El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

31 agosto, 2008

La última de César Aira

Hace unos cuantos años (creo que cinco, si no me equivoco) me propuse escribir una novela, o mejor dicho demostrarme que podía escribir una novela en el acto mismo de componer una. La ligereza del desafío autoimpuesto me dotó de una envidiable libertad de movimiento. Escribía sólo para ver si salía algo. Dado que no tenía ni idea de cómo hacer tal cosa, decidí tomar un modelo prestado, a la vez el más a mano y el que más me gustaba: sí, claro, el de César Aira. Ya por entonces había toda una camada de aireanos (el “spam”, como los llama con malicia Fabián Casas) a los que venía a sumarme alegremente; si tanta gente escribía como el Maestro ¿qué le hace una mancha más al tigre? Al mismo tiempo era una forma de sacarme de encima la ¿cómo le dicen? “angustia de las influencias”, escribir una novela a la manera de Aira y después tratar de no volver a escribir así nunca más en la vida. Por eso, me dije, “si vamos a hacerla, vamos a hacerla bien” y como para darle una vuelta de tuerca al asunto se me ocurrió que aquello que se encontraba vedado en las otras novelas “aireanas”, la influencia, o mejor sería decir “el procedimiento” que las guiaba, acá apareciera bien al frente, como una cuestión misma de la trama. Los resultados están (a partir de hoy) a la vista. A mis amigos les gustó (por algo son mis amigos) y gracias a su insistencia saqué a pasear el texto para que conociera a nuestras queridas editoriales independientes. El primer editor que leyó el original me dijo que lo quería publicar, pensé que tocaba el cielo con las manos, ya me imaginaba dando entrevistas, protagonizando suplementos literarios, iniciando polémicas, citado en ponencias. Después surgieron problemas de presupuesto, después me dijo que un tipo que vivía en España y había cobrado una gran herencia iba a poner la planta si el texto le gustaba (y después me aclaró que al mismo tipo no le gustaba nada Aira) después me cansé de llamarlo y hacer el papel de boludo. De ahí todo fue barranca abajo: dos editoriales alegaron tener completa la lista de títulos, otro editor me dijo que era demasiado larga y que los personajes fracasaban con esos nombres tan raros (¡como si hubieran nacido para triunfar!). En fin, hace mucho que no la releo y si lo hiciera hoy no sé si me atrevería a darla al conocer, pero lo cierto es que fui feliz mientras la escribía y no le guardo ningún rencor: me parece que descansará mejor y en paz colgada on-line al virtual alcance de todos que sepultada bajo el moho polvoriento del cajón donde duermen todos mis originales.

Tras leerla, César Aira le dedicó un elogio borgiano: “Muy instructiva –dijo– parece una novela mía, pero escrita en prosa”.

Ariel Idez

La última de César Aira figura en la lista de links a su izquierda y a partir de hoy puede bajarse gratuitamente clickeando en el título correspondiente.

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29 agosto, 2008

Laurie Anderson es el Pity

Siento que estoy en una disco con las luces de las bolas estroboscópicas en el suelo y el punchi punchi punchi en el aire, en el pecho. Y salto, salto, salto. Y punchi punchi punchi. Con el Pity también se punchi punchi punchi. El Pity te mezcla marcha cuadrada con cumbia jarra loca y rapeo descolocado de Syd Barrett. El Pity está haciendo lo que deberían estar haciendo los Babasónicos. El Pity está adelante y ya les sacó dos vueltas. El Pity es más grande que Spinetta, García y el Indio. El Pity está vivo. El Pity es el más grande porque está vivo.

Laurie Anderson es Tom Zé. Es la versión estática de Zé. Anderson/Zé son las manifestaciones contrapuestas de una impactante presencia escénica. Siempre conviene las grandes palabras para ahorrarse definiciones. Cada canción es un corto, una obra de teatro en un par de minutos con actores que echaron raíces pero no están inmóviles. Cada canción ancla en un referencia concreta, preferentemente de la realidad sociopolítica norteamericana. Y eso es lo peor que tienen.

Pero mejor pensar el concierto como una pintura vanguardista de hace cuarenta años. Ahí va. Cualquier cosa queda bien. Cuánto más televisivo, efímero y coyuntural, mejor. Laurie Anderson es Andy Warhol

No canta: estandapea. Frescos impresionistas de temple neurótico. Los chistes son buenísimos. Laurie Anderson es David Letterman.

