El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

31 mayo, 2007

Silencios

-¿Cómo andás?
-Y: mal.
-¿Sí?
-Sí.
-Tenés que ir al psicólogo.
-Voy al psicólogo.
-Entonces tenés que dejarlo.

Una de las cosas que cíclicamente hago es tomar a alguno como fuente de toda sabiduría. Es una técnica de supervivencia, es un instructivo más para la felicidad. Es, más precisamente, un instructivo para dar con instructivos de la felicidad. El procedimiento es sencillo: elija a una persona más o menos inteligente (a cualquiera) y dedíquese a cultivar la propia sensibilidad ante sus dichos y actos y ¡vualá!: tendrá revelaciones por dos pesos que son, a su vez, revelaciones de dos pesos (para usted no lo serán, y eso, cuando las papas queman, es toda la diferencia, lo único importante). Como todo expediente vital, este tiene contras, algunas evidentes, ninguna que vaya a ser reseñada a continuación. De esta aplicación particular de este recurso particular a este individuo concreto, saqué las siguientes enseñanzas: cuando hay que mentir hay que mentir, drogarse está muy bueno, una aventura es algo que merece ser perseguido siquiera por los restos de anécdota que destilan en el tamiz, pensar no es algo tan importante, qué bueno que es perder el tiempo, relajate, no hables de lo que no quieras. Aquí me detendré.
Ustedes, los analizados, habrán tenido la experiencia de salir del psicólogo más angustiados, desconcertados, deprimidos o iracundos de lo que entraron (cualquiera de ellas sirve para el caso). Como son individuos sensibles y de temperamento caritativo -y con un insuficiente nivel de autoconfianza- habrán contemplado por largo tiempo la posibilidad de que esa experiencia insatisfactoria y, en general, inmediata promotora de la infelicidad, constituyera a largo plazo un fusible del crecimiento personal. Error.
Error.
Retrucarán: ¿Qué sabemos? ¿Qué sabés, (¿me escuchás?) ¿qué sabés?? Concedo: esto es verdad en general. Pero este no es el único dato a considerar en el caso evaluado. La infelicidad es otro. Uno (si me permiten) de mayor peso. De tanto peso que permite formar la siguiente regla (de aplicación, una vez más, general): si algo que hacés te causa infelicidad, no lo hagas más. Entre las múltiples argumentos de esta variable encontramos el contarle cosas al psicólogo.
Pero está bien. Está bien. Estar peor una vez abandonado el consultorio está bien; es, sí (lo siento): un peldaño más de la escheriana escalera de la maduración que termina en la muerte, claro: en la manzana podrida. Darse cuenta de que hay cosas que no hay que contarle es rebajarlo al nivel en que siempre estuvo: un instrumento más de la propia felicidad.
Una vez llegado a este punto hasta un idiota como uno no puede evitar extrapolar los resultados cuantificando en el lugar del psicólogo. Traduzco: si contar algo a alguien te hace mal, callá.
Lo palmario de esta verdad, y la renuencia de mi mente a captarla por años y años, no cesan de mostrarme azorado.
“Felicidad”, como muchos (como todos los) términos, se dice de muchas maneras. Una de ellas, en cuyo cultivo no paro mientes por estos días, es la que remite a la inconciencia. Quien como este autor incomprende tanto como ignora todo del budismo, estará inclinado a ver en esta doctrina un guiño al credo indio –y marrará. No hay per se felicidad de tipo ninguno en la inconciencia. No, al menos, más que la falta de saber la propia tribulación. Hay, no obstante, algo más. Cuando la mente calla sin esfuerzo, cada deleite, ínfimo o no, resuena con mayor potencia, resuena sin ruidos en la comunicación. Uno los percibe y no hace más; en particular, es sordo a angustias, miedos, frustraciones, a penas y olvidos. Algunos tienen incluso la potencia del estruendo. Son, empero, los menos. Cuando impera el relajo nos vemos privados de las intensidades que el drama provee.
Y está bien.

Matías Pailos

29 mayo, 2007

Alfredo Prada: Con la vida en un puño

En 1996 yo era un querubín que intentaba hacer mis primeras armas en el periodismo. Por casualidad me enteré que el famoso boxeador Alfredo Prada, que mantuviera inolvidables duelos con José María Gatica durante la décadas del 40' y 50' vivía en Saavedra y me propuse hacerle una entrevista. Visité a Prada en su casa y dialogamos durante más de dos horas. Empezamos tomando un café y terminamos brindando con fernet y vermouth, mientras don Alfredo rememoraba sus peleas y me mostraba innumerables recortes periodísticos. Le ofrecí la nota al editor de La Luna de Saavedra, legendario periódico barrial y allí salió publicada la que sería mi primera entrevista. Hoy me enteré por los diarios que Prada falleció el sábado y no quería dejar de homenajearlo.
ZC



