El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

30 enero, 2007

El sueño de Borges

Vuelvo a leer El Sur por enésima vez, por primera vez. Hay algo inquietante en esta historia a simple vista tan simple: un hombre se sobrepone a un accidente doméstico que casi le cuesta la vida y decide viajar a una estancia familiar para recuperarse y descansar, pero por una serie de hechos fortuitos acaba en un almacén en medio del campo donde un gaucho pendenciero lo desafía a un duelo a cuchillo. Como todos sabemos, Juan Dahlmann acepta el convite a pelear, y con él su destino.
Hasta aquí nada nuevo, pero al volver hoy sobre el relato me dio por pensar que Dahlmann se muere irremediablemente, pero no en ese duelo a cuchillo al caer el ocaso sino en la fría y triste cama de hospital donde yace internado. Esa irreflexiva muestra de coraje que lo lleva a dar la vida por el honor de su prosapia no es sino la puesta en escena alucinatoria que monta un pobre moribundo que agoniza por una faltal y vulgar septicemia.
Es fácil encontrar indicios de esta hipótesis de lectura en el texto. Una vez dentro del almacén Dahlman cree que conoce al patrón porque lo confunde con uno de los empleados del sanatorio y ese mismo personaje, que jamás ha visto al protagonista, llama al forastero Dahlmann por su nombre para apaciguar sus ánimos y evitar la pelea (y merced a eso la desata).
En pocas palabras: Juan Dahlmann jamás se recupera de su septicemia y muere en el hospital mientras se sueña batiéndose a duelo criollo en mitad de la Pampa.
No me creo un genio y lejos estoy de serlo: supongo que esta interpretación de El Sur debe ser una de las más comunes y difundidas. Ahora bien, el mismo Borges solía cifrar la fundación mítica de su narrativa con una anécdota similar a la del relato en cuestión. Quienes hayan revisado su biografía sabrán que el autor de Ficciones sufrió, en la nochebuena de 1938 un accidente muy similar al de Dahlmann: se abrió la cabeza con el filo de una ventana abierta de de par en par cuando subía una escalera y la herida le produjo una septicemia que casi le cuesta la vida. Una vez repuesto Borges estaba aterrado porque temía que la enfermedad hubiera afectado sus facultades intelectuales. Entonces se propuso abordar un género nuevo que, a diferencia de la poesía o en ensayo, no dominara, para que su inexperiencia en la materia disimulara el resultado de su mente disminuida. Bajo esa consigna compuso Pierre Menard, autor de El Quijote. El resto es historia conocida, la historia de cómo se forjó el más grande escritor argentino de todos los tiempos.
En el prólogo a Artificios Borges nos dice: “De El Sur, que es acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo”. ¿Qué se esconde tras esta enigmática sentencia? ¿A qué otro modo se refiere Borges? Supongamos que mi interpretación, bastante evidente, corresponda a la lectura “novelesca” ¿Cuál sería el otro modo de leerla?
A Borges le gustaba elogiar la célebre sentencia de Heráclito: “nadie se baña dos veces en el mismo río” porque lograba que el lector la aceptara pensando en la corriente del río para después proyectarla sobre sí mismo y comprender que era él quien fluía y cambiaba todo el tiempo. Eso mismo me acaba de suceder con El Sur. El poeta y ensayista Jorge Luis Borges murió de septicemia en 1939. Justo antes de morir, presa de una febril agonía, se imaginó batiéndose a duelo con la Literatura Universal y creando en el fragor de esa lucha páginas inmortales que pondrían su nombre junto al de sus más grandes antecesores: Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare… Borges.
En ese otro modo de leer El Sur Borges murió a los 39 años, dejando tras de sí una excelente obra ensayística y una muy buena obra poética, aunque sus amigos dijeran que su trágico fallecimiento representaba algo más: una gran pérdida para la literatura argentina y que otra sería la historia si Georgie hubiera superado su reticencia, su timidez, su temor al fracaso y se hubiera atrevido a la narrativa .
Nosotros, en ese estremecedor otro modo de leer El Sur, estamos condenados a vivir perpetuamente en ese último segundo de vida en el que Borges se sueña a si mismo como un gran escritor. No somos, entonces, más que el delirio de Borges soñándose Borges.

Zedi Cioso

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29 enero, 2007

Post para el día que se muera mi papá

Las necrológicas suelen transitar dos caminos: la enumeración de virtudes del difunto y la exploración de anécdotas que vinculan al autor con el muerto. No es conveniente, en esos casos, sustraerse a ninguna de ambas vías. Las muertes, como los nacimientos, nos piden que no seamos originales. Ayer murió mi papá, y esta es su evocación.
Él está ligado a muchas de mis primeras veces. Por supuesto, fue él quién me llevó a la cancha por primera vez. Fuimos a ver a Independiente, a la cancha de Independiente, contra, creo, Talleres. Ya no era tan chico (tendría cinco o seis años), por lo que supongo que el que hayamos terminado en la platea baja, con la pelada del Bocha a escasos metros de mi mano, con jugadores mucho más grandes y rápidos de lo que se veía por televisión, debió haberse debido al lime al que mi madre lo habrá sometido. (Cosas como “ni se te ocurra llevar al chico a la popular”; de ahí para arriba.) Pero no solo de fútbol está hecho el hombre, y mi primer recital también vino de la mano de mi papá. Tendría 11 años, más o menos, y corría el año ’87 (también más o menos). La radio nos fulminaba con dos cosas: reggae berreta y ska berreta. Los Cadillacs y Los Pericos eran la nueva cosa nueva, y The Police el grupo más importante de la historia. En la Argentina de ese tiempo, UB40 llega para tocar en Velez y yo me siento convocado a asistir. Mis viejos aceptan con naturalidad, y ahí estamos, mi viejo y yo, no sé quién estaba más perdido. Para peor, mi viejo (es decir, mi papá) había comprado las entradas en algún sitio non sancto, pues al llegar al segundo control comprobamos que nos faltaba un segundo papelito, indispensable para acceder al terreno. Mi viejo agarra y se vuelve loco pero, como en la abrumadora mayoría de los casos, prima la razón y accede a lo inevitable: desembolsar más guita por lugares menos exclusivos. Es así como terminamos en la más alta de las plateas, solos como perro malo, lejísimos del acontecimiento. Eso, a mí, poco me importa: para mí es todo nuevo, todo me deslumbra. Apenas llegamos, mi viejo hace de las suyas: “vos tranquilo, como si yo no existiera. Movete, bailá, saltá… hacé lo que quieras”. Después de eso, imaginarán, difícil hacer el menor movimiento. Pero como me sabía todos los temas, como la situación me excedía de felicidad, terminé, por una vez, haciendo exactamente lo que me pedía: cualquier cosa.
Mi viejo no fue más desenvuelto en ningún otro lugar que en la pista de baile. Era, además, muy bueno para eso, y dejaba que su técnica se derramara por doquier, no importa qué ritmo se impusiera, más allá de lo que claramente manejaba: el folklore (integraba más de un grupo de baile) y el tango. Era por muchos querido y por todos estimado, pues era considerado, unánimemente, un buen tipo. Él detestaba eso, y no es lo único que heredé de él. Sentía, con razón, que el ‘bueno’ está en el diccionario demasiado cerca del ‘boludo’ para ser algo que merezca ser apreciado. Solo conoció el amor de grande, y en esto, más que en cualquier otra cosa, no me siento tan hijo suyo.
Parece que mi hermano y yo somos muy parecidos. Más parecidos, sin embargo, somos a él. Papá creía que yo me parecía a él también en espíritu, y yo siempre acordé. En los últimos años, particularmente después de la separación de mi vieja, nos volvimos cada vez más amigotes y, estoy seguro, devine su confidente. Papá me contó cosas que no contó a nadie. Cosas que yo, siguiendo el llamado de la vocación, conté a todo el mundo. Será eso, ¿no? Philip Roth hizo lo mismo, y también se sentía un hijo de puta por hacerlo. Sentirnos hijos de puta nunca fue obstáculo para hacer cosas.
Una vez me dijo que siempre había sido un hombre calculador. Sostuvo, como ejemplo elucidatorio, que el matrimonio con mi madre había sido hijo de ese cálculo.
Siempre fue un tibio. Yo, que siempre quise ser como él, aún cuando no sabía cómo era él, lo admiré por eso. Pero además de tibio era razonable, e indudablemente inteligente. Esto lo vi nunca tan claramente (aunque indudablemente estoy exagerando) como una vez que hablábamos de política. Yo era muy chico, y como toda la familia, marcadamente gorila. Mi viejo, un gorila moderado, vertió siguiente comentario: lo mejor que le podría pasar a este país es ser gobernado por un peronista bueno. Que un gorila desee ser gobernado por un peronista era, entonces y para mí, varias cosas a la vez: era inconcebible, era un acto de una tolerancia suprema, era un juicio que, de tan original, no podía menos que ser verdadero. Así lo recibí. Ahí comenzó mi viraje ideológico.
Nunca supo lo que quería ser; nunca supo lo que quería. En algún tiempo creyó que quería ser comerciante. En eso, como en todo negocio que emprendió, fracasó inexorablemente.
Era un fatalista descuidado. Eso me sublevaba, y despertaba en mí una admiración inaudita. Nunca me tomé los malos tragos sin entregarme, antes, durante y después, a una rabieta en regla y de proporciones. Verlo ser arrollado por la realidad, sufrir, estar mal y cambiar de tema, todo en un mismo movimiento, siempre me dejó pasmado.
Yo, que siempre supe lo que quise, aún cuando más tarde comprendiera haber estado equivocado, quiero que no se hubiera muerto. Quiero que reviva. Como sé que es imposible, quiero también otra cosa. No dejo de querer lo anterior por eso. Quiero hacer algo grande. Quiero hacer algo bien, bien grande. Algo que haga que todos lo recuerden. Incluso cuando nosotros, como él, dejemos de estar.

