar. Hay objetos de deseo y objetos de deseo que te encuentran deseable. Esto no le cae bien a todo el mundo, y con todo el mundo hay que lidiar.
“Adventureland” tiene todo lo que uno pide de una película -cuando no se quiere tragedia ni otros mundos, posibles o no. Es una película tierna, divertida, emotiva. Es una película con sexo, amor y mucho porro, en todas sus formas. “Adventureland” es una película moral. Moral: qué se debe hacer –y qué no. Moral: qué conviene hacer –y cómo no irse al barro. Contra lo que parece deseable, los personajes crecen. Y uno, mientras se termina de ajustar la cara después de reconocerse por décima vez en pantalla, se pone a llorar de felicidad.

Matías Pailos

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12 junio, 2009

El Artista

Más allá de sus desaciertos, El artista (Mariano Cohn, Gastón Duprat), merece ser vista, aunque más no sea porque pone en pantalla a dos de los más grandes escritores argentinos del siglo pasado: Rodolfo Fogwill y Alberto Laiseca.
Tratándose de Cohn y Duprat, dos tipos que han hecho cosas más que interesantes en la televisión sin caer en propuestas elitistas, era de esperar un poco más de riesgo en un film de ficción, pero lamentablemente la película recae en mucha de las taras del Nuevo Cine Argentino, el enfermero compuesto por Sérgio Pángaro (histriónico crooner local) sufre de esa insoportable abulia que aqueja a casi todos los personajes cinematográficos del NCA (En los festivales cinematográficos del lejano oriente los espectadores deben pensar que a los argentinos el Prozac nos lo regalan por la calle). Todo lo que le pasa, le pasa por un costado, como si fuera el espectador de una película que ni siquiera le gusta demasiado. Muchachos, ya sabemos que las sobreactuaciones del tano Ranni y las puteadas a voz en cuello de Federico Luppi no nos llevaron por buen camino, pero ¿No irá siendo hora de aflojar un poco con tanto autismo? Por otro lado la narración es completamente chata, apenas se insinúa un conflicto (como el “bloqueo” de Romano, los riesgos de la fama inesperada o la relación de pareja entre un chanta y una grupie) es pronto resuelto o disuelto en un relato que nunca levanta vuelo. Encima, una de las mejores posibilidades narrativas (la amenaza de descubrir al “verdadero autor” de las obras de Jorge Ramírez) es completamente desechada y ni siquiera se juega con ella. El mundo del arte contemporáneo, esfera snob, caprichosa y elitista, es parodiada pero hasta ahí, con demasiado respeto para mi gusto y el final es forzado y parece agregado adrede para justificar la coproducción italiana.
La idea que motoriza la película se basa en el tópico del idiot savant: Romano, un enfermo mental (interpretado con maestría por Laiseca) que sólo puede articular el vocablo ¡Pucho! cada vez que quiere fumarse un cigarrillo (gran momento de la película) dibuja incansablemente en el asilo hasta que un enfermero se aviva y presenta la obra como si fuera suya. El hecho de que nunca se muestre un solo cuadro y las escenas en las que vemos a los espectadores opinando desde una toma subjetiva de la obra son un gran acierto narrativo y formal, en parte echado a perder por el afiche de promoción, que exhibe un dibujo y preforma en la mente del espectador una idea del estilo de Romano-Ramírez. No obstante, si la película acierta en algo, es justamente en una de sus fallas: al interrogarse acerca de qué es el arte (una pregunta demasiado grande tal vez) aporta una metáfora sobre la creación artística: todos los Jorge Ramírez tienen su Romano. Todos los que hemos incursionado en alguna faceta de la creación artística tenemos nuestro idiota, al igual que Romano, está recluido en los fondos de la casa, oculto a la vista en el cuarto de servicio, le damos de comer, lo vestimos y lo bañamos y sólo le pedimos a cambio que nos de la obra. Cada vez que nos sentamos y aferramos con torpeza la lapicera, el pincel, oprimimos con mano trémula las teclas del piano, del teclado, no hacemos otra cosa que divagar e implorarle al idiota para que se ponga manos a la obra. Ese instante en el que Pollock dejó chorrear el pincel sobre la tela en el piso, el día que Puig empezó a escuchar el monólogo de sus tías, son los momentos del idiota. Cada uno tiene el idiota que puede, pero si lo cuida y lo pone a laburar, seguro que va a dar algo que valga la pena. Después la gente pregunta el porqué de esto o aquello y uno puede ensayar teorías absurdas o decir, como en la película “que la obra hable por mí” pero en verdad lo que uno quisiera es ir y preguntarle directamente al idiota cómo hizo lo que hizo pero el idiota, como Laiseca en la película, está completamente mudo.
—¡Pucho!