CON LA VIDA EN UN PUÑO


Luchador, en todos los sentidos que guarda esa palabra, Alfredo Esteban Prada es uno de esos hombres elegidos, protagonista, con José María Gatica, del duelo boxístico más recordado de este deporte en nuestro país.
Su documento lo declara nacido un 10 de marzo de 1924 en Rosario, aunque este hombre bajo y de voz ronca aparenta mucho menos de 76 años.
La infancia de Alfredo Prada no fue nada fácil, y no sólo por problemas económicos. A los cuatro años sufrió un accidente que lo dejó inválido. Imposibilitado para caminar, debió soportar un arnés ortopédico durante ocho años. Sólo una inmensa fuerza de voluntad y el apoyo de su familia lograron que pasado ese tiempo, pudiera volver a dar sus primeros pasos, “Eran momentos duros –recuerda don Alfredo– me llevaba un promedio de cuatro horas doblar la rodilla y el tobillo”.
En 1939, Alfredo Prada era un quinceañero que debía sufrir las constantes burlas de sus compañeros a causa de su renguera, en el pueblo de Villa Constitución, a 40 kilómetros de Rosario. Pero no fue el odio lo que lo llevó a ejercitar los puños, “Yo me había enamorado de una compañera de la escuela y un día la encontré mirando unos carteles que anunciaban un encuentro de box. Tenía quince años y en mi mente semi-infantil pensé “si ella viera mi nombre en esos carteles, seguro que se enamora de mí, ese fue el motivo” rememora Prada.
Claro que en un principio no fue fácil, “Yo rengueé hasta los 21 años y tenía que cambiar la guardia porque una de mis piernas era más larga que la otra” evoca el ex boxeador.
Pero el talento y la voluntad pronto aventajaron a los problemas, y los éxitos como amateur no tardarían en llegar: primero fue el Campeonato de Santa Fe, el selectivo para venir a Buenos Aires: la gran capital, y afrontar el gran desafío: consagrarse campeón.
La rutina era dura en Buenos Aires: levantarse a las cuatro de la mañana, trabajar de 6 a 14 en los talleres de la compañía inglesa de ferrocarriles, en Boulogne, y entrenar de 16 a 20 en el Royal Boxing Club, un gimnasio ubicado en un sótano enorme frente al Luna Park, donde Manuel Hermida le enseñaba los secretos del boxeo.
Después de 55 combates como amateur, donde llegó a enfrentarse con quien sería su gran rival, José María Gatica (ver recuadro). Un 30 de Abril de 1943, llegó el momento del debut como profesional, como no podía ser de otra manera, en el Luna Park, enfrentando al ítalo-argentino Aquiles Aquesta, a quien le ganó por puntos.
A partir de allí se fueron sucediendo las peleas y a fuerza de victorias y Knock Outs su nombre empezó a hacerse conocido. Ya había dejado en el camino a boxeadores importantes de la época como Miguel González y José Ríos, entre otros.
Llegó entonces el esperado encuentro con Gatica, otro joven púgil que había ganado muchos adeptos, corría el año 1946. Prada comenta sobre esta pelea que “en el primer round, de un golpe me cerró en forma total el ojo izquierdo y en el tercero me fracturó la mandíbula. Seguí peleando con la mandíbula desprendida, pero me ganó por puntos”.
Ocho meses después llegó la revancha, el Luna Park estaba colmado, desde la popular llegaba el aliento para el “Mono” Gatica, el ring side y las plateas alentaban a Prada, que recuerda cada detalle de esa pelea “Lo golpeé en el hígado, se fue contra las cuerdas y cuando rebotó saqué la mano izquierda. Le quebré la mandíbula en dos pedazos, le hundí tres muelas de arriba y cinco dientes de abajo. Era tal la rivalidad que algunos diarios publicaron que había sido un golpe perfecto y otros que era un cabezazo. Pero el hecho era que quien ganara esa pelea se clasificaba campeón... y yo me clasifiqué campeón.
Luego de coronarse campeón argentino, Alfredo Prada inició una gira por los Estados Unidos, durante 1949 se enfrentó y venció a boxeadores como Charles Lewys o Arthur King, campeón inglés, y llegó a pelear en el mismísimo Madison Square Garden. Pero lo presionaron para que regresara a defender su título de campeón argentino.
Ya de vuelta en Argentina, se repitió el duelo que había dividido a la sociedad. “Gatica y yo impusimos los miércoles en el Luna Park –recuerda Alfredo– Y la última vez se calcula que quedaron entre seis y diez mil personas en la calle. No había una entrada ni con recomendación presidencial. A tal extremo que hubo peleas en las que pusieron parlantes en la calle y en otras televisores para que la gente viera. No cabían ni las moscas.
Con el correr de los años Alfredo Prada se consolidó como un gran boxeador, acumulando triunfos y éxitos. A pesar de esto nunca dejó de trabajar y estudiar en forma paralela a su actividad deportiva.
En el año 53’ “mi mejor año” según sus propias palabras, llegó a concretar 23 peleas en 11 meses, ganando 18 por KO y cinco por puntos. Inclusive, aunque hoy parezca increíble, realizó tres peleas en 35 días. Pero inexorablemente se iba acercando uno de los momentos más tristes para todo deportista. Un golpe errado en una pelea le había ocasionado un desgarro de pectoral, tríceps y bíceps. Cuenta el ex boxeador “me operé de esa lesión y decidí que mi última pelea sería por el título sudamericano. Enfrenté a un chileno, campeón de los livianos. Le gané y saludé a la gente. Después tomé el micrófono y dije: señores, como ya anuncié previamente, este es mi último combate. Dejo de boxear y le agradezco mucho al boxeo, dejo el boxeo antes de que el boxeo me deje a mí. Quiero seguir siendo Alfredo Prada”.
Y así fue como el boxeador colgó los guantes, de ahí en adelante podría dedicar todo su tiempo a su esposa, sus dos hijos y sus nuevos proyectos. Tuvo una fraccionadora de vino, una empresa de transporte, y se dedicó a la venta de casimires. Un día, en 1960, leyendo en el diario una nota sobre la inundación que había asolado a la Provincia de Buenos Aires, volvió a ver la imagen de su eterno rival. Gatica estaba en la indigencia, las aguas habían arrastrado el humilde rancho donde vivía junto a su familia. Prada tomó entonces una decisión “Lo mandé a buscar por un amigo en común y al otro día apareció en mi casa con la señora y las dos pibas. Para ayudarlo puse un negocio que se aprovechaba de nuestra antigua rivalidad, la “Cantina Knock Out”, bifes a lo Prada y ñoquis a lo Gatica, él estaba chocho, y a mí me llamaba padre. Me dolió mucho su muerte” confiesa emocionado.
Desde que vino de su Santa Fe natal el campeón vivió en Pompeya, pero después de la muerte de su mujer, hace cuatro años, decidió dejar atrás la espaciosa casa llena de recuerdos para mudarse a un coqueto departamento de tres ambientes, en Belgrano. Desde allí disfruta de sus tres hijos, sus dos nietos y su pequeño bisnieto. Allí se dedica, a veces, a releer los recortes periodísticos que guarda con prolijidad en varios libros, o abre el cofre que contiene su brillante cinturón de campeón argentino, o simplemente cierra su mano izquierda, aún con fuerza, y recuerda que lleva toda su vida encerrada en ese puño.