Laurie Anderson es un gran escritor. O lo sería si no se dejara ganar por el verosímil. No me digas que soñás con que los enormes dioses de la ropa interior de los carteles publicitarios tomaron la calle: contame que los enormes dioses de la ropa interior tomaron la calle. Pero las asociaciones son excelentes. Laurie Anderson es la versión apretadísima y devaluadísima de David Foster Wallace y Witold Gombrowicz.

Laurie Anderson te digo muchas gracias. Pero muchas gracias, Laurie Anderson. Porque, ¿saben qué…? ¡Vi a Lou Reed! ¡Vi a Lou Reed, hijos de puta, vi a Lou Reed! ¡Tomen, hijos de puta, tomen: vi a Lou Reed! ¡Vi a Lou Reed! ¡Vi a Lou Reed! ¿Así que la vez pasada me quedé con las ganas atravesadas en las puertas del Gran Rex? ¿Así que tuve que esconder las ganas de ver a Lou Reed en el upite? Bueno…: ¡Vi a Lou Reed! ¡Vi a Lou Reed!
Y camina como mi amigo Facundo.

Matías Pailos

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27 agosto, 2008

Subrayar es leer

Escribo obligado por la pérdida de mi apéndice de lectura: un lápiz negro Staedtler con descoloridas franjas amarillas y negras. Sin mi lápiz negro –compruebo desolado– no puedo leer. Lo vi por última vez el sábado en un Mc Donald’s de Libertador y Manuela Pedraza. Ese día leí, que es equivalente a decir ese día subrayé y anoté frases sosas en el margen de algún libro. El domingo no leí –no subrayé– tampoco el lunes. Hoy es martes, estoy en otro Mc Donald’s (sucursal Pacífico) acunando la falta de mi apéndice de lectura: la extensión en grafito de un ojo que suscribe a unas líneas para grabarlas, en negativo, sobre las cintas perdidas de la memoria. Matías Pailos dice (y hasta por la tele, mal que me pese) que soy un maricón por subrayar con lápiz, me acusa de ofrendar un último acto de sumisión al reverencial carácter sagrado de los libros. Los machos de verdad, dice Pailos, escriben los libros con indeleble birome. De más está decir que jamás me afané en esa lejana apelación al palimpsesto borrando alguna palabra mía de los libros ya leídos-subrayados. Inútil intentar explicarle a Pailos el placer de esa textura sobre el papel virgen del margen en blanco, los diferentes volúmenes que adquieren las letras según el ángulo de inclinación del lápiz, al que yo sacaba punta con un cutter, para acentuar el efecto y entregarme a viejos placeres caligráficos de monje copista. Inútil tratar de hacerle entender la fascinación con el chiche-fetiche en el juego sonso de la obsesión. Tengo una amiga (ella no se va a reir) que precisa de una percha para poder leer. Al tiempo que con una mano pasa las páginas, con la otra agita la percha al aire. Cuanto más se entusiasma con la lectura, más sacude ese metrónomo con el que marca el tempo de su pensamiento exquisito, sinfónico. Yo la respeto por eso. Cada uno con su far(L)o para orientarse en el laberinto negro de los libros. Yo no suelo sostener mi lápiz mientras leo. A veces ni siquiera lo tengo estrictamente a mano. Simplemente preciso saberlo cerca, disponible. En ocasiones incluso me olvido que me es imprescindible hasta que el próximo punctum del texto me obliga a congelarme en una mueca (de admiración, de espanto, de odio: de goce) y a tantear el foso de la mochila, los ojos fijos en la página, como un ciego por su báculo, para subrayar, atenuar, conjurar esas líneas y así desactivarlas, como si fueran una mina personal que el autor hubiese dejado en el libro para mí y recién ahí y sólo así, poder seguir adelante.
Manuel Puig –que no soportaba leer diez líneas seguidas de Proust sin ponerse a corregirlo– decía que le resultaba imposible leer sin un lápiz en la mano. Triste comprobar que apenas nos une este detalle baladí. De Osvaldo Lamborghini (quien mejor ha “subrayado” la literatura argentina) dice Luis Gusmán “era un lector salteado, basta ver sus notas. Era alguien que al segundo párrafo ya inventaba una teoría”. He de salir corriendo a comprar rápido un lápiz para subrayar esta última cita.

