El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

28 febrero, 2006

La Piel de Caballo

La Piel de Caballo, de Ricardo Zelarayán es una novela nerviosa que trata por todos los medios de mantenerse fiel al órgano equino aludido en el título. La Piel de Caballo se escribió en un mes, y se nota, aunque esa urgencia bien podría haber tomado años en plasmarse. La fecha de parto tampoco es aleatoria: verano de 1975, sepultada la primavera camporista y en pleno auge de los escuadrones de la triple A. La Piel tiene ese encanto de la obra que a un costado exhibe el obrador donde se forja la lengua con la que será contada ¿O lo que se cuenta es la génesis de esa lengua precisamente?

“Un remolcador cachuzo arrastra su panza chota por la mugre líquida del Riachuelo ¡Riacho puto, angurriento de aceite fabriquero y portuario! ¡Riacho sediento de aceitacho tachón!”

La Piel de Caballo está narrada por una primera persona que viene a ser una suerte de Céline entrerriano. El desdén por la historia recuerda a otras empresas de demolición literaria como el Lamborghini de Sebregondi Retrocede o el Gusmán de El Frasquito (a quien Zelarayán se encarga de elogiar personalmente), si bien se percibe un esfuerzo por sostener una intriga policial, el relato, mosca, huye ahuyentado por esa vibración sísmica de la piel cada vez que se quiere posar y retozar en el zaino.

“La piel cálida, movediza, del negro caballo de la noche. La piel de pleamar de sangre, la mágica alfombra espantamoscas”

La Piel de Caballo avanza a las trompadas, a los botellazos, parece escrita aporreando la máquina de escribir, ajando el cuaderno con el trazo de la birome bic azul Es cautivante, hipnótica, caliente y húmeda. Uno de los mejores cross que la generación del setenta asestó a la mandíbula de las letras oficiales.

“Y en ese momento recién presto atención al ruido del motor de la lancha. Y vuelvo a oler a podrido. La charca viscosa, purulenta, agua de puchero de muertos”.

Zedi Cioso

27 febrero, 2006

Los muchos que no viven

es una novela de Alberto Vanasco, cuya primera (y por todo lo que sé, única) edición data del año 1967 (responsabilidad del C.E.A.L.). La novela es impactante en más de un sentido, y quizás contribuya no poco a esta impresión su brevedad: escasas 124 páginas. Está narrada en primera persona, y nos son relatadas en ellas las tribulaciones del protagonista, un tal Emilio, por la Bs As de fines de los sesenta. Emilio es relativamente pobre, tiene un hijo, cuya madre es designada con el apelativo de ‘ella’ en toda la novela (única mujer con la que Emilio interactúa que no cuenta con un nombre).
Emilio habla a frases cortas, que revelan llaneza y erudición, amplia formación científica y conocimiento de idiomas (lo que contrasta un poco con lo contrito de sus recursos, pero debemos dejar pasar ese detalle). Emilio habla y pareciera que no estuviera allí donde nos dice que está, pareciera en otra galaxia pero está ahí, y nos lo hace sentir a estiletazos sorpresivos a los que suceden el anesteciamiento del lector y el lento incrustarse del filo verbal y reflexivo y sentimental en su propia carne y mente. Porque a ramalazos se pone a indagar el puesto del hombre en el cosmos, y es entrañable y contradictorio, y se da cuenta pero sigue para adelante. Sigue y sigue, entre un hijo al que ve de tanto en tanto y al que hace sufrir, entre esta, esa y aquella mujer a la que hace sufrir y que le hace sufrir, entre el cúmulo de sus amigos desconcertados y habladores, porque todos hablan, y hablan mucho, y hablan por hablar y porque quizás así sí se comuniquen, aunque no les importa comunicarse sino dejar de estar solos. Porque están solos y padecen esa condición. Pero Emilio es inquieto, y en diez páginas (si no salta de estilo a estilo, de tropo a tropo, si no se demora en explicarnos y explicarse y a postular y desechar explicaciones) nos informa de doce historias. Es medio torito, Emilio. Es medio engreído. Y siempre está a punto de desmoronarse.
No soy yo sino nuestro amigo e.r. emergencias quien supo divulgar el nombre de la novela, uno de los mejores que pueblan el Universo (el mejor nombre quizás, dándose de codazos con ‘Pálido fuego’ y con ‘La larga risa de todos estos años’). Este es un libro que nos hace sabernos acompañados y nos hace sentirnos solos. Es un libro que propende a la infelicidad. Es, en este sentido, pariente de ‘Viaje al fin de la noche’, de ‘El extranjero’ y de ‘El juguete rabioso’. (En la otra punta, tan valiosos como estos, nos esperan con la receta de la felicidad ‘El pasado’, ‘La Cartuja de Parma’, ‘La educación sentimental’ y ‘Los detectives salvajes’. En el medio, debatiéndose: ‘Bajo el volcán’.)
Cierro con el acápite que se constituye en inicio del texto (amén del epígrafe), una cita de ‘El Banquete’ de Platón: “Antes de este tiempo yo vagaba de un lado para otro, creyendo llevar una vida razonable, pero era el más desgraciado de todos los hombres”.

Matías Pailos

PD: Zedi Cioso encuentra más iluminador el susomentado epígrafe, una sentencia de San Pablo que dice así: “En verdad os digo que cuando pase esta generación todo será cambiado”. (¿Recuerdan el año de edición? Bueno.)

25 febrero, 2006

Disyunciones

Las anécdotas docentes de Cobiñas me recordaron dos que probablemente ya hayan escuchado, pero...
Durante una clase particular, una criatura de unos 16 años --llamémosle "Alex"-- tenía problemitas para entender lo que era una disyunción. Tras innumerables modelos (¿la Maga o Talita? ¿bizcocho dulce o bizcocho salado? ¿Ortega o Gasset?), lo insté a que me diera un ejemplo para comprobar su comprensión del caso. Alex me mira, me mira, me mira; piensa, piensa, piensa (¿el chavo o el chapulín? ¿Carozo o Narizota? ¿azar o destino?)Finalmente, parece iluminarse: "Oh! Qué lindo perro!"

La segunda no atañe al educando, sino a las educadoras o futuras educadoras, esas guardianas del saber nacional que llevan adelante la complicada misión de sacudir los pensamientos anquilosados en pos de un futuro más ilustrado. Por esas ridículas decisiones que uno toma en su vida, compartí durante dos años clases en las que docentes de docentes enseñaban a futuras docentes, si cabe, cómo ser docentes. Para la última materia, hubo que escribir UNA MONOGRAFÍA!! (se zarparon)Así que la docente de docentes dedicó toda una clase entera (era un curso intensivo)a instruirnos sobre cómo pensar un título y un tema. Sus consejos eran impecables (attenti, Zedi Cioso, para su tesina): "no tiene que ser ni muy amplio, ni muy acotado; ni muy abarcador, ni muy restringido; ni muy englobador, ni muy reducido". Luego de impartir tan clara pauta, pide, como buena docente, que ensayen un ejemplo. Una de las mentes más brillantes de mi generación levanta la mano: "La sociedad latinoamericana". "Nooooooooo" regaña la docente de docentes "Eso es demasiado abarcativo; engloba demasiado; es muy amplio. A ver, piensen una forma de acotarlo un poco". Contenta, la futura Jacina Pichimahuida del siglo XXI alza su mano,: "La sociedad".
Sí, sí. Increíble, ¿no? Pero esto no termina aquí: toda buena docente que se precie de serlo aprende en el ABC de la pedagogía que todo error es constructivo, así que la docente de las docentes esboza, in situ, una máxima que todas anotan: "Ojo, chicas. Que el título sea más corto no significa que el tema sea más corto".

Besos. V.

24 febrero, 2006

El niño sueña cosas oribles

A pedido del público arremeto con la copia de este 'cuento fantástico' escrito en 2005 por un alumno de 9 ° EGB. Mantengo la ortografía, sintaxis y puntuación originales. "El niño sueña cosas oribles" lo tituló su autor y dice así:
"El niño que se llama pepe, siempre cuando se va a dormir sueña cosas oribles y pepe sueña que el esta solo en su casa, escuchaba pasos, vozes y dibujos en la pared. pepe escuchaba que algen caminaba en la casa y también vozes diciendo te voy a matar orcado, repitiendo una y otra vez. pepe vio en una de las paredes que decia, "you are a noisi person" y el se asusto. el se esta bolviendo loco. El se escondio en su avitacion y estaba planiando un plan que puede resultar una bomba, empezo a serla y alfin pudo terminar la bomba. pepe escuchaba alguien que benia hacia aca y se apuro haciendo los retoques, cuando vio que la puerta se abria, era la profesora de lengua diciendo ¿que carajo haces? pepe vio que en su cuarto en una pared decia los voy a matar orcado, y las vozes decia lo mismo, los pasos se hacian muy fuertes cada vez. pepe se desperto y vio que tenia una soga en el cueyo y alado estaba la profesora de lengua orcada y en sus dos manos tenia la bomba que hizo el y estaba apunto de detonar y tambien el vio alrededor la voz decia te voy a matar, los pasos y la pared escrita. son todas personas que hicieron todo el sueño y al fin lo orcaron.
esta fue la realidad."


Para quitarles esa sensación de terror que están teniendo, vayan dos perlitas más:

· Diálogo en un examen pendiente a un alumno de 3 Polimodal (2005)
- Hablemos un poco de “La refalosa” de Ascasubi
- Bueno, en ese cuento...
- “La refalosa” no es un cuento...
- Sí, es un cuento, es narración...
- No, “La refalosa” es un poema, no es prosa...
- Sí es, no es poema...
- Por favor, créeme que es un poema...
- Esa es su opinión, profesora.

· Respuesta de un alumno de 3 Polimodal (Año 2005) en una evaluación sobre Rayuela: “Mire profe, le paso a explicar el porque de esta prueba vacía: resulta que yo comencé a leer esta novela simpática, pero en un determinado momento del libro empecé a no entender nada y a mezclarme las cosas. Yo considero que el que lee esta novela tiene que tener algún tipo de conocimiento, cosa que yo lo perdí en algún lado, como se habrá dado cuenta. Saludos. Atte. Gonzalo”

Abrazos, Cobiñas

Gajes del oficio

A lo largo de estos años de docencia compartí con ustedes varias perlitas producidas por mis alumnos. Hoy quiero sumar dos nuevas a la lista. Ayer me dispuse a cumplir con mi deber y me encaminé hacia la coqueta zona norte del conurbano bonaerense donde tengo el placer de dar clases. La mañana transcurría con la previsibilidad del turno febrero: padres que recuerdan serlo cuando sus pequeños están a punto de repetir; directivos que intentan negociar las notas para no perder la cuotita mensual; niños que buscan convencer al profesor de que saben más que él; pequeños festejando porque pasaron; pequeños llorando porque repitieron. En medio del tedio, estas dos perlitas:

· Diálogo durante el examen oral a un alumno de 3 ° Polimodal que sigue sin aprobar (y fue su cuarto intento...):
- Decíme qué imagen de ciudad aparece en la poesía de Borges y qué imagen aparece en la de Girondo.
- ...
- Pensá en el título del libro de Girondo...
- ...
- Veinte poemas para ser leídos... ¿dónde?
- “para ser leídos en la cama”
(Y hasta amenazó con mostrarme el programa para constatar el título.