Recuadro

Así recuerda Alfredo Prada sus legendarios combates con José María el “Mono” Gatica.
“La primera vez no nos conocía nadie, yo chocho con mi título de campeón amateur, fue en la Federación de Box. Yo lo golpeé en la zona hepática, el cayó y el referee comenzó la cuenta, entonces el segundo de Gatica gritó ¡Golpe bajo, golpe bajo! Y me descalificaron. Pero mi manager, Hermida, no me dejó bajar del ring. Hizo que llevaran a Gatica a los camarines y ahí se constató que no era golpe bajo sino en el hígado. Pero ahí no terminó todo, nosotros salimos a la calle y, como se dice en la jerga, estábamos “calientes”. Ahí afuera empezamos a discutir “Por qué dijiste golpe bajo, que esto, que el otro y no tomamos a golpes”
_¿Se agarraron a trompadas en la calle?
Sí, en la calle Castro Barros, y así fue como se inició la puja Prada-Gatica o Gatica-Prada, como le quieran decir.
Después en nuestra última pelea, en el 53’, yo fui al estadio a las ocho y media, para subir al ring a las once, pero no podía entrar de la gente que había. Entonces Ricutti, un sargento de policía, me tomó, me subió a babucha y con la 45 me iba abriendo camino.
_¿La gente no lo dejaba pasar?
Claro, no se podía pasar. Y además, ¿Qué sucedía? los hinchas de Gatica eran capaces de tirarme un puntapié o una piña. O los mismos simpatizantes “bien, bien” me palmeaban y al final llegaba Knock Out.

24 mayo, 2007

Micros 2

I
Soñó que unos tipos entraban a su casa. Despertó angustiado y se dirigió al baño. Se vio al espejo como si no se reconociera.

II
Apenas llegué la mujer que amo en secreto hizo gestos de júbilo. El hombre que odio estaba a mis espaldas.

III
Cruzó la calle y se encontró en la misma vereda que acababa de abandonar: cruzó la calle y se encontró en la misma vereda: cruzó la calle.

ZC

20 mayo, 2007

V.I.P. R.I.P.

En estas ciberpáginas se elogió la recientemente fenecida versión local de Gran Hermano. Debo decir que ese programa me provocó el peor de los pecados para la industria del entretenimiento: me aburrió sobremanera. Ahora ha comenzado una nueva versión del ciclo, apostrofada como VIP, debido a que los 14 participantes se engloban bajo el dudoso concepto de “famosos”. Pues bien: hacía mucho tiempo que no me reía tanto frente a la pantalla de la tv. ¿Qué cambió? Lo que antes eran forzadas situaciones que a duras penas podían pasar por “intriga”, “traición” “romance” ahora son absurdos sin parangón: el ciclo se repite como farsa de sí mismo.

El primer mérito de GH VIP es el cásting: un boxeador, una modelo top, dos humoristas, dos cantantes famosos gracias a sendos realitys previos, una modelo, una ex mujer de Martín Palermo, una que pasó la noche con Robbie Williams, otra que fue cacheteada por Tristán (en el caso femenino, sobre todo, la fama proviene del roce con la fama ajena), un ex de Moria, el conductor de un programa cumbianchero, un cocinero erótico (¿?) y el hijo no reconocido de un ex–presidente. Cada uno tiene su “gracia” su savoir faire. Recordemos que el “rejunte de talentos” es un tópico clásico. Ya los griegos gustaban de amontonar varios héroes para hacerlos convivir juntos. Desde La Ilíada a La Liga de la Justicia, pasando por Los Argonautas y Las aventuras del Barón Munchaüssen hay un cierto encanto en agrupar personajes a su manera extraordinarios. El quid de la cuestión en estos casos no descansa tanto en cómo aprovecha cada uno su capacidad sino en cómo logra complementarse con la capacidad de los compañeros que le han tocado en suerte, en pocas palabras, la selección de héroes resulta en una ensalada de personalidades que luchan por imponerse y soportarse al mismo tiempo. Por eso a Hércules los argonautas lo bajan rápido del Argos y lo abandonan en Misia ¿qué gracia tenía llevar a bordo un semidiós que lo pudiera todo?

