El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

22 diciembre, 2007

Buenos Aires, Argentina, humedad

En medio de la noche, con la cara impávida surcada por vientos huracanados, un hombre enarbola una guitarra al cielo. Un segundo después la guitarra barre el piso solitario, sus dos mitades débilmente unidas por cuerdas que tiemblan y ya no suenan. No hay más alegría. La secuencia se repite, se loopea, se degrada. Las energías no son las iniciales, nunca más lo serán. Pero la guitarra tampoco. Las cuerdas ceden. La guitarra ya no es más guitarra sino partes de guitarra y cochambre. El ataque fue anticlimático, intempestivo. Vuelve a su sitio y abre la boca. “En Paraguay estuve una hora tratando de romper una guitarra y no pude”.
La cito temprano porque no quiero llegar tarde y porque presumo que va a ser todo un quilombo pero no: entramos rapidísimo. La atosigo con consejos sobre como comportarse en caso de estampida y malón. Vero me mira con ternura, con cara de este se cree que tengo doce años. Tiene razón, así que dejo de insistir después de insistir un rato largo. En el camino nos bajamos un litro y medio de agua: litro y cuarto yo, un cuarto ella, así que antes del comienzo del recital voy como cuatro veces al baño. Peter Capusotto ameniza la espera con Roberto Quenedi, Pomelo y amigos.
Gracias totales, Ceratti. He ahí un hombre a envidiar. Claro, claro: guita, mujeres, drogas, prestigio, talento, gran voz, gran guitarrista, tremendo letrista (ya hablaré). Pero quería, aquí y ahora, envidiarlo por otra notable condición suya: es un tipo juguetón. Estar parado frente a 65 mil personas te permite lucirte o hacer el ridículo: pero exhibirte. Hay una platea cautiva: aprovechémosla. El rocker qua performer es obviamente histriónico y claramente actoral. Ceratti juega a ser un vaquero, una puta elegante, un tipo duro y un tierno sentimental. Ceratti juega a ser estrella de rock. Ceratti juega a ser Pete Townshend y Jimi Hendrix, así que corta “Sueles dejarme solo” (esa que dice “nena: nunca voy a ser un superhombre”) y destroza su felicidad con su guitarra y está en Woodstock y rompe su guitarra primero como Townshend (con violencia y odio), después como Hendrix (con sensualidad y comunión mística) y como Ceratti: la estrella pop, el ídolo posmoderno que siempre fue. Al confesar que estuvo practicando muestra (bien explícitamente) que eso no es original, que no es auténtico, que es artificial. O, si lo prefieren: que está jugando, bien en serio, a ser lo que a todos nos gustaría ser. Que a él le sale mejor, porque tiene plata y todo el genio musical del rock en sus dedos y su garganta y su cabeza. Así se enrola en una larga tradición de apropiadores y farsantes, con Bowie a la cabeza, para quienes nada del mundo de la música (nada del mundo) les es ajeno.
Al principio fue “Juegos de seducción”. Enseguida, una avalancha de lados-B (Imágenes Retro, Texturas), que por más que sean grandes temas tiran pabajo el show. Como comprenderemos más tarde, esto hace al crescendo. Me mantengo con Vero al medio y a la izquierda del campo. La tengo advertida: en cualquier momento me las pico. Ella tantea la posibilidad de seguirme, pero por cómo su flacura resiste los escasos golpes, mejor que no. Parece, según me contó después, que en algún momento me tragó la multitud. Eso pasó.
Hay momentos de enorme felicidad musical, momentos de gran belleza. (Para nosotros, dijo el Indio, belleza y felicidad son dos nombres de la misma cosa.) Curiosamente (o no, ahora que lo pienso bien), buena parte de ellos viene de la mano (y, también, de los pulmones) de la trompeta en sordina de Gillespie Rodríguez. “Fue” (“he llegado hasta el fin, con los brazos cansados”), el wua-wua más lento de la historia, y “Signos” (cada día más lindo), entre una nube violeta movida al ritmo del wua-wua. Pero el mejor tema de la noche fue esa preciosura que es “Terapia de amor intensiva” (y la obstinación del sujeto de enunciación: “si algo está enfermo, está con vida”).
Van y vuelven, van y vuelven y ya estoy hecho a los golpes. Hay un par de pungas, o al menos eso creo. Me paranoiqueo y meto la mano en el bolsillo con la guita. Adolescentes en efervescencia repasan cosas sabidas y se preguntan cosas sabidas (“¿saldrán de nuevo?”). También los envidio y espero a que vuelvan a volver por última vez. Último tema: Nada personal. (¿Hay que leer entre líneas? No, es ir demasiado lejos.) Estoy agotado. Me reencuentro con Vero, que también está agotada, frente al celular gigante desinflado. Nos sentimos los judíos expulsados de Egipto caminando kilómetros y kilómetros, pero al final del camino nos espera la Tierra Prometida: La Farola; pizza y cerveza.
Hay momentos de exaltación: las cabezas subiendo y bajando al ritmo de esa que dice “ella durmió al calor de las masas y yo desperté queriendo soñarla” y uno sentía el colchón de vapor entre los propios pies y el la tierra a la que pisábamos sin el suelo a cinco metros del escenario, salto y meto presión y voy para adelante y giro y voy de tromba contra las espaldas inexpertas que me abren paso, y en eso la avalancha de la derecha se cruza con la avalancha de la izquierda y mis 74 kilos pasan de metro setenta a metro ochenta de lo estirado que quedo y aguanto y resisto y me pisan y un codo en la cervical y otro en el baso y ahora estoy volando: aprieto los brazos contra mi pecho y vuelo dos metros y no caigo, pero ahora sí y me levanto y nada más queda. Soy feliz.