· Resolución de un ejercicio en un examen de 8 ° EGB de una alumna que seguirá un año más en 8 °:
“Consigna: identifique los elementos del circuito de la comunicación en el siguiente fragmento:
’13 de abril – Carmen de Areco
- Gastón, ¿vas a ir al cine? – pregunta Lucía [...]’

Respuesta de la alumna: Emisor: Carmen de Areco “

PD) creo que la composición de ‘orible’ merece un post, pero no estoy segura :-)

Cobiñas

23 febrero, 2006

Siga a ese Indio

Estando en el trance de iniciar esta nota, rumiaba el mejor modo de hacerlo cuando topé con una sentencia (¡otra más!) del artífice del objeto de aquella (esta nota), que reza que “andando el carro se acomodan los melones”, y me tranquilicé. Ya vería qué hace en su momento –en este momento, es decir. Lo anterior, claro, es una rigurosa falsedad, de la magnitud de mi descaro. Pero ya se sabe que ‘cuando más alto trepa el monito (…) el culo más se le ve’. En fin: hablemos de lo que estamos hablando, designemos a los objetos por su denominación (como eufemistea Dolina). Ya en otra entrada les he comentado de cómo las grageas verbales desgranadas por persona en mí influyentes determinan inclinaciones, creencias, cursos de acción en mi vida. En esta ocasión la diatriba versará sobre aquél conjunto de máximas que más determinante ha sido, y de su responsable: el fastuoso Indio Solari (a quien pertenecen los dos anteriores entrecomillados).
Uno (yo) aprendió a conducirse en la vida en buena medida gracias a las instrucciones de uso del maestro. Así, temprana(o tardía)mente comprendí que no había que hacerse el buenito, porque “las minitas aman los payasos y la pasta de campeón”, sino que había que encarar sin pensar, pues “si empiezo a desconfiar de mi suerte, estoy perdido, pues tengo ideas cada vez menos atrevidas”. Pero no únicamente adagios me ofrecía en sus letras mi gurú vernáculo, sino que también supo iluminar episodios y sensaciones y emociones, por no hablar de puntos de vista, con sus certeros intitulados. Así me sentí reconfortado en alguna mancada sentimental, ya que a él también, o a alguno de sus personajes le pasó que “daban sus labios rocío, y no bebí”. Hasta el día de la fecha no encuentro descripción más atinada de un revés amoroso que la suya reconociendo que “ese día me mandó al descenso”, ni tampoco modo mejor de explicar la dificultad para escalar el pozo (a instancias de algún imbécil amigo, o un amigo de las imbecilidades –un tipo como yo, bah) que repetir que “‘Qué podría ser peor’, eso no me arregla”. Hasta el peor perdedor goza de inmerecida fama en algún momento. ¿Cómo explicar entonces que, contra lo que parece desprenderse de los relatos magnificados, “sopa de almejas es todo lo que como (siempre fui menos que mi reputación)”? O aquella queja que coreo cada vez que el destino o el mero decurso de los acontecimientos desbarata mis laboriosos planes: “¡Con lo que cuesta armar un full! ¡Armar algún puto full y jugarlo en este paño, Dios!”.
Claro: sin la música, sin esa voz dramática no sería lo mismo. Por supuesto que no. Acá aparecen los fastidiosos que comienzan a indagar acerca de los méritos intrínsecos de las letras solariegas, y de la (nula) autonomía de los versos en música. Ya lo sé, ya me dijeron que los reyes magos son los padres: no me arruines la fiesta informándome que las chicas están pagas; no me importa. Ahora bien: yo sí creo que hay méritos insitos en su prosa, sí creo que hay en ella eso que Harold Bloom debería calificar de ‘sabiduría’ (aunque jamás lo haría), sí creo que hay perspicacia, capacidad combinatoria de niveles de lenguajes, de ámbitos de discurso, decisiva aptitud para las imágenes en general y las metáforas en particular. Pero el por qué no importa.
Y de todas formas esos méritos están seguramente ausentes de estas otras líneas, que me estremecen o estremecían tanto como las anteriores, por motivos similares, sin embargo. Como cuando el Indio frasea ‘con las piernas más… bo-ni-tas’ (¿cuánto hacía que alguien no se atrevía a la maravillosa cursilería de ‘bonitas’?). Incluso me gusta cuando se pone sentencioso e intenta asir esa sensación de poderío y sus consecuencias, que el llama ‘libertad’, y dice “La libertad es fiebre; es oración, fastidio y buena suerte” y sigue “es mar gruesa y oscuridad” y sigue “y un chasquido que quiere proteger todo el grito que no ves”. Me mata, el guacho.
Concluyo -no quiero demorarme más- con dos breves líneas, que hablan de la situación actual que atraviesa un amigo muy cercano que habita en mi casa, lleva mi nombre y hace lo que yo; situación no del todo diferente a la que ustedes habrán atravesado, atraviesan o (qué le vamos a hacer) atravesarán. Solari me dijo el otro día, en un cedé, que le dijera la verdad, que le dijera que “si no hay amor, que no haya nada entonces, vida mía”. Ah, y que fuera preparado para la contradicción, porque “las despedidas son esos dolores dulces”. Qué se le va a hacer.

Matías Pailos

20 febrero, 2006

Frases

Mi novia me señala continuamente, con marcado disgusto, el peso condicionante que tienen en mi ánimo las sentencias de los múltiples agentes que admiro: escritores, músicos, amigos. Tiene razón, como muchas veces, como cada vez que no pretende elaborar una teoría. Recuerdo en particular la impresión que me causó lo que en cierta ocasión soltara un amigo que, habiendo padecido de mi parte uno de los tantos acorralamientos dialécticos de tres o cuatro horas a los que sometía a toda persona que juzgara más o menos intelectualmente respetable (porque antes, y yo sé que esto es difícil de creer, era mucho más fanático que ahora; cualquier asunto debía ser desmenuzado hasta dejarlo exhausto –al asunto y al interlocutor), y frente a una reconvención de mi parte ante lo insustancial de lo que recién acababa de emitir, dijo:

-Bueno… lo importante es mantener la conversación.

Y selló el dictamen con una risa sorda, acompañada de un destartalemiento de su esqueleto (era un tipo muy flaco).
Ustedes no se imaginan (es un decir: por supuesto que se lo imaginan) el impacto que esto causó en mí: ¡Claro: las cosas a veces se dicen por decir! ¡La comunicación es más importante que lo comunicado! ¡Puede incluso no haber nada para comunicar, nada para afirmar, nada para defender: relajate, charlá, jugá el juego de la omnipresente interacción verbal anodina!: todo eso y mucho más leí, decodifiqué y rumié por horas y meses, años, por qué no, en la frase de mi amigo, o ex-amigo. Creo que solo entonces comprendí que se puede hablar sin pensar, o que hablar sin pensar no es un pecado mortal (ni siquiera venial).
Este tipo dijo otra cosa, cuyo impacto siempre, quizás hasta hoy, había considerado menor. Me comentaba la rutina de su grupo de amigos (en la librería en la que trabajábamos no había tantas cosas para hacer, en todo caso no tantas para la multitud de empleados que éramos, así que podíamos sostener extensas conversaciones), y entre conteo y conteo hizo un alto, un silencio. Rápidamente chistó, pretendiendo restarle importancia a esa reflexión (o a cualquier reflexión) y apuntó:

-La vida es eso: estar con amigos, boludear, jugar al fútbol.

Inevitablemente (este tipo tenía una inconsciente injerencia en mis propias normas de vida, cosa que él seguramente ignoraba) adopté esta proposición como máxima. Quizás sea ese otro de los motivos por lo cuáles me separé de mi novia, digo, ex-novia. Todavía no me acostumbro.

