Primera Parte
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Mis dos escritores argentinos favoritos son César Aira y Alan Pauls. Uno publica todo el tiempo, el otro, cada muerte de obispo. De este modo representan, cada uno a su manera, dos extremos de la felicidad que la literatura puede depararnos: el de tener ese objeto de deseo siempre renovado a nuestro alcance con una regularidad tan certera como la llegada de las estaciones y el de anhelarlo con desesperación mientras nos lo retacean y se demora hasta el paroxismo y cuando llegamos a pensar que jamás podremos tenerlo en nuestras manos, ¡zas! vuelva a ponerse a nuestro alcance. Pocas semanas atrás tuvimos una muestra de este segundo caso con la edición de la flamante Historia del llanto, esperadísima nueva novela de Pauls y sucesora de la consagratoria
El Pasado.
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Y entonces corremos a la librería y arrancamos el ejemplar de las manos del triste y aburrido dependiente, ajeno a nuestras necesidades básicas paulosianas insatisfechas. Ya de movida, como atorrantas de cuarta, nos decepcionamos un poco al tantear el escueto grosor del volumen, de apenas 125 páginas, lo que de alguna manera queda equiparado por la dicha tipográfica de tener una edición de Anagrama entre las manos (otro plus de Pauls, lo edita el mismo sello de Bolaño, Vila Matas, Wilcock, Copi, Amis y siguen las firmas). La edición, como no podía ser de otra manera, es exquisita, desde la portada con el fragmento del Ezeiza Paintant (uno de los mejores casos de abordaje político del arte en el siglo XXI) de Fabian Marcaccio, esa tipografía particular de Anagrama, del tamaño y tipo justos, las tapas plastificadas, las solapas anchas que obran como perfectos señaladotes durante las primeras páginas, en fin, hemos gozado tanto en nuestra vida de lectores con los volúmenes de Anagrama que resulta inevitable que al ver uno de ellos nos pongamos a babear como perros pavlovianos que somos. Y eso por no hablar de la foto, claro, la imagen de Pauls importa y mucho, esa envidiable cabellera entrecana, desmechada, cuidadosamente desprolija, la cara de expresionismo alemán, con arcos superciliares hipertrofiados que ocultan los ojos y en su lugar, si la foto es ¾ perfil, apenas vislumbramos dos agujeros negros, como en los diabólicos villanos del comic. Y como para subrayar la pose canchera (algún día tendremos que escribir sobre el “cancherismo” de Pauls) las manos detrás de la nuca en un falaz reposo del guerrero escritor que se toma un minuto para disfrutar de la calma bucólica del paisaje antes de retornar a la dura batalla con las palabras. Bíceps ligeramente tonificados asoman de la remera negra, la barba rala, la voz, que no aparece en la foto pero se nos cuela indefectiblemente, conforma el cuadro de un escritor modelo en todo los sentidos de la palabra.
Pero después viene la lectura, y ahí empiezan los problemas.
Segunda Parte
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En una entrevista que compartió con dos congéneres generacionales, Daniel Guebel y Sergio Bizzio, Alan decía que si él tuviera un blog dejaría de escribir literatura. Pues bien, la lectura de Historia del llanto recuerda la de un post, un post largo, el más largo del mundo, que comienza con una frase hermosa que promete maravillas (“A una edad en que los niños se desesperan por hablar, el puede pasarse horas escuchando”) y una escena fuerte (un chico que atraviesa un vidrio-ventana con un disfraz de superman) algo que inmediatamente reclama la atención del lector pero que no tendrá mayores consecuencias en el desarrollo de la trama (de hecho es mucho más significativo el disfraz de superhéroe que la irracional acción que motiva) y de inmediato da pie a una retahíla de recuerdos infantiles: la angustia del hijo de padres separados, los fines de semana con papá en las piletas de Olivos, mamá y su depresión crónica, etc. Por supuesto, a despecho de ese puntapié inicial ajustado y económico ya a partir de la segunda frase se imponen las oraciones aluvionales que son marca registrada de la casa Pauls, casi tan largas como las de Saer, pero con menos comas y más subordinadas, a veces confusas, es cierto, pero siempre de una belleza deslumbrante, portadoras de la auténtica música celeste de las esferas literarias. Y ya sabemos que si tenemos un libro de Pauls en las manos podremos cantan a voz en cuello que “anoche hubo fiesta/ en el club del Proust local”. Lamentablemente la forma no lo es todo (aunque ya de por sí justifique la compra del libro y garantice altas dosis de placer) y también está el contenido, lo que esas frases río, a veces como un sedimento, transportan. La cosa empieza bien y promete: se nos presenta a un niño prodigio cuyas facultades no radican en ejecutar una sonata de Bach ni realizar ecuaciones de segundo grado sino en un increíble poder de escucha que invita a todos los adultos a que le confiesen sus secretos más recónditos. El mismo chico hace