Matías Pailos

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19 diciembre, 2007

Culpas, responsabilidades, deberes y conveniencias

Los expedientes (los mecanismos) por los cuáles hechos e ideas, que también son hechos, convocan nuestra atención e interés –si son afortunados- son diversos y numerosos; son, además, bien conocidos: la intensidad, el contraste, la belleza y la fealdad son algunos de ellos. También la insistencia. Cuando Yoda, en su lecho de muerte, dice a Luke: debés confrontar con Darth Vader, comprendí que lo mejor era ceder y dejar hablar a lo que capta y somete mi atención y, verbigracia: mi interés.
Hace poco (muy poco) vi en días consecutivos dos películas que, en buena medida, hablan de lo mismo. La japonesa, “Crímenes oscuros”, a pesar de su carácter oblicuamente alegórico y los tonos fantásticos de su trama, es más explícita y directa. Todos allí deben responder por pecados, culpas, faltas y crímenes, los hayan cometido o no. La responsabilidad es general, y el castigo, inevitable. La americana, “Desapareció una noche”, es mejor. Sí, es la dirigida por Ben Affleck. Sí, es la actuada por esa nueva promesa de la actuación americana que es Casey Aflleck, que lo único que hace es descoserla y dejarla así de chiquitita. “Mi sacerdote decía que la culpa es Dios diciéndote que algo hiciste mal”, dice el personaje de Affleck, Aflleck mismo (nunca puede diferenciar al actor del personaje. No cuando veo la película. No cuando hablo de ella). Sí: la culpa. Pero esta es también una historia acerca de la inocencia, y el inocente es el detective, un tipo rudo, pero no tanto, un pibe de barrio con todos los códigos, salvo cuando los códigos dictan hacer lo que está mal, lo que no conviene, lo que no se debe. Es una historia de inocencia, y el inocente no se equivoca nunca. “Sean astutos como serpientes e inocentes como palomas”. Cita bíblica que explica, señala y guía el comportamiento de Affleck a lo largo de la película y muestra el tema principal de la película: cómo actuar. Cómo se debe actuar o cómo conviene actuar, formulaciones que en un tiempo creí que eran acerca de lo mismo. Cada vez más prefiero verlas como dos muy parecidos competidores en una justa deportiva. Qué hacer cuando las papas queman, cuando queman en un sentido dramáticamente interesante: no cuando lo único que uno puede hacer es pelear por sobrevivir, sino cuando el abanico de posibilidades es mucho más amplio. Los senderos son infinitos y solo uno es el correcto. Así que las posibilidades de perdición también son infinitas, y la película es entonces un film bíblico, en el que las tentaciones se acumulan, se complejizan, se hacen más insidiosas. ¿Qué gana? Poco. Una conciencia tranquila. A cambio pierde todo lo demás.
Cuando era chico pensaba que la culpa no existía. Pensaba que era todo miedo y mala fe, que la culpa no era más que una forma sofisticada de miedo encubierta por la mala fe de no querer reconoce que tras ella solo había miedo y, acaso, interés. Tenía doce y veía película de Woody Allen tras películas de Woody Allen y seguía pensando que mentía, que se engañaba. El que se engañaba y el estúpido, claro, era yo, como descubriría más tarde que temprano. En “Crímenes y pecados”, una película más interesante de lo que creía, plantea otra vía. Ahí el protagonista mata a su amante y, contrariamente a lo que temía, vive sin remordimientos. Es una exageración, claro, pero sugiere que la respuesta no es tan clara. Acaso sea cuestión de saber cuál es el punto en que uno saca mayor rédito, cuánta mierda puede soportar a cambio de cuántas porciones de paraíso. Lo importante, como siempre, está en lo cuantitativo –lo cualitativo es pura simplificación maniquea e inmadura. Para que nos quede claro (sean generosos, déjenme construir esta rima fácil) basta con volver la vista unos pocos años atrás y recordar el final de “Match Point”. Un protagonista y un nuevo crimen. Con el crimen, se queda con todo. Con lo que más quiere. ¿Sacrificios? El amor, apenas. Y algunos fantasmas que se niegan a retirarse. Pero acaso porque uno raramente se arrepiente de lo que hace (acaso sea este otro mecanismo adaptativo, seguro, qué duda cabe), ante la requisitoria de uno de los fantasmas, el protagonista, el actor, es claro: sí, lo volvería a hacer.