Ariel Idez

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08 junio, 2009

Continencia

Pasan de a uno, en fila. Zegna, Christian Dior, Hugo Boss. La mayoría usan Armanis negro o azul marino; algún gris Oxford. Él viste un Armani negro. La abrumadora mayoría de sus compañeros –unos veinte- son varones. El porcentaje de ejecutivos mujeres no se había alterado en la última década, a diferencia de lo ocurrido en compañías rivales. Ella –traje sastre Chanel lila de lana, saco corto y asiluetado, falda de lana al sesgo. Alta y esbelta. Rubia. Labios rojos- se sienta a su lado. Buenas tardes, dice el CEO [i.e., “Chief Ejecutive Officer”] de la Empresa. Como saben, estamos reunidos para. Como pueden ver en la pantalla, las cifras de ventas del último trimestre muestra un claro descenso de, lo que supone una baja sustancial con respecto a los. Sus músculos se endurecen ligeramente. Gira ligeramente el cuello para, ligeramente, destrabar la ligera contractura. Mira veladamente a Ella -traje sastre Chanel lila de lana, saco corto y asiluetado, falda de lana al sesgo. Alta y esbelta. Rubia. Labios rojos- y clava sus ojos en la pantalla. Como se anunció con anterioridad, se modificó el procedimiento para calcular las ventas correspondientes al con respecto a operaciones realizadas con grandes distribuidores. A fin de poder comparar correctamente los resultados obtenidos en con los de, es importante tener en cuenta que. Todo su cuerpo se inclinaba para dejar de inclinarse y empezar a abalanzarse sobre Ella -traje sastre Chanel lila de lana, saco corto y asiluetado, falda de lana al sesgo. Alta y esbelta. Rubia. Labios rojos. Toma una medida extrema: enfocarse en la pantalla, que había cambiado de configuración. El esfuerzo que esto le insume es tan desgarrador que no puede escuchar que los resultados publicados para incluyen 5,5 millones de dólares en venta de licencias que fueron asignados y recogidos en ese mismo periodo, pero que, de haberse mantenido el procedimiento anterior, habrían sido imputados a trimestres posteriores. Cuando comprende que no había escuchado nada de todo eso de lo que dependía su futuro profesional, toma otra medida extrema. Todos sus esfuerzos, ahora, se concentran en atender al discurso y a registrar, procesar y desarrollar la información proporcionada por el CEO de la Empresa, de pie ante la mesa en la que, hacia el fondo, se ubican él y Ella -traje sastre Chanel lila de lana, saco corto y asiluetado, falda de lana al sesgo. Alta y esbelta. Rubia. Labios rojos. Así, puede comprender perfectamente que los resultados publicados para, además, incluían 13 millones de dólares en venta de licencias derivadas de transacciones del canal de ventas procedentes de periodos anteriores, cuyo pago no había logrado todavía ser efectivizado en el primer trimestre de. Si la Empresa hubiera aplicado este cambio antes del primer trimestre de, los resultados reales habrían sido 136,8 millones de dólares en ventas totales y 61,3 millones en venta de licencias en el primer trimestre de. Ateniéndonos a esta circunstancia, el decrecimiento de la facturación total en el último año fue de un 26%, y el decrecimiento en la cifra de ventas de licencias desciende al 29%. Asiente. Había comprendido todo lo que el CEO de la Empresa había dicho. Frente a él, la cara de Ella -traje sastre Chanel lila de lana, saco corto y asiluetado, falda de lana al sesgo. Alta y esbelta. Rubia. Labios rojos-, que lo mira entre desconcertada y desafiante. Él, ahora, le da completamente la espalda al CEO de la Empresa, y la mira de frente a Ella -traje sastre Chanel lila de lana, saco corto y asiluetado, falda de lana al sesgo. Alta y esbelta. Rubia. Labios rojos-, a contracorriente de la mirada del resto de los ejecutivos, que ahora se desvian hacia él cual alfileres ante un imán. El CEO de la Empresa interrumpe su discurso justo