Matías Pailos

27 enero, 2007

Maniqueísmo

El chico del centro es abierta o veladamente soberbio. Es instruído, misterioso, drogadicto. Habla demasiado o demasiado poco. (El exceso, la falta de mesura que quizás, según algunos, sea el distintivo del diablo.) Es promiscuo e incurre en todo tipo de aberraciones sexuales. Fácilmente podría catalogárselo de bisexual. Es tolerante, al menos en apariencia –y la apariencia la antepone a todo. Por sobre todas las cosas, es egoísta. No sabe de lealtades, por lo que no es extraño enterarse de que haya estado con la mujer de su mejor amigo. Es seductor, y es conciente de que lo es. Gusta más de ser amado que de amar, y prefiere la infelicidad al ridículo. Jamás jugó al fútbol ni practicó deporte alguno. Por supuesto: se ufana de ello. Vota siempre en blanco, no vayan a achacarle la responsabilidad de una medida o un gobierno. No vayan a achacarle ninguna responsabilidad. Detesta quedar afuera de un chiste. En caso de padecerlo, resta importancia al asunto. Pero, vengativo, no ceja hasta cobrar sus deudas. La plata nunca es un problema, ni lo será.
El pibe de barrio es franco, generoso, y de tan desprendido, es boludo. Carece de dobleces, y se envanece de ello. Por eso es más fácilmente hipócrita: porque la va de bueno, y nadie es bueno. Consume cerveza en cantidad. Ocasionalmente probó la marihuana, pero nunca fue más allá. Es hombre de una sola mujer, lo que lo hace carne de cuernos –y en esto no se diferencia del resto de la humanidad. (Las esporádicas putas que pudiera consumir no suman en su contabilidad de fidelidad.) Hace lo posible por no vestirse bien. Los códigos están ante todo: jamás se le cruzaría por la cabeza yacer con la mujer de un amigo, que, como es público y notorio, no es una mujer. Le gusta sobremanera declamar esto a los cuatro vientos. Quizás, en una de esas, tenga la oportunidad de negarse y mostrarse como un hombre. (Pero mejor no lo tienten.) Va siempre a la cancha, juego al fútbol con regularidad –y esa es toda la actividad física que realiza. Trata a todos por igual, y es machista, xenófobo y homofóbico. Hace de la ignorancia una bandera. No le interesa la política, y no entiende de ella (por una vez, es sincero). Los amigos ante todo, la familia ante todo; que nadie se atreva a tocar a su vieja. Hay que laburar, y lo hace de sol a sombra. No por eso la plata deja de ser un problema.

Uno de los motivos por los cuáles se establecen dicotomías es para sustraerse a ellas. Uno –quien las establece- no cae en ninguno de los casilleros, que curiosamente agotan las posibilidades del dominio. Y aunque esto es así, uno se postula como la imposible tercera opción. Otro de los motivos para instituirlas es para ponerse por sobre ellas. Uno –quien las establece- es más que cualquiera de estas posibilidades. Bien por uno.
Yo, el demiurgo de estas dualidades, cumplí mi objetivo. Quiero que sepan que no soy ni un chico del centro ni un pibe de barrio. En parte, porque ya no soy chico –y nunca fui pibe. Porque, quiero que se enteren, soy cada vez más quien quiero ser: un dechado de virtudes. Cada vez más, de modo cada vez más evidente, estoy convirtiéndome en el egoísta, soberbio, charlatán, desleal, irresponsable, vengativo, avaro, pelotudo, hipócrita, vago, machista, xenófobo y homofóbico que siempre quise ser.