Matías Pailos

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16 diciembre, 2007

Análisis

Llegué por la razón equivocada. Llegué movido por una excusa razonable, por una circunstancia atendible: me daba pánico hablar en público. ¿Cómo coño iba a defender mi tesis? Sin defensa no hay título, sin título no hay beca, sin beca hay que ponerse a trabajar de otra cosa que leer y escribir. ¿Quién quiere trabajar de otra cosa que leer y escribir? Multitudes que no me cuentan entre sus integrantes.
Era verdad que me asustaba hablar en público, más específicamente frente a un auditorio conformado por algunas figuras que revestían carácter de autoridad (para mí, en su momento). Era (es) falso que ese hubiera sido mi problema principal, la tara que quería dejar atrás y que me empujó, primero a la silla, mucho, mucho tiempo (meses) más tarde al diván. Pero la excusa era buena. No solo por verdadera, no solo por razonable, sino porque (en definitiva) me empujó a donde debía estar, a adoptar el mecanismo que más eficientemente cumpliría la tarea de dejarme hacer lo que quería, de ser el que quería ser.
Lo primero fue la pelea. El debate. La discusión. Permanente. Llegaba, me sentaba, comenzaba a hablar y ella, mi psicóloga, a intervenir, a preguntar, a cuestionar, y eso bastaba para sumirme en intervenciones y preguntas y cuestionamientos de mí hacia ella, hacia su análisis y hacia el psicoanálisis en general. Recuerdo, en particular, estar enojado con eso de que uno quería y creía algo que, concientemente, no quería. Creencias y deseos que contradecían o chocaban con creencias y deseos asumidos conscientemente. ¿Cómo puede haber deseos y creencias inconscientes? Puede haber impulsos inconscientes y respuestas condicionadas inconscientes, pero, ¿creencias y deseos? ¿Actitudes proposicionales inconscientes? El filósofo analítico que para esa altura irremisiblemente ya era (con cierta fijación por Davidson, verbigracia) no admitía ese tipo de discursos. No obstante (y esta es la clave de mi tortuoso comportamiento en terapia) creía a pie juntillas en la eficacia del tratamiento. Ella tenía razón: no yo. Y así lo creía. Solo restaba convencerme, y para hacerlo sus sentencias tenían que pasar por el tamiz de mis críticas y observaciones.
No mucho. Dos o tres veces, digamos. Siempre dudé de las virtudes del psicoanálisis como teoría. Como terapia, en cambio, me merecía una opinión muy diferente.
Funcionaba. No sé si siempre lo hizo. Sí lo hacía al momento que yo comencé a asistir, cosa de cinco años atrás (comienzos del 2003). Lo veía en amigos y conocidos que modificaban su comportamiento y sus hábitos, que comenzaban a aparecer más sueltos, más liberados, más satisfechos. Más felices (“¿por qué no?”. Bueno: todavía le tengo un poco de miedo a la palabra –y esto, una vez más, es culpa de la terapia).
Tenía mis prevenciones. Ella (mi analista) se pronunció como ‘lacaniana heterodoxa’. “Vos me cortás la sesión a los cinco minutos y no me ves más”, amenacé. Supongo que la sonrisa significó aquiescencia. La clave, no obstante, está en la heterodoxia. Ella no es una lumbrera ni una avezada especialista. Sí tiene sentido común, sí demuestra preocupación e interés, en el acotado margen temporal de cuarenta minutos –y no necesito más.
La tarea, siempre eficaz, es que comprendamos esa retahíla de clisés que dan vergüenza (nos da vergüenza a nosotros, los comedores de libros) con (para emplear uno de esos clisés) el corazón, y no meramente que hagamos circular a las palabras que la enuncian por nuestra cabeza. Cosas como “vos podés”, “vos valés”, “relajá”, “no le des pelota”, “qué te importa lo que digan” deberían ser el pan nuestro de cada día, algo en lo que no tendríamos que reparar. Si lo hacemos (y mejor que cada tanto lo hagamos) es porque el auto se descompuso y nos dejó de a pie. Esas cosas suelen saltar a la vista solo cuando se hacen mierda.
De cinco años a esta parte cambié como tres veces de piel, siempre en el sentido correcto, siempre apuntando a la felicidad. En buena medida (aunque la porción mayoritaria del paquete accionario me pertenezca) se lo debo a ella.
Ya sé que todo tiene su límite y ya sé que todo en su justa medida. Conviene también tener presente algo como lo que yo tengo rebotando en mi cabeza cada tanto, una breve pieza dialógica que sostuve algunos meses atrás con un amigo, quien abrió juego. “No te ves bien”. “No estoy bien”. “Tendrías que ir a un analista”. “Estoy yendo”. “Entonces tenés que dejar de ir”.

