El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

31 octubre, 2009

Viejo son los trapos

El martes pasado, mientras revisaba por vigésima vez la lista veinte mil veces revisada de discos de mi MP3, me apareció un deseo ni violento ni urgente, pero que -¡la concha de mi hermana!- no se iba de escuchar un tema de Bowie.
Nada nuevo. Esto ya lo viví, al menos, veinte veces veinte mil veces.
Lo nuevo estaba en otra parte. Lo que quería escuchar no era ni “Life on Mars?” ni “Space Oddity”, ni tampoco los clásicos más o menos ocultos como “Time”, “Big Brother” o “Teenage Wildlife”. Ni siquiera el Bowie que escuchan todos de “Modern Love” o “Let’s Dance”. ¿Les suena “Bring me the Disco King”? Claro que no. Es el último tema del último disco del tipo. Y un placer culposo.
Un lugar común de la crítica insiste en afirmar que los discos de Bowie ya no son lo que eran. Otro, también, remacha que el último gran disco de Bowie fue “Scary Monsters”. Y como de 1980 ya pasó un buen rato, parece suficiente como para darlo por muerto. Como nunca me gustó que me gustaran las mierdas, no me sentía nada cómodo al reconocer, ante cada uno de los tres últimos lanzamientos de un nuevo disco de estudio del que te jedi, que el disco -¡la concha de mi hermana!- (uffff…:) me gustaba.
Pero que no era lo que era entonces, cuando, como Dylan con los ’60, como Cobain con los ’90, Bowie se adueñaba de los ’70.
Entonces volvía a escuchar el disco –una última vez antes de descartarlo, una última; una última última. Y –no hay caso- comprobaba que nada había cambiado demasiado, porque todavía me gustaba.
Algo de información. Después de esos impasables discos post-“Let’s Dance” llegaron los años en general fallidos de ponerse una vez más detrás de una banda, como cuando el “Bowie” comprado no había abolido al “Jones” de nacimiento. Después, el último intento por llegar antes que los periodistas al futuro (con, al menos, un disco bueno –“Outside”- y uno que no –“Earthling”-, pero que traía bajo el brazo un temazo porque es lo que tienen los genios). Después, la resignación.
Que es adónde quería llegar.
“hours…”, 1999. “Heathen”, 2002. “Reality”, 2003. Uno mejor que el otro y todos buenos. ¿Entonces la prensa estaba equivocada?
-Es verdad: ya no grababa cosas nunca antes escuchadas. -Pero antes tampoco. –Pero antes traficaba vanguardia al gran público. -¿Y ahora? -¿Qué gran público? Al nuevo Bowie solo lo escuchan los fanáticos. –Pensé que estábamos hablando de los discos. No de su recepción.
Chicanas. Hay algo que ya no está ahí. Una intensidad. Una fuerza natural. Unas ganas enormes. Una farsa del tamaño del Everest. Una extraña fascinación.
Los últimos cuatro discos de Dylan marcan, de acuerdo a la prensa especializada, una resurrección. El retorno del eterno. La entrada del que fuera la voz de la generación de quienes fueran voces de sus generaciones en su última gran etapa. Dylan, dice la prensa especializada, ya no hace grandes discos: hace clásicos.
Y dice bien. Ya no factura himnos folk, ya no electrifica fantasmas en los huesos de su cara, ya no vuelve al country. Ahora repasa sus influencias para agrandar su acerbo. Esta es la injusticia.
¿Por qué a Bowie no se lo juzga con la misma vara? Una respuesta rápida, de fan: porque de Bowie se espera más. Una segunda respuesta, más rápida que la anterior: porque de Bowie se espera todo. Y se hace mal.
Bowie, con esos tres discos, ya no hace cosas nunca oídas, ni siquiera cosas nunca oídas por el gran público. Lo que sí hace son clásicos. Discos que, cuando se escuchen de acá a veinte años, van a seguir pareciendo muy buenos. Discos que, incluso, aportan un matiz en una carrera que los tiene para tirar al techo. Discos que me hacen esperar, para el año que viene, otro más, el primero en siete años y una operación de corazón. En la esperanza que, esta vez, la querida prensa especializada entienda de qué va la cosa y haga lugar en las listas de los mejores de esas fechas. Para que Bob le guiñe un ojo y no le diga –porque -¡la concha de su hermana!- es muy arisco-: Bienvenido. Te estaba esperando.