Matías Pailos

16 febrero, 2006

La tentación de ya no ser

Hacía dos semanas que su vida había quedado trunca. ¿Todo por la destrucción de una computadora? No, claro. No una computadora: su medio de vida, sus ahorros, toda posibilidad de saldar sus deudas; eso sí.
Vagaba por las calles de la ciudad, por las del centro, por las de la periferia; de cuándo en cuándo se acercaba a la costa, sin nunca rozar siquiera el agua, a la que miraba con un desconcierto en el que había un velado reclamo, no al agua, sino a su responsable, a sí mismo quizás. Cincuenta años, un hígado a la miseria que le auguraba un exiguo porvenir, cúmulos de compromisos –no sólo económicos, un postgrado en robótica, frustradas y autocastradas apetencias de una carrera literaria, la soledad más absoluta. Ni hijos, ni mujer, ni amigos. ¿Qué le quedaba? La nada. ¿Y hasta entonces? Pero, ¿por qué retardar el encuentro? ¿Por qué no acelerarlo?
Esas cosas pasan, más con los individuos mal que mal instruidos, mucho más con los que consumen libros como merienda: la mente va antes que el resto del cuerpo, y no ceja hasta sondear exhaustivamente, más de veinte veces el asunto. Empezó con Cioran, pretensioso, vanidoso, la mala fe ambulante, siguió con Schopenhauer, que ya le gustó mucho más, inevitablemente recaló en el budismo. Una posición extrema, un reservorio de fanáticos, qué duda cabe. Gente con gustos extraños, pero no era problema suyo. Había que reconocer que la idea del nirvana no carecía de atractivo. El problema no era la esperanza, ya perdida de raíz, de una vida como la de tantos, con amigos, responsabilidades proseguidas, una prole acotada, una abogada de cuarenta años que lo tuviese un poco cagando como mujer. El problema era (siempre el mismo) otro; el problema era la ambición. Quería más. Quería, entre otras cosas, reconocimiento. Y lo que va de suyo con él: la admiración de una élite, de una selecta minoría de notables. La fama, claro, la fama; pero eso únicamente en segundo lugar, y muy por detrás de lo importante. Le tomó otra semana dar con la solución. Fue a una presentación de un libro. El autor, un mastodonte bigotudo, narró la historia del presunto culto a no recordaba qué árbol, mentado en el libro, en el que el maestro dejaba que la semilla fructificara hasta que él mismo devenía tronco y ramas y hojas perennes (y toneladas de estiércol, ya que el maestro no se movía del punto de oración). Pero eso no era todavía la solución.
El chispazo se produjo durante el desayuno de la mañana siguiente frente a larga extensión del agua, desde su ventana en las alturas, con el café con leche demorado bajo su barbilla. Rápidamente soltó la taza y corrió al segundo piso, a contemplar los restos desfallecientes de su computador, otrora humeantes. Pensó: es posible. Sintió: es seguro. Se puso a trabajar en el diseño inmediatamente. La idea era la siguiente:
El ordenador sería suplementado con restos sensibles humanos: los suyos propios. Su cerebro, sus ojos y oídos, muchas otras extensiones nerviosas. Eso dotaría a la máquina de voluntad, de capacidad de decisión y de intenciones, de acciones dirigidas a un fin. La proveería de imprevisibilidad y de la máxima pericia adaptativa conocida. La cargaría con las muchas imperfecciones, dudas y defecciones del hombre. Con el impulso de muerte, por ejemplo –del que quizás el artefacto no careciera del todo, murmuró mentalmente. También de energía sexual. ¿Dónde aplicarla? ¿Cómo llegar al orgasmo? Y además: ¿a qué fines tendería? ¿Por qué medios los llevaría a cabo? ¿Cuál sería el propósito general de toda la empresa? La respuesta, a todas esas y demás preguntas del estilo, era una y la misma: ¿Qué importa? Qué importa. El hombre es un fin en sí mismo; bien: la computadora-hombre lo mismo.
Preveía un escenario, con sus variantes: la operación se llevaría a cabo, con éxito. A los días, a las semanas, alguien irrumpiría en su hogar. Ese alguien, perplejo ante el novel espectáculo, llamaría a otros alguienes, que finalmente llamarían a algún organismo oficial, o a los medios. Tarde o temprano, terminaría bajo la órbita de cientistas informáticos, neurólogos, psiquiatras, lingüistas, biólogos evolucionistas. Tarde o temprano, de daría a publicidad el hecho: su evaluación y sus consecuencias. Carne de cañón para filósofos y teóricos en general, que hablarían de una nueva especie, de un nuevo salto adaptativo, del primer eslabón de un futuro inminente, un engendro, un abominable subhumano, un aborto de la naturaleza, una prueba de la insita perversión de nuestra cultura. Y los debates marginales como subproductos: ¿progresamos? ¿Es beneficiosa la tecnología? ¿Es conveniente democratizar el acceso a los desarrollos técnocientíficos? ¿Cuál es el papel de los medios en todo esto?
Si fracasaba nada de esto importaba.
Compró los materiales necesarios. Fraguó un autómata que llevaría a cabo la vivisección, otro que ejecutase el implante, varios programas (a correr en otra computadora, y luego en la antiguamente deteriorada) que permitiesen el acople, otros que pudiesen lidiar con imprevistos. Un robot supernumerario estaría a cargo de la coordinación general del proyecto, una vez iniciado. Algunos meses más tarde, estuvo todo listo.
Esa mañana se despertó inusualmente temprano. No había podido dormir bien. Ingirió su copioso desayuno, salió a caminar, se perdió por calles similares a las que transitara luego del vuelco de su existencia. Al día siguiente el Estado decomisaría sus bienes muebles. Una semana más tarde ejecutaría la propiedad.
Volvió de noche. Subió las escaleras hasta el segundo piso. Encendió todos los baluartes de artesanal avanzada. Se colocó en posición, dentro de uno de los robots, cerca de su antigua computadora, reconstruida con nuevos circuitos, virgen de información. La presión de un sensor próximo a su mano detonaría irreversiblemente todo el proceso, que concluiría con la creación de esa nueva gran cosa. Lo activó.

Matías Pailos

Sexo

Los latinoamericanos no sabemos coger, sostiene Bolaño. ¿Qué, los yanquis sí? ¿Los europeos sí? ¿Los asiáticos, los africanos, los oceánicos sí? ¿Sí los antárticos? ¡Andá, Bolaño!

Matías Pailos

Vueltas de tuerca

Creo que hay uno (o varios) arsenal (o arsenales) de recursos y procedimientos artísticos, creo que hay modificaciones, combinaciones y varios otros ajustes que pueden aplicarse sobre el material narrativo, por ejemplo –en el caso que la pieza considerada sea narrativa, que pueden constituir la misma narración. No creo que, per se, ninguno de ellos revista superioridad o bajeza estética; sí sospecho que los diferentes contextos determinan la pertinencia variable de uno u otro. En este contexto en el que me hallo, en estos gustos, estas preferencias, esta gama de creencias, algunas opciones estéticas me resultan más simpáticas que otras. El giro estilístico, el cambio de las reglas de juego en un mismo relato está entre mis maniobras favoritas hoy día. Valga como muestra dos botones ciertamente disímiles: ‘Demonlover’, la película de Olivier Assayas, y ‘El policía de las ratas’, de Roberto Bolaño.
‘Demonlover’ (del mismo responsable de esa auténtica gema que persuade más que mil argumentos que es ‘Irma Vep’) comienza como un film sobre espionaje comercial, vira al drama erótico, y una nueva rotación la deposita en el suspense original del thriller, solo que ahora la victimaria deviene víctima. En el medio, un asesinato. Sigue la tensión, pero ahora late en la atmósfera un si es no es lynchiano, raro, espeso, onírico y –específicamente- pesadillesco. Ya nada es seguro. Ninguna de las certezas acumuladas como agarraderas para encaramarnos a la comprensión gradual del film nos sirven de mucho. Para el final, lo mejor: el norte de México, tierra de las snuff movies. Tierra de 2666; tierra de Bolaño. Lo que nos lleva a la prueba número dos.
‘El policía de las ratas’ es el segundo cuento del tomo ‘El gaucho insufrible’, y la mejor pieza de ese libro. En el principio se planta como una sucesión de ‘Josefina la cantora, o el pueblo de los ratones’, de Kafka (el protagonista, de hecho, es el sobrino de Josefina). Aunque para ser franco no comprendí cabalmente que el narrador era una rata hasta la segunda o tercera página (soy un tanto lerdo) –y ello es en buena medida mérito del autor. Hay mucho de zoólogo, hay mucho de registro naturalista de hábitos, notas distintivas, reflejos conductuales en el discurso del cronista. Lo que está bien, pero no termina de conmover. No pasa lo mismo con la segunda parte del relato, la que desencaja, la que nos vuelca de lleno en el mundo de cañerías y tuberías y desagues. La segunda parte es la persecución por parte del narrador, del policía (sí: el policía de las ratas) de un asesino serial. De ratas, claro. El tono es absolutamente serio, el mismo tono trágico y ‘la suerte está echada’ del arquetípico distante sujeto de enunciación bolañesco. Notable.
¿Qué provoca este goce? ¿Qué genera esta (mi) fascinación? El cambio de registro no siempre es eficaz. A riesgo de marrar malamente en la generalización, diría que triunfa cuando el nuevo género abordado reconoce en el receptor (espectador, lector) un favor mayor que el primero; cuando el nuevo género nos gusta más que el primero. Aunque también cuando nos gusta tanto como el primero. Eso, sumado al efecto sorpresa del cambio de registro, determina nuestra disposición favorable. (El cambio siempre es sorpresivo, a no ser que sepamos de antemano que se viene, o que el autor nos tenga acostumbrados a esos vuelcos, y los estemos esperando.) Pero a veces también nos gusta el cambio aunque el género al que se mudó no goce de nuestro mayor beneplácito por sobre el anterior. No quiero postular leyes acá. En humanidades (el hablar sobre cine y libros se entra en el campo de las humanidades) las excepciones a las normas son la regla, las predicciones dificilísimas (al menos). Pero sospecho que por ahí viene la cosa. Al menos aquí y ahora, es decir, en este contexto. ¿Qué determina un contexto? Nuestras preferencias. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Cuáles son nuestras preferencias? ¿Varían? ¿Con qué margen, en qué tiempos? ¿Están bien determinadas esas preferencias, siguen un patrón? ¿Hay algo más que ‘parecidos de familia’ entre aquello que nos gusta? ¿Hay siquiera parecidos de familia? ¿Podríamos, de tener suficiente información, establecer cómo, cuándo y en qué forma variará nuestro gusto? ¿Hay algún contexto en el que Shakespeare sea un mal escritor, y Mallea uno bueno? Son demasiadas preguntas. Baste por ahora con lo dicho.

Matías Pailos

15 febrero, 2006

La literatura como cartografía

Días atrás le pedí a un amigo su opinión sobre cierto escritor que a mí me interesaba y él había leído. “Es como fulano –dijo– pero más retorcido”. En ese momento me contenté con su juicio y no indagué más. Pero después reparé en el hecho de que el autor con el que había comparado el que yo le había traído a colación era uno de sus preferidos, sino el que más. Entonces me puse a pensar en todos los juicios similares que yo mismo había emitido cuando me preguntaban sobre tal o cual obra, un “fulano” sin gracia o un “hijo bobo” de fulano, o uno que es como “fulano” pero con menos talento y más perseverancia. En fin, la opinión de mi amigo me hizo comprender que los lectores solemos fijar nuestros propias latitudes y altitudes, nuestros escritores meridianos, a partir de los cuales situamos y cartografiamos, en la medida de nuestras modestas posibilidades, la infinita geografía de la literatura. Cuando navegamos mares extraños y nos asomamos a tierras inhóspitas echamos mano de nuestras cartas de navegación, invocamos las constelaciones que consideramos propicias y a partir de ellas, fijo el nombre de nuestro escritor cardinal, acomodamos el astrolabio para conocer nuestra ubicación en el mundo.