Matías Pailos

25 enero, 2007

El lacaniano

Nunca publicó en vida. Su obra, sin embargo, circulaba de mano en mano, incluso de boca en boca por los cenáculos de escritores primerizos o subterráneos; de Leningrado, primero; luego, del mundo entero.
Nació en el distrito Kingisepp, residencia de la casta gubernativa de la provincia. Desde chico frecuentó las zonas bajas del Neva, allí donde ni el hielo oculta el efluvio de los desagües, reducto último de adictos, putas, homosexuales y parias de toda laya. También fatigaba la circunscripción portuaria. De ahí se trajo su primer noviecito, un marino congolés de metro noventa y cinco, al que presentó a su madre a los doce años como ‘el hombre de mi vida’.
El congolés desapareció; destino análogo al del estonio, norcoreano y yemení, todos fornidos hombres de alta mar, sus sucesores.
‘Soy un hombre de una sola mujer’, decía cada vez que incorporaba una línea de cocaína. Corría el rumor de que era la única droga que probó en su vida, a la que se mantuvo invariablemente fiel.
A los dieciocho obtuvo una colocación en una aerolínea soviética, y pronto recaló en París. Su interés por el psicoanálisis era creciente. Tomó cursos con el propio Lacan y a los veintitrés, munido de su título habilitante, inició su carrera como analista, brevísima. Ejerció en el distrito decimotercero, del mismo que fue arrestado por mala praxis. Tomó como pacientes únicamente a mujeres. Veinte, para ser exactos. Dejó a todas embarazadas, salvo a la última, militante maoísta que, en pleno mayo del ’68, optó por denunciarlo a las autoridades.
Salió a los pocos días, pero volvió una y otra vez a la comisaría. Se había enamorado de Salim, argelino, casado y padre de cinco. Era correspondido, así que cuando el argelino salió de la cárcel (a la que fue a parar a las pocas semanas de conocer al escritor), se mudó con esposa y cinco hijos a la casa de su novio, el escritor, un departamento de dos ambientes en las afueras.
El escritor se mantenía en base a su formidable carrera universitaria. A los veinticinco ya era titular de cátedra. A los veintiséis, luego de explicar públicamente que el origen de la militancia masculina de izquierda era un irresuelto complejo de Edipo que, desesperado, claudicó en su intento de cura e, invertido, determinaba en el individuo un incontenible deseo de matar a la madre y ser violado por el padre: El Estado Capitalista, un grupo comando troskista vertió sobre su cabeza disertante, en plena aula magna colmada, un balde de mierda que se derramó sobre la humanidad del escritor, dejando arriba de su pelo un cono decapitado marrón, que remedaba vagamente una capucha magrebí. El escritor continuó su exposición, impasible, hasta que media hora más tarde el timbre señaló la finalización de la clase.
Siempre se dijo comunista. Nunca, que se sepa, ejerció.
Abandonó al argelino, y con él a su departamento. Era ahora un hombre de fortuna, gracias a sabias y oportunas intervenciones en la Bolsa. El argelino, desesperado, pasó días y noches acampando fuera de la nueva residencia del escritor. Una noche vio unas siluetas revolviéndose tras el cortinado: el escritor, su nueva novia, y la novia de ella.
A la mañana siguiente, el escritor descubrió una carta, y en ella, una amenaza: si no volvía con él, el argelino se mataría. Presto, el escritor garabateó una respuesta, a estas alturas, clásica. Guardó el papel en un sobre y lo envió a su antiguo domicilio. Cuando la policía revisó el cuerpo del argelino ahorcado, descubrió el sobre con el escritor como remitente. Dentro, la respuesta: “Matate”.
Solo se exhibía con libros diminutos. Sus propios inéditos, sin embargo, no disminuían de las quinientas páginas. Desde el comienzo se lo leyó como un maestro. Porque se lo leía, y mucho, en ediciones clandestinas que sus amigos hacían circular, tanto en el ruso original como en su traducción francesa. A pesar de saberse Gombrowicz de memoria, su tema no era la inmadurez. De hecho, nació adulto.
Sus libros ascienden a tres: ni uno más, ni uno menos. El primero, la historia del nacimiento, ascenso y caída de un grupúsculo literario de vanguardia ruso, su dispersión y conquista del mundo. Era, también, la búsqueda alocada de la mítica fundadora, a la que solo el protagonista y alter ego del escritor había visto, por vez única, en un subte, borracho. O eso creía. O eso decía creer.
El segundo transcurría en París, Ucrania y Vladivostok. Eran, en verdad, cinco novelas en una. Un cuarteto amoroso de críticos literarios agotaba la primera novela. Ella, y la búsqueda del escritor reverenciado. La segunda contaba la biografía del editor de ese escritor. La tercera mostraba la cara oculta de Vladivostok: el secuestro, tortura y asesinato continuo de menores. La quinta recopilaba las anteriores, y mostraba la clave del misterio.
El tercero eran dos historias: la del mayor poeta nazi, el director de un campo de concentración, y su mayor obra: la pulverización del cerebro de los prisioneros, y su regeneración posterior, recomponiendo en semanas el tránsito de la ameba al homo sapiens.
Su mejor amigo, el filósofo más importante de esos días, escribió sobre él: “La pregunta primera y última que surge ante sus páginas, ante cualquiera de ellas, es: ‘¿cómo se puede escribir tan bien?’”. Lo hizo luego de que el escritor irrumpiera en su domicilio con un contertulio neonazi, y procedieran a desvalijar el domicilio del filósofo, luego de haberlo violado reiteradamente.
Lo había leído todo. El filósofo también dijo, sobre el escritor: “Su obra recorrió un largo camino y cumplió el cometido de los grandes libros: fundar un mito.”
Murió en 1985, a los cuarenta y cinco años de edad.

Matías Pailos

23 enero, 2007

Aventuras de Papá Cioso en vacaciones

07/01/07 MENDOZA
HOLA ZEDI: TE CUENTO QUE ACÁ EN MENDOZA NOSOTROS LA ESTAMOS PASANDO BARBARO, PASEANDO MUCHO. INICIALMENTE SE SUSCITARON ALGUNOS PROBLEMAS BASTANTE SERIOS EN EL HOTEL, PERO EXISTIO MUY BUENA VOLUNTAD Y PREDISPOSICION POR PARTE DEL PERSONAL Y HOY TUVE UNA LARGA CHARLA DE APROXIMADAMENTE UNA HORA CON LA DUEÑA, UNA ABOGADA CHILENA BASTANTE BRAVA Y TODO SE SOLUCIONO SATISFACTORIAMENTE. CONSTE QUE NO LA "MANDE" A MAMA. ENCARE EL TEMA YO. BUENO HIJO, NO TE JODEMOS MAS. UN ABRAZO Y UN BESO GRANDE A PABLO Y MOMÈ. ESTAMOS EN CONTACTO Y QUE TODO ANDE BIEN. MAMÀ Y PAPÀ.-


09/01/07 MENDOZA
ZEDI: HOY 9 DE ENERO HICIMOS LA EXCURSION DE ALTA MONTAÑA NO CONVENCIONAL, O SEA LA LLAMADA TIPO AVENTURA, QUE CONSISTE EN HACER EL RECORRIDO POR VILLAVICENCIO Y LUEGO TOMAR UN CAMINO DE RIPIO CON 365 CURVAS, EN CARACOL, APASIONANTE, PERO HABÍA QUE LLEVAR PAÑALES. EN VERDAD LA PASAMOS MUY BIEN Y ESTAMOS CONOCIENDO NUEVOS LUGARES Y PAISAJES TODOS LOS DÍAS. EN LA EXCURSIÓN QUE TE COMENTAMOS, SALIMOS A LAS 7,00 HS. Y REGRESAMOS AL HOTEL A LAS 21,00 HS. PRECISAMENTE, EL TEMA DEL PROBLEMA DEL HOTEL TE LO VAMOS A CONTAR MÁS DETALLADAMENTE A NUESTRO REGRESO A BAIRES. LOS TENEMOS PERMANENTEMENTE PRESENTES Y LOS QUEREMOS MUCHO A VOS, A PABLO Y A MOMÉ. RESPONDENOS Y CONTANOS SI SALIERON CON PAOLA Y PABLO (EL HIJO DE JAVIER). BUENO, QUERIDO: PORTATE BIEN Y NO HAGAS DESASTRES CON MI VW POLO QUE QUEDÓ A TU CUIDADO. EN LA EXCURSIÓN QUE HICIMOS A LAS BODEGAS EN EL DÍA DE AYER, DONDE SOLAMENTE NOS FALTÓ DEGUSTAR EL AGUA DE LAS ACEQUIAS,Y QUE TAMBIÉN LA PASAMOS DE MARAVILLAS, EL GUIA DE LA AGENCIA DE TURISMO LE PREGUNTÓ A MAMÁ SI ERA LA HERMANA DE NORA DALMASSO, PORQUE LA ENCONTRABA MUY PARECIDA A LA MISMA. TODAVÍA NOS ESTAOS PREGUNTANDO SI ESO FUE UN ELOGIO O UNA CRÍTICA, EN FIN.- UN BESO GRANDE. MAMÁ Y PAPÁ.-