Matías Pailos

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26 octubre, 2009

Polleri

Salgo del psicólogo con ganas de comerme al mundo.
No, mentira.
Salgo parado en un punto medio entre la felicidad y el relajo. En ese estado, solo se pueden tomar buenas decisiones. Todas tienen como común denominador, reproducir la situación: más relajo, más felicidad. Así uno termina entrando en “La boutique del libro”, sucursal San Isidro, y después de terminar de entrar, empieza a revolver. Como ya no me cuezo al primer hervor, busco nuevas sensaciones. Como todavía no logré llamar la atención, busco hacerlo de un modo sencillo: llegar antes que nadie a ese lugar donde solo llegó el editor. Hacer eso que se conoce como “descubrir un autor nuevo”.
“Nuevo”, dicen mis colegas los filósofos del lenguaje, es un término contexto-sensitivo. Lo que es nuevo para A (o su grupo de amigotes) no es nuevo para B (y su banda de malandrines). Pero esa editorial de cuestionable etiqueta –la señorita “HUM” y su caterva de reminicensias personales a la revista “Humi” (versión de “Humor” para quienes todavía no calzábamos pantalones largos en los ochenta), a una onomatopeya cartesiana y/o segregacionista (“hhmmm…”) y al único filósofo feliz (sumen una “e”)- y ese título que te hace preguntar si ese tipo te está cargando o es un boludo atómico: “Gran Ensayo Sobre Baudelaire”. Como siempre cabe la posibilidad de que te esté cargando…
Para muestra, nada mejor que el primer botón. Así que acometí la lectura del primer párrafo del primer capitulo del primer libro de Polleri que veía en mi vida.
Epa.
Pero no voy a dejarme engatusar por (¿qué sería?) cuarenta líneas notables. La cosa es si puede mantener este nivel cuarenta líneas más allá de las cuarenta líneas siguientes –no importa de qué línea se trate. Así que acometí la lectura de la segunda, tercera y (cuando me quise acordar) décima hoja.
Tiré la plata y salí corriendo a la estación. Cuando bajé ya había terminado la mitad del libro. Esa noche di cuenta de lo que quedaba.
Al tiempo me compré lo otro de Polleri (de nombre, Felipe) que se consigue de este lado del Río de la Plata: “La inocencia”. Con esos dos libros en el morro, les puedo decir lo siguiente:
Con Polleri se tiene la sensación de que es un autor como ningún otro, al tiempo que se lo encuentra parecido a muchos de los mejores. La literatura de Polleri puede ser vista, así, como una caja de resonancia. O como una rama de un árbol genealógico en el que Gombrowicz aparece por todas partes.
Porque en Polleri, como en Gombrowicz, hay una prosa crispada que vuelve constantemente sobre sí, que avanza impulsada por el desdén y la fascinación aristocráticas en un despliegue dialéctico de conceptos que nunca –pero nunca- renuncia a la agilidad. El tono crispado. El yo contra el mundo. Pero el tema de Polleri no es la inmadurez o la forma –los temas de Polleri no son los de Gombrowicz. Polleri, como Bruno Schultz, está atado a la humillación y la ofensa. A la caída rabiosa e inactiva, pero siempre perfecta. Para ahondarla, para hacerla absoluta, Polleri abandona los límites del verosímil y se interna rápidamente en un mundo onírico, cuya frecuentación lo emparienta con buena parte de la mejor literatura uruguaya, y recito: Levrero, Copi, Felisberto. Esa parte vernácula de una tradición que tiene como uno de sus mojones principales a Kafka. Es esa predilección por lo perfecto y absoluto que le hace concebir obras articuladas en tres partes. La primera plantea la situación. La segunda la niega y sale al mundo. La tercera niega la negación y vuelve al estado inicial. Ese del que –susurra- nunca salió. Ese del que no se puede escapar.
Polleri mete en ochenta páginas varios libros. Como los estructura en forma de cajas chinas, logra que todos sean uno. En el “Gran Ensayo…”, la segunda parte funciona como prólogo de la tercera; la primera, como glosa del resto. Esta parte, además, refiere a los modos de producción del libro, con lo cuál filtra una nueva ilusión: el libro agota lo que puede decirse de él. Esto justifica pensar que no hay ironía en el título –“Gran Ensayo Sobre Baudelaire”-, lo que la brevedad del libro niega. La –relativamente extensa- parte final es un largo monólogo que va y viene en especulaciones acerca de los últimos días de Baudelaire en Bélgica, su ciclo final de conferencias y varios tópicos alrededor de estos asuntos, que dejan claro que Baudelaire, antes que nada, es una excusa. En “La Inocencia”, la segunda parte está ocupada por un monólogo del muñeco del protagonista –ventrílocuo declarado-, negativo y contraparte –una historia personal alternativa- temida del mismo.
Como los primeros relatos de Lamborghini, los libros de Poleri dan la impresión de ser un gran poema reconfigurado. Pero los textos son claramente narrativo: pasan cosas, y en cantidad. La trama es impulsada por resortes dialécticos y conceptuales. Entra rápidamente en contextos fantásticos, y ya no abandona el terreno. El vínculo con Kafka, acá, cae de maduro. Más evidente aún es la ligazón con el primer Levrero. Porque más que fantástico, el relato es una pesadilla de la que no es claro que el narrador quiera despertar.
Más allá de los antecedentes, Polleri da la impresión de cosa nueva. Y algunos recursos distintivos –el pasaje del uso al abuso de las comas, la interpolación cada vez más arbitrario de “etcéteras”- no alcanzan para explicarla.
No sé qué impresión se llevan de Polleri por lo que escribí arriba. No tengo para ofrecerles sus libros –porque Mamá me enseñó a no prestar libros a desconocidos. Sí les puedo ofrecer, como broche, el mejor de los argumentos: Polleri mismo en palabras.