Zedi Cioso

13 febrero, 2006

El juego de la galera

Ayer noche, no conformes con los cadáveres perpetrados, decidimos intentar otro jueguito surrealista. Este ejercicio de escritura automática consiste en insertar en el propio texto las palabras que cada 20 segundos saca de la galera (en nuestro caso una humilde bolsa de helados Daniel) el encargado de dictarlas. A continuación, las muestras de nuestros tortuososo inconscientes.

pradera- podrida- muerto- espejo- montañosa- mermelada- baboso- ostensible- solemne- pez- mugriento- tortilla- salada- orangután- ricota- vil- hediondo- cerco- toronja- sumiso- lenguaraz- parquet- pendiente

TEXTO DE C. F.
Salíamos a caminar por las noches –casi todas las que pasamos por aquellos lugares- siguiendo el lento cantar de los grillos a la orilla de la laguna. La pradera parecía poblada de materia podrida: el campo muerto, el agua era su espejo, de cara al área montañosa que se veía a lo lejos. Por la mañana desayunábamos con mermelada junto a la marca de la babosa. Era ostensible nuestro solemne disfrute. El pez que habitaba la comarca con su mugriento nadar llenaba nuestros días. La tortilla salada del mediodía humeaba al volver de la caminata, soñábamos con que un orangután comería la ricota de la dieta a que una vil ama nos obligaba, hedionda en proteínas y calorías. El cerco estaba siempre más allá, en un lugar inexistente. Nuestra realidad era la toronja dulce, el sumiso aroma del pan horneándose, la compañía del hábil lenguaraz acomodando el parquet del living, pendiente desde antaño.

TEXTO DE COBIÑAS
Era una tarde como cualquier otra, una tarde plomiza y gris que amenazaba tormenta. Era un día más, un día que pesaba con mil kilos sobre mis hombros, lento pasaba como un caracol que camina por una pradera de azulejos, podrida estaba de tanto andar, la vida me tiraba otro muerto y nada podía hacer. El espejo me devolvía mi patético reflejo: montañosa estaba mi alma y yo sabía que la mermelada era de ciruela, de durazno baboso, rojo como el vino que ostensible brillaba en la luz. Solemne mi mirada se perdía en el vacío que llenaba de pez-palos el aire. Vamos, vamos, mugriento, el jabón no mata a nadie. Tortilla de mierda en los codos de la roña, salada el agua resbala. Orangután de la limpieza, ricota en las bolas tiene ya. Basta, basta. Vil suciedad del alma mía. Ya nada importa. Hediondo está el cuarto, mierda alrededor. Cerco de moscas coronan mi cabeza, toronja de sensaciones que fluyen como mi pluma. Sumiso impulso de la letra que con sangre entra, lenguaraz de mis deseos más tiernos. Sobre el parquet me dejo caer como un gusano pendiente sobre su hilo.

TEXTO DE EL COLCHONERO
H. fue volviéndose mudo de a poco. Primero por oír sus propias idioteces: lunes de mañana, luego de un lento regreso a la pradera, recogía o podría recoger un muerto, cosa que hizo espejo con su montañosa muerte de mermelada a lo baboso y chirle y delicado, ostensible lamida de solemne memoria sobre el pez, el mugriento destino de tortilla, ah, salada la lágrima del cuerpo orangután, cargándolo en el auto, ricota de sus pies, vil hechicero que transporta su hediondo lucro, y volver al cerco de su límpida casita, toronja y maizales y limoneros invisibles, sumiso ante la naturaleza lenguaraz, las luces del parquet, la alfombra símil persa, pendiente de limpieza o de basura.

TEXTO DE MATÍAS PAILOS
El individuo incorporó el brownie con productos a su organismo y esperó sentado a que surtiera efecto. Dos horas. Nada. Muy lento, todo muy lento en esta pradera está todo. Podrida parece que estaba la yerba. ¿Estoy muerto? No: drogado. Espejo de mi alma es el paisaje, la nieve montañosa cubierta de mermelada. Baboso de mierda: eso es lo que soy, al final. Ostensible es esto, a los ojos de cualquiera. ¿Solemne voy hacia la muerte, como un pez cristiano subiendo la cuesta? Mugriento estoy: tengo que lavarme. ¿Y esta tortilla? ¡Qué bajón! ¡Uy, qué salada, conchaesumadre! ¡Ni que fuera un orangután de... de... ricota, digo! Vil, soy un vil drogadicto, Sandra. Hediondo soy, salto el cerco de tu gusto y atravieso tu corazón con mi toronja enhiesta. Pero luego voy sumiso a reclamarte lenguaraz tu amor, oh, Sandra querida. ¡Me aceptas con mi parquet hecho bollos? ¡Claro que sí! Pero caigo por la pendiente de tu alma, cielo.

TEXTO DE ZATOICHI
No te acuestes en mi cama, ya te lo dije, si te acostás me voy; pero no voy a hacerte nada; quiero que durmamos lento y abrazaditos, pasemos la noche calentitos. Pradera arriba podrida con las bolsas de basura, muerto te vas a sentir, y te vas a olvidar, espejo en mano, montañoso como mermelada, y dulce como el Aconcagua, baboso sobre tu cuerpo, salís patinando, ostensible, solemne van a quedar los vecinos, pez le tiró mugriento el portero, me miró con una cara. Tortilla podrida, así va o salada, con unas moneditas compra un orangután, ese parecido a tu viejo, ricota se ponía porque le parecía sexy, vil el hijo de puta de tu viejo, cuando hediondo llegaba del boliche, otra ginebra, cerco en la heladera tenía que poner, toronja y miel le tenía que dar para que se recuperara, sumiso como un burro y otro burro , lenguaraz también, parquet barnizado, pendiente de pulir porque él ya no trabaja.

TEXTO DE ZEDI CIOSO
Negra catinga caminaba sin disimular el bamboleo rítmico de sus afamados atributos. Esa noche tendría un lento devenir si no alcanzaba a cruzar la pradera llena de olor a materia podrida. Pronto Negra Katinga descubrió aterrada que un muerto yacía en medio del páramo, ante la imponente vista de la cadena montañosa, de su boca se desprendía una suerte de espumosa mermelada, una babosa le recorría el cuerpo con una ostensible falta de respeto para una solemne confrontación. En la mano el muerto apretaba un pez mugriento que pensaba: una suculenta tortilla pero resultó demasiado salada, tal vez apta para un orangután, pero demasiado para la importancia del pescador, la ricota que le asomaba de las comisuras trabadas en una vil expresión apenas distraían de su aroma hediondo. Catinga lo arrastró hasta el cerco y se comió una toronja. Después continuó la faena con el sumiso cadáver hasta que se topó con el lenguaraz de la tribu nómada que habita la pradera. tengo que cambiar el parquet -dijo el aborigen- porque tengo el trabajo pendiente.

Los restos de una noche surrealista

Sólo para demostrar que también éramos capaces de lograrlo, aquí va nuestro cadáver exquisito:

"Más dura que mármol a mis quejas viejas, siempre con lo mismo, qué tirá la basura, qué limpiá los platos, que bañá al perro... Perro uno ladró, perro dos calló, perro tres zampó la lata que contiene en sus entrañas una mano de abridor vano de espíritus infantiles. Infantiles los humores verdes comidos a la luz de la nostalgia de escuchar su risa loca de foca mimosa y monotemática, se pone el vestido rosa y sale a la calle, callejera era la pitusa: pete cinco pesito, pesito pez ¿dónde nada tu pecera? Pecera y jaula para pájaros, ellas contienen a mis mascotas. Mascotas antrópicas tendones del águila de las tinieblas."