Matías Pailos

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11 diciembre, 2007

Así en la vida como…

Ayer un domingo fatal . Almuerzo opíparo en casa de mis suegros (matambre de entrada, 3, 4 porciones de lasaña (¿quién las cuenta?) flan con crema) regado con vino blanco y brindis con champagne. El exceso de comida, el alcohol, el calor. Algo me afectó. Me fui a dormir al sillón del living y resultó peor. Me desperté todo traspirado, la ropa pegada al cuerpo. Me sentía pesado, el cuerpo transido por miles de años de existencia. Compromisos familiares. Salimos de Flores rumbo al departamento. Caminar 5 cuadras al sol rengueando por el dedo mocho del pie izquierdo. Saltando en una pata para poder agarrar el 63. Renguear de vuelta por Sánchez hasta Cervantes con Papá y Mamá en la esquina oteando el horizonte de Paternal. Y sí, indefectiblemente, elogios y loas a la remodelada cocina. Óptimas reformas. Vagaba por el vacío de mi nueva casa. Me dolía la cabeza. Quería acostarme y dormir en lo oscuro. Me sentaba en el piso y lo descubría lleno de polvo. El calor. La ropa pegada. Mañana se espera el arribo de los pintores. Descubro un entretenimiento. Una forma de pasar el tiempo. Empiezo a despegar el empapelado de las paredes. Tomo el pliego de las puntas sueltas junto al zócalo y tiro. El papel se desprende con increíble docilidad. Al otro día pelo un durazno muy maduro con los dedos y al retirar la retícula de la fruta recobro esa escena de ayer como extraída de un sueño: desprendo las muescas de papel con el filo de las uñas, tiro aferrándome de los extremos con ambas manos y me deslizo hacia atrás a medida que el decorado cede en una tira rectangular perfecta y queda tenso, asido a una última esperanza contra el yeso de las molduras del techo. Entonces le aplico un tirón y el papel cae muellemente como una serpentina gigante, como una inútil columna de tela.
Del departamento nos acercan a Coto. Es el día sí o sí de comprar el calefón con el 15% de descuento. Veo reproducida en 20 pantallas distintas la derrota de Independiente ante Arsenal. El calefón tiene capacidad para 14 litros. Válvula de seguridad para escape de gas. Me estalla la cabeza. Cruzo Gaona con el Calefón en brazos como un bebé hipertrofiado con pañales de telgopor y lo deposito en el asiento delantero de un taxi. De vuelta al nuevo departamento: el eterno retorno. Momé propone ir al cine ya mismo. Dan una película rumana sobre el aborto que obtuvo excelentes críticas. Sólo me anima la posibilidad de ver innumerables Dacias circulando por las calles de Bucarest. Señalo la ventaja de hacer una escala técnica en casa para tomar un mate. Intento leer el suplemento cultural en el patio pero la luz declina y las líneas tienden a mezclarse y desaparecer. Entro y le pido a Momé que prepare ese mate. En cuanto se levanta me arrojo sobre el puf que ella ocupaba. Me quedo dormido con el cuello dislocado hacia arriba, la boca abierta como un borracho. Me siento dormir abatido, sin poder hacer nada al respecto. Despierto con la espalda adherida al cuero negro por una película de sudor caliente y espeso. La cabeza me explota. Al ver a Momé cobro real conciencia del tiempo transcurrido en ese abismo denso del sueño. Ella tiene puesto el camisón y la toalla a modo de turbante sobre la cabeza. Ha cambiado las bombitas defectuosas de la pieza y el baño y ha puesto orden en toda la casa. Como 3 empanadas y mientras mastico me pregunto si habré de digerirlas o lanzarlas diez minutos más tarde hechas un pasta informe de masa, relleno y jugos gástricos. En mi cabeza se ha desatado la 3ra Guerra Mundial. Me tomo un ibuprofeno 600, recuerdo de las alturas de La Paz, Bolivia. Me pego una ducha fría. Me meto en la cama.
Me duermo de inmediato.
Otra vez el agujero negro.

Esta mañana supe que había sobrevivido. Un día más, un día menos. Llovía a cántaros, el viento ululaba. Miré el reloj: eran las siete y cuarto. Me incorporé y permanecí sentado en la cama, la colcha cubriéndome las piernas. Cavilé si despertarme o no. Ya había dormido suficiente. No demasiado. Me dejé caer hacia atrás, hacia el agujero negro. Seguía lloviendo. Abandoné la cama a las nueve y media. Momé dormía acurrucada sobre su lado. Era el día de la Asunción de Cristina, Santo Feriado. Fui a la cocina, me preparé el desayuno y lo tomé leyendo el suplemento cultural de ayer. Decidí plegarme al asueto aunque entrara a trabajar a las 14. Ya no llovía. El temporal había lavado la mañana y el aire frío tenía ese regusto a vida nueva, la ficción de una existencia a estrenar. Prendí la computadora y guglié a Fabián Casas para buscar sus poemas en la web. Creo que leí todo El Salmón. Poemas cortos, llenos de profanas iluminaciones cotidianas. El tipo que atisba la muerte cuando se le cierra la puerta al salir al palier para sacar la basura. El beso con la mujer amada a través del plástico de una cortina de baño, de los mejores. Me sentí bien. Contento. Satisfactoriamente vivo. Momé se levantó, se vistió rápido y se fue al departamento a supervisar a los pintores. Traté infructuosamente de trabajar un poco. Sin razón social me abandoné a pensarme escribiendo mis propios poemas. Siempre lo mismo. Leés, querés. Me dediqué a repasar piadosamente estos dos días. La nefasta tarde de ayer y la luminosa mañana de hoy y ver si una llevaba a la otra o si todo es casualidad y seguimos vivos de milagro a Dios gracias.
Todavía no sé si escribir es vivir dos veces. O media.