Ariel Idez

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25 agosto, 2008

Lunes demasiado A.M.

Todo terminó temprano. Alrededor de la una y media, con las luces del cielo apagadas, con el bouquet de algunas cervezas de más, crucé Libertador por Córdoba para internarme en el más acogedor de los lugares: una estación de servicio.
Esta noche es larga. Paro nocturno de colectivos. Estoy solo y no tengo ganas de hacer el esfuerzo de confraternizar a tontas y a locas. Soy una tortuga con caparazón desmontable. Mi mochila: la reserva moral de Occidente. Todo lo que necesito está ahí. Pulóver que funge de almohada sobre el trasporte público, cepillo de dientes, pañuelos, guia-T, forros, MP3 y lo más importante de todo: material de lectura. Remuevo un agua saborizada de las heladeras esquizofrénicas (se creen exhibidores) y pago. Pregunto la hora por un reflejo automático: es mujer y o me calienta o me gusta, ya no recuerdo. Elijo lugar. Contra el ventanal, mirando a Libertador en la lejanía: veinte metros. Mi compañía se completa con un linyera de clase alta, probablemente intoxicado con la nafta del tetrabrik, y una indescifrable pareja compuesta por una versión devaluadísima de alemán de Pompeya y una negra descafeinada mucho más alta que él. Parecían obstinados en una competencia típicamente argentina: ¿Quién la tiene más grande: la panza de él o las tetas de ella? Edad aproximada: entre 40 y 140 años. Mi primera elección revela el poder de los mecanismos recontrayóicos. Aún doblado, con sueño inminente (todavía no manifestado) y en medio de las dos menos cuarto de la mañana, he de trabajar. Trabajar, en mi caso, no es tan grave: corregir un artículo. (Esta es la definitiva. O la meto en el fleje o le doy al ballboy. Pero no hay más tiempo para seguir el peloteo al que los jueces me someten.) Así que emprendo por vigésimo vez la lectura aburrida de mí mismo. (Lo que debería hacer es pagar a un lector externo y dejarme de joder. Tacaño de mierda.) Le doy. ¿Cuánto le doy? ¿Media hora, cuarenta minutos? Primer cabeceo. Otro sorbo de agua. Los colectivos retoman su ritmo cotidiano a las 4. Primera duda. Acaso sea mejor pagar un taxi. Pero vivo en Provincia. Eso son tres cifras. No. Además: soy amarrete. Además: los taxis activan mi paranoia. Los taxis, los semáforos, las macetas. ¿Qué me pasa? ¿En qué momento empecé a perder el control? Segundo cabeceo. Basta. Guardo Pailos, saco Vonnegut. Pura ganancia. Se acabó Broken Social Scene. La cinta pasa a Hitchcock. No, no Alfred. Bien. Estoy bien. Estoy bien. No estoy cabeceando. No estoy muerto de sueño. Segundo duda. Me voy caminando. ¿Cuántas cuadras son? ¿200? Me hubiera gustado recordar lo que me contó mi viejo (lo hace de modo recurrente): de adolescente caminaba de El Jagüel (casa de mis antepasados) a Ezeiza (secundario de mis antepasados). En la voz de mi viejo, eran como 200 cuadras. O 100. 50, ponganlé. Quiero decir: no me acordé de mi viejo. ¿Quinto cabeceo? Hace una hora que estoy con Vonnegut, estimo. La duda es la jactancia de los obsesivos. ¿O será menos? Me quiero ir. Entran dos chicas más chicas que otras chicas. Con pibe –que no cuenta más que para ellas. 16, 18 años. ¡Na! Más bien 14. Si no estuviera tan frito me gustaría tener ganas de tener ganas de cogérmelas. El enrosque es la papa de los intelectuales. Vigésimo octavo cabeceo. Este establece una variación relevante: es el primero en sentido inverso, del sueño a la vigilia de los ojos abiertos. No puedo más, ¡No puedo más! Voy al baño. Cuando vuelvo compruebo que lo inevitable se ha revelado: ocuparon mi mesa. ¡Hijos de puta! ¡Ja! Ni que me importara… Me ocupo de mostrarles que no me importa, es decir: trato de no mostrarles nada. No se puede comprender. Particularmente: dormido. Tomo un atajo: me engancho con la historia lo suficiente como para despertarme. Le doy otro sorbo al agua saborizada de saborizante y parpadeo repetidamente. Me convencí de que así se humedece el ojo. Ahora estoy en una mesa de mierda, adelante, a la izquierda. Lejos del ventanal y mucho más lejos de Libertador y, ¡oh, Fatalidad!: cerca de la televisión. Rial. O la copia imperfecta de la copia imperfecta de Rial. Berreta, y encima: tobara. Esto debería gustarme. Forjo especulaciones en torno al gato. Edad: entre 20 y 30. Edad: lo que menos importa. Cada vez más es cada vez más un tema la edad. Menos mal que no soy obsesivo. Voy a mear. ¿Hace cuánto que volví? ¿En mí o del baño? No tengo sed y vuelvo igual: soy muy inteligente. Falta media hora. Faltan quince minutos. O veinte.