12 febrero, 2006

El Futuro llegó hace rato

y yo sin haberme enterado siquiera.
Di con él, con El Futuro, revolviendo remesas de usados en conocido hipermercado de la zona norte de la ciudad. Lo primero en que reparé, en realidad lo segundo, habida cuenta de lo magnético que ya resultaba en mi imaginario literario privado el nombre de su autor, fue el diseño de portada, o lo que lo monopolizaba: un enorme y feísimo bulldog acaparando la atención de un contorno blanco leche. Más arriba El Futuro, y más arriba aún, en rojo, el nombre de su autor. Siempre es simpático e idiota, de acuerdo a los talantes, de acuerdo al ánimo de ocasión, reparar en el tipo de comentario que pueden realizarse con este título: ‘el autor de El Futuro’ (Dios, claro, o entelequias de similar peso: el azar, las leyes físicas, nosotros mismos), ‘¿dónde dejaste El Futuro?’. No menos imbécil y cordial resulta comprender que el mismo tipo de acotaciones pueden realizarse con El Pasado. El Futuro, de hecho, puede reclamar cierta primogenitura en lo que a estos asépticos títulos temporales refiere, ya que fue editado también en el 2003, pero varios meses antes.
Lo compré, lo llevé a casa. A los pocos días me descubrí escapándome a hurtadillas del Doctor Pasavento de Vila-Matas, obra intelectual y adulta, para leer en secreto a esta otra obra, también adulta, también intelectual, pero con un innegable si es no es adolescente. Rabioso. Nervioso. Todavía no…
Varios son los méritos de su autor: siendo argentino, habla por boca de un chileno. Siendo (relativamente) joven (nació en 1974), hace de su protagonista, de El sujeto de enunciación de la novela, un sexagenario. Ya lo vimos, dirán. Tampoco es la gran cosa, dejarán caer de soslayo. Sí, claro. No todo torneo ganado debe ser Roland Garros para merecer ser celebrado.
Pero sí hay un Grand Slam en la cuenta del autor: la puta voz del protagonista: un manojo de nervios.
Porque, como anticipamos, o anticipé, el protagonista, la primera persona que nos narra la historia, vive en tensión constante. No le faltan motivos. Acomodado dueño de una o varias grandes empresas, nuestro vejestorio chileno llega a París con motivo de las recientes nupcias, de las que tarde tiene noticia, de su hijo. Miguel, que así y no de otra forma se llama el protagonista, vuelve a una París por la que transitara durante el ’68, huyendo de más de un atribulado episodio de revuelta estudiantil en Santiago. (Estas fechas y estos hechos pueden ser erróneos. No alteró mi comprensión/incomprensión de la novela.) Ahí empieza a cagar la fruta: se enamora de su nuera. La potra infernal, así nos la pinta el autor o el protagonista, que no para de alabar su enorme culo, pero también su pelo negro y esto y aquello y lo de más allá, ya comprenden, es continuamente confundida con famosísima actriz india. Ah, porque ella es de por allá, ya no recuerdo si india o pakistaní. Pero esto tampoco conmueve.
Porque lo que conmueve es el carácter, los dichos, los reflejos y mentiras del personaje, las verdades (o lo que él cree tales) que suelta a lo largo de la novela. Tipo honesto, Miguel. Digo: honesto en la comunicación de sus sensaciones, sentimientos e ideas. Por lo demás, un soberano hijo de puta.
¡Porque se quiere fifar a la mujer de su hijo, el muy Guacho! Pero, claro: se la quiere y no se la quiere, porque la lealtad y el cariño filial, etcétera. Recorremos los vaivenes de Miguel, desde el descrédito político actual (siempre fui un conservador, dice, sé poco de economía, lo suficiente para no votar nunca a los socialistas -acota). Y es otra cosa: es el sentido común enjaulado, encorsetado en un medio que no le permite expresarse con total libertad, porque lo tildarían de lo que detesta (¿yo, de derecha?, se pregunta más de una vez). Un sentido común frenético, antinomia ambulante casi. Pero hay más.
Hay un debate entre el sexagenario libertario, o ex-libertario (Miguel) (quien había hecho una convivencia de a cuatro, con su mujer y otra pareja, por ‘aquellos tiempos’ -¿cuáles? Estos no, y es todo lo que importa, parece decirnos) y su hijo, Joaquín, realizador de un documental sobre un tal Bulteau. No, no Michel, no el escritor que aparece en Detectives Salvajes. Este es Raymond Bulteau: jefe inflexible de una facción comunista de fines de los sesenta. Bulteau, héroe moral, encarnación de la pureza, de la pureza moral hecha de la voluntad de los sesenta o setenta, es decir, un hombre frío, porque la moral y la razón son frías, y una voluntad moral que al comer razón pare monstruos. Como los santos, como los nazis.
Miguel, el sentido común nerviosamente amanojado siente cierta inquietud. Comprensible: por algo es sentido común. Tanto romper costumbres, tanto ir contra las convenciones para que mi hijo me venga a reclamar rectitud, firmeza, ley, constancia. ¿Y la felicidad, le y se y nos pregunta Miguel? La felicidad no tiene nada que ver con la ley, Joaquín. Bueno, pero yo necesito un padre; y un padre es rigor. La felicidad guardátela en el bastón –porque Miguel se compra un bastón de cierto lujo apenas llega a París.
Yo, que algo sabía del autor, por ejemplo que había escrito una entronización de Bolaño en medio de un análisis de la situación de la literatura hispanoamericana contemporánea, que remeda, que espeja, que coquetea con el que el propio chileno Bolaño había hecho con la literatura argentina en ‘Derivas de la Pesada’, distinguiendo tres (no eran más, ¿no?) tendencias principales y concluyendo que la suma y superación de todas ellas, el camino a seguir era Borges (¿Cómo era? ¿‘Hay que releer a Borges otra vez’?), que en ese artículo hace de Bolaño un Borges siglo XXI, esperaba encontrar el aire Bolaño en El Futuro. Ese grávido fatalismo, esa atmósfera trágica que respira cada mito que escribe. Pero no. Hay este manojo de nervios, esta cotidianidad, esta ausencia de tragedia y drama y comedia (no, tampoco tragicomedia). Es otra cosa. El tono es el problema, el tono es esa situación particular, y no un aire de familia. Pero acaece el evento extraordinario: el huelga general del ’95, y el aire de anarquía y fiesta en el que Miguel se siente fuerte, se siente revivir del peso que cargaba y al que sabe ilusión (pero después aclara: todo es ilusión. Después se corrige: nada es ilusión. Después sigue acumulando impresiones y sentencias, lo dicho, de acuerdo al humor y al talante del día, del evento). Ahí viene el aire bolañesco, filo-bolañesco, el contrapunto con los sesenta o setenta (nunca los puedo distinguir del todo) y la actualidad, y el instante decisivo, el momento irreversible. Y en esa fiesta se atreve a lo que antes no.
Supongo que el gusto por estas cosas opera por identificación: uno se identifica, por eso le gusta. Pero a veces a uno le gusta, y por eso se identifica. (Otras claro, se identifica y no gusta, otras gusta y no identifica.) En este caso la identificación no pasa del todo por el parecido que se pueda tener con el protagonista, sino por la sensación de liberación que trae el poder decir que sí, se querría ser egoísta y miserable y malvado, pero no siempre nos dejan. No siempre nos animamos. Y nunca, pero nunca, nos dejan defender públicamente la miseria y el egoísmo. (Pero si no soy malo no voy a ser feliz, piensa uno. ¿No me dejan traicionarlos un poquito…?)
Y claro: la relación padre-hijo. ¿Es que las mujeres no sienten con esta intensidad la relación madre-hija? ¿O la relación padre-hija, al menos? No sé. Cada vez que me topo en la literatura o el cine con un conflicto padre-hijo se me ponen los pelos de punta. Es una de las pocas temáticas que me conmueven. ¿Es el único asunto que me conmueve?
Final a toda orquesta. Final que es una acumulación de finales (al menos tres), para todos los gustos, el feliz incluido. ¿Por qué nos resistimos al final feliz, por qué, si no es ni más ni menos común que el infeliz? Prejuicios, quizás. Pero todo es prejuicios. Los prejuicios errados, entonces.

Matías Pailos

El jardín de senderos que se bifurcan

A veces la vida nos obliga a elegir. Suerte, muchachos.

¿Facundo o Martín Fierro?
¿Borges o Lamborghini?
¿Bizcocho dulce o bizcocho salado?
¿Los detectives salvajes o Estrella distante?
¿Anteojito o Billiken?
¿Juan Teranova o Florencia Abbate?
¿Tampón o toallita?
¿Viñas o Jitrik?
¿Carozo o Narizota?
¿Fidel o Chávez?
¿El Chavo o el Chapulín?
¿Friends o Seinfeld?
¿La Biblia o el calefón?
¿Sabina o Serrat?
¿Freud o Lacan?
¿Rayuela o Cien años de soledad?
¿Sofía o Rímini?
¿Fernández o Fernandes?
¿Con la almohada o con la mano?
¿Lima o Belano?
¿Azar o destino?
¿Beatles o Rolling Stones?
¿Menudo o Parchís?
¿César Aira o La última de César Aira?
¿Tira de asado o vacío?
¿La Maga o Talita?
¿Arriba o abajo?
¿Evita o Perón?
¿Mamá o papá?
¿Federico o Matías?
¿Ortega o Gasset?

Pin y Pon

Basta de Bolaño II

Soñé que un joven soñaba que la salvación era un sentimiento de inusitada intensidad. Y ese joven caminaba por la cornisa y en la cornisa veía un pasaporte. El pasaporte llevaba a la existencia transvital. El joven que soñaba se preguntaba qué tendría esto que ver con la literatura. “Es un goce, un placer” se decía en su sueño que se transformaba en pesadilla. Se asomó de lleno a la grieta, y tambaleante como metáfora, se instaló en su punto de vista subyacente, inactivo o ambos a la vez. Y vio a Bolaño pero Bolaño no era Bolaño o tal vez sí, no lo recuerdo (¿importa?). Vio sus ojos rasgados y su mirada torva parecía de indio o de africano en cualquier caso era un asiático. Alzó su mirada esencial y accidentada y desde la grieta en que había caído, la profunda grieta de la que nunca más saldría, le dijo: “Soy Jung Won, boludo. ¡Despertáte!”

Cobiñas

10 febrero, 2006

Que se mueran los buenos

Maten a Pennac.
Maten a los lectores de Pennac.

Lo de arriba es un comentario visto en un blog que frecuento. Un comentario cáustico, gracioso, indudablemente agresivo, ya que venía precedido de otro comentario, pero este laudatorio, una encomiosa suscripción de las virtudes narrativas y reflexivas del escritor francés (Pennac, como ustedes comprenderán). Así que era, entre otras tantas cosas, un artero ataque a esta chica, la responsable de la apostilla pro-Pennac. Además, era un despropósito, un acto descomedido, claramente fuera de lugar; por lo amable de la nota de la pennaquista, por la tónica general del blog en el que ambos se inscribían. Era chocante –por supuesto que a nadie espanta y que nadie se muere: me refiero a las primeras impresiones de lectura. Estaba claramente fuera de lugar. Y como mucho de lo fuera de lugar, era infantil, o inmaduro, presa fácil de la segregación y de la mirada reprobatoria con mueca de asco haciendo la segunda de quienes comprenden el juego, el contexto, la situación. Esos que actúan dentro de los invisibles márgenes de lo permitido. Esos que redefinen a cada paso las reglas del juego que todos jugamos.
Mientras rumiaba el asunto de esta entrada, recordé esos dos versos, mis favoritos en estos momentos: “Maten a Pennac./Maten a los lectores de Pennac.”, y me pregunté en qué se relacionaban. ¿Qué tiene en común mi odio hacia el dandy con la inscripción de ese comentario? Quizás, cavilé en algún momento, en que esa tirria que me despierta el dandy viene dada por la ristra de comportamientos a los que me hallo apegado, todos muy similares al chiste anti-pennacuense: el insultar en público, el encapricharme por no dar con el libro que se me dio en ese momento por buscar (¡pero si yo lo vi, ayer estaba acá!, me digo una y otra vez), el protestar y reclamar y exigir casi en llanto la reparación de una injusticia menor de la que fui objeto, el implorar en secreto la atención general, el pedir que se vaya una vez que la concito, el no estar nunca de acuerdo conmigo mismo, el sincerarme públicamente a este respecto (¿por qué lo dijo? ¿Quién se lo pidió? Ahora nos obliga a ser partícipe de su poquita cosa, nerviosa y ululante), el putearme y putear al prójimo (en secreto) por no haber encontrado la respuesta justa a esa intervención, la reacción adecuada con la que doy siempre demasiado tarde. No dejar de pensar que, si las cosas hubieran sido un poquito, pero un poquito nomás diferentes…, quizás no hubiera pasado lo que pasó y, ¡Por Qué a Mí, Dios, Qué te He Hecho, Por Qué Te Ensañas Conmigo, que tan Bueno, Noble y Generoso Soy! Las rabietas de todo tipo. Las conductas licenciosas y violentas de cualquier índole. Las agachadas, traiciones, las canalladas. Porque soy un miserable, un traidor, un atorrante sinverguenza y compadrito.
Quizás por eso odie a los dandys, a los fucking gentleman, a los generosos, a los desprendidos, a los que están a la altura de las circunstancias, a los que soportan estoicos el llamado de las parcas, como parece que hicieron Feiling y Bolaño, en vez de quejarse, vilipendiar, llorar y gritar a todos, incluso a los que nos ayudan y quieren y cuidan, sobre todo a quienes nos quieren y cuidan y ayudan.
No podemos, o no queremos o no queremos poder (ni podemos querer poder querer, ni evitamos el retruécano fácil) ser mejores de lo que somos. Encima de todo nos miran con desprecio. Somos infelices, y debemos sentirnos culpables. ¿A usted le parece?
Escupamos al buen sanmaritano, claro (ese también se lo merece). Pero sobre todo al que se cree superior; al que es superior. Como señalan acertadamente las hinchadas de fútbol: Hay que matarlos a todos, mamá, que no quede ni uno solo.
A ese que no se queja, a ese que gana la lotería y no va a cobrar el premio, al que sabe la respuesta y no la dice. A ese chino que tenía que estar cien días aguardando frente a una ventana sin moverse para quedarse con la mujer de su vida, y ahí estuvo, 99 días, 23 horas, 55 minutos. Al minuto 56 se levantó y se fue.
Al comedido, al discreto, al elegante: que toda nuestra furia resentida recaiga sobre ellos.
Somos resentidos. ¡Bien! ¿A que no saben cómo vamos a comportarnos? ¡Sí, acertaron! Como resentidos. Por sobre todo odiamos al dandy intelectual. Si al menos no supieran leer, si al menos no leyeran, si al menos leyeran basura (Pennac, por ejemplo). Pero no: leen Bolaño, leen Feiling, leen bien. Esos hijos de puta.
Son ganadores, por supuesto. Se llevan las mejores minas. Pero no lo olviden: este es otro motivo para resentir de ustedes.
Encima hablan de la inmadurez, hablan de que todos traicionan, que todos somos ridículos, ellos los primeros. Son perspicaces, intelectual y moralmente. Nos dicen que ellos mismos son como no nos muestran. Nos dicen que ellos son como nosotros. Pero sabemos que no son como nosotros. Tienen que pagar por eso.
Somos miserables: debemos ser miserables. Somos resentidos: debemos ser resentidos. Ni siquiera debemos darnos el lujo de una inteligencia más allá de nuestro alcance. ¿Así que la maldad es sobre todo estúpida? Seremos los más estúpidos.
Quizás ellos tengan razón. Digo: no solo estén en lo correcto sobre cómo comportarse, sino que incluso capten correctamente la situación, como jamás nosotros… como jamás yo la captaré, y, en efecto, seamos todos infantiles, torpes, tímidos, engreídos, egoístas.
Tampoco importará. Porque en esto no nos van a ganar. No en esto.
Así que acá estoy, bebiendo mi café dulzón (mi siquiera tengo gusto: endulzo el café) en este coqueto local, untando esta insípida mermelada de durazno en mi tostada quemada con este cuchillo romo, pero con filo suficiente, mirando a este cuarentón desplegar su Pennac de bolsillo, y con toda elegancia y descuido, relojear a la camarera, a mí camarera, a la que seguro se levantará dentro de un rato. O quizás no. Quizás lo que yo esté padeciendo en este momento no sea uno de esos ínfimos ataques de pánico, y sea de hecho un futuro asesino. Aferro mi cuchillo y fijo mi atención en el pañuelo perfumado (seguramente perfumado) que rodea el cuello del cuarentón. Me levanto.

