El campeón
La cola, como cualquier práctica humana, tiene sus reglas. Lo primero que hace el jugador experimentado es revisar que se encuentra en la cola adecuada. Lo segundo, llevar material de lectura. Un libro, un artículo académico sobre epistemología feminista o el diario.
Instalado en la cola adecuada, libro en mano, comienza el partido. Anticipo que no va a durar más de cuarenta y cinco minutos, una hora. No pasan cinco minutos que se acerca una joven de setenta años, de ascendencia española. Mientras agita un formulario en la mano, me pregunta si ésta es la cola para “el trámite”. Soy un tipo intuitivo, lo que equivale a contestar lo primero que se me ocurre sin revisar su adecuación empírica. “No, ésta no es la cola, vaya para allá” le digo mientras señalo hacia la derecha. “Nene, ¿vos sos pelotudo o estás drogado? Vengo de allá y me dijeron que tenía que venir para acá”. Instantáneamente maldigo mi tipo psicológico y recuerdo el dictum kantiano: “Muchas veces sería conveniente que los filósofos se limitaran a decir ‘no sé’”. Estoico, contesto el insulto de la señora con una sonrisa. “Entonces, no sé”. “¿Qué decís?”. “No sé”. Sus ojitos se me clavan en la mueca de sonrisa, a esta altura un calambre facial, que cada vez me cuesta más sostener. Por suerte, alguien la toma del brazo y se la lleva. Sus ojos siguen clavados en mi barbilla. Kiri-kiri-kiri. Mejor vuelvo a la lectura.
Pasan veinte minutos. Medio tiempo. El libro está interesante y eso ayuda. Cinco minutos más y ya franqueo la puerta de entrada. Adentro, la cola serpentea pero no es para alarmarse. Sigo leyendo hasta que entra un joven barbudo y de pelo largo. Flaco como perro sin dueño. Pantalones de jeans acampanados. Una fina capa de tierra lo cubre completamente, lo que le da un aire a villano de espagueti western. Pregunta si ésta es la cola para retirar los documentos. El coro le contesta afirmativamente. El joven se queda parado en el medio de la cola, extasiado, mirando el horizonte con sus ojos color miel. Lo primero que se me ocurre es que el tipo se está haciendo el boludo para colarse. Pasan los minutos. Ni su mirada extática ni su posición cambian. Entro en leve pánico. Ahora sé que no se trata de colar. Viene en busca de venganza. Y dentro del ataúd que arrastra, no lleva a su novia, sino una ametralladora.
Vuelvo al libro. Una rubia se sale de la cola para hablar con uno de los empleados que entregan pasaportes y cédulas. Pregunta si puede retirar el suyo con la fotocopia del documento. Negativo. “Pero… pónganse de acuerdo. Allá me dijeron que se podía. Y estuve haciendo media hora de cola. Y ahora vos me decís que no se puede”. Todos sabemos cómo termina esto. O la rubia le pide prestado al joven de los ojos de miel su ametralladora y nos acribilla a todos o se va a su casa a buscar el documento. Se va a su casa a buscar el documento. El documento. Me olvidé el documento. Puteo para mis adentros en un acto de constricción. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa de pelotudo, Dios mío como me voy a olvidar el documento.
Pienso en dejar el partido. Tan cerca. No faltan más de quince minutos para que me toque el turno. Ya decidido a retirarme, recapacito. Estamos en Argentina, no en Dinamarca. No se necesita saber tres idiomas para ser basurero. Tampoco tener un documento de identidad para retirar otro documento de identidad. Además ¿qué tipo de regla es esa? Vengo a retirar mi pasaporte y mi cédula, dos documentos de identidad. ¿Necesito un tercer documento de identidad? ¿No le alcanza con verme la cara en el pasaporte para darse cuenta que soy el mismo? Si esto no sirve, la institución de los documentos de identidad no tiene sentido. Así me preparaba para enfrentar a la vieja del guardapolvo turquesa. “¡Documento!”. Sabía que mis argumentos, aunque irrefutables, no causarían el menor convencimiento a esa vieja con un piano lleno de telarañas en la concha. Pensé en seducirla con mis encantos viriles. Levantarle el guardapolvo y desempolvarle el piano me parecía excesivo, pero nada se pierde con una sonrisa. O susurrarle al oído que estaba afónico, mientras le agarraba de la mano en forma sugerente. Mala idea. Demasiado romántico. Seguro termino en alguna celda especial para seductores de empleadas públicas. Por suerte, antes de ser sodomizado por uno de mis compañeros de celda imaginaria, los dioses del trámite burocrático vinieron en mi ayuda. Una chica sin guardapolvo se pone a atender a un cuarentón dos turnos delante de mí. “¿No tenés la partida de casamiento de tu mujer? Si fuera por mí… Te anoto y venís a buscarla después sin hacer la cola”. La luz al final del túnel. Lo único que tengo que conseguir es que me atienda ella en lugar de la vieja. Calculo. Como cuando estaba en la Facu y no quería que me tomara el final algún hijo de puta. Dejo pasar a una joven de sesenta. “Señora, pase usted”. “Gracias, muchas gracias”. “No, por favor”. Cínico, actúo por egoísmo de acuerdo al deber.
Mi turno. La chica joven sin guardapolvo me pide el acuse de recibo de la cédula y el pasaporte. Se lo entrego. Estoy solo frente al arco. Sólo tengo que empujarla. “La cédula te la llevan a tu casa. Estamos atrasados cuatro meses”. No importa mi amor, tráemela cuando quieras, pienso lujurioso, sintiendo la victoria cerca. Me trae el pasaporte y me lo muestra. “Tenías el pelo más largo”. “Sí”. Me voy con el pasaporte en la mano. La hinchada canta. Yo, levanto los brazos y coreo: “Dale campeón, dale campeón”. De la bolita y del bolón.
Nacho
Etiquetas: Crónicas