cuando estaba diciendo que la descapitalización de la Empresa al, descendía a un total de 383,5 millones de dólares, con una baja de 66,7 millones sobre el balance presentado al 31 de diciembre de. Solo cuando el CEO de la Empresa finaliza la interrupción de su discurso con un sonoro ¡¿Qué pasa?!, él reacciona, como la pierna ante un certero golpe médico en la rodilla. El escupitajo –amplio, denso, lluvioso, verde y adrede- sale de su boca con labios con terminación “en trompita”, atraviesa a una velocidad de 60 a 70 km/h los 25 a 35 centímetros que separan la cara de él de la de Ella -traje sastre Chanel lila de lana, saco corto y asiluetado, falda de lana al sesgo. Alta y esbelta. Rubia. Labios rojos- y, sin dar tiempo a que el movimiento de retroceso de ella -traje sastre Chanel lila de lana, saco corto y asiluetado, falda de lana al sesgo. Alta y esbelta. Rubia. Labios rojos- tuviera la eficacia buscada, se adentra en el ojo izquierdo –en pleno proceso de entrecerrado. Los párpados se apretujan. Cuando empiezan a abrirse, el acto ha sido consumado. Las manos en la cara corren el rouge, desparramado en un arco descendente que termina en el maxilar. La boca entreabierta y oblonga, los labios dándose pánico el uno al otro, huyendo en direcciones opuestas –el superior a la derecha, el inferior a la izquierda. Los pómulos miran al cielo, presionando y limitando la apertura ocular. Una línea corta y profunda como un hachazo experto de un micro-enano encaramado a la nariz parte en dos el ceño. El cuello se contorsiona, como si fuera la única parte de su cuerpo que quisiera alejarse del escupidor o del escupitajo. El CEO de la Empresa cambia rápidamente de expresión, y se petrifica en un punto medio entre la sorpresa y la indignación. La cara da dos pasos delante del cuerpo. Tomada por sorpresa y de todo punto desprevenida, la boca queda plenamente abierta. La saliva se acumula bajo la lengua. Después, sobre la lengua. Un hilo fino y continuo cae desde la hendidura central del labio hasta la carpeta con cartas de renuncia sin firmar. Las aletas de la nariz se expanden hasta adquirir el tamaño de una pera a punto de madurar. La frente, el ceño y las arrugas de ojo (i.e., “patas de gallo”) se agudizan y sobresalen. La vista que se fija en el CEO de la Empresa, se fija en su frente, ceño y arrugas de ojo (i.e., “patas de gallo”), como si hubiera en las proximidades carteles con flechas indicativas señalando su frente, ceño y arrugas de ojo (i.e., “patas de gallo”). Lo haría, al menos, si el rostro del CEO de la Empresa no estuviera congestionado y recubierto de una gruesa pátina rojiza que lo convierte en un personaje de cómic. Todo él tiende hacia el escupidor, que ahora se petrifica en su asiento como si fuera una imagen congelada en el microsegundo o microsegundos en que comprende que el escupitajo había impactado en el ojo de la rubia de traje sastre Chanel lila de lana, saco corto y asiluetado, falda de lana al sesgo, alta y esbelta y de labios rojos. Como si nada hubiera pasado desde entonces. Su palidez es extrema, casi más allá de lo creíble. Las grietas que surcan los pómulos se expanden, y ahora son líneas que parten de la frente y terminan debajo de la camisa, que abandonan las dos dimensiones y ganan la tercera. Se abren. Se expanden. Ahora son lonjas de un verde oscurísimo que hacen de su cara un código de barras. Las franjas de piel traslúcida se vuelven crocantes. Se despegan y flotan, ligadas a la cara por finas hebras a punto de romperse. Las pupilas son tiras verticales. Ninguno de los ojos parece atender al otro a la hora de moverse. El derecho se fija en la rubia; el izquierdo da vuelta hasta clavarse en la imagen todavía roja pero ya no iracunda del CEO. La lengua bífida parece estar conectada con el ojo derecho. Al menos sale en la misma dirección, hacia el escupitajo en el ojo de la rubia.