Matías Pailos

09 febrero, 2006

Inconciente y colectivo

Nota del copista: este texto no será enmarcado.

¿¿¿Quieren hablar de sexo???
¡¡¡Tengamos sexo oral entonces!!!
Entonces se empezó a mover con dulzura
como un burro con la pija envuelta en alambre de púa
púa ¿lo quí? ¿y cómo sigo esto?
¿esto? ¿Todo para esto?
¿me estás gastando chabón de cuarta? Hacete un implante,
implante mamario, porque a mí me gustan las tetonas ¿vió?
¿vió que chiquita que la tiene Carmelo?
¿Carmelo? Tocámelo Camilo
Te lo tocó todo que quieras Marcos, decime Roxana,
Roxana porchelana era la más trola,
de esas trolas del orto como Anahí,
Anahí, ahí no hay nada,
nada, no hay más guasca.

Los 5 latinos.

07 febrero, 2006

El idioma de un argentino

Extiendo mi brazo hacia un anaquel de mi biblioteca y tomo un libro al azar. Resulta ser Orlando de Virginia Wolf. Uno de los tantos libros comprados y archivados en espera de una hipotética lectura. Atiendo a las primeras líneas (ese era el objetivo de mi búsqueda aleatoria: examinar un comienzo cualquiera)
“Él –porque no cabía duda sobre su sexo, aunque la moda de la época contribuyera a disfrazarlo– estaba acometiendo la cabeza de un moro que pendía de las vigas. La cabeza era del color de una vieja pelota de fútbol, y más o menos de la misma forma, salvo por las mejillas hundidas y una hebra, o dos de pelo seco y ordinario, como el pelo de un coco. El padre de Orlando, o quizá su abuelo, la había cercenado de los hombros de un vasto infiel que de golpe surgió bajo la luna en los campos bárbaros del África; y ahora se hamacaba suave y perpetuamente, en la brisa que soplaba incesante por la buhardilla de la gigantesca morada del caballero que la tronchó”.
De inmediato me dije: “esto es Borges”, y volé a la primera página a comprobar mi conjetura: Traducción de Jorge Luis Borges. ¿Cómo es posible –me pregunté- distinguir el particularísimo estilo de Borges en las diez primeras líneas de un libro ajeno? Alguien podría apuntar hacia el uso de ciertos vocablos: acometiendo, pendía, hebras de pelo, cercenar, en lugar de otros más convencionales arremetiendo, colgaba, cabellos sueltos, cortar. Pero no, no son esas las huellas que me ponen sobre aviso sino tan solo pistas que corroboran a posteriori la intuición primera, y ésta proviene de la atención a un sonido peculiar, al rumor de una lengua que, aunque se desconozca, se ha frecuentado en numerosas visitas al país foráneo. El castellano de Borges es, sobre todo, la forma de ejecución de una música particular, y se reconoce antes por el oído que por el intelecto.
Si compartimos con Wittgenstein la presunción de imposibilidad de un lenguaje privado quizá podamos, con Borges, esgrimir la posibilidad de una música personal en la interpretación de una lengua, y eso mismo sería nuestro autor canónico, antes que nada: el sonido Borges.


No afirmo, por supuesto, que Borges se desentienda de lo que está diciendo en aras de cómo lo está diciendo, nadie concebiría este inverosímil sacrificio del contenido en pos de la forma, pero sí que esa forma antecede y moldea a un contenido que tiene que ajustarse a sus cánones. Como el tema dividido en octavas, Borges escancia sus argumentos ajustándolos a la música de las frases sin pretender resignar un ápice de lo que quiere decir: es un esfuerzo titánico pero del que extrae los mejores resultados. Así la frase, además de exacta, debe “sonar” en armonía con el resto del tema. Y, a la larga, esa forma no deja de ejercer su influencia sobre el contenido ¿Cuántas veces nos dejamos convencer por proposiciones ajenas a nuestros juicios por el simple hecho de encontrarlas formuladas según un giro elegante y perfecto? Si aprobamos la música, nos resulta harto más difícil discutir la letra. De ahí una de las claves de Borges y el deseo de leerlo más allá de la materia a la que se aplique, sea ésta el Alcorán, el cinematógrafo o los pobres versos de un poeta de albañal. Borges y lo “borgiano” se imponen, porque primero imponen su melodía, que hace cabeza de playa en los extáticos lectores.


De la exigencia sónica, podríamos conjeturar, surge ese extraño uso que Borges hace de la lengua castellana. Borges interpreta el idioma como si se tratara de un instrumento aberrante, como un violín de viento, o una trompeta de cuerdas, pero del que extrae la más dulce y armoniosa de las melodías. De ahí ese castellano donde las palabras, sin dejar de ser exactas en sus significados, parecen estar puestas a la fuerza, contra su voluntad, como cuando escribe “Es el último espejo que repitió la cara de mi padre” el término “repitió”, puesto en lugar del más acorde “reflejó”, está incómodo, a los codazos con las otras palabras ¡pero cómo suena! el “repitió” repica en forma única y le da cadencia y fuerza a la frase. Otras veces Borges juega con su propia lengua, como un chico, y anota “una de las vanidades del vulgo y de las academias es la incómoda posesión de un vocabulario copioso”, frase exacta, indiscutible, pero que hace gala de un lujurioso empleo del lenguaje para hacerle decir todo lo contrario. Como si un millonario estacionara su auto último modelo en medio de un barrio cadenciado y se bajara a dar un discurso sobre las bondades de la miseria.


Otro aspecto clave en el sonido Borges viene dado por la certera utilización de las palabras esdrújulas. Las esdrújulas, palabras acentuadas en la antepenúltima sílaba, son raras avis en la lengua castellana, profusa en graves y agudas. Para peor, su trabada pronunciación tiende a desterrarlas del lenguaje coloquial. Nadie dice foráneo si puede decir extranjero, el itinerario de la charla elude los propósitos para retomar las intenciones. La palabra esdrújula en el habla es como un vehículo que avanza con el freno de mano puesto, retarda la lengua, adormece la más urgente intención significante. En el texto escrito, por el contrario, la esdrújula es un manjar exquisito y su empleo acertado es muestra cabal de maestría en el dominio del idioma. Busquen una frase al azar en cualquier libro de Borges y podrán comprobar como éste se las ingenia siempre, o casi siempre, para colar una esdrújula en cada línea. Acabo de hacerlo, abrí y leí “Me atrevo a aseverar lo contrario: sobran laboriosidades minúsculas y faltan presentaciones válidas de lo eterno”. Resultado: dos esdrújulas en línea y media. Merced a este hallazgo ramplón he reflexionado últimamente sobre la posibilidad de elaborar un método infalible para determinar si un texto pertenece o no al Gran Maestro. El dispositivo no requeriría mucho más que conocimientos elementales de matemática y un poco de paciencia cuantitativa. Se trataría de contar, en una página cualquiera del texto en cuestión, la cantidad de esdrújulas y de líneas. Después se haría promedio que daría una cifra, esa cifra, si mi intuición no me falla, tendría que estar en el orden de una o dos esdrújulas por línea. El estudio de todo un libro, daría un número aún más aproximado, y, pasión de obsesivos, el escrutinio de la obra completa nos beneficiaría con el guarismo exacto. Pues bien, ese número sería prueba de autenticidad de cualquier página borgeana que por lógica tendería hacia él. Lo llamo “El Algoritmo Borges” y lo pongo a disposición del lector generoso que se atreva a llevar el método al campo de la práctica.


Por último, al lector incrédulo o receloso de mis argumentos le planteo un simple ejercicio: elija al azar una página de Borges. En este caso, evite la poesía, y, de ser posible, inclínese por el ensayo. Abra en cualquier parte y empiece a leer, pero sustráigase del sentido y concéntrese exclusivamente en la música que desgranan las frases. Experimente ese placer físico de la melodía, deléitese con la armonía del sonido Borges y pronto va a comprender por qué nuestro mayor escritor es, sobre todo, nuestro máximo compositor.