“Mamá necesitaba creer que todo el mundo era ‘bueno’, incluidos los chiquilines que me cagaban a patadas todos los días frente a sus narices, y de los que yo no me defendía porque si todo el mundo era ‘bueno’ los chiquilines que me cagaban a patadas todos los días eran buenos, perfectamente buenos como mamá, aunque me cagaran a patadas todos los días, todos eran buenos, desde los propietarios del edificio hasta los chiquilines del parque que me cagaban a patadas todos los días, y de los que no me defendía porque yo también era bueno y los niños buenos no cagan a patadas a otros chiquilines buenos, por decreto materno, que es el mejor y el más indiscutible de los decretos, por más que me cagara a patadas todos los días, me insultaran y me humillaran, etc., etc., yo le creía a mamá (hasta que llegó el glorioso día en que no le creí, en que temblando de alegría, feliz por primera vez y para siempre, descubrí mi ferocidad innata y golpe a golpe, como diría Serrat, patada a patada, fui mandando al hospital, aunque naturalmente hubiera preferido matarlo, a uno de los hijos de puta que me cagaban a patadas todos los días, es decir, antes de que Disneylandia, la Disneylandia de mamá, fuera tomada a sangre y fuego por un servidor).” (Polleri, Felipe, “La Inocencia”, Ed. Hum, Montevideo, 2008, p. 23)


Matías Pailos

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17 octubre, 2009

Otra historia económica

1)

No es que yo crea que usted considere que nosotros no estamos a su altura. De todos modos, lo que me trae por acá no son cuestiones personales. Es solo que ellos pretenden que yo lo intime a comparecer ante un tribunal compuesto por terceros sin ninguna parte en nuestro asunto. No, ellos no son ellos, claro está. Estoy hablando de mi gente. Sabe cómo son de quisquillosos con el asunto de la faena. La ley es rigurosa: ustedes recolectan/nosotros almacenamos. Mi gente teme que ellos reaccionen. Usted sabe cómo es este tema: su poder –el de ellos- reside en la vigilancia perpetua para que nadie deje de observar rigurosamente los preceptos bajo los que voluntariamente aceptamos ceñirnos -y que nos fueron libremente impuestos por nuestros mayores. Mi gente teme a las consecuencias que la alteración del orden podría acarrear. No tentemos al destino. Ya le expliqué que confío plenamente en usted, que jamás dudaría de su palabra ni pondría en cuestión sus intenciones. Pero ellos –usted lo sabe mejor que nadie- son otra cosa.
Hay que someterse a alguna ley. Usted es suficientemente viejo como para recordar los tiempos en los que no había precepto ni directiva que nos rigiera. Algo –alguien- tiene que hacerlo. Nosotros –usted, yo- no queremos –seamos honestos. Dejemos que ellos hagan lo que quieran.