Matías Pailos

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04 junio, 2009

Cuando Sergio es un Bizzio

A despecho de la receta que prescribe Tabarovsky en su literatura de izquierda (ser más airista que Aira) Sergio Bizzio parece haber encontrado su tono en la estrategia opuesta: conserva la pulsión por narrar del Gran César pero encara el asunto por debajo de los fuegos de artificio creativos, extirpando la dosis de delirio como petición de principios creativa. Circunscribiéndose, como en un soneto, a las reglas que dicta el verosímil de un vertiginoso realismo, las novelas de Bizzio de un tiempo a esta parte son increíbles sin dejar de ser plausibles, su absurdo, si existe, no es más que un realismo de anticipación, ahora como para dejar las cosas del todo claras el autor titula a su último opus con un nombre frío, ascético y estremecedor: Realidad.

En Realidad, como en Rabia (Interzona, 2004) Bizzio parte de una idea tan simple como genial y la lleva adelante con la destreza del narrador avezado que sabe lo que quiere contar y cómo hacerlo. En este caso se trata de cruzar dos tendencias del mundo contemporáneo que tienen mucho más en común de lo que podría parecer a simple vista: el terrorismo fundamentalista islámico y los reality shows. Un célula terrorista toma por asalto un canal de televisión argentino y una vez concretada su exitosa misión descubre que allí dentro se está desarrollando una nueva emisión de Gran Hermano (así, con todas las letras, con lo que, de paso, Bizzio trae de vuelta a casa de la literatura el título que el cinismo a toda prueba de Endemol se había llevado para las tierras del entretenimiento de masas) y decide comenzar a manipular a los participantes para producir la edición más extrema, desopilante y, acaso, sincera del programa y lograr de paso picos históricos de audiencia. El contrapunto entre los terroristas (capaces de darlo todo por una causa) y los participantes del programa (dispuestos a mostrar mucho para ver si consiguen algo) habilita un experimento narrativo al que Bizzio le saca provecho y utiliza, de paso, para deslizar una crítica lúcida, sin dedo en alto, del estado de la sociedad del entretenimiento en la que nos toca vivir.

El hecho mismo de que el autor de Planet se haya ganando durante años los morlacos como guionista de tele no es un dato menor: conoce las miserias de ese mundo desde dentro y como un letal agente infiltrado las expone y les saca el jugo con maestría, pero lo que pesa sobre todo es el métier del autor de Chicos. Como dice mi amigo Facundo, se advierte en la novela su ritmo para encadenar los capítulos al modo de escenas, su exacta dosificación de la tensión y su progresión a lo largo del texto, su talento para los diálogos y su capacidad para dotar de vida a un personaje en dos o tres líneas. No es casual que pronto veamos en pantalla grande Rabia y que ya haya productores extranjeros interesados en comprar los derechos de Realidad. Pero le haríamos un flaco favor a Bizzio si lo redujéramos a un autor de novelas guionables, o protoguiones cinematográficos. El mismo oficio que le permite dominar a discreción la economía del relato y saltearse pormenores prescindibles también le permite hacerse dueño de una poesía cruda y demoledora, que nunca podrán disfrutar quienes vean sus historias filmadas en 35mm, como cuando dice “Y sin realidad, ¿quién notaría que un grupo de chicos que no representan a su generación, ni a su cultura, ni siquiera a ellos mismos, se envilece en un país, se acobarda en una generación y asoma en una cultura que se agacha?”.

La televisión se mete con todos y pareciera que nadie puede meterse con ella. Bizzio se anima a darle pelea con una novela tan entretenida que, si llegara por milagro a manos de un teleadicto, lograría hacer que se olvide por un rato de Gran Cuñado y que deja como saldo la amarga constatación de que el terrorismo extremista parece ser el inconfesado límite al que una sociedad del espectáculo aspira a llegar.

Ariel Idez

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