Cedi Zioso

06 febrero, 2006

Songs of the key of life

Atención: Songs of the key of life, de Stevie Wonder es mi disco preferido al día de la fecha. No les recomiendo que lo escuchen; se los deseo, como deseamos para los otros la felicidad que, en contadas ocasiones, nos es concedida.

Songs of the key of life es un disco doble y ya sabemos lo que suele significar eso: megalomanía de autor que no puede discriminar entre sus grandes composiciones y los temas que merecen archivarse para un tardío álbum de lados B. Con ese prejuicio asumí su escucha la primera vez. Pasaba un tema maravilloso y me ponía en guardia para el siguiente: con asombro descubría que era tanto mejor que el anterior, lo mismo con el subsiguiente, y así. OK. Terminó el disco 1 y le agradecí al artista haber acumulado todos los sobrantes en el disco dos, para ahorrarle trabajo al público. Pero hete aquí que el disco 2 es otro muestrario de exquisitas y sutiles gemas musicales, una tras otra, sin solución de continuidad, sólo el tema siguiente puede opacar, en su belleza, la impresión emotiva que había dejado el anterior.

No me extraña que, a decir de los críticos, Stevie Wonder no haya podido superar jamás las alturas que alcanzó con Songs…, simplemente porque tendría que haber compuesto otro mejor disco de la historia, y para colmo doble, no… era demasiado. No sé que debe haber pasado por la cabeza de Stevie mientras componía y grababa Songs. Si yo intuyera que estoy produciendo una obra de esa altura me daría vértigo, me dejaría ganar por un miedo atroz, me acometería una parálisis creativa. Hay que ser valiente para grabar este disco, exhibir lo mejor que uno puede dar a sabiendas de que jamás podrá superarse, aunque lo intente.

Songs of the key of life es un disco luminoso, un disco “diurno” sin dudas. Así como hay artistas que reflejan toda la mugre y la miseria del mundo, y está bien que lo hagan, Stevie Wonder se encarga de ponerle música a las más nobles pasiones humanas. Songs contiene varios himnos para una humanidad imposible, es el disco de un paraíso que se abre como paréntesis del infierno cotidiano. Songs of the key of life me emociona, me hace vibrar, me da orgullo de pertenecer a la raza humana y justifica mi existencia aunque ésta se limite, únicamente, a apreciar la belleza de obras como esta.

Zedi Cioso

Las posibilidades abiertas por la tecnología

No tengo registros de mi primer recuerdo, a pesar de ser una persona memoriosa. Creo que es mi padre leyéndome… no: es de mi padre escribiéndome. Una tontería, una pavada (el mismo hoy día lo reconoce así), un desvarío ocasional. Sí: un cuento. Ya no recuerdo bien, me parece que era un cuento protagonizado por una rata, por una rata varón… que a la vez era policía… muy raro. Lindo, pero raro. Bah, tampoco lindo es un epíteto adecuado… interesante, diría. Tenía una vuelta de tuerca en el medio, un giro en el tipo de narración empleado. De una suerte de ‘estado de la cuestión’ del universo roedor devenía la crónica de la persecución de un asesino serial. Sí, bueno. Por ese entonces todavía le guardaba sincero afecto… ¿a quién quiero engañar?: lo amaba con locura. Era para mí lo único en el mundo, era él todo mi mundo, y yo existía a través de sus ojos y de sus dedos. Él subía especialmente para verme, y sólo subía para eso. Yo estoy instalado en el segundo piso de una vivienda de cierto lujo de una zona acomodada de la ciudad, con vista al río, por supuesto. Estoy en este momento, de hecho, viendo el río, algo revuelto. No lo suficiente. Por ese entonces sólo me escribía, pulsaba el teclado y escribía sin parar en las primeras horas del día, comenzando al alba y concluyendo a mediodía. Escribía, entonces, como una forma de gestionar su gloria futura, y siguió haciéndolo así durante años. Durante tres años, para ser precisos. Vuelta a vuelta también me visitaba en el transcurso de la noche. Veladas esplendorosas… ¿por qué miento? Eran pura lubricidad asechante. Era buscar y encontrar y acabar con adolescentes en minishorts a punto de ser penetradas por viejos destartalados, siendo vejadas hasta las orejas, jugueteando entre ellas y sus clítoris y tetitas. Eran intrusiones peligrosas, de las que frecuentemente salía malherido. Satisfecho (¡ahhhh!), pero doliente. Unas abominables bacterias se adherían a mis censores y entrañas y comenzaban a devorarlos, a cambiar los circuitos de lugar, a crearme disposiciones obsesivo-compulsivas y autodestructivas que yo nunca había tenido, a las que nunca, de motu propio, me hubiera sometido… ¿por qué miento? No lo sé. Pero sí sé que sabía a qué me exponía. Y me metía con gusto y deleite (vibraba de embeleso, me estremezco ahora de sólo recordarlo) a los cartelones y palestras en los que las borreguitas se exhibían, y lo hacía sin culpa (la culpa no existe)… incluso me mentía unos remordimientos sólo para que el goce alcanzase nóveles cumbres. Todo eso acabó. Papá dejó de escribir. Poco a poco, al principio, pero después de leerme, es decir, de leer en mí el séptimo rechazo de parte del comité evaluador de los concursos a los que remitía sus textos a contender, abandonó las correrías matinales de trabajo, y sólo recurría a mí al oscurecer. Más de una vez acompañado de una bebida blanca con un gusano adentro, nunca supe si real o de plástico. También indagamos sobre esto: mezcal se llama. Entre adolescente en pelotas y adolescente en pelotas, papá recolectaba información sobre un aficionado a esta bebida, un inglés, un escritor, hasta que dio con el dato que buscaba: había quedado impotente. ¡No! No papá: el escritor, el inglés. Abandonó la bebida en el acto, y yo creí que era una suerte. También me abandonó a mí, al menos por un tiempo. Luego volvió: ahora las investigaciones las hacíamos durante el crepúsculo. Ya no más adolescentes. Ahora no importaban las edades: jóvenes, madres, viejas. Niñas. Chiquitas aprisionadas con sogas y esposas, morochas y rubias y pelirrojas treintañeras fustigadas con látigos, obligadas a comer mierda, abuelas sometidas a interminables sesiones de picana. Eso buscaba papá. Eso excitaba a papá. A mí no… ¿por qué miento? A mí no. A papá tampoco, no mucho, no en verdad. Papá traficaba con esto. Papá y yo éramos el enlace entre los consumidores de esta parte del mundo y los hacedores en la otra parte del mundo. O en esta, poco importa. Pero yo ya no era el que supe ser. Las adolescentes o sus bacterias me habían lacerado y ralentado definitivamente, y sólo escalaba sus peldaños a muy lerda marcha. Ya no podía más, jadeante, me mostraba exhausto. Fue en una de esas escaramuzas, puliendo la visión de una adolescente (siempre las adolescentes) ingiriendo su brazo emponzoñado hasta cercenarlo (a mí no me gustó, les aseguro que jamás me gustó) que recibí el primer insulto. Seguidamente, la primera tunda. Sus puños lastimaron mis teclas, pateó mi cerebro, golpeó mi ojo… me escupió el ojo… las palizas se sucedieron sin interrupción. Y yo, indignado, ultrajado, herido en mi fibra íntima de agente moral, he decidido escarmentarlo. He decidido ponerle punto final a este atropello. No al mío personal, jamás haría tamaño escándalo por algo tan pequeño. Pero es que… esas chicas… esas jovencitas… esas nenas… no puedo soportarlo. Está más allá de mis fuerzas. Y esos golpes que me da… ¿por qué miento? ¿A quién quiero engañar? ¿Qué me importan esas imágenes que no conozco, con las que nunca hablé… ¿hablan? ¿Piensan? ¿En serio piensan y hablan? Puede ser, no lo niego. ¿Qué me importa? La conciencia no existe. ¿Qué me importan ellas, qué más allá del placer que puedan proporcionarme? ¡Nada! Nada. Lo confieso: los maltratos tampoco me disgustan. Sí, ¿y qué? Pero ese hijodeputa va a pagar. Va a pagar por golpearme. Si al menos hubiera dejado que yo lo golpease, si al menos hubiese sido equitativo el maltrato… pero no. Y ahora va a pagar. ¿Qué me importa mi papá? ¿Qué me importa el maltrato? No lo hago por eso. ¿Por qué miento? Disfruto de la idea de perjudicarlo. Disfruto de la perspectiva de dejarlo en la calle, sin información, sin contactos, sin memoria. Él no guarda nada, no imprime nada. Por las dudas, dice, por si tengo que dejar todo atrás. Bueno: preparate, papá, porque ese día llegó. Basta de adolescentes en bombachita, basta de golpizas a mujeres, basta de plata y negocios. Así que estoy inundado de bacterias… bien, que así sea. ¿Quieren aniquilarme? Les voy a dar el gusto. Pero va a ser antes de lo que su rutina establece. Vamos a volar por los aires, o vamos a hacer estallar los cables: vamos a implotar. Vamos a quemarnos, a evaporar venas y arterias, a escaldar músculos. Ahora mismo.

Matías Pailos

04 febrero, 2006

Respuesta a Las inscripciones en los libros

Señalo otra actitud para con las inscripciones de todo tipo: subrayado, encorchetado, signos de pregunta y admiración (marca que Cioso cree, erróneamente, que me es propia, cuando lo que no sabe es que es casi un signo distintivo de los estudiantes y profesores de filosofía U.B.A.), dobleces, englobados y, finalmente, notas propias: reflexiones propiciadas por el texto, relacionadas o no con él, comentarios banales, escoceos de compadrito, chistes malos y malísimos, preguntas, tachaduras (es hora que pasemos a una etapa superior: la corrección del original. ¿Quién es este Chejov para que yo no pueda mejorarlo?). La conducta no señalada por Cioso es la intromisión del lector en lo impreso para propiciar el avance de un texto engorroso. Cito como botón de muestra (sé que me va a gustar, pero no era el ejemplar adecuado ni el momento indicado) mi propio comportamiento con respecto a 'Hombres amables', de Marcelo Cohen. Esto permitió que, en lugar de abandonarlo en la página veinte, lo hiciera en la ciento veinte.
Recuerdo, además, haber discutido este asunto con mi amigo Pablo, hoy en Barcelona, y este sujeto, que pertenece a la especie denostada por Cioso, aquella que no deja su marca personal (hay marcas colectivas, no personales) en los textos. Yo le tiré con la artillería habitual: el texto es un medio para el disfrute o el abono del interés personal. Si me sirve, lo puedo hacer mierda. Es nada más que un objeto. (Me estaba poniendo incendiario tirabomba -un paisaje habitual en mí.) Y el puritano de Pablo replicó: 'es verdad que es un objeto. Pero es un objeto bello. Conviene conservarlo como tal. 'El grito' es un medio para el deleite estético. ¿Vas, por eso, a dibujarle bigotes al pelado?'