Matías Pailos

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20 agosto, 2008

El casamiento

Faltan 48 horas para el casamiento. Los amigos de la novia esperan (¿festejan?) en la puerta de la casa del novio. Están desesperados por hacer justicia a tan feliz acontecimiento. Es de noche, y se reúnen alrededor de un tambor de cien litros en el que arman un fogón. El cartón de vino tinto pasa lento de mano en mano. Toro viejo. El novio pasa entre ellos sin ser reconocido. Algunas caras cobrizas y barbudas lo miran con sospecha. El novio piensa que no se va a casar. O tal vez sí. Todo está arreglado. Los amigos de la novia esperan afuera. Los festejos ya comenzaron. La novia lo espera en su cuarto. Sólo faltan 48 horas. Ella está triste. Él la mira. En el lugar donde tendría que estar su cabeza –la de ella– hay una notebook.

Faltan 24 horas para el casamiento. La escena transcurre en la casa de los padres del novio. La abuela del novio le arregla el vestido a la novia en la cocina. El novio atraviesa la cocina sin ser visto y se dirige hacia el patio. La novia está de espaldas, corsé y falda blanca con cola, los brazos en alto. La abuela intenta clavarle algo justo por debajo de la axila. Ver a la novia antes de la boda trae mala suerte. Mala suerte. Faltan 24 horas y ni siquiera está listo el vestido. El padre del novio está sentado en el patio, cerca de la parrilla. El novio se acerca. “No me voy a casar. No me voy a casar. Si me caso, nunca voy a poder lograr que me firme el divorcio”. El padre asiente mientras muerde un sánguche de chori.

Faltan 12 horas para el casamiento. Ellos están solos en el cuarto. El está por decirle que no van a casarse. Mejor ahora, que enfrente de todos los invitados y con Dios como testigo. Ella está feliz. Sonríe. Lleva puesto su babydoll negro con un escote profundo. El la abraza y siente sus enormes tetas contra el pecho. Su determinación a no casarse se debilita. Es un superman abrazado a dos bochas de kriptonita. Un calor intenso le sube desde las bolas hasta la punta del choto. Siente como si se fuera a mear encima. Antes de eyacular imagina el olor del semen. “¿Otra vez? No te preocupes, ya tenemos turno con el doctor”. El semen se le pega entre los pelos de la entrepierna y el calzoncillo. Se limpia mal y pronto con el rollo de papel higiénico que guarda en la mesa de luz. Se hace un ovillo, cierra los ojos y se duerme.

Superman no se casa
con una Ceres de kriptonita.
Antes se vuelve humano,
o se hace mariquita.

Nacho

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12 agosto, 2008

Una tarde en la ESMA

El sábado pasado asistí a las jornadas sobre “ficción y memoria histórica” y me sentí partícipe de una trama digna de un novelista militante del realismo comprometido de la transición democrática. Tal lo que hubiera pensado si 15 años atrás alguien me hubiera dicho que concurriría a una jornadas de estas características en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti ubicado en uno de los edificios de la Escuela de Mecánica de la Armada, símbolo de los campos clandestinos de detención, tortura y muerte que la dictadura militar diseminó por todo el país y que el folleto anuncia como ex-ESMA como si pudiera pensarse en un ex-Auschwitz, un ex Buchenwald. Aunque sabía que el predio fue expropiado a la Armada hace unos años y cedido a las Organizaciones de Derechos Humanos, ignoraba por completo que se había montado ahí dentro un centro cultural. Sé que durante un tiempo se desarrolló un arduo debate acerca de los “usos” posibles para la ESMA pero ignoraba que aquellos habían derivado en acciones concretas. De modo que desciendo del 15 y traspongo ese portal de rejas que supuse siempre nos estaría vedado y camino por un sendero de baldosas entre el canto apacible de los pájaros y el paisaje bucólico de los árboles caducifolios hasta llegar al imponente edificio donde se desarrolla el encuentro.