Zedi Cioso

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09 diciembre, 2007

Microrelato con frases ajenas

Teléfonos que suenan en habitaciones vacías. Falopas duras en tipos blandos ahuecan corazones. Un corazón no se endurece porque sí. Nunca voy a ser un superhombre. Pronto empezaste a ser un recuerdo y nada de lo que me gusta extrañar. El futuro llegó hace rato. Las despedidas son esos dolores dulces. Se terminó la pesadilla. Dos ilusiones se irán a volar. Si no hay amor, que no haya nada entonces, alma mía. Nada más queda.

Matías Pailos

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07 diciembre, 2007

Modelos

¿A cuántos casamientos fueron en su vida? Yo: a dos. Curiosamente, ambos protagonizados por filósofos. O no tan curiosamente, considerando cuál es mi métier. Algunas porciones de sushi y varios fernets después de la consumación ante Dios del matrimonio estaba parado frente a un improvisado escenario, dejando de lado un repugnante habano que seguramente era exquisito, pero aunque a la mona la vistan de seda, ya saben, cuando Los Artistas irrumpieron en el salón. Se trataba de la afamada agrupación de música perimida (cualquier estilo que surcara los aires de las grandes capitales desde el fin de la primera guerra hasta, pongamos, el año ’55) “Los Amados”. Como parte de su excelente número, en algún momento de la velada interrogan a la platea con la siguiente pregunta: si usted pudiera elegir ser otra persona, ¿quién elegiría ser? La respuesta más atinada fue la de un homónimo mío, quien espetó ante el jopo y el bigotito del cantante: El Zorro. Mientras tanto, por dentro me moría de las ganas de que me hicieran la pregunta para dar, sin prisa ni pausa, la única respuesta posible: Manu Ginobili.
Un enorme malentendido recorre al periodismo deportivo nacional: el deportista como modelo de vida. Yo no soy ejemplo para nadie, se quejó el Diego más de una vez. Ellos deben mostrar una conducta tanto dentro como fuera de la cancha porque son un ejemplo para todos los jóvenes que los miran, suele sentenciar Niembro. Pero tanto el Diego como Niembro se equivocan. Porque los grandes deportistas, el Diego y Juani Hernandez, El Rey David y (indudablemente mi preferido) Manu, sí son ejemplo. Si son modelos. Si nos muestran cómo podemos comportarnos, sí nos indican cómo actuar en esta, esa y todas las circunstancias. El TEG es como la vida, dijo mi amigo Zato. El ajedrez es como la vida, dijo, desde Canadá, el filósofo X. Bueno: ¿por qué no? Son modelos a escala. Como la mayoría de los modelos, revelan mucha distancia con respecto al original. Con todos sus defectos, los deportes de alta competencia simulan mejor la vida que los juegos de mesa. (Acaso tenga que ver con que el mayor desgaste físico pone las emociones más a flor de piel, no lo sé.) Los deportistas nos muestran en la cancha, y no fuera de ella, cómo comportarnos en la vida. Nos muestran cómo hacer las cosas para lograr lo que queremos. Como persistir, como insistir, cómo explotar nuestras virtudes y ocultar nuestros defectos. Ya repasé, en más de una oportunidad, las virtudes de Manu: frialdad y concentración (para no ceder a las pasiones y las trampas, del rival y de la propia mente, que lo desvíen de su objetivo), inteligencia (para comprender qué hacer en el partido, en el torneo, a cada minuto; para saber qué hacer para que el equipo gane: brillar u opacarse momentáneamente; para saber reconocer y aceptar sus propios momentos de iluminación y de no dar pie con bola), decisión y persistencia (para llevar a cabo todo lo anterior) y un enorme talento (para lograr todo lo anterior mejor que nadie). Pero los deportistas no son los únicos modelos.
Hace unos días habló en Buenos Aires Michel Houellebecq. Todo ocurrió en la Alianza Francesa de Córdoba y Pellegrini, antecedido por un minucioso análisis de su obra a cargo del inefable señor Pauls. Mi primera impresión está teñida de toda la información que sobre él vengo acumulando a través de años de consumo de productos del mercado cultural. Houellebecq me pareció pedante, tímido, soberbio, hiperneurótico, dueño de una compulsión a escandalizar o al menos impactar, afectado e histriónico. Cómo no identificarme, me pregunto. Acaso comprobar que él está hablando y yo estoy escuchando pueda servir como remedio. Tira alguna idea corrida ligeramente de la corrección política: los pueblos deberían fomentar el orgullo nacional. Eso los haría sentirse más seguros, más confiados, más satisfechos. Eso los haría creerse que pueden hacer más de lo que actualmente creen, eso los haría hacer cosas que actualmente juzgan para ellos imposibles. La fe es una precondición de la acción. (Que feo suena esta oración, para continuar con la cacofonía inicial.) El cultivo de las pasiones negativas puede redundar en resultados positivos. Una vulgaridad, una obviedad que no se enuncia, y que, si se lo hace, suena mal, suena a represión y fascismo. Pero, ¿qué remedio?, es una verdad al fin y al cabo, tan irremediable como las otras. Después de una descuidada y boyante autobiografía y la soporífera lectura a dos voces de poemas, arreciaron las preguntas. Me quedé con ganas de endilgarle la observación que hay modos de usufructuar a nuestro favor algunas pasiones negativas como el orgullo o la avaricia, pero que para la envidia las cuentas no parecen dar, siempre parece ser más el debe que el haber, pero me faltaron agallas o me sobró paja. (El que no hubiera leído a Houellebecq no me pareció impedimento razonable.) Otra lección a aprender para quien tiene una empatía que arranca en Ginobili y llega a Houellebecq. Ya sé: una cosa es empatía, otra admiración. O no, pero eso lo dejamos para otra oportunidad.