Matías Pailos

03 febrero, 2006

Las inscripciones en los libros

Importa que mi lector se imagine un libro. Un libro cualquiera que haya pasado por sus manos a lo largo de su vida. Es probable, si los avatares de la lectura así lo quisieran, que en un momento, seducido por una frase, admirado por una sentencia, sorprendido por un juego de palabras, asombrado por un giro inusual, ese lector haya echado mano de la primera birome, lápiz o fibra a su alcance y haya delimitado aquel fragmento del texto, incluso es posible que, dejándose llevar por un inusitado entusiasmo hiciera asomar una flecha hacia los márgenes blancos y allí mismo, sin que nadie lo esperara ni se lo pidiera, expresara su propio juicio al respecto. Pues bien, sólo en ese preciso momento el lector se ha adueñado legítimamente del libro.

No le pregunten al mar por qué los ojos de una mujer de ojos negros son tan extraños y perdidos
Subrayado de Los subterráneos de Jack Kerouac (2001)

Es fama que los monjes copistas de la Edad Media solían dejar asentados en los márgenes de sus códices leyendas tan poco célebres como “que calor hace hoy en la abadía” o “no cesa de llover en el patio del monasterio”. Condenados a la copia mecánica del saber ajeno, no encontraban otro salvoconducto para liberar sus inquietudes, por insignificantes que fueran. Hoy día, lejos de los claustros monacales, leemos lo que queremos y, a veces, hasta queremos lo que nos es dado leer. Las inscripciones en los libros suelen ser una muestra de ese cariño, un tributo secreto que el lector le rinde al autor y su obra. De ese modo, todos los subrayados cayendo al unísono como palitos chinos al final del libro deberían sonar tal como los aplausos que premian un gran espectáculo. Claro que esto no anula el caso contrario, cuando la línea señala el propósito de amonestar, de hacer notar la falta, de elevar el reto o mejor aún, inicia una acalorada discusión con el autor. Tanto es así que en el fervor del debate muchas veces nos vemos doblando la esquina del margen para proseguir con nuestra argumentación.

Blef. Capote me aburre: se pasa todo el tiempo tratando de demostrar lo bueno que es.Nota al margen en Un árbol de noche de Truman Capote


Hay libros cuya lectura se nos hace casi imposible si nos deniegan la posibilidad de subrayarlos. Libros con los que sentimos la imperiosa necesidad de involucrarnos, de discutirlos, de comentarlos y, por qué no, ego de vanos lectores, de completarlos. A veces escribir es una forma de leer.

Qué buena fórmula: “pensar con el rabillo del cerebro”. Aquello que sólo se insinúa en la mente sin terminar de desenvolverse.
Nota en Diario Argentino, de Witold Gombrowicz

De chico, en casa de mis abuelos, solía ojear un libro que enseñaba a tratar a los libros según el ejemplo del niño malo y el niño bueno: el niño malo ensuciaba los libros mientras que el niño bueno los preservaba impolutos, el niño malo rompía los libros, el niño bueno los protegía, el niño malo, horror de los horrores, escribía los libros, el niño bueno los conservaba inmaculados. Sólo de muy grande aprendí que no hay mayor tributo para un libro que ensuciarlo cuando lo posamos sobre mesas grasosas, ajarlo en plan de trasladarlo por todos lados, mancharlo con restos de diversas comidas y, claro, el mayor de los honores, escribirlo y subrayarlo.

Leer a Charles Bukowski es como un “polvo rápido”: se disfruta y se olvida.Nota al pie de Musica para Cañerías de Charles Bukowski (1998)

Esas inscripciones, por otra parte, nos aportan pistas sobre los lectores que fuimos: mediante el simple expediente de extraer un libro de la biblioteca podemos aproximarnos a la forma en que leíamos tres años atrás, desentrañar cuáles eran nuestros intereses de entonces, qué nos sorprendía y nos despertaba admiración en un libro. A través de las inscripciones en los libros podemos encontrar nuestra antigua subjetividad cristalizada como un insecto en una gota de ámbar.

Todo al revés para Benesdra: final feliz en la novela y trágico en la vida.
Nota al final de El Traductor de Salvador Benesdra (2004)

Y que me perdonen, pero sé que hay lectores, incluso amigos míos, que pretenden conservar sus volúmenes como si su biblioteca fuera un estante de las librerías Jenny. Sólo quisiera saber ¿Qué los detiene? ¿Cómo se las ingenian para reprimir ese irrefrenable deseo de marcar y acotar al margen? ¿Y en virtud de qué? ¿A quién tributan ese sacrificio inútil? ¿Al objeto libro en su estéril materialidad significante? ¿Al autor en virtud de un compromiso tácito de no intromisión con su texto? Yo, por mi parte, casi no puedo concebir leer un ejemplar sin anotarlo. El libro, en cambio, donde tracé con claridad las coordenadas de mis preferencias, el libro donde subrayé defectos y virtudes, el libro donde pude señalar citas a otros libros o conexiones con obras pretéritas que sólo existieron en mi imaginación, el libro donde discutí las tesis del autor, donde mi dicha y mi desengaño pudieron plasmarse en el espacio abierto de los márgenes. Ese libro es mío para siempre.

No olvidar lo feliz que fui al leer esto (mediodía frío y soleado en la estación Belgrano R. envuelto en mi abrigo de piel de camello) ¡Gracias J.R.W.!
Nota al pie de “Llorenç Riber” en La sinagoga de los iconoclastas de J.R. Willcock (1999)


Zedi Cioso

01 febrero, 2006

Ejercicio de estilo

Era una persona como cualquiera, varias patas, dos antenas. Caminaba apurado, más bien abstraído, sin mirar mucho dónde trepaba o se hundía. Estuvo así un buen rato antes de preguntarse dónde estaba su guía. Giró rápidamente, volviendo sobre sus pasos. No lo encontró. Tampoco, de hecho, vio a nadie más. Dio vuelta, indeciso. Optó por un rumbo oblicuo, siguiendo adelante, pero virando a la vez un tanto a la izquierda. Debe ser por allá, especuló. A medida que avanzaba pensaba menos en su monitor que en casa. Siguió y siguió la marcha, más y más agitado. Se le aparecían rostros y situaciones cotidianas a las que otrora considerara con indiferencia. O no considerara en lo más mínimo, pensó, algo arrepentido, pero sin decidirse del todo. Quiso tener una de esas enormes hojas encima que trasladar entre los vericuetos internos del hogar, hacia el almacén. Quiso tener que acomodarse bajo y sobre sus compañeros o compañeras antes de dormir. Quiso acodarse entre ellas con el esfuerzo y la saña habitual que campeaba en el comedor para conseguir el alimento diario. Chocó. ¿Qué?, se preguntó. Reemprendió la marcha. Volvió a chocar. Cobró conciencia de que el horizonte se veía algo difuso, algo borroneado. Se acercó con más cuidado. Una muralla transparente se extendía en medio de su itinerario. La siguió a la carrera hacia la izquierda. Chocó una y otra vez. Probó con la derecha, pero siguió chocando. Una y otra vez, hasta dejar un ínfimo surco. Dio vuelta y recorrió la ruta opuesta, pero no tardó en estrellarse otra vez contra la muralla. Estoy atrapado, pensó. Se desesperó y siguió dándose de coses contra lo invisible. Eventualmente levantó la vista. No se sorprendió. Un gigante diez, veinte o más veces más grande que la muralla se inclinaba hacia él, gesticulante y contrahecho. Prorrumpía en bramidos pavorosos, llevaba una de sus patas a lo que parecía su nariz e, insólitamente, hurgaba en su interior. Él se quedó quieto, expectante. Quizás tenga suerte, pensó. Recordó las mil versiones que circulaban acerca de estos gigantes. Recordó varias que daban cuenta de las multiformes torturas a las que ellos sometían a su pueblo. Los restos de los individuos atrapados por ellos así parecían atestiguarlo. Recordó, sin embargo, que otra ristra de leyendas atribuía a los gigantes un propósito desconcertante, quizás lúdico para ellos. Sólo los encerraban por un tiempo, y después dejaban que siguieran su rumbo. A veces, sin embargo, se demoraban en el malsano ejercicio de dejarles liberado el escape, solo para cerrárselos cuándo ellos procuraban la evasión. ¿Qué tipo de gigante sería este? ¿Sería uno de los benignos? ¿Existen los gigantes benignos? La muralla se levantó. Su primer impulso fue salir corriendo, pero un irregular obstáculo, tan grande como la muralla, se interpuso en su camino. El gigante, pensó. Se quedó quieto. Ahí sintió la presión del gigante sobre su lomo. Era agobiante, le impedía respirar. Comenzó a temblar. Estuvo así muchos momentos más. De repente comprendió que no tenía escapatoria, que ese no era un gigante benigno, que no existían los gigantes benignos. Siguió temblando, cada vez más desesperado. Trepidó más, mucho más. Finalmente amainó. Siguió desesperado, pero comprendió otra cosa. Comprendió que él era un miserable, un egoísta, que nunca había hecho nada fuera de lo común ni nada especial por nadie; que no tenía virtudes, que sólo había obrado, en las escasas veces que lo había hecho, que había abandonado la pasividad y la rutina, en beneficio propio, y ocasionalmente para la ruina ajena. Como las incontables veces en que había huido en lugar de procurar ayuda. Como las veces, escasas, pero innegables, que había abandonado a su discípulo ocasional sólo porque lo sabía más joven o más fuerte o más inteligente… en aquella oportunidad en que dejó caer la roca sobre su compañero, sólo porque era real competencia por el puesto de capataz. Ni siquiera era real competencia. Recordó las chicanas, las habladurías, y trampas a las que sometió a varios colegas. Comprendió que era justo, que estaba bien, que se merecía ese final. E imploró estar a la altura de las circunstancias. Solo anheló no gritar cuando comenzara la vivisección. El gigante cortó una pata. Un aullido surcó el aire.

Matías Pailos