El centro cultural, claro está, no fue pensado para ese fin: típico exponente de la austeridad espartana de la arquitectura militar: se trata de un inmenso cubo de hormigón con dos paneles vidriados a cada costado y poco más. Si no fuera por éstos, atendiendo a la trama de caños y las conexiones eléctricas a la vista, junto con los aparejos para manipular las ventanas daría la impresión de que nos hallamos en las entrañas de un submarino gigante, un submarino, sin duda, a la deriva en descenso directo a una fosa abisal. Llego para el final de la presentación de María Moreno, coordinadora de las jornadas y asisto a la impecable presentación de Ricardo Piglia. Al fondo, de pie ante la concurrencia que desborda la sala y ocupa todas las sillas, se amuchan Alan Pauls, Carlos Gamerro y Daniel Link. Pienso horrorizado que si un demente comando de la aviación naval en pleno revival del 55 lanzara una bomba en este momento nos dejaría con menos de la mitad de lo más ganado de nuestro campo literario. En su discurso de apertura Piglia no lee sino que cita de memoria unos apuntes que ha tomado sobre el tema. Con esa facilidad que lo caracteriza para hacer links (nada que ver con Daniel) traza un paralelo entre diversos hitos de la historia argentina tamizada por la literatura y los pone a girar en la órbita de una idea central. Menciona un libro de Juan Carlos Busaniche en el que se cuenta cómo el ejército de Lavalle ocupa Santa Fé y quema los archivos, el episodio del encuentro entre Mansilla y Mariano Rosas, cuando el cacique desempolva todos los tratados entre los Ranqueles y el Estado Argentino que atesoraba como su bien más preciado y la incesante búsqueda de las Madres de Plaza de Mayo para localizar los documentos que la dictadura militar destruyó antes de abandonar el poder y concluye que las clases populares siempre luchan por preservar los archivos, porque en esos documentos cifran la promesa de reconstruir la historia y dar con una verdad obturada por la historia oficial de las clases dominantes. A todo esto, mientras Piglia hablaba la gente literalmente se derrumbaba. El primero fue un hombre que se desplomó de su silla con estrépito y sobresaltó a todo el auditorio, al punto que el autor de Respiración artificial se vió obligado a apaciguar los ánimos y mirando hacia el accidentado que se incorporaba trabajosamente, se apresuró a decir “no pasó, nada, no pasó nada” y continuó su exposición. Con el correr de los minutos los derrumbes espontáneos se repetirían en diversos sectores de la sala. La respuesta hay que buscarla menos en la furia de espíritus perturbados que en las deficiencias de Garden Life como contratista del Estado y su poca voluntad para reforzar las patas de sus enclenques sillas de pvc. Como para poner las cosas más difíciles, el diseño del salón no sólo demuestra ser antiestético sino también antiacústico: el sonido rebota en las paredes cuadradas y produce un eco que dificulta la comprensión y que Piglia salva heroicamente aferrando el micrófono con una mano y pegándoselo a la boca, “a la goyeneche”, tal sus palabras.