Ahora volviendo a GH, siempre hemos sentido un poco de pena por los participantes de esta clase de programas (aunque, quien sabe, si se lanzara un nuevo formato para escritores tal vez correríamos a inscribirnos) pobres cortes de carnaza común dispuestos a ser digeridos por la máquina picadora televisiva a cambio de una fama efímera y melindrosa. Pero en este caso se supone que los participantes ya son famosos por lo que la apuesta es “a doble o nada”, o duplican su celebridad o se queman para toda la cosecha. Y los resultados de esta auténtica “bolsa de gatos” son desopilantes: La ex de Palermo entra en crisis por el desborde del jacuzzi y Locomotora Castro llega presto al rescate muñido de una gruesa manguera, coloca un extremo en la tina y succiona con su boca el otro extremo para crear vacío y desagotar el excedente de la pileta provocando el elogio de la chica ante tamaña demostración de saber práctico “¡qué inteligente!”. La ex chica de Robbie se levanta, se hecha un eructo que hace temblar las paredes y se va a mear al jardín. El cocinero erótico, langa y ganador, sufre el escarnio de sus compañeros y la abstinencia de ciertas sustancias y al segundo día se está dando la cabeza contra la pared y llorando en pantalla a moco tendido. Pero el mejor, sin dudas, es Pachu Peña, que se comporta en la misma televisión como un agente extranjero, un infiltrado que parodia la estructura del programa desde dentro con falsas confesiones dramáticas y certeros comentarios-editoriales sobre las bizarras situaciones que vive día a día. En fin, si esta cárcel sigue así, todo preso es mediático y el resultado más cómico que patético.

ZC

16 mayo, 2007

Inning

Inning

El primer día hábil de Septiembre Marcela fue a inscribirse al gimnasio de su barrio. Cuando le dieron el folleto comprobó que aún continuaban dictando la clase de Aero Local que ella tomaba el año anterior y pagó la matrícula. Pero al día siguiente, cuando se presentó con sus calzas nuevas y sus zapatillas con cámara de aire, le informaron que el folleto estaba desactualizado y que en ese horario ahora se dictaba Inning.
_¿Qué?
_Inning, respondió el instructor, un pelado de porte atlético que debía rondar los cuarenta años. _El Inning, prosiguió explicando con retórica de prospecto, al contrario del resto de las disciplinas, consiste en desarrollar la máxima inmovilidad para despertar el control interior.
Marcela no entendió ni medio, pero ya que estaba ahí, decidió darle una oportunidad. La clase, si puede llamarse de esa manera, consistía en permanecer estático en la misma posición, atento a las indicaciones del profesor que se limitaban a una palabra pronunciada con voz suave y armoniosa: “respiración” “piel” “latidos”. Marcela cerró los ojos junto a otras ocho personas al inicio de la clase. Cuando los abrió una hora mas tarde descubrió que se había quedado sola junto al profesor, en cuclillas sobre el parqué frío del salón de gimnasia.
Las dos semanas siguientes transcurrieron de la misma manera. Una considerable cantidad de gente se acomodaba al comienzo de la clase, como sucede con toda nueva disciplina aeróbica en horario central, pero era indefectiblemente Marcela la única en abrir los ojos ante la última instrucción del profesor: “párpados”. No es que la clase la apasionara, de hecho no se la había recomendado a ninguna de sus amigas ni pensaba hacerlo. Tampoco percibía ningún resultado concreto que permitiera acreditar los beneficios de esa actividad: la balanza seguía acusando los dos kilos de más que había ganado durante la temporada invernal. Pero al término de esa hora al menos lograba relajarse y cedían las tensiones acumuladas durante la penosa jornada laboral. Además, ya había pagado el mes por adelantado y no llegaba a la clase del horario anterior. El resto de los socios del gimnasio se quejaban con vehemencia y acusaban al instructor de estafador y charlatán. Pero el dueño del gimnasio, un campeón retirado de lucha libre, se mostraba inflexible. El profesor había acreditado un título otorgado por un maestro tibetano en un curso de un año en Palo Alto, California. Y además había firmado un contrato por un mes y tenía que respetarlo.
No fue sino hasta la tercera semana que Marcela comenzó a percibir “resultados” que se manifestaban en forma de ligeros cosquilleos en las zonas mencionadas por el instructor. Estos efectos imprevistos la asustaron y le contó al profesor lo que estaba experimentando.
_Excelente, dijo el profesor, estás aprendiendo muy rápido.
_¿Aprendiendo qué?
_A dominar tu cuerpo. Esa es la clave del Inning: hacer concientes todos los procesos corporales.
A partir de ese día, Marcela se entusiasmó tanto que, no conforme con la hora diaria, comenzó a practicar por su cuenta. Después del almuerzo se encerraba en el baño de la oficina por el lapso de quince minutos al punto que sus compañeras empezaron a abrigar la sospecha de que sufría anorexia. A la mañana ponía el despertador media hora más temprano que de costumbre y dedicaba esos treinta minutos extras al inning. El profesor la felicitaba a diario por sus progresos. A mitad de la cuarta semana cambió el talante de sus instrucciones y dijo: “bíceps” “tríceps” “cuadriceps” “isquiotibiales” “glúteos” y al terminar la clase Marcela descubrió que estaba bañada en sudor. Al día siguiente el cuerpo le dolía tanto como si hubiese corrido una maratón. Apenas si podía moverse en la cama sin lanzar un alarido de dolor. Pero entonces tuvo una idea: practicó Inning con el propósito de recorrer todos los grupos musculares mencionados el día anterior y ordenarles que se distendieran y se relajaran. Cuando bajó a tomar el desayuno se sentía como nueva.
Al finalizar el mes, como era de esperar, la clase de Inning fue levantada y Marcela se encontró con su vieja profesora que saltaba frenética al tiempo que gritaba ¡Vamos Chicas! frente a un auditorio colmado de entusiastas mujeres dispuestas a sacrificarse por una buena silueta. Pero a ella no le importó. Sólo lamentó no haber podido despedirse de su profesor. Volvió a su casa y se encerró en su cuarto a practicar Inning por su cuenta. La atractiva figura que comenzó a exhibir días más tarde no hacía sino acrecentar las sospechas de sus compañeras que esperaban ansiosas las primeras manifestaciones de la enfermedad. Pero el tiempo transcurría y su perfil no se tornaba cadavérico, la piel no se ajaba como un papiro ni se tornaba pálida, todo lo contrario: lucía un tinte oliváceo muy difícil de obtener en octubre. Incluso se podría afirmar que hasta las incipientes tramas de arrugas que habían comenzado a formarse al costado de sus ojos habían retrocedido para dejar en su lugar una piel lisa y tirante. Si acaso aún seguían murmurando y confabulando en su contra era por su carácter, que se había tornado frío y taciturno. Ya no hablaba con nadie a no ser que se viera obligada a hacerlo. Se desentendía de su trabajo y se ausentaba durante la hora del almuerzo. En el transcurso de esos días una de sus compañeras tuvo que abandonar la oficina al mediodía para atender un trámite y cuando regresó contó que la había visto en la plaza que está a tres cuadras de la oficina: “Estaba sentada en un banco, con los ojos cerrados. Quieta como una estatua”.
A todo esto Marcela continuaba experimentando las posibilidades del Inning. Un sábado su novio la llamó y le dijo que no podía salir con ella esa noche porque pensaba asistir a la despedida de soltero de un amigo. Marcela le dijo que no había problema y apenas cortó la comunicación se encerró en su pieza y aplicó el Inning a sus zonas erógenas. Al décimo orgasmo consecutivo se obligó a parar porque temía que su corazón no resistiera tanta intensidad, aunque bien pudo haberle exigido que resistiera. Lo cierto es que el lunes siguiente citó a su novio y le dijo que ya no quería verlo más. Ante la desesperación, los reproches y los pedidos de explicación del muchacho ella se limitó a decir:
_Vos no podés darme lo que yo necesito.
_¿Y cómo se llama? ¡Por lo menos decime quién es el te da todo lo que necesitás!
_Yo misma, dijo Marcela sin variar el tono de voz, me lo puedo dar yo misma.
Una noche días más tarde empezó a practicar Inning justo antes de quedarse dormida y descubrió que podía interferir en sus sueños y orientarlos en la dirección que deseara. Y lo que era aún peor, después descubrió cómo provocarse sueños a voluntad y con los ojos abiertos. A veces permanecía una hora frente a la pantalla del monitor sin pestañear, como un pez ante el linde cristalino de la pecera. No tardaron en echarla del trabajo por incompetente. Pero no le importó. Ella podía mantenerse comiendo frutas secas y legumbres crudas, si la situación lo requería. Lo que sí se modificó fue su rutina. Ya no volvió a buscar trabajo. Por las mañanas visitaba un parque cerca de su casa, buscaba un banco a la vera del sol y permanecía ahí durante horas. Una flor marchita podía convocar la summa de todas las tristezas del mundo y sólo unos instantes después era capaz de experimentar la dicha infinita con una brizna de hierba que vibraba solitaria azuzada por el viento. Eso sí, nunca olvidaba, durante una hora diaria, estimular todos sus músculos de a uno por vez. Así continuó hasta que una noche se acostó desnuda en su cama y se provocó un sueño ininterrumpido que la conservó intacta para siempre con la frialdad y el esplendor de una piedra preciosa.