10/01/07 MENDOZA
ZEDI QUERIDO: NOS COMPLACE SOBREMANERA QUE TE AGRADE LEER LOS BRILLANTES Y CREATIVOS CORREOS ELECTRÓNICOS QUE TE ENVIAMOS. TE AGREGAMOS A LO YA RELATADO, QUE ASCENDIMOS AL PICO MÁS ALTO DE LA PRECORDILLERA Y COMO EL TIEMPO ERA MAGNÍFICO Y HABÍAN HABILITADO EL CAMINO DOS DÍAS ANTES, LLEGAMOS AL CRISTO REDENTOR, A 4200 MTS. DE ALTURA. EN EL DÍA DE AYER, PRACTICANDO RAFTING, LAMENTABLEMENTE SE AHOGARON UN TURISTA AMERICANO DE 47 AÑOS Y UN MUCHACHO ARGENTINO DE 22. QUERIDO HIJO: ESPERAMOS Y DESEAMOS QUE EN BS. AS. MARCHE TODO BIEN. NO TE QUEREMOS ABURRIR CON LA CHÁCHARA. TRATÁ DE NO DEJAR PASAR VARIOS DÍAS SIN PONER EN MARCHA EL POLO, NO VAYA A SER COSA QUE SE LE OCURRA NO ARRANCAR CUANDO LO NECESITEN. EVENTUALMENTE, SI SE PRODUCE ALGÚN INCONVENIENTE, PODÉS LLAMAR AL AUXILIO MECÁNICO DE LA CIA. DE SEGUROS, PERO DESCUENTO QUE NO VAS A TENER NINGÚN PROBLEMA. NOS DESPEDIMOS CON UN BESO GRANDE Y UN ABRAZO. MAMÁ Y PAPÁ.-

13/01/07 LA FALDA
HOLA ZEDI:
POR SUERTE, LUEGO DE PASAR POR LAS PROVINCIAS DE SAN JUAN Y LA RIOJA LLEGAMOS MUY BIEN . EL HOTEL ES LINDO Y LA HABITACIÓN CONFORTABLE. EL DIA ESTUVO ESPLENDIDO Y ENTRAMOS A LA PILETA, QUE ES BASTANTE GRANDE Y CON UN SECTOR DONDE LA PROFUNDIDAD LLEGA A LOS 2,50 MTS. PERO EL AGUA ESTABA UN POCO FRIA (MAMÁ NO SE METIÓ Y PAPÁ SE SUMERGIÓ Y NADÓ A LA MAÑANA Y A LA TARDE) YA QUE A LA NOCHE BAJA BASTANTE LA TEMPERATURA. TE MANDÉ UN MENSAJE DE TEXTO PERO NI VOS NI TU HERMANO ME CONTESTAN. POR LO TANTO NO SE SI LOS RECIBEN . AVISALE A LA BOBE QUE ESTAMOS MUY BIEN Y QUE ACÁ NO HAY NI RASTROS DE LAS LLUVIAS QUE CAYERON. UN BESO MUY GRANDE PARA VOS Y PARA MOMÉ. TUS PADRES. ESPERAMOS RESPUESTA.-

18/01/07 LA FALDA
Estamos conmovidos por el gran interés que demuestran para mantenerse comunicados con nosotros y así saber por lo menos como estamos. No se pueden imaginar cuán grande es nuestra alegría y emoción cada vez que abrimos la pagina de gmail y ahí nos encontramos con vuestra presencia. No hace falta estar encima, pero por lo menos un mensajito y unas palabras para que los "viejos" se pongan contentos y crean que Uds. piensan un poquito en ellos no estaría nada mal, pero bueno, c´est la vie (creo que se escribe así, no recuerdo bien). Chicos, esperemos que estén bien y aunque no nos crean, los extrañamos.Les enviamos este correo electrónico con el mayor cariño y un beso muy grande para Pablo, Ariel y Momé. Si tienen un poquito de tiempo y ganas, contéstennos.- Mamá y Papá.-


20/01/07 LA FALDA
QUERIDOS POLLUELOS: VISTO Y CONSIDERANDO QUE NO NOS DAN NI CINCO DE PELOTA, LES VOY A CONTAR ALGO RELACIONADO CON LAS VACACIONES QUE ESTAMOS DISFRUTANDO. EL JUEVES A LA NOCHE, COMPRAMOS CON MAMÁ 1/2 KG. DE HELADO Y NOS DISPUSIMOS A SABOREARLO EN EL PARQUE DEL HOTEL, JUNTO A LA PILETA. NOS DIJERON QUE NO HABÍA NINGÚN PROBLEMA, NOS ABRIERON LA VENTANA QUE COMUNICA EL SALÓN COMEDOR CON EL JARDÍN, Y ALLÍ FUIMOS PRESUROSOS A OCUPAR UNA MESA CON DOS SILLAS. ERA UNA NOCHE HERMOSA, ESPECIAL PARA DEGUSTAR UN RICO HELADO. NO BIEN COMENZAMOS A SABOREARLO, EN FORMA SORPRESIVA HACE SU APARICIÓN FRENTE A NOSOTROS UN ENORME ROTWEILER. QUEDAMOS VIRTUALMENTE PARALIZADOS Y EL POTE DEL RICO HELADO SOBRE LA MESA. VUESTRA MADRE, EN UN DESCUIDO DEL CAN, HUYÓ RAUDAMENTE Y SE REFUGIÓ EN EL SALÓN COMEDOR DEL HOTEL. EL ANIMALITO, AL ADVERTIR ESA MANIOBRA, PRÁCTICAMENTE APOYÓ SU MAJESTUOSA CABEZOTA SOBRE MI HUMANIDAD, IMPIDIÉNDOME REALIZAR MOVIMIENTO ALGUNO. MAMÁ, DESDE UN LUGAR SEGURO, MANEJABA LA SITUACIÓN. ME GRITABA "DALE HELADO, SEGURAMENTE ES ESO LO QUE QUIERE". EFECTIVAMENTE, LO QUE QUERÍA LA BESTIA ERA TOMAR HELADO. TÍMIDAMENTE COLMÉ UNA CUCHARITA Y SE LA ACERQUÉ A LA BOCA. EL PERRO EMPEZÓ A SORBER EL HELADO PERO NO SE DESPEGABA DE MÍ. A TODO ESTO, VUESTRA MADRE ME SEGUÍA DANDO INDICACIONES. "SACALE LA CUCHARITA DE LA BOCA QUE LA VA A MASTICAR Y SE LA VA A COMER". YO, EVIDENTEMENTE EN UN ESTADO DE IDIOTEZ TOTAL, ABSOLUTAMENTE OBNUBILADO Y DESEANDO QUE EL ANIMAL SE ALEJARA DE UNA VEZ, HICE LO QUE MAMÁ ME INDICÓ Y COMENCÉ A FORCEJEAR PARA QUITARLE LA CUCHARITA DE SU ENORME BOCAZA, LO QUE DESPUÉS DE MUCHO ESFUERZO, CONSEGUÍ. AHÍ COMENZÓ LA BATALLA FINAL: TRATAR DE INGRESAR NUEVAMENTE AL INTERIOR DEL HOTEL. EL PERRO, APARENTEMENTE YA NO QUERÍA SOLAMENTE TOMAR HELADO, SINO TAMBIÉN QUE LO ACARICIEN Y EN CONSECUENCIA, NO ME DEJABA AVANZAR UN PASO. SE INTERPONÍA ENTRE LA VENTANA DE ACCESO AL COMEDOR Y YO. FINALMENTE, YA TOTALMENTE JUGADO Y SIN OPCIONES, APELANDO A TODAS MIS FUERZAS, LOGRÉ APARTARLO UN POCO Y PUDE INGRESAR PARA JUNTARME CON VUESTRA QUERIDA Y VALIENTE MADRE, QUIEN VISIBLEMENTE MOLESTA POR LA SITUACIÓN QUE TUVIMOS QUE ATRAVESAR, FUE A PEDIRLE EXPLICACIONES A LA DUEÑA DEL HOTEL. ËSTA SIMPLEMENTE LE CONTESTÓ QUE ES UN CACHORRO DE OCHO MESES DE EDAD, "QUE NO HACE NADA" Y QUE LO DEJAN SUELTO DE NOCHE PARA QUE CUIDE EL PARQUE Y LA PILETA. LÁSTIMA QUE NO NOS AVISÓ ANTES. SEGURAMENTE HUBIÉRAMOS IDO A TOMAR EL HELADO A OTRA PARTE. BUENO CHICOS, LES CONTÉ UNA HISTORIA REAL. PARA LA PRÓXIMA, LES RELATARÉ LO APASIONANTE Y HERMOSO QUE FUE ESCALAR EL CERRO "LA BANDERITA", UNO DE LOS PUNTOS MÁS ALTOS DE LA FALDA (SON POCOS LOS QUE SE ANIMAN). COMO UN MERO ADELANTO, LES INFORMO QUE LA TRAVESÍA ME DEMANDÓ MÁS DE TRES HORAS, ME FRACTURÉ UN DEDO DEL PIE IZQUIERDO, TENGO LOS BRAZOS LLENOS DE RASGUÑOS Y MAGULLONES, PERO POR AHORA ESO NO ME IMPIDE SEGUIR DISFRUTANDO UNAS LINDAS VACACIONES JUNTO A MAMÁ.- BESOS Y ABRAZOS