La primera mesa es un sándwich de tedio entre Aníbal Jozami y Luis Gusmán, salvada por la magnífica exposición de Daniel Link. Abre Jozami, llamativamente parecido a Juan Carlos Calabró, y ensaya una suerte de “ética de la no-ficción” sostenida sobre Operación Masacre de Walsh y que podría resumirse en el dictum: “un uso político de la literatura debe prescindir de la ficción”. Jozami tiene serios problemas con el micrófono y provoca numerosos pasos de comedia cada vez que el operador le aleja el artefacto al que él insiste en arrimarse o viceversa. Cierra Gusmán a quien literalmente no se le entiende nada y a quién no llegaré a escuchar hasta el final porque me cooptará la señorita Pola para que la acompañe a dar una vuelta por los alrededores. De Link diré algunas cosas: es el único que parece haber comprendido que estábamos en la ESMA y no en el cuarto piso de Puan o en el aula magna de la facultad de Sociales, es el único que parece haber comprendido que ese dato no podía ser pasado por alto, es el único que reflexionó acerca del lugar en el que estábamos y acerca de qué estábamos haciendo ahí. Es el único que parece haber entendido que la lectura de una ponencia no es un género exclusivamente discursivo sino que es saludable, incluso diría imprescindible, cruzarlo con elementos de la narración oral y la representación teatral. Link cambia el tono de voz, hace pausas dramáticas, cita con énfasis, juega con los silencios. En su ponencia salió con los tapones de punta a denunciar lo que él denomina la “pedagogía de la catástrofe”. Y propuso construir un isomorfismo entre la memoria y el sonido. Es cierto que apeló al “Wittgenstein que le gusta a la gente”, el del Tractatus y su célebre frase “Sobre aquello de lo que no se puede hablar…”, justamente es ese “librito” que propone otro isomorfismo: el del lenguaje y las cosas del mundo, el que podría pensarse como fundamento filosófico para el realismo testimonial con el que no creo que Link comulgue, pero más allá de esto su ponencia me pareció una brillante apertura a la discusión y a ciertas preguntas imprescindibles: “¿Qué hacemos acá en la ESMA? ¿Qué hacemos con la ESMA?".

Para la segunda mesa yo ya había dado mi pequeño paseo del horror por las inmediaciones y no se si estaba muy sugestionado o qué, pero había caído la noche y adentro de ese cubo siniestro hacía un frío de cámara frigorífica y cada tanto bajaba la tensión y cada vez que las luces del techo empalidecían un escalofrío me recorría el espinazo. La segunda parte encontró diezmada la sala. Abrió con Matilde Sánchez, que leyó un texto de ficción sobre una medalla que no fui capaz de seguir, siguió con Ana Longoni, que procedió a la lectura de un paper tan metódico como aburrido y se prestó al gran finalle de Carlos Gamerro, que trajo a colación tres novelas de autores ingleses sobre los desaparecidos: Imagining Argentina, The history of the night” y “The ministry of special cases”. El humor de Charly, que rescató algunas escenas hilarantes de Imagining como la del secuestrado rescatado de un grupo de tareas por una partida de valientes gauchos, logró templar un poco el frío de muerte que recorría la sala. Yo dije basta para mí cuando escuché el alegato de un militante montonero que aprovechó el auditorio para promocionar su libro de memorias. Al salir no me sorprendió comprobar que ahí dentro hacía más frío que a campo abierto. Deshice el camino de baldosas con sumo cuidado de no perderme en ese bosque petrificado del infierno y ya en Libertador abrí la boca y tomé una bocanada fuerte de aire.