Zedi Cioso

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13 mayo, 2007

La violencia estúpida de las cosas

I
Roland Barthes murió atropellado por el camión de una lavandería. Al parecer, había llovido toda la tarde. El conductor trató de frenar el vehículo, pero éste resbaló sobre la húmeda calzada y golpeó de lleno al semiólogo francés. Michael Foucault culpó en el funeral a “la violencia estúpida de las cosas”. Jaques Lacan, en cambio, afirmó que Barthes debió haber prestado más atención al deslizamiento del significante.

II
Antoni Gaudí proyectó su obra maestra, la catedral de La Sagrada Familia, de forma tal que fuera imposible concluirla. Después se propuso construirla hasta el final. Es sabido que el arquitecto catalán empleaba métodos muy heterodoxos para realizar los cálculos estructurales de sus construcciones, tal vez por eso siempre resultaban exactos. Una tarde se paró frente a la Sagrada Familia para medir unas proporciones. Pero descubrió que estaba demasiado cerca. Entonces dio unos pasos hacia atrás y extendió sus brazos con los pulgares y los índices formando un ángulo recto, no obstante todavía no se encontraba lo suficientemente lejos. Gaudí probó dar unos pasos más hacia atrás y volvió a intentarlo, pero no alcanzaba. Decidido a tomar la medida, se plantó con los brazos extendidos y los pulgares e índices formando un marco y caminó sin pausa hacia atrás hasta que encontró el lugar correcto para efectuar la medición y un tranvía le pasó por encima.

III
Cuentan que en el funeral de Oliverio Girondo su mujer, Norah Lange, se la pasaba diciendo a todo aquel que quisiera escucharla que a su marido lo había matado el cigarrillo. Cuando su eventual interlocutor la corregía afirmando que el poeta había sido arrollado por un automóvil, ella reponía:
_Sí, pero cruzó la calle para comprar cigarrillos.


Zedi Cioso

09 mayo, 2007

Micros

I
Ahora no quisiera convertirme en una de esas historias que le contarás a un amigo que ya no voy a ser yo.