P.D.: ZEDI, QUISIÉRAMOS SABER CUANDO VIAJÁS, LLAMANOS PARA QUEDARNOS TRANQUILOS. NO OLVIDES QUE EN LA RUTA, EL AUTO DEBE IR CON LAS LUCES BAJAS O DE POSICIÓN (AVERIGUÁ).-

22 enero, 2007

Cara y cruz

Pauls es el mejor escritor vivo, por lo que la empresa no lucía difícil. Llevaba en la mochila ‘Wasabi’, el libro que escribió gracias a una beca de alguna institución francesa cuyo nombre, como tantas otras cosas, se me escapa. Oportunamente, Pauls decidió situar en Francia la acción de la novela, mayormente un cúmulo de bromas ingeniosas prescindibles. El estilo era, como siempre, impecable, superior.
Por fortuna no me había conformado con ese librito, de 150 páginas, con letra y espacios interlineares generosos, y acomodé, a la par, ‘El Síndrome de Ulises’, de Santiago Gamboa. De este colombiano ya había leído ‘Los impostores’, simpático folletín policial y de espionaje, con espacio para los enredos sentimentales y varias reflexiones sobre la literatura y quienes viven de y para ella. Ya arriba del Buquebus, abrí ‘El Síndrome’, y me vi metido de prepo en la París de principios de los noventa, con estudiantes pobres, prostitutas pobres e inmigrantes de toda laya. No pasan diez páginas y al protagonista ya lo están dejando. No pasan veinte y está, a la par que cursando su doctorado, empleándose de lavacopas en un restaurante coreano de mala muerte. No pasan treinta, y ya está culeando con una keniata, una rumana y una colombiana, las primeras pobres, la última acomodada; las primeras putas de profesión; la última, solo de vocación.
Pobreza, hambre, sexo y abandono. No era precisamente lo que necesitaba, creía; lo que necesitaba era curar mis heridas, y este hijo de puta parecía empeñado en recordármelas, primero, y echarles sal después. Pero no podía dejarlo. Quizás me esté haciendo mal, pensé, y volví a Pauls. Sí, divertido. Una vez hube purgado culpas (“no: no te estás masoqueando. ¿No ves que estás leyendo a este tipo que no sufre, que no sufre en serio, que todo lo que cuenta –humillaciones, golpizas, intentos de asesinato a Klossowski, un espolón que emerge de su cuello- no es más que artificio y piruetas de malabarista? ¡Y qué bien que escribe!”), volvía desaforadamente a Gamboa, y avanzaba cuarenta páginas más.
La serie se continuó en el viaje por tierra de Colonia a Montevideo, y en la propia Montevideo. Fue en un bar de la ciudad vieja, en medio de la peatonal, donde dije basta. Lo asumí: no podía dejar a Gamboa/Pauls era insoportable.
Empecemos por el final: un petulante, un idiota anegado en cultura, un neurótico enamorado de su afección que, a sabiendas de su inabarcable talento, decide malgastarlo en un ejercicio de estilo. Eso, y no otra cosa, es y trasunta ‘Wasabi’. No me creo ni medio lo que cuenta, y ‘no me lo creo’ en el sentido de que no logra atraparme en su cosmovisión y dinámica, de modo tal que no cuestione las leyes de ese universo, de modo tal que solo me interese hacer avanzar la historia o seguir leyendo. Se nota el desgano. Se nota la falta de importancia otorgada y leída. Es Pauls imitando, y el modelo es Aira. Pero es Pauls, así que escribe como el crítico que nunca dejará de ser, como nadie que no lo sea podrá escribir jamás: reparando en detalles marginales, pero imprescindibles, destacando relaciones ocultas, rimas que flotaban en el aire sin que nadie las atrapara, removiendo otro gajo de la zarandeada mandarina de la memoria. El problema es, otra vez, el mismo de siempre: le falta vida, le falta espíritu, le falta sustancia. Le faltan todas esas cosas en las que no creemos.
Porque decir que el libro de Gamboa tiene alma es no decir nada, por más que acertemos al hacerlo. Además hay acá otro problema. Si creo que el mayor escritor argentino es Lamborghini, y creo que los méritos suyos no son del orden de los de la vida y el alma, ¿por qué sería el mejor, habiendo tantos otros que sí tiene de ambas, y en cantidad –Pauls en ‘El Pasado’, por caso? Pero sí: es precisamente alma lo que tiene Gamboa, de lo que está ayuno ‘Wasabi’. ¿Y qué es el alma?
Es una cagada. No el alma, sino tener que responder a esta pregunta, cuando se desconoce la respuesta. Podría decir, quizás: hablar de algún tema que nos acucia, que nos compete, que nos importa –y explorarlo a fondo. Esto, por cierto, no implica (necesariamente) narrar las anécdotas que hayamos protagonizado. Significa explorar situaciones que ejemplifiquen o meramente instancien ‘el tema’ de modo honesto, perspicaz y personal, sin escatimar dolores y padecimientos –de los personajes y del autor, si ‘el tema’ es de ese orden. Supone, por tanto, presentarlo tal como se lo vive: de ninguna manera aislado, sino en relación con otros temas, propios o ajenos, que pugnan por imponerse, en su atención o en la del mundo. Supone, digo, mostrar o crear las relaciones que mantienen con esas otras esferas, y una de las pocas relaciones de las que no se puede prescindir son las relaciones de poder. Los temas, las esferas, están compitiendo. Si se quiere vivir no hay que escatimar conflicto.
¿Suficientemente insatisfactoria? Pasemos ahora a otra respuesta del mismo orden. Si en Lamborghini no hay vida, ¿por qué es el mejor?
Voy a recusar la premisa que yo mismo planteé. En Lamborghini hay vida, como en pocos otros lados. Su vida es siempre brutal, siempre cruel. En mi pieza de crítica favorita, ‘Derivas de la pesada’, Bolaño afirma, sobre la literatura de Lamborghini, que “la palabra crueldad se ajusta a ella como un guante. La palabra dureza también, pero sobre todo la palabra crueldad”, y también sostiene que “a duras penas puedo leerlo, no porque me parezca malo sino porque me da miedo”. Bolaño es tremendamente injusto. Hay al menos dos aspectos que singularizan a Lamborghini, y ciertamente la crueldad es uno de ellos. El otro es el mostrarnos cómo la mejor literatura puede hacerse violando sistemáticamente todas y cada una de las normas del bien escribir, y haciéndonos cagar de risa en el intento. Por eso, por este olvido, Bolaño niega el carácter revolucionario a la prosa de Lamborghini, y pide a gritos la vuelta a la mesura apolínea de la gran literatura, esa que habla de todo de mil maneras, pero que hace equilibrio en el intento. Al notar que no nos caemos, no importa cuánto peso nos pongan encima, nos sentimos fuertes. Nos sentimos poderosos. Y soportamos con orgullo mayor peso. Aunque sepamos que la adición de medio gramo más logrará que nos rompamos la crisma en la caída. Ese modo apolíneo de Bolaño es el que exhibe Gamboa. Si se insinuara que escribe mal, diré: entonces no es necesario escribir bien para hacer buena literatura. Pauls escribe bien, y entonces diré: no es suficiente escribir bien para hacer buena literatura. Ese modo apolíneo está radicalmente ausente en Lamborghini. Y la mejor literatura puede, también, prescindir de él.