Matías Pailos

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04 diciembre, 2007

Alan, si querés llorar, llorá.


Primera Parte

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Mis dos escritores argentinos favoritos son César Aira y Alan Pauls. Uno publica todo el tiempo, el otro, cada muerte de obispo. De este modo representan, cada uno a su manera, dos extremos de la felicidad que la literatura puede depararnos: el de tener ese objeto de deseo siempre renovado a nuestro alcance con una regularidad tan certera como la llegada de las estaciones y el de anhelarlo con desesperación mientras nos lo retacean y se demora hasta el paroxismo y cuando llegamos a pensar que jamás podremos tenerlo en nuestras manos, ¡zas! vuelva a ponerse a nuestro alcance. Pocas semanas atrás tuvimos una muestra de este segundo caso con la edición de la flamante Historia del llanto, esperadísima nueva novela de Pauls y sucesora de la consagratoria
El Pasado.

2
Y entonces corremos a la librería y arrancamos el ejemplar de las manos del triste y aburrido dependiente, ajeno a nuestras necesidades básicas paulosianas insatisfechas. Ya de movida, como atorrantas de cuarta, nos decepcionamos un poco al tantear el escueto grosor del volumen, de apenas 125 páginas, lo que de alguna manera queda equiparado por la dicha tipográfica de tener una edición de Anagrama entre las manos (otro plus de Pauls, lo edita el mismo sello de Bolaño, Vila Matas, Wilcock, Copi, Amis y siguen las firmas). La edición, como no podía ser de otra manera, es exquisita, desde la portada con el fragmento del Ezeiza Paintant (uno de los mejores casos de abordaje político del arte en el siglo XXI) de Fabian Marcaccio, esa tipografía particular de Anagrama, del tamaño y tipo justos, las tapas plastificadas, las solapas anchas que obran como perfectos señaladotes durante las primeras páginas, en fin, hemos gozado tanto en nuestra vida de lectores con los volúmenes de Anagrama que resulta inevitable que al ver uno de ellos nos pongamos a babear como perros pavlovianos que somos. Y eso por no hablar de la foto, claro, la imagen de Pauls importa y mucho, esa envidiable cabellera entrecana, desmechada, cuidadosamente desprolija, la cara de expresionismo alemán, con arcos superciliares hipertrofiados que ocultan los ojos y en su lugar, si la foto es ¾ perfil, apenas vislumbramos dos agujeros negros, como en los diabólicos villanos del comic. Y como para subrayar la pose canchera (algún día tendremos que escribir sobre el “cancherismo” de Pauls) las manos detrás de la nuca en un falaz reposo del guerrero escritor que se toma un minuto para disfrutar de la calma bucólica del paisaje antes de retornar a la dura batalla con las palabras. Bíceps ligeramente tonificados asoman de la remera negra, la barba rala, la voz, que no aparece en la foto pero se nos cuela indefectiblemente, conforma el cuadro de un escritor modelo en todo los sentidos de la palabra.

Pero después viene la lectura, y ahí empiezan los problemas.