gala de una sensibilidad inaudita, que en circunstancias especiales que no detallaremos lo pone en carne viva emocional ante los hechos más banales. Hasta aquí todo es auspicioso y Alan se muestra en su salsa entrelazando recuerdos con certeras reflexiones. El problema es que a la altura de la página 40 la novela sigue prometiendo y al recordar que ya orillamos un tercio del texto nos empezamos a preguntar ¿Cuándo empezará a cumplir todo lo que promete? Para peor a esta altura el narrador se empantana en una larga diatriba contra ¡Piero! y las nefastas consecuencias que el cantautor y algunas de las letras de sus canciones tienen sobre la vida del protagonista. Superado este trance se arriba a la parte “importante” de la novela que aborda las conflictivas relaciones del personaje con la militancia política, a la que adhiere en forma racional y voluntaria pero con la que, por más que se esfuerce, no puede construir un vínculo emocional, íntegro, visceral, como sus amigos. De ahí su amarga reflexión al constatar que, por mucho que lo intente, él no puede llorar como su amigo ante las imágenes del golpe a Allende; él, nos anuncia el narrador: “No ha sido contemporáneo. No es contemporáneo. No lo será nunca”. Su pasión por la guerrilla y sus héroes no hunde sus raíces en la convicción de que es preciso luchar con todas las armas y los medios posibles para modificar las condiciones sociales de existencia y acabar con un régimen basado en la injusticia y la explotación humana sino en la fascinación infantil de los míticos superhéroes del comic, ahora devenidos en mártires revolucionarios.
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A la altura de la página 120 ya estamos resignados a que todo termine como empezó, pero Pauls nos tiene deparada una sorpresa: saca un conejo de la galera que le da un cierre muy elegante al texto y de paso señala la distancia entre un post y una novela y explica con creces por qué Alan no inaugura su blog. A pesar de esta proeza, el sabor es agridulce, hay algo fallido en toda la obra y es la obstinación con la que el autor se empecina en ligar el relato de las experiencias íntimas y cotidianas del personaje a la esfera política, cuando es evidente que sus propios gustos, impulsos y deseos lo empujan hacia otro lado. Encontramos aquí una operación que le ha dado buenos réditos al cine de los últimos años en películas como Los Rubios o M, que intentan mostrar cómo los acontecimientos políticos atraviesan y afectan una subjetividad, la dialéctica entre la Historia y la historia, pero en Pauls lo que encontramos es un cuerpo que no conduce los electrones de la política. Ésta no lo atraviesa, no lo afecta, no lo interpela: llega hasta ahí y ahí se queda.
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Cometamos una herejía y equiparemos sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado: los que hemos visto a Alan Pauls en charlas y conferencias después de la publicación de El Pasado lo oímos quejarse amargamente de las críticas que juzgaban a la novela por su “autismo político”. Sus personajes atravesaban los años de plomo de la dictadura, decían estos policías de la buena conciencia, sin que el texto hiciera una sola mención al asunto. Esto parece haber afectado a Pauls a tal punto que al poco tiempo empezó a decir que escribiría (y después que se encontraba escribiendo) una novela “política”, como si se pusiese a hacer los deberes, como si tuviera que empeñarse en reponer la falta constitutiva de su obra maestra.
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Lamentablemente ahora descubrimos que Alan no ha podido hacer con La Política lo que hizo con EL Amor, simplemente porque un escritor no puede escribir con maestría y genialidad sobre todos los temas (suerte si puede hacerlo acerca de uno, y gracias). Sin embargo AP parecía obstinado en demostrar que la política podía formar parte de su universo y cerrar la boca de todos esos envidiosos y maliciosos que lo critican por lo bajo pegándole donde más le duele. De esta manera, lo que encontramos en Historia del llanto es ese estímulo artificial que hace al autor gritar una y otra vez “mirá Mamá, ahora sin manos” (“miren, hijos de puta, ahora escribo sobre política”) y que a la vez lo anula porque aborda la política a su modo, en el fracaso de la política ante los embates del sentimiento. Entonces lo que resulta de este imperialismo de las circunstancias acaba siendo menos una novela que la apuesta estratégica de un jugador demasiado pendiente de la cotización de sus acciones en la bolsa del campo literario. Para terminar, diremos que, por lo pronto, en la galaxia Pauls, El Pasado sigue siendo el astro rey alrededor del cual orbitan una serie de pequeños planetas que se alimentan de la energía que éste irradia. Esperemos que el futuro nos depare el feliz hallazgo de un nuevo cuerpo celeste, lleno de vida y capaz de albergar toda una civilización en su seno.
Zedi Cioso
Etiquetas: Alan Pauls, Literatura, Reseñas