Matías Pailos

17 enero, 2007

¿Quiero ser Thom Yorke?

Este iba a ser un post contra Radiohead. Una vez más, he fallado.
Recelo, pensé. Pero no, no es recelo lo que albergo hacia ellos. Es otra cosa, más parecida a la frustración, a las expectativas acumuladas, al ser impávido testigo de la enorme fortuna dilapidada en fruslerías. ¿Quién puede postularse como mejor cantante que Thom Yorke? Nadie. Algunos lo igualan; nadie lo supera. ¿Qué registro más amplio, qué mayor caudal de voz, qué mayor emotividad? ¡Ah!, pero verlo de esa manera es como condenar a Capone porque pone plata para el sostén del barrio. Es condenarlo, no por un delito que no cometió, no por algo que no es un delito, sino por un acto de la mayor abnegación. No: la voz de Yorke es lo mejor de Radiohead. No es ahí donde falla; ahí es donde sale campeón invicto. Es a pesar de Yorke que frunzo la nariz cuando el tópico ‘Radiohead’ sale a la palestra pública, empujado por las hordas de acólitos salidos de la Secta Moon dispuestos no a matar, porque no son agresivos, sino a suicidarse –para lo que tienen un indudable talento natural… Ahora que lo pienso, no: es precisamente por la voz de Yorke por lo que me sulfuran. Por todo lo que promete. Por ella, por las guitarras de omnipresente distorsión, por las melodías siempre ricas; por la curiosidad y la enorme ambición que los llevaron a temas de diez minutos, al coqueteo con el free jazz, la música contemporánea y la electrónica experimental a la Aphex Twin, es decir, a Brian Eno. Es, entonces, por ese cinco que les falta para el peso. Es porque siento que no lo dan, no porque no lo tengan, pues son millonarios, sino porque no quieren, porque les parece que no vale la pena, porque juzgan más elegante quedarse en las gateras.
Porque a pesar de todo eso, rehuyen el dramatismo, con el pavor del medio pelo ante el ridículo y la exageración. ¡Exageren, hagan el ridículo! Uno no pide, uno no disfruta de otra cosa.
Y mirá que los gustos de los tipos son los adecuados… Yorke y O’Brien (creo que era él; si no, era el Greenwood guitarrista) participaron activamente en la mejor banda de sonido de la historia: la de ‘Velvet Goldmine’. Puro glam rock del período más fructífero de la historia del rock: 67-74 (dixit Pablo M.). (El glam nace en el ’71, pongamos, y para el ’75 ya ha dejado su bello cadáver para que nos regodeemos en nuestra necrofilia.) Y mejor, pues suma a sus fuentes: Reed y los Stooges de Iggy y los Stones de Brian Jones. Creo que era O’Brien quien contaba que las rodillas le temblaron cuando tuvo que hacer el solo de ‘TV Eye’ con Asheton o Williamson (no, de esto tampoco me acuerdo) mirándolo. Yorke pone su perfil de crooner y logra lo imposible: cantar ‘2HB’ mejor que Ferry. ¿Y entonces? ¿Por qué sacan ‘The Bends’ y no ‘Aladdin Sane’, que es lo que todos estábamos esperando –que es lo que yo estaba esperando?
No lo sé. Me parece que estoy reclamando en la ventanilla equivocada, evidentemente. Lo que quiero es que se desgañiten como los White Stripes, pero que los hagan con la elegancia inglesa. Pero ellos no quieren quebrarse, solo quejarse módicamente, con mesurado urbanismo… ¡Ajj!, tampoco es eso, tampoco es eso…
No no: los tipos quieren conmover al modo de todos los padres fundadores, al modo de Bowie y Bolan y Ferry y Reed e Iggy. Creo que eso solo consigue aumentar mi decepción. Pero les pega la veta pop amable, o la sofisticación burguesa, o el ímpetu sonoro desentendido de las tripas. Caen siempre, solo que en tentaciones distintas. En ‘The Bends’, en la primera. En ‘OK Computer, en la segunda. La tercera se la reservan para ‘Kid A’.
¡Mierda!: dije que no iba a hablar contra ellos, y es exactamente lo que estoy haciendo. No quiero, les garanto que no quiero. Los tipos son geniales, están muy bien en lo que hacen, me gustan y me gustan mucho, y si vienen voy a pagar mis cien mangos para poder verlos en vivo y en directo. Déjenme contarles algo de lo que más me gusta de ellos.Mi disco favorito es ‘Pablo Honey’. Quizás porque ahí se acercan más al rock podrido que quisiera escuchar cuando los escucho, no sé por qué. De ahí que mi tema favorito del disco sea el que más y mejor hace eso: ‘Anyone can play guitar’, con gemido de Yorke en algún punto, y con esa imagen en la letra: ‘And if London burns, I’ll be standing in the beach with my guitar’. Y la letra es tan, pero tan buena, que no voy a resistir la tentación de transcribírselas entera: “Destiny, destiny protect me from the world/Destiny, hold my hand protect me from the world/Here we are with our running and confusion,And I don't see no confusion anywhere./And if the worm does turn/And if London burns/I'll be standing on the beach with my guitar/I wanna be in a band when I get to heaven/Anyone can play guitar/And they won't be a nothing anymore/Grow my hair, grow my hair I am Jim Morrison/Grow my hair, I wanna be wanna be wanna be Jim Morrison/Here we are with our running and confusion/And I don't see no confusion anywhere”.