II
Sí, pero mi mamá le ponía pasas de uvas.

III
Escuchás unos gritos entra un tipo al lugar donde estás leyendo esto te apunta con un revólver los ojos fuera de las órbitas te va a matar pensás “que absurdo” y te morís.

ZC

Lo importante II

Lo importante no es ser feliz. Quiero decir: no es verdad que lo único importante en la vida sea ser feliz. Hay multitud de otras actividades que no redundan inmediata o intuitivamente en la felicidad, pero igualmente merecen ser acometidas. Acaso podrías responder: si lo merecen, o si tan apremiante es su realización, entonces lo más probable es que ellas sean ya parte de la felicidad. Concedo. Tomalo como quieras, describilo como te parezca u ordenalo como te guste, no es lo importante. No es lo importante porque en cualquier caso te lo concedo… Cerveza… ¿Heinekeen o Quilmes…? ¿Vos qué querés…? Okey, Heinekeen, por favor… ¿en qué estaba? ¡Ah! Sí. Digo: mirá a Juan Pablo. El tipo recién se separó de la novia y te plantea que añora ser afanado porque quiere sentirse vivo, que quiere ir a bailar a Constitución por lo mismo, que quiere exponerse a situaciones impensadas y bajo cualquier descripción anómalas porque quiere descubrir quién es él en realidad. Es legítimo. Es correcto. Es deseable. Es el tipo de conducta que yo espero de una persona sana, y encomio. Me dirás: lo hace por la adrenalina. Tenés razón. ¿Lo hace solo por la adrenalina? No. En efecto: quiere descubrir quién es, cómo se comporta, cómo reacciona, qué va a creer, qué va a sentir y qué va a desear cuando sea apurado, cuando le ofrezcan paco, cuándo pongan un caño frío en su sien. Es ridículo que uno se desviva por visitar una favela y rehuya las villas miseria, tiene razón. ¿Es parte de su felicidad? Quizás. Pero entendés por qué cabe excluir ese tipo de experiencias o experimentos o actos o padeceres de ‘la felicidad’, ¿no? No reportan ninguna satisfacción inmediata. Al menos no una habitual. No es como conseguir el disco de tu banda favorita, o dar con un libro buscado; tampoco tiene nada que ver con cogerte a la mina que te gusta. Sí es más parecido a una vuelta de montaña rusa… pero distinto, ¿no…? Gracias… ¿No tendrás…? Bárbaro. Sí, gracias… Qué perra, por dios. Qué perra, ¿no…? ¿En qué estaba…? ¡Ah! Entendés, Fede, ¿no? ¿Leíste el libro de Schick…? ¿Cómo se llama? “Hacer elecciones”… Gedisa… Sí, una mierda. Bueno: ahí Schick cuenta, o mejor: explica, que los médicos nazis consiguieron realizar su labor selectiva no solo sin culpa, sino además con franco entusiasmo, porque lograron ver su tarea no como un crimen de lesa humanidad o como una violación de su juramento hipocrático, sino como el cumplimiento de su deber como nazis, como alemanes puros o no sé qué. El punto es: si eso puede hacerse con esa tarea, también es posible (claramente es posible) con cualquier otra actividad. Ir a bailar a Constitución no es visto por Juan Pablo como yo lo veía: como meter la cabeza en la boca del lobo. Por el contrario, es: (a) incursionar en una acción adrenalínica, (b) vivir una aventura y (c) comenzar la labor autoindagatoria de descubrir quién es él. Claro que no digo que Schick tenga razón. Lo que hace Juan Pablo es todo lo que él cree, más meter la cabeza en la boca del lobo. Hay que hacer algún tipo de balance, no sé… hay que hacer cuentas… es todo muy difícil… No sé, ¿sabés? Pero entendés el planteo, ¿no? Bien… ¿Que qué haría en el lugar de Juan Pablo…? No sé. La verdad, no sé. ¿Vos?

Matías Pailos

08 mayo, 2007

Lo importante

-Lo importante no es ser feliz. Es así. Lo importante es todo lo demás. Es así, Fede. Lo importante es la fiebre y la adrenalina de las aventuras. Lo importante es acumular aventuras, a cuál más intensa, a cuál más extrema. Es escalar el Himalaya, es tirarte en paracaídas, es saltar a las vías y esperar al tren de frente y correrte solo en el instante postrero. Posta. Lo importante es coger con dos minas, con tres minas, con un ejército de minas. Es probar todas las posiciones, y más de una vez. Te lo digo en serio. Lo importante es colocarte en situaciones impensadas, disparatadas, inhóspitas. Es ir a bailar a Metrópolis, a Once, a Constitución. Es exponerte a que te afanen, a que te violen, a que te maten. No hay vueltas. Lo importante es surcar los límites, expandirlos y transigirlos. Es afanar, es violar. Lo importante es matar, Fede. Lo importante es comprometerte de una vez y para siempre con una causa, que será irremediablemente justa. Lo importante es hacer la revolución, la contrarrevolución, lo importante es la reforma de las mentes. No hay caso, no lo pienses más que no lo vas a pensar mejor, porque lo importante es investir tu compromiso de justicia cumpliéndolo cada día, honrándolo cada hora, satisfaciéndolo de aquí a la eternidad. Lo importante, Fede, es no hacerle caso a nadie. Lo importante, entonces, es hacerme caso a mí y entender que lo importante no es ser feliz. Porque lo importante está en el plano personal y no en el público, lo importante es el amor y solo el amor. Así, Fede, que no importa cuán infeliz te haga porque ya quedó establecido, Fede, que lo importante no es ser feliz. Lo importante no sos vos sino tu sentimiento. Es como esa escena de “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos” en la que el Kaufman neurótico, pasivo, intelectual, le dice al Kaufman pasional, vital, imbécil, que esa chica a la que se le había declarado a los diez años se había burlado de él a sus espaldas, y entonces el Kaufman imbécil, vital y pasional pero imbécil, le responde que sí, que ya lo sabía, que no importa. Que el amor es suyo y que nada importa. Que ni ella ni nadie se lo podían quitar. Lo importante, Fede, son los resultados. No la intención. No la seriedad con que se encara el asunto, no la idoneidad en la consecución del objetivo. Si la amás y no la obtenés sos un pelotudo. Si jugás y no ganás sos un tarado. Si hacés y no sos el mejor no vale la pena. Eso no es lo importante. Ni eso ni nada de lo que te dije, Fede. Y que te quede claro.