Ariel Idez

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04 agosto, 2008

El Farmer

El trabajo del artista, escribe Camus, no es sino el lento derrotero para descubrir, a través de los vaivenes de su arte, las dos o tres enormes y sencillas imágenes en cuya presencia su corazón se abrió por primera vez, fin de cita. Las nueve primeras páginas, o los tres primeros capítulos de la novela “A vuestros cuerpos dispersos”, primera entrega de las cinco, más un libro de cuentos, que componen la saga del Mundo del Río que Philip José -y no Joseph- Farmer publicó entre 1971 y 1983, condensan cuatro imágenes que valen por toda una obra. “Su esposa lo había aferrado entre sus brazos como si así pudiera mantenerlo apartado de la muerte. Él había gritado:
-¡Dios mío, me muero!
La puerta de la habitación se había abierto, y había visto un gigantesco dromedario negro fuera, y había oído el tintineo de las campanillas de su arnés cuando el cálido viento del desierto las agitó. Luego, una gran faz blanca rematada por un gran turbante negro había aparecido en el vano de la puerta. El eunuco había atravesado la puerta, moviéndose como una nube, con una gigantesca cimitarra en su mano. La Muerte, el Destructor de los Placeres, el Igualador de la Sociedad, había llegado al fin.
Oscuridad. Nada. Ni siquiera supo que su corazón se había detenido para siempre. Nada.
Luego, sus ojos se abrieron.” Así abre la novela y esa es la primera imagen. La segunda es la de otro Río, uno sin agua, presumiblemente infinito, en el que flotan cuerpos en animación suspendida. De repente, el protagonista despierta. “El dios estaba de pie junto a él mientras yacía sobre la hierba junto al río, entre los sauces llorones” es la oración que compone el inicio de la tercera imagen, que sigue con el dios pateando el cuerpo del protagonista, exigiendo que este pague su deuda. La cuarta es, propiamente, el comienzo de las aventuras, y se extiende por cinco páginas más. De ahí en más, tenemos la parte más aburrida del relato. Se nos cuentan los orígenes de una civilización, de una especie, de un mundo. El escritor trafica información literaria, histórica, antropológica, química, botánica. Nosotros somos empleados de la aduana, molestos con el jefe y fastidiados con la vida, deseosos de una módica venganza, como es que esta se le escape, que esta le pase por debajo de las narices, que esta lo haga quedar de una buena vez como el boludo que es. Pero es todo demasiado evidente, y nosotros somos estúpidos y honestos y cobardes, y no podemos dejarlo pasar. Ahí recordamos los tres capítulos y las nueve páginas iniciales, que no parecen un relato clásico de ciencia ficción, que no son un relato clásico de ciencia ficción, que son más bien un relato de ciencia ficción vanguardista o un relato vanguardista sin más, que nos hacen acordar a “El paseo internacional del perverso” de Libertilla y a “El fiord” de Lamborghini, porque no hay una historia pero nos hacen creer que la hay, porque se insinúa y presiente y algo tiene que pasar. Peor: algo va a pasar. Acaso haya en Farmer una lógica similar a la de Lynch y a la de Lost; acaso nosotros veamos a Lynch y a Lost en todas partes. Después todo se ordena y seguimos adelante porque el inicio es tan bueno y las aventuras, apenas las bases de la civilización se asientan son tantas y tan diversas que le perdonamos que use a Richard Burton y a Hermann Goering como personajes. Burton –vayan sabiéndolo- es el protagonista. De repente, todo se acelera. Queda atrás la historia de amor con Alice Hargreaves, la del País de las Maravillas, quedan atrás las batallas y la lucha por la supervivencia porque se nos revela otro sueño realizado: acá nadie muere. Y esto tampoco alcanza para hacer un paraíso, porque nada nos alcanza. La gente muere, pero renace, y Burton solo quiere… ¿qué quiere Burton? ¿Quiere saber? ¿Quiere venganza? ¿Quiere el poder? ¿Quiere más aventuras? La historia se complica y los cambios de pantalla se aceleran, y las imágenes finales son tan poderosas como las iniciales. Pero, si bien sorprenden, no conmocionan. Farmer nos acostumbró a esperar mucho, y nosotros no esperamos menos.
La civilización de la historia se erige a la vera del Río, como la egipcia con el Nilo. Pero este río, como aquél otro sin agua del que hablé arriba, también es infinito. Y no solo infinito: es circular. Porque a Borges también se lo lee en Indiana, donde Farmer nació en 1918.
El proyecto también es metaliterario, porque Farmer quiere hablar de lo que le gusta, y no se priva del placer de usar lo que le gusta y, claro: mucho de lo que le gusta es la sustancia de la que están hechos los libros: personajes, escenas, autores. Así que Farmer usa a autores como personajes (el ya citado Burton, pero también un tal Samuel Clemens, alias Mark Twain, en el segundo libro de la serie) y a personajes como autores: Farmer escribió Venus on the Half-Shell con el seudónimo de Kilgore Trout, personaje y escritor (personaje escritor, todo un quiero retruco) de Vonnegut. Cuando se juega este juego, se corre el riesgo de generar la impresión de que es todo una boludez. Por desgracia, es lo que a veces parece. Se toma un crédito importante, pero la tasa de interés también lo es. Por fortuna Farmer se disfraza de Kirchner y cancela toda la deuda de una al hacernos comprender que solo alguien como Burton podría realizar el recorrido del protagonista. (El sabor es agridulce, de todas formas. Quizás si se hubiera privado de estos chistes el relato sería superior.)
A Farmer tendría que agradecerle, pero no lo voy a hacer. Ayer tuve la mala idea de entrar a la librería de usados cercana a Puente Saavedra. Para qué. Tenían las cuatro novelas restantes de la saga del Río (la segunda en castellano; el resto ni siquiera). Si ponía la teca para llevármelas iba a pasar el resto del mes a pan y agua. Y si no me gusta sufrir, tampoco me gusta padecer estrecheces. No había mucho que pensar, evidentemente. Tiré la billetera del otro lado del mostrador y volví a casa con los libros bajo el brazo, farfullando bronca.

Matías Pailos

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