2)

Fuimos amenazados.
Ninguna duda.
El viejo no responde a su tropa. Pero su tropa responde al viejo, así que no hay más que hablar.
El viejo es un agente encubierto de ellos. Vendería a todos los suyos para garantizar que nada cambie.
Ese es un dato a tener en cuenta.
Ese es un dato a capitalizar.
Nosotros no estamos dispuestos a nada ni remotamente parecido.
Tenemos el producto de la faena. Sin los suyos, no tenemos comprador.
Les recuerdo que ellos solo comercian con el viejo.
Somos menos.
De momento no hay opción. Prefiero la pobreza a la miseria.
Eso porque son demasiado jóvenes para recordar los tiempos caóticos en los que no había poder ni orden alguno que nos rigiera. Al menos el viejo lo recuerda. Hay que someterse a algún amo. Háganme caso. Es una orden.

3)

Él no sabe quién soy. No hay forma de que lo sepa. Eso me da libertad absoluta.
No me puede diferenciar del resto. No hay modo en que pueda. Yo no soy mi nombre.
Los sabe todos. Recuerda todas las caras y es capaz de asociar con ellas los nombres. Pero eso no significa que sepa quién soy, a dónde voy, por qué estoy acá.
Que me haya visto nacer no significa nada.
Que sea mi padre no significa nada.
Ni una cosa ni la otra me diferencia del resto. No veo por qué insiste en que es importante.
No soy mi familia, no soy mi pasado, no soy mi puesto en la tropa.
No vengo de ayer. Soy mañana. No hay forma en que pueda entenderlo.
Soy ellos. Soy los recolectores. Soy cualquier otra cosa menos tropa. Soy cualquier otra cosa menos él. Ya va a ver.
Ahora a levantarse. Ahora a comer y a cobrar las faenas. Ahora a seguir como siempre, sin hacerse notar.

4)

Ya hice contacto, te digo. Dijo que lo va a hacer. Dijo que no quiere nada a cambio. No. Vas a tener que confiar. No, no puedo. Ya te dije: vas a tener que confiar. No: por pocos que seamos, no se los podés decir. Menos que menos al viejo. Ya sabés cómo piensa. El resto es igual. Y si no, obedece. Ellos son la misma cosa. Si queremos salvarlos tenemos que actuar contra su voluntad. Ya te dije que no. Porque si lo sabés todo se va a arruinar. Porque no estás preparado. Porque no depende de lo que quieras. Porque acaso no quieras lo que creas querer. No hay otra salida.

5)
-Somos nuestro trabajo.
Nuestro trabajo arde bajo el gran silo en llamas.
-Somos la suma de nuestro esfuerzo.
Ahora que lo que éramos está reducido a cenizas solo nos queda reencarnar en este engranaje que gira en el vacío.
-Somos más que la suma de las partes.
Las partes sin la suma no son nada.
-Somos esto que hace que esta boca escupa órdenes a las que el resto de las partes responde.
Somos esto que todavía no tiene en claro qué hacer ahora que todo lo que creíamos ser es menos que polvo en el viento.

-Somos esto que vuelve al pueblo a que el viejo nos diga qué somos ahora que algunas de nuestras partes ardieron con nuestro trabajo y ahora son menos que polvo en el viento.
Somos esto que vuelve a la carrera sin dejar de pensar en las llamas a las que se redujeron por un instante lo que éramos, y que solo quiere que el viejo nos diga cómo hacer para que el mundo que redujo nuestro trabajo a cenizas arda con él.

6)

En estos momentos, el viejo es agua. Sea lo que fuere que realmente sea –dios detrás del dios o solo un eslabón más en la estructura de poder con la que ellos dominan a estos-, en este momento se dedica a fluir. Empujada por el viento, el agua salada se convierte en maremoto. El viejo, en estos momentos, ordena a la tropa iracunda que jamás le desobedecería pero que solo concibe la venganza como acción inmediata, lo único que permitiría que la tropa no entre en cortocircuito y estalle llevándose puesto al propio viejo en la eclosión. Rompan todo, dice el viejo.
Los caminos de la frontera norte confluyen en lo que era el poblado más grande de recolectores. La tropa se tomó su tiempo para violar y torturar a todos. Solo mataba si era estrictamente necesario. Cuando buena parte de las pulsiones de violencia secundarias estuvieron saciadas, cortaron las cabezas de todos los prisioneros.
No se fueron hasta tener también las de quienes no alcanzaron a ser tomados vivos -los suicidas, los rebeldes. Después, quemaron las chozas.
Esperaron un día. Cuando la última llama se extinguió, arrojaron todas las cabezas en el centro del descampado.
Se tomaron otro día.
Cuando despuntaba el alba, un montículo más alto que el árbol más alto hecho de cabezas sin cuerpo sustituía al descampado.