Matías Pailos

06 mayo, 2007

Playmobil Hipotético en exilio interno: Mi vida con el Gato Sessa

Parece que todos estamos tremendamente enojados con el Gato Sessa por la mala voluntad, lo único realmente malo en el mundo, cuando salió y le puso una plancha a Palacio en pleno rostro. Es verdad, todos estamos enojados con él.

La primera historia con el Gato tiene que ver con alguna vez que volvíamos de un lugar de fin de semana en un barrio privado de Ezeiza por la autopista. Al auto del Gato lo empieza a “chupar” otro auto, tratando de que se moviera de la vía rápida y le cediera el paso. Yo no sé manejar pero parece que hay códigos incorruptibles y el “chupar” al auto de adelante, es de este estilo. El Gato lo deja pasar, pero sólo para arrinconarlo contra la banquina.

Prendí un cigarrillo, más por querer hacer algo que por vicio, y comencé a preocuparme por mi vida y por la del Gato, pero más bien por mi muerte tan ridícula que iba a acontecer en breve. El Gato y el otro auto, llamémoslo Rojo, comienzan a perseguirse entre medio de todos los autos, en plena autopista, arrinconándose sucesivamente contra los guardarails. Finalmente, los autos, el del Gato y el del Rojo, se tocan pero no pierden el control de los vehículos.

El Gato atraviesa toda la autopista para bajar en la salida de Soldati y el Rojo, luego de algunos segundos, también lo hace. A partir de allí, pasamos veinte minutos en una persecución que me cuesta dos cigarrillos, algo equivalente a todo el capital de cigarrillos del que disponía.

- Gato, no será mucho? – preguntaba, ingenuamente, desconocedor de los códigos de los automovilistas.

La persecución, que incluía semáforos en rojo, peatones confundidos y aterrados, perros beligerantes, colectivos que hacían luces, etc. pareció terminar al entrar el Gato en la Avenida Cruz, la que está a la vuelta del Cementerio de Flores, una calle que suele estar, a partir de las 8 de la noche, totalmente deshabitada. Considerando que eran las 12 de la noche, más bien parecía inexistente.

El Gato frena. Rojo frena. Ya nos preparábamos para el intercambio de estrategias de defensa y ataque. El acompañante de Rojo baja del auto y el Gato no tiene mejor idea que acelerar de golpe y tirarle el coche encima, el cual fue eludido por bastante poco por el acompañante del Rojo.

La persecución continúa durante treinta minutos más en los cuales se hace una rápida inspección ocular de los barrios de: Bajo Flores, Boedo, Parque Chacabuco, Pompeya, Nueva Pompeya y finalmente Parque Patricios.

En Parque Patricios, el Gato detiene el auto así como también lo hace el Rojo. Ambos caen al piso mientras yo lucho contra el acompañante casi acompañante de los muertos.

En otra ocasión, el Gato me invitó a una cena con una parte de su familia. La familia del Gato es casi típica: incluye viejos, señoras que traen ensaladas, jóvenes que hacen el asado y, por último, un tío borracho. Éste, mientras el Gato estaba pasando cerca de su silla, le toca el culo. El Gato, confiadisimo de su sexualidad, cierra el puño y le pega un puñetazo en la cabeza al tío beodo, participante de la doble AA, al grito de:

- Yo no soy ningún puto para que me toques el culo.
-
El Gato no está bien. Es el reflejo de una sociedad. De la que construyó en su cabeza.

Playmobil Hipotético

04 mayo, 2007

Las botas de Pérez

A P.P.C, que me refirió esta historia.

Pérez se sabía el Martín Fierro de memoria. Pérez era un gaucho de ley. A sus años fatigaba las polvorientas calles de Pontevedra, aunque era fama que supo hacerse hombre en los pagos de Junín. Allí mismo se prendó de una china que dicen era de las más lindas sino la más. “Esa mujer no era para mí” repetía Pérez con el lazo en la mano años después. Pérez y la china tuvieron un hijo pero, lo dicho, el patrón de la estancia le puso el ojo a la mujer y la reclamó como suya. Pérez se echó el apeo encima y abandonó las últimas poblaciones sin tropilla, ni miradas atrás ni gruesos lagrimones rodando por su cara. Se gastó una vida en olvidarla. Una noche recibió la visita de su hijo. “Mi santa madre, que en paz descanse, dijo “busque hijo, busque a su padre y dígale que me voy de este mundo con su nombre en mis labios”. Pérez le dio vuelta la cara de un sopapo. “Si vuelve a mi casa, le juro que lo mato”, dijo antes de cerrar la puerta. Cuentan que después de esa visita no volvió a ser el mismo. Se pegó al trago. Una caña tras otra. Desde el alba hasta entrada la noche. Vivía de changas. Cortaba el pasto de las quintas. Una tarde decidió que el valor que no tuvo para cobrarse la vida del patrón aquella vez ahora no le iba a faltar para llevarse la suya, que ya no valía nada. Esa tarde los vecinos lo vieron con el tiento en la mano como si pretendiera enlazar un zaino invisible. Esa misma noche se colgó de un árbol que campeaba solitario en un baldío.