Tremenda.

Y sí: todos escuchamos ‘Paranoid Android’, no ya el mejor tema de la banda, sino uno de los temas insignia del rock de cualquier época. (Si se lo pone entre los diez temas de la historia del rock, nadie se indignaría –aunque hay gente para todo.) El resto del disco… ¿‘Exit music for a film’? Sí, hay una versión de Meldhau; sí, es mejor la de Meldhau. No, el resto del disco sí me parece ‘El regodeo del depresivo’. Pero un depresivo ahí, uno que habla mucho y que nunca va a llegar al corte de venas. Un llorón, bah.
Sí, es un gran disco. Muchos lo comparan con ‘El lado oscuro de la luna’. Zato acuerda, y recuerda que ese no es el mejor disco de Floyd ni por las tapas, que hay al menos cinco discos de Floyd mejores que ese, y que hay algo de medias tintas, de quedarse entre la disfuncionalidad psicodélica de los primeros discos (propiedad de Barrett) y la ampulosidad y magnificencia de The Wall (algo así como el ‘Artaud’ de Waters).
Me gusta el disco. Mucho. Me gusta ‘Idiotique’ y ‘Everything is in its right place’, de Kid A. Con ‘Amnesiac’ comienzo a perderlos, pero ‘Knives out’ me encanta, y los primeros temas también.
“¿Entonces? ¿Te contesto o no?”. Hacé lo que quieras. En última instancia, todo se resuelve en una cuestión de gustos. Los gustos, a su vez, se disuelven en un menjunge mucho menos claro de formación, impulsos y estados de ánimo. Si uno fuera todo el tiempo conciente de esto (si lo creyera), no discutiría casi nunca, pues trataría siempre de entender lo que de verdad hay tras las palabras ajenas. Los términos evaluativos (‘bueno’ y ‘malo’, para empezar) caerían en desuso. ¿Vale la pena?

Este post iba a terminar así: “Otra vez sin final. Cuando no hay final, buenos son los resúmenes: hubiera querido que esta banda fuera de mis favoritas, pero…”
De las pocas cosas que hice para escribirlo, está el escuchar de nuevo sus discos. Haciendo eso, releyendo lo escrito, me di cuenta que me gustan más de lo que pensaba al decidir escribirlo. Que me gustan en serio. Que no sé qué pensar de ellos ni de mi gusto. Que no sé si hay un pero.

Matías Pailos

15 enero, 2007

Habla, memoria

Siguiendo con la saga recabadora de defectos, deméritos y peculiaridades que me singularizan, tocaré hoy, para beneplácito de la afición lectora, un punto que tendrá el balsámico efecto de hacerlo sentir, a usted, gentil dama, a usted, estimado caballero, mejor persona, por contraste con quien esto escribe, cantera inagotable de puntos oscuros. Digo:

NO TENGO MEMORIA

¿Cuántas veces usted, que me conoce, que ha interactuado conmigo, se ha dicho: este tipo no me presta atención? Pero es falso, falso de toda falsedad, y me revuelvo contra tamaña acusación. Aunque… las personas me cuentan los mismos hechos, las mismas anécdotas, una y mil veces. Mi respuesta inveterada es siempre la misma: sorpresa, interés, curiosidad. Porque sí me importa lo que me cuentan, sí quiero saber más, sí quiero formarme una opinión sobre el asunto (sobre cualquier asunto). ¿Tiene problemas laborales? ¿Cuáles? ¿Cuáles son las posibles soluciones? ¿Cómo pintar mejor su cuadro de situación? Todo me interesa. ‘Todo me interesa y nada me atrapa’. ¿Quién dijo eso? Creo que Lamborghini. Sí, creo que Lamborghini. Tuve este diálogo mil veces:

-¿Y tu novia?
-No salgo más.
-¡No! ¿Cuándo te peleaste?
-Hace dos meses. Te lo dije hace cinco minutos.

En fin. Algo similar me acaece en relación a los fragmentos de películas, a las situaciones y los diálogos que las pueblan. Y no estoy hablando de las que miré de soslayo, medio durmiéndome. Aludo a mis films favoritos, a mis películas de cabecera. ¿Cuántas veces vi ‘Annie Hall’, cuántas ‘Besos Robados’ o ‘La mamá y la puta’? Bien: no-me acuerdo-de nada. Apenas un perfil, una risa, jirones de monólogos. Eso es todo. Así mi antítesis, SG, individuo que tiene memoria hasta de lo que no vio, queda pedaleando en el aire cuando relata, con lujo de detalles, con toda minucia, este, ese y aquél episodio capital de ‘Blanc’, de Kieslowski, que no le gustó, que le pareció pretenciosa y plagada de lugares comunes, mi película del mes. Yo, que la había visto por tercera vez tres días atrás, no tenía forma de asentir sinceramente a la evocación del falso intento de asesinato, a la traición a gran escala, al ascenso social endemoniado, a la fatal venganza. Nada; todo se había desvanecido. “Pero entonces, ¿cómo sabés que te gustó? ¿En qué se basa ese juicio?”. No tengo respuestas que cuenten como buenas razones. Albergo, y es lo único, cantidades industriales de certezas: esa me gustó, esa me gustó mucho, esa es excelente, pero no es para mí, esa es una basura que no puedo dejar de ver, aquella no tiene contras, y esta, vean: esta es insuperable. “Eso no es una razón”. Esos son pruritos de filósofos: pensar que solo las razones justifican.
Fue Cobiñas, arrellanada en lo hondo de una reposera, allá lejos y hace tiempo, en lo profundo de la costa argentina, quien me dijo: “es porque no te importa lo que te cuentan”. Dejé volar mi sentido de la culpa y le creí. “¿Vos qué decís, si sos un egoísta?”, sentenció, en la misma línea, Zedi Cioso. Entonces soy un egoísta a quien solo importa lo que me pasa. Pero, ¿y cómo explica esto lo de las películas? ¿No es más sencillo concluir que carezco de todo atisbo de memoria? Lo es, y es falso. Di algún que otro final, y ya se sabe: sin memoria no se puede aprobar. De a ratos (y este es mi mayor orgullo), recuerdo los nombres de todas las capitales del mundo, y logro anclarlas en sus respectivos países. (Esto, que parece una habilidad menor, lo es indudablemente. Suele pasar, sin embargo, que el motivo de mayor orgullo personal es uno que deja indiferente al resto del mundo. Así, me permito citar como parte de mi prosapia a Lord Byron, cuya mayor satisfacción no era ser el mayor poeta romántico, tampoco enamorar doncellas –y mancebos- por doquier, sino, quizás más modestamente –aunque yo no lo creo así- haber sido campeón escolar de natación.)
Mi memoria es selectiva. Solo atiende a información cultural, y ni siquiera a toda ella (ahí están para atestiguar a mi favor los fotogramas y fotogramas de películas a los que estuve mil y un millón de veces expuesto, y de los cuáles estoy ayuno de todo registro). Lo que me cuentan amigas, familiares y contertulios sí me afecta, sí me incumbe, y por eso pregunto, insisto y reincido. Pero no hay caso: entra por un oído y sale por otro.
Creo que puedo ubicar la raíz de mi mal, si de un mal se tratara. Tiempo atrás, en un infecto depósito de una sucursal shopinera de una miserable cadena de librerías, Ángel, desconcertado ante mi insistencia, ante la requisitoria de razones que avalaran la exorbitante tesis que se empeñaba en defender, cagándose de risa, tuvo a bien iluminarme como pocas veces lo ha hecho nunca nadie.