7)

Sí. Pero antes tenemos que sacárnoslo de encima.

8)

Ustedes me eligieron para que los guíe. Ahora soy su viejo.
Ellos demostraron que no tienen piedad y que no tienen problemas en eliminarnos, por más que no quede nadie para recolectar.
Nosotros vamos a hacer lo mismo.

9)

Todo tiene un límite. El ímpetu, por ejemplo. Su límite –por ejemplo-, puede ser una pila de cabezas cortadas de seres queridos.
Todo tiene un límite. El límite del límite del ímpetu, por ejemplo. Su límite –por ejemplo- puede ser la furia desatada tras el llanto.

10)

Ellos corren, y yo, como mera parte de un todo que me es ajeno, corro también. Yo soy los otros que nos corren, pero corro como si no fuera yo. Las otras partes del todo caen a mi lado para no levantarse. Estoy tentado a detenerme, a gritar quién soy, a seguir haciendo caer a partes de un todo con las que conviví lunas y lunas. Pero mis piernas no me lo permiten. Mi miedo no me lo permite. Sigo corriendo.
Al final quedamos algunas pocas partes. Ya yo no nos persigue. En las partes que me acompañan, el miedo empieza a ceder paso a un hambre vieja.

11)

Ahora come, duerme y recobra energías. La tropa empieza a sublevarse. Él come, duerme y recobra energías. Nadie vigila nada. Come, duerme; recobra energías. Espera. La noche es un buen momento para actuar.

12)

Él es otro. Uno con la apariencia de viejo.
Pero no es viejo. Él es él.
El disfraz –y la noche de una oscuridad y una cerrazón que no nos es imaginable- le permiten sortear tiendas y hogueras hasta llegar a la del viejo.
Está a punto de hacer realidad el deseo más fuerte de una tribu que, por más que quiera, no es la propia. Está a punto de partir la historia en dos. Está a punto de cambiar el mundo.
Entra a la tienda.
Vacía. Antes de entrar. Ahora, en la tienda, solo está él. Y su apariencia de viejo.
Mala suerte.
Justo cuando la tropa parece haber resuelto sus contradicciones y decidido que no le basta con vengar la ofensa en sangre recolectora.
La tienda arde. Intenta salir. Una lanza le atraviesa el brazo. Cae. La tienda cae sobre él. Las lanzas caen sobre la tienda.

13)

Antes de abandonar el campamento, queman todo. No esperan la extinción del fuego; les basta con que no quede nada en pie.
El nuevo viejo se para sobre un montículo y grita algunas palabras. La tropa responde con otros gritos. El nuevo viejo agita los brazos y de repente se queda quieto. Callado. Con los ojos abiertos. Con los brazos abiertos. La tropa se calla. La tropa se detiene. Abren los ojos. Apenas. Apenas. Ahora dejan de respirar.
Otro grito.
Comienza la estampida.
El antiguo campamento está desierto. Solo el fuego que se apaga. Solo el rumor de la noche y el estruendo que se aleja. Apenas una sombra fugaz que se oculta.

14)

Nada. Nadie.
La batalla perfecta. La lucha definitiva.
Es difícil determinar quién fue el último en morir, o a qué tribu pertenecía. Los cadáveres, sin embargo, no escaparon a los límites del descampado.
No hay cuerpos aislados. Se amontonan en pilas de hasta siete, pero la mayoría eran de tres o cuatro. Cualquiera tocaba por algún lado a algún otro.
El montículo, sin embargo, permaneció firme. Alguna cabeza menos acá y allá. Nada que le hiciera perder estabilidad.
Piso cadáveres. Me acerco. No tengo necesidad de estudiarlo. Subo. Sigo pisando cadáveres.
Llego a la cima. El trono está hecho de cráneos más lisos que el resto, tal como pedí.
Sale el sol. Casi no hay viento. Solo me queda esperar.
Un murmullo. Pasos que se acercan.
Matías Pailos

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13 octubre, 2009

Strafacce Reloaded

Hay que tomar medidas en el Varela Varelita. La medida del Fernet, por ejemplo. Me acuerdo de la expresión azorada de Sergio Chefjec en uno de estos eventos mientras veía el flujo ininterrumpido de líquido negro que no cesaba de llenar su vaso largo. _¿Che, acá preparan el Fernet muy fuerte, no? La generosidad medida en dosis etílicas es moneda corriente en este bar. También los hallazgos lingüísticos. Ya todos sabemos que podemos pedir un Pepe Bianco y que al invocar al autor de Sombras suele vestir seremos servidos con whisky doble importado. Ahora Ricardo Strafacce, auténtica usina semántica del Varela, esta cultivando el Agua Atómica: una portentosa dosis de Fernet con un asomo de Schweppes tónica. En este bar el significante se desplaza tan rápido como los mozos que atienden las mesas.