Era viernes y la familia llegó a la quinta de Pontevedra para pasar el fin de semana. El padre preparó el fuego para hacer un asado en la parrilla que lindaba con el baldío vecino. Su hija y la amiguita que habían invitado correteaban por el jardín. Jugaban a las escondidas y, por supuesto, valía esconderse en el baldío de al lado. Detrás del grueso tronco del árbol era un lugar ideal para perderse de vista. Cuando el asado estuvo listo todos se sentaron a comer en el quincho. De no haber sido noche cerrada la luz de la luna habría proyectado la sombra del árbol solitario sobre la mesa de roble.
Al día siguiente el padre arrancó unas malezas del jardín y fue a tirarlas al descampado. Cuando se agachó, por debajo de la cerca pudo ver las botas de Pérez bamboleándose suaves en el aire claro de la mañana.

Zedi Cioso

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03 mayo, 2007

Entre nos

Hacia el primer cuarto del siglo XX no era difícil hallar filósofos interesados en el espacio intermedio. Buena parte de ellos son glosados por Sábato en todas partes, y sus nombres adquieren ribetes mitológicos: Buber, Berdiaeff, Chestov, Jaspers. Su fama ha sido parejamente segada y no pocos lo lamentarían si hubieran oído alguna vez hablar de ellos. Agradezcamos tanto que esto no ha tenido lugar como que hay uno que no es filósofo que ocupó en este asunto una suma que asciende a toda su vida. En los ratos que le dejaban libre sus escaramuzas sexuales furtivas con marineros bengalíes en la zona de Retiro, la preocupación por el alimento y la ausencia de dinero y el tedio de la rutina burocrática, Witold Gombrowicz nos explicó todo lo que siempre supimos, mejor de lo que nunca se nos hubiera ocurrido. Gombrowicz, en los diálogos publicados, en las cartas a los amigos, pero sobre todo en su Diario (EL Diario de un escritor) teoriza sobre parte de lo plasmado en su narrativa, que no es más que la influencia determinante del medio sobre el comportamiento, sobre las creencias, sobre los sentimientos, y cómo el principal factor determinante del medio es la suma de los humanos partícipes, sus sentimientos, sus creencias, todo su comportamiento. Es ese contexto que se crea y uno no sabe por qué. Puede, no obstante, rastrear cuál fue su contribución a que ese clima se generara, a que esa tragedia, comedia, drama o tragicomedia tuviera lugar. Uno actuó, y no sabe por qué. Uno dijo, uno calló. Uno cree haberse visto obligado. ¿Por quién? Dificilísimo saberlo. Si nos obstinamos en encontrar responsables, siquiera causas suficientes, quizás la empresa se torne imposible.

En algún momento de mi pasado creí que la empatía que sentía con ella era superior a la que nunca tuve, a la que jamás tendría. No otra sino ella misma se ocupó de remover mi ingenuidad.

-No nos pasa a nosotros solos. Les pasa a todos.

Lo que yo sostuve antes era que tenía la impresión de que mi sentimiento para con ella, para con nosotros, no era diferente al que ella tenía para conmigo. Para con nosotros. Que eso me sorprendía. Que eso no me había pasado nunca.

-Es que el clima no está ni en vos ni en mí. Está acá, en el espacio intermedio.

Le creía. A pie juntillas. Acaso no poco contribuyera a ello el que hubiéramos fumado, el que sus tetas estuvieran a mi disposición, como su entero cuerpo desnudo. Pero tenía razón. Me daba cuenta de cómo me sentía y de cómo se sentía ella porque el sentimiento no era ni mío ni suyo, sino una entidad diferente que flotaba en derredor. Que se estiraba. Que se comprimía. Que era nuestro, pero diferente a nosotros. Está ahí, para ser contemplado. Examinado. Modificado. Algo más que la suma de nuestros estados mentales, o de la parte privada de ellos.
Claro, objetarán: qué pasa cuándo las expectativas se ven defraudadas. Qué pasa cuando los pareceres no coinciden. Qué pasa cuando difieren radicalmente, cuando comprendemos que hemos vivido equivocados. Un comienzo de respuesta es que eso pasa rara vez. Que por eso nos sorprendemos. Que, en parte, por eso nos alteramos. Que hay muchas formas de explicarlo, la primera de todas una entre la negación y la estupidez.
Acaso ella se equivoque. Acaso no haya más que eso que llamé ‘la parte privada de nuestras emociones’. Dejemos que los filósofos resuelvan el tema. Dejemos, entonces, que nunca se pongan de acuerdo, y déjenme constatar que sí: yo he vivido equivocado. Durante muchísimo tiempo no atendí al clima, o dudé de la fiabilidad de mis impresiones. En cualquier caso opté por desatenderme de ese asunto, y mi pecado fue severamente castigado. Fui egocéntrico en exceso, fui ligeramente psicótico. Espero haber dejado atrás esos días pero, ¿quién sabe? Espero poder contemplar de frente la suma de esos climas, cada uno de ellos. Espero que mi felicidad se filtre entre sus paredes. Aspiro a no poder discriminar si llevé o fui llevado.

Matías Pailos