Segunda Parte


1
En una entrevista que compartió con dos congéneres generacionales, Daniel Guebel y Sergio Bizzio, Alan decía que si él tuviera un blog dejaría de escribir literatura. Pues bien, la lectura de Historia del llanto recuerda la de un post, un post largo, el más largo del mundo, que comienza con una frase hermosa que promete maravillas (“A una edad en que los niños se desesperan por hablar, el puede pasarse horas escuchando”) y una escena fuerte (un chico que atraviesa un vidrio-ventana con un disfraz de superman) algo que inmediatamente reclama la atención del lector pero que no tendrá mayores consecuencias en el desarrollo de la trama (de hecho es mucho más significativo el disfraz de superhéroe que la irracional acción que motiva) y de inmediato da pie a una retahíla de recuerdos infantiles: la angustia del hijo de padres separados, los fines de semana con papá en las piletas de Olivos, mamá y su depresión crónica, etc. Por supuesto, a despecho de ese puntapié inicial ajustado y económico ya a partir de la segunda frase se imponen las oraciones aluvionales que son marca registrada de la casa Pauls, casi tan largas como las de Saer, pero con menos comas y más subordinadas, a veces confusas, es cierto, pero siempre de una belleza deslumbrante, portadoras de la auténtica música celeste de las esferas literarias. Y ya sabemos que si tenemos un libro de Pauls en las manos podremos cantan a voz en cuello que “anoche hubo fiesta/ en el club del Proust local”. Lamentablemente la forma no lo es todo (aunque ya de por sí justifique la compra del libro y garantice altas dosis de placer) y también está el contenido, lo que esas frases río, a veces como un sedimento, transportan. La cosa empieza bien y promete: se nos presenta a un niño prodigio cuyas facultades no radican en ejecutar una sonata de Bach ni realizar ecuaciones de segundo grado sino en un increíble poder de escucha que invita a todos los adultos a que le confiesen sus secretos más recónditos. El mismo chico hace gala de una sensibilidad inaudita, que en circunstancias especiales que no detallaremos lo pone en carne viva emocional ante los hechos más banales. Hasta aquí todo es auspicioso y Alan se muestra en su salsa entrelazando recuerdos con certeras reflexiones. El problema es que a la altura de la página 40 la novela sigue prometiendo y al recordar que ya orillamos un tercio del texto nos empezamos a preguntar ¿Cuándo empezará a cumplir todo lo que promete? Para peor a esta altura el narrador se empantana en una larga diatriba contra ¡Piero! y las nefastas consecuencias que el cantautor y algunas de las letras de sus canciones tienen sobre la vida del protagonista. Superado este trance se arriba a la parte “importante” de la novela que aborda las conflictivas relaciones del personaje con la militancia política, a la que adhiere en forma racional y voluntaria pero con la que, por más que se esfuerce, no puede construir un vínculo emocional, íntegro, visceral, como sus amigos. De ahí su amarga reflexión al constatar que, por mucho que lo intente, él no puede llorar como su amigo ante las imágenes del golpe a Allende; él, nos anuncia el narrador: “No ha sido contemporáneo. No es contemporáneo. No lo será nunca”. Su pasión por la guerrilla y sus héroes no hunde sus raíces en la convicción de que es preciso luchar con todas las armas y los medios posibles para modificar las condiciones sociales de existencia y acabar con un régimen basado en la injusticia y la explotación humana sino en la fascinación infantil de los míticos superhéroes del comic, ahora devenidos en mártires revolucionarios.

2
A la altura de la página 120 ya estamos resignados a que todo termine como empezó, pero Pauls nos tiene deparada una sorpresa: saca un conejo de la galera que le da un cierre muy elegante al texto y de paso señala la distancia entre un post y una novela y explica con creces por qué Alan no inaugura su blog. A pesar de esta proeza, el sabor es agridulce, hay algo fallido en toda la obra y es la obstinación con la que el autor se empecina en ligar el relato de las experiencias íntimas y cotidianas del personaje a la esfera política, cuando es evidente que sus propios gustos, impulsos y deseos lo empujan hacia otro lado. Encontramos aquí una operación que le ha dado buenos réditos al cine de los últimos años en películas como Los Rubios o M, que intentan mostrar cómo los acontecimientos políticos atraviesan y afectan una subjetividad, la dialéctica entre la Historia y la historia, pero en Pauls lo que encontramos es un cuerpo que no conduce los electrones de la política. Ésta no lo atraviesa, no lo afecta, no lo interpela: llega hasta ahí y ahí se queda.

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Cometamos una herejía y equiparemos sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado: los que hemos visto a Alan Pauls en charlas y conferencias después de la publicación de El Pasado lo oímos quejarse amargamente de las críticas que juzgaban a la novela por su “autismo político”. Sus personajes atravesaban los años de plomo de la dictadura, decían estos policías de la buena conciencia, sin que el texto hiciera una sola mención al asunto. Esto parece haber afectado a Pauls a tal punto que al poco tiempo empezó a decir que escribiría (y después que se encontraba escribiendo) una novela “política”, como si se pusiese a hacer los deberes, como si tuviera que empeñarse en reponer la falta constitutiva de su obra maestra.


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Lamentablemente ahora descubrimos que Alan no ha podido hacer con La Política lo que hizo con EL Amor, simplemente porque un escritor no puede escribir con maestría y genialidad sobre todos los temas (suerte si puede hacerlo acerca de uno, y gracias). Sin embargo AP parecía obstinado en demostrar que la política podía formar parte de su universo y cerrar la boca de todos esos envidiosos y maliciosos que lo critican por lo bajo pegándole donde más le duele. De esta manera, lo que encontramos en Historia del llanto es ese estímulo artificial que hace al autor gritar una y otra vez “mirá Mamá, ahora sin manos” (“miren, hijos de puta, ahora escribo sobre política”) y que a la vez lo anula porque aborda la política a su modo, en el fracaso de la política ante los embates del sentimiento. Entonces lo que resulta de este imperialismo de las circunstancias acaba siendo menos una novela que la apuesta estratégica de un jugador demasiado pendiente de la cotización de sus acciones en la bolsa del campo literario. Para terminar, diremos que, por lo pronto, en la galaxia Pauls, El Pasado sigue siendo el astro rey alrededor del cual orbitan una serie de pequeños planetas que se alimentan de la energía que éste irradia. Esperemos que el futuro nos depare el feliz hallazgo de un nuevo cuerpo celeste, lleno de vida y capaz de albergar toda una civilización en su seno.