(Fragmento del texto leído en la presentación de La transformación de Rosendo, de Ricardo Strafacce. El texto completo acá)

08 octubre, 2009

En la ciudad de la puntá





—No te olvides de atrasar una hora el reloj, -me advirtió el tipo que me vendió el pasaje del ómnibus- mirá que si te perdés el micro no se aceptan reclamos. Ahá, dije yo, y después pensé un poco y repuse ¿Pero si todavía no se corrió la hora? No importa, me dijo, en San Luis siempre hay una hora menos que en el resto del país. Bienvenidos a la República Separatista de San Luis.
—No es que estemos una hora atrasados, es que estamos 364 días y 23 horas adelantados, me dice un puntano risueño. Estamos compartiendo el fresco de la plaza principal de la ciudad. Es mediodía y el sol cae a plomo. Salvo por un casino de maquinitas electrónicas que ofrece en su fachada un simulacro berreta de Nueva York (Estatua de la Libertad, Cab amarillo y escaleras zigzag tipo SOHO incluídas) la ciudad parece detenida en el tiempo: casas bajas, 5 cuadras de centro (2 de peatonal) un silencio de muerte a la siesta y el aroma a prosperidad de pago chico. ¿Dónde están las productoras cinematográficas crecidas a la sombra de San Luis Cine? ¿Dónde los edificios de las grandes multinacionales del software atraídas por los cantos de sirena y las exenciones impositivas de San Luis Digital?
—Acá no pasa nada, tenés que ir a La Ciudad de la Punta, me sopla el mozo del comedor universitario mientras degusto el menú de entrada plato y fruta por $4,25. Ciudad de la Punta, Ciudad de la Punta, imagino un vasto paraje a cientos de kilómetros.
—No, está acá nomás, a 20kilómetros, será media hora de micro nomás, corrige el camarero.
San Luis es un país de autopistas: asfálticas y digitales. Yendo a La Punta, un ejército de hombrecitos de pechera verde fluo al costado de la ruta escruta el camino en procura de cualquier residuo, al que recogen como si fuera un tesoro, después me dirán que son beneficiarios de la versión Puntana de los planes trabajar ($600 por mes). A nadie le extrañe que unos kilómetros adelante vaya otra cuadrilla tirando papelitos. San Luis se propone como un lugar para ser contemplado desde la ventanilla de un vehículo: antes de entrar a la capital la ruta exhibe a ambos lados reproducciones de arte abstracto de gusto por lo menos dudoso (¿Acaso obra del ex –gobernador Alberto Rodríguez Saa, reconocido pintor?), unos carteles menos floridos a la vera del camino nos cuentan que en San Luis hay “Wi-fi y cyber para todos”. Interneterías: abstenerse.