Zedi Cioso

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01 diciembre, 2007

Malísimo

Contra los dictados de la buena educación estética, lo que más nos importa saber es de qué se trata. De qué va la cosa. Nos interesa el tema –el tema ante todo. Puedo conceder que una gran obra lo es principal o únicamente, según el grado de fanatismo del declarante, en virtud de los procedimientos empleados en su construcción y plasmados en la tela, la página, el fílmico. Siempre se puede actuar de mala fe. No estoy diciendo que lo que importa es la historia ni el motivo. Lo que importa es el tema. A ver si se entiende: El Tema. (¿Vamos mejor?) Esto, que es falso, es un modo adecuado de empezar a hablar de la cosa. El tema es solo un elemento entre varios, grandes y pequeños, de fácil o imposible aprehensión. Ahora: mejor que una conversación astuta recaiga en algún momento en él. Hay varios modos de hablar del tema. Uno es con el vehículo de las grandes palabras. Tomemos un tópico clásico: la venganza. Podemos presentar a la obra como un caso, una instanciación de El Tema. Para esto es condición necesaria que esto no sea evidente. Que no sea lo primero que cae de la mollera al preguntar de qué trata la historia. No tiene que ser evidente, y más aún: tiene que ser contraintuitivo. El Tema tiene que ser un fantasma. Un fantasma de Godzilla, es decir: una entelequia doblemente inexistente, una meta-entelequia. Tiene que ser soberbio y magnífico y posarse como una corona de vuelo autónomo, lentamente, en la cabeza del mendigo. Todo musicalizado. En cámara lenta. Otra opción es dar una respuesta minuciosa y extrañamente detallada –aunque tajante, siempre tajante. ¿De qué trata la obra? Del hastío imprudente de quien lava los platos con los ojos cerrados. (Vale meter un componente haiku subrepticio.) Una tercera opción es la combinación de las dos precedentes, ensayada aquí por Bolaño: “El lugar sin límites, un libro sobre la desesperación y sobre la precisión”.
“Supercool” es el nombre local de “Superbad”, la nueva película de Apatow, el de “Ligeramente embarazada”. Es una película sobre el sexo y el amor, sobre la lealtad y la traición, sobre las aventuras compartidas y solitarias, sobre la amistad ante todo y la chica de tus sueños antes que nada. Sobre el componente gay de la amistad y el componente heroico de lo nerd. Es todo y nada de esto. Es una película sobre la adolescencia. Es una película desde la adolescencia. No hay punto de vista externo, no hay mesura ni juicio justo. Es urgente e importantísima, es descuidadamente cómica. Juega a despertar incomodidad por doquier. Es rigurosamente realista.
Diré una sola cosa sobre argumento. Dos adolescentes tienen que llevar el alcohol a una fiesta a la que entraron por la ventana para intentar tener sexo con las chicas que aman y en el proceso todo se complica. Como nunca desemboca en tragedia, la complejidad enriquece. Es una película para enamorarse de una de esas chicas, Jules, una de esas morochas aparentemente impresionantes y falsamente accesibles, que son realmente impresionantes y por tanto... bueno, depende de los recursos de cada uno. Para eso o para matarse a pajas con ella, de acuerdo al temperamento del lector.
Así que no hagan caso de la crítica que la toma por una comedia ligera, porque no lo es, y vayan a aprender cómo se hace para conseguir chicas siendo uno cualquiera de tres tipos de nerds, con y sin sobrepeso, con recato o con inclinaciones escato y sexópatas. Vayan y aprendan o recuerden lo que era tener coraje, lo que era y es divertirse.

Matías Pailos

PD: Acabo de verla por segunda vez. La prensa habló de ternura, habló de comedia. Dijo bien. “Empatía” es más adecuado; pero no todas van a sentir empatía por dos o tres nerds y sus problemas para conseguir chicas. La película es un estudio fenomenológico en la conciencia del varón adolescente, nerd y heterosexual. Remito a las escenas en las que se da cuenta de dónde está la conciencia de este varón bajo presión: en otro mundo, más bien fantástico. Pero esto, siendo, como es, verdadero, es incompleto. La película es una pintura realista de la situación general, en el marco de una noche épica de triunfos y derrotas, de muchísimas emociones, de grandes pequeñas aventuras. La película es sincera, y por tanto ridícula. La películas habla de nosotros, los antiguos o actuales varones adolescentes nerds heterosexuales, y entonces está bien hablar de empatía, y entonces está bien hablar de nostalgia por la gran aventura que, acaso, no vivimos. La película es eso que les dije, y por eso las chicas deben prestar atención. Helo ahí: el lugar y el origen de las emociones peladas de buena parte de los hombres más o menos interesantes (i.e., nosotros). Porque debajo de la poca o mucha experiencia acumulada, de la capacidad de reacción y resistencia cultivada, de nuestra mucha o poca maña y nuestro poco o mucho encanto, seguimos siendo esos nerds que entran en pánico cuando la chica de la que gustan se les pone a hablar.

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