Lo primero que se ve cuando llegás a la punta es La Punta, el cartel con tipografía de boliche de costa atlántica que señala el comienzo de la ciudad, después ruta y más ruta –nada de gente- y al rato unas casas de paredes color sambayón y techos colorados, todas iguales unaladodelaotra. Ese es el primer barrio. Más vacío y el segundo barrio y al fondo las quince mil localidades del estadio Juan Gilberto Funes que inauguraron Messi y Ronaldinho. Pero tengo sólo una hora, a las ocho (¿o eran las siete?) parte el micro de regreso. Así que opto por hacerle una visita a los estudios cinematográficos.
—¿Ya llegamos a San Luis Cine?
—No.
—¿Ya llegamos a San Luis Cine?
—No.
—¿Ya Llegamos a San Luis Cine?
—No.
En eso estamos. A mi izquierda, el murallón de las sierras, a la derecha, en declive, los tanques de agua color terroso de algún otro barrio. A la nada misma le tendieron una avenida
—¡San Luis Cine! Anuncia el chofer.
Me bajo del bondi.
No hay nada.
Salvo un cartel.
Me aproximo.
El cartel me cuenta que dentro de un año y trece millones ochocientos cincuenta y cuatro mil seiscientos cinco pesos con cuarenta y cuatro centavos tendremos en medio de este páramo una réplica perfecta del cabildo porteño y la pirámide de mayo. Tal vez el futuro también nos depare un London Bridge o una Eiffel Tower, si La Punta no encuentra su propio atractivo bien podrá importar los que le plazca y de paso habrá locación para los exteriores de las películas patrocinadas por SLC, que se supone que está por ahí ¿Pero donde? Camino entre pastos que me superan en altura hasta divisar la imponente estructura del Hollywood puntano, no hay guardias en la casilla del portón de ingreso, así que me mando. Apenas entro al edificio me encuentro a una chica tomando mate y un muchacho que mata las horas visitando páginas de facebook. “Bienvenido a San Luis Cine”. María Eugenia parece contenta con mi imprevista visita. De inmediato se ofrece a hacerme un tour por el lugar —Acá es maquillaje, estos son los camerinos, ahí es vestuario y este es el estudio de 1800 metros cuadrados y ocho metros de altura, con paneles móviles para luces y totalmente isonorizado”. Es cierto, dentro del edificio reina un silencio absoluto, lo mismo que afuera salvo por el zumbido del viento que baja de los cerros. Maria Eugenia está contenta, vive en la ciudad desde el 2003, el año de su fundación, tiene el privilegio de ser una de las pocas pioneras del siglo veintiuno, y comenta con indisimulable orgullo los progresos de la ciudad: “ya tenemos intendente y están construyendo la primera estación de servicio”. Le digo a mi guía turística que debe haber sido una decisión importante en su vida el haberse venido a vivir a una ciudad completamente nueva, hecha desde la nada.
—No, tampoco es que nos dieron a elegir. Nosotros nos anotamos en el plan de vivienda y después nos dijeron que nos teníamos que venir todos para acá.
Después Eugenia me cuenta que por el momento el estudio está inactivo, pero la inminencia del bicentenario y los créditos blandos de la gobernación prometen un febril desfile de próceres para los próximos meses. Como si ya lo supiera, al pasar y asomarme en el taller de vestuario una señora me sonríe sin dejar de coser un traje de época.
Dejo atrás los jardines de SLC y las plaquetas de artistas como Juan Acosta, Nito Artaza, Esther Goris (novia de Alberto) y Claudia Albertario “En apoyo a la obra cultural del Gobierno de San Luis” y cruzo la calle y doy con un parque de esculturas abstractas. ¿No será redundante poner esculturas en una ciudad que parece una gigantesca intervención artística sobre el paisaje serrano? ¿Serán las esculturas de Alberto? Parece que el ex–gobernador es amigo de Fabio Zerpa y dicen los rumores que cree en la existencia de un planeta llamado Xilium. Así al menos titula a todas sus obras: “Xilium 1”, “Xilium2”, “Principios de la primavera en Xilium en el año 4027”. Un cartel promete el observatorio astronómico y el centro de servicios tecnológicos. ¿No será esta ciudad La Punta del arribo de una nueva civilización a nuestro planeta? El símbolo de la ciudad, estampado aquí y allá muestra una especie de pata de rana con seis dedos ¿O será la pisada de un Xillita?
Al final utilizo el escaso tiempo que me queda para visitar la Universidad de la Punta: un impresionante complejo de edificios Hi-Tec en medio de la nada. Entro en uno, el hall central anuncia las empresas que allí se dan cede: Mercado Libre, Unitech y Coradir, entre otras. Oficinas de puertas abiertas dejan ver a los programadores ensimismados en sus computadoras, se puede oír el leve zumbido de colmena de las mentes concentradas en el desarrollo digital. El edificio está tan limpio que parece aséptico. Recorro el pasillo de la nave central, iluminado por la luz natural que deja filtrar la estructura de vidrio y acero y me lleno mi botellita con agua helada en uno de los dispensers al servicio de los alumnos-pasantes. ¿En qué se convertirá La Ciudad de la Punta? ¿En Holliwood en castellano? ¿En un Silicon Valley criollo? ¿O en otro experimento abandonado de la Argentina como ruina de una civilización que nunca fue?


Ya de salida, mis últimas impresiones de la ciudad me llegan desde arriba del micro: todo es grande y vacío, de Brasilia para acá sabemos que el urbanismo sueña pesadillas. Se sucenden las plazas de cemento retrofuturistas y los barrios de casas iguales que, con el fondo de las sierras parecen los domos de los primeros colonos de Marte para unas nuevas crónicas marcianas. Pero no es Fobos la luna blancaredonda que asoma sobre la serranía. El bondi transita la avenida principal, que, con la ciudad a su izquierda, marca el límite de La Punta. A la derecha, en tierra de nadie, unos edificios de ladrillo hueco y paredes sin rebocar ofrecen cambio de neumáticos y lubricentro, una guardería, un gimnasio y, un poco más allá, con el cartel de neón que dice Coco recién encendido, el primer puticlub de Ciudad de la Punta: la presencia humana no está tardando en llegar.

Ariel Idez

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04 octubre, 2009

Patria chica

Conviene que esta nota sobre Vicente López comience con una descripción de Pocitos. No soy uruguayo, apenas conozco Montevideo y no recuerdo haber estado en Pocitos. Esto me pone en pie de igualdad con Polleri, el autor de la descripción de Pocitos, que no es argentino, no conoce Buenos Aires y no tiene idea de que “Vicente López” pueda nombrar algo. Pero dijo –sobre Pocitos, no sobre Vicente López- que “nuestro barrio no era una barrio, sino un barrio residencial, es decir, lo opuesto a un barrio, lo totalmente opuesto a un barrio”.

Vicente López está lleno de milicos, altos mandos policiales, políticos de dudosa calaña y nazis. Recuerdo que en la otra punta del piso 12 en el que vivía de chico, había una geróntica pareja perpetuamente sonriente que jamás me dirigía la palabra –con lo que se ganaron eternamente mi corazón: no me hablen. Si bien conmigo amarrocaban partículas lingüísticas, las dispensaban generosamente a su hijo, un boludón de más de cuarenta con bigote policial de rigor, que vuelta a vuelta caía por el edificio para comprobar que no hubiera que encarar ningún trámite fúnebre de apuro. Las palabras elegidas eran alemanas, lo sé. Y ellos eran nazis. Todos los alemanes son nazis.

Vicente López no es la gente que lo habita. Vicente López es todo el resto. Las calles despojadas de circulación automotriz, las veredas despojadas de circulación peatonal, los chalets. La profusión de árboles, arbolitos, arbustos. Los soretes de perro. Los puestos de vigilancia por esquina (que son un martirio personal. No les hablo, no los miro, no existen. No porque me caigan mal –aunque poco sí, pero supongo que ellos preferirían hacer otra cosa que estar 12 horas por días 7 días por semanas orbitando alrededor de un cubículo unipersonal-: es que no me gusta hablar con la gente. Saludar es hablar. Saludar es salir de mi mambo para atender, mínimamente, al orden del mundo. No veo por qué debería. Sumen un poco de timidez, otro poco de vergüenza, y ya estarán completamente fuera del tema de esta nota.)

Los pájaros están en todos lados, como los perros de Pulp. Pájaros de todo tipo, con todo tipo de canto, entonado a toda hora. Mañana, tarde y noche con cantos aviares de todo tipo, entonados a lo largo de todo el espectro sonoro. Vicente López es el campo, más un poco de cemento.

Los límites de Vicente López son claros. La frontera sureste es la General Paz que nos separa de Nuñez, que es casi tan inhumano como VL. La avenida Maipú lo separa de Florida (que es el modo concheto de ser un barrio) y al noreste, la indefinidamente extensible masa acuosa del Río de la Plata. Esto es lo mejor de Vicente López. Corre el rumor de que, oficialmente, VL termina en Yrigoyen, es decir: cinco cuadras antes de la Quinta Presidencial. Pero esos límites institucionales no le importan a nadie –ni a las inmobiliarias. Para todo fin práctico, Vicente López, con sus cuatro o cinco diagonales, más alguna calle chanfleada, termina en la Quinta.

Algunos orgullos locales: el Nacional Vicente López, cuna de siete estudiantes desaparecidos (entre ellos, el hijo de Fernandez Meijide), de Richard Coleman, Diego Frenkel, los Calamaro Bros y Matías Martin. Otro: el monumento al archirecto Amancio Williams, también conocido como las “colas de ballena”. Ahí donde tuve a bien ser corrido por un puñado de hinchas de Excursionistas un año atrás.

De mis treinta y dos años de vida, pasé treinta y dos en Vicente López. Todo indica que también voy a pasar treinta y tres. Pero no más. Ya fue suficiente. Ya estoy grandecito y ya es hora de dejar el terruño. Ya es hora de no confiar en que alguien haga las compras, cocine y lave. Ya es hora de dejar de ser un nene de mamá.

Pero me está costando, vea.

Matías Pailos

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