-No sé, Fede… no importa, tampoco. Lo importante es seguir conversando.

Es verdad. ¡Es verdad! ¿De qué estábamos hablando? ¡Qué importa! No importa el mensaje, sino el medio. Importa el vínculo, no lo que transite por él. Creo, desde entonces, a pie juntillas en la verdad de esa tesis. Me aferré a ella como naufrago a una madera, en la inteligencia o la intuición de que esa era la vía de escape a la fiebre justificadora que me acosaba. ¿Por qué? ¿Por qué dijiste lo que dijiste? ¿Por qué dije lo que dije? Para todo tenía yo una teoría, y para todo la exigía. Pero no necesitaba eso. Menos aún lo quería. Así que hice carne ese verbo. Así dejé de pensar en el qué para concentrarme en el cómo. Así solo me interesó seguir conversando.
Creo que hice bien. También, es cierto, sospecho que me bandeé. Pero, al menos entonces, al menos hasta hace poco, aferrado como estaba al dictum pessoano, ese que afirma que la decadencia es la pérdida de la inconciencia, porque la inconsciencia es el fundamente de la vida, y que el corazón, si pudiese pensar, se detendría, no podía hacer otra cosa.

Matías Pailos

12 enero, 2007

Onetti es triste

Generalmente uno escribe sobre lo que lee. Así funciona el mundo. Yo me propongo escribir sobre lo que no leí. Me veo obligado, entonces, a exponer los motivos por los cuales no leí aquello sobre lo que, sin embrago, escribo. Diré más, los motivos por los cuales, si mis cálculos son correctos, no lo leeré jamás. Se trata de Onetti, Juan Carlos. Un hombre a todas luces feo que parece haber nacido viejo, o haber nacido para ser viejo en el mejor de los casos. Congelado para siempre en esa foto con antojos de carey, calva prominente y labios de sapo. De esos labios, gruesos y horripilantes, me parece ahora que se derrama una hiel que corre por sus comisuras y forma un charlo de espanto a sus pies, en el fuera de cuadro de la imagen.
Intenté leer a Onetti por primera y última vez en un viaje a Montevideo (sí, soy un snob, por supuesto, y tal vez ese vano afán de hacer coincidir el paisaje turístico con el literario esté a la base de más de un mal trago como este). Recuerdo que cargué en la mochila a falta de uno, dos títulos del célebre escritor uruguayo: los relatos compilados en el volumen llamado Tan triste como ella y la novela Dejemos hablar al viento, pero también se me coló como un alien el libro rojo de Entre Paréntesis de Roberto Bolaño, cuyos artículos me había prometido dosificar como si de glóbulos homeopáticos se tratara. Recién en el ferry de vuelta reuní valor suficiente para dejar a Bolaño de lado y meterme con Onetti (creo que ya tenía un mal presentimiento). Lo primero que encaré fue el relato “Un sueño realizado”, tal vez porque se llamaba igual que una novela de César Aira. Se trataba de una historia excelente, narrada con absoluta maestría, en el que una mujer montaba en un teatro la escena de un sueño recurrente para quitarse la vida sobre las tablas. Excelente, he dicho, pero que pesadumbre sentí tras leerlo. Todos en ese relato hablaban como si mascaran y escupieran las palabras, todos agobiados por el hastío de vivir. Bueno, ya pasará, me dije, y acometí “El 31 de diciembre” con un resultado similar: me sentí invadido por un profundo desasosiego. Como parecía que no había tenido suficiente, y como para redoblar la apuesta, decidí medirme con “El infierno tan temido”. Para qué. El horror, el horror. Tras leerlo temí no poder volver a amar a nadie. “Tal vez sean los cuentos” pensé y quise probar con la novela. ¿Que pretendía? ¿Arrojarme por la borda del barco? A la página 15 sentía náuseas, mareos, desgano, me daba lo mismo llegar a Buenos Aires o que el Buquebus se fuera a pique ahí mismo, en el medio del río. Lo que no me causaba el vaivén del ferry me lo provocaba, multiplicado, el pesimista universo de Onetti.
Entonces comprendí: si seguía leyendo me iba a morir de tristeza. Porque, como diría Menotti (la similitud fonética de los apellidos es, que yo sepa, pura coincidencia) “Onetti es triiiiste”. Y yo no quiero estar triste. Eso es todo. Bastante sufrimiento trae aparejada la vida como para masoquearme con esa espléndida prosa barranca abajo. Yo no puedo y no quiero ser “tan triste como él”. Dejo a otros, más valientes, más lúcidos, más realistas, el encargo de naufragar y ponerse a juntar los cadáveres. En lo posible, y sobre todo en lo imposible, en el imposible mundo de la literatura, trataré de ser feliz.

Zedi Cioso

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10 enero, 2007

Reincidente

Conocí a Reincidentes, claro, de la mano de Matías Pailos, que me llevó a un recital en Arlequines, donde estos hacían las veces de soporte de los 7 delfines, la taciturna banda de Richard Coleman. De aquella primera presentación sólo recuerdo que, en busca de vanas analogías, hice un comentario acerca de la entonación del cantante, Juan Pablo Fernández y dije que se parecía a la de Andres Ciro, voz de los Piojos. Ah, y ahora también recuerdo que me quedé dormido en medio del show de los 7 delfines y sus muros de guitarras distorsionadas y que tuvo que venir Pailos a despertarme al término de la función (no, no había ingerido ninguna sustancia).

Corría 1996 y por esa época yo creía que la banda del futuro era una que fusionaba rock suburbano, cumbia, murga y cómic. Pero Pailos insistió: me forzó a acompañarlo a un par de recitales más (eso sí, le hice jurar que no habría ni un delfín nadando por allí) hasta que algunas canciones, algunos estribillos se me comenzaron a hacer conocidos, de a poco transitaba, sin saberlo, por el mundo de Los Reincidentes, anhelaba visitar su ciudad gris: Montevideo, y me pasé, una tarde de cielo encapotado, 7 horas leyendo, y así finalmente descubrí que la resaca de Tom Waits era definitivamente mejor que el histrionismo de Mick Jagger y Axl Rose.

Sin embargo, no me volví definitivamente devoto hasta que otra vez Pailos adquiriera el segundo disco del grupo y me lo grabara en casette. Al principio me resistía a escucharlo, disgustado con el nombre del álbum: Que sois ahora, que me parecía harto pretencioso, pero poco a poco fui sucumbiendo a esas canciones misteriosas, tristes, de enorme carga dramática: un desdichado que se encuentra con su ex mujer y no puede sacarse de la cabeza la remera blanca y amarilla, Como el curry al arroz, la monedas de un peso y tu dolor: hilo y algodón, el hijo cuya madre le confiesa que no sabe quién es su padre, que lo que creyó toda su vida es una pintoresca mentira, Si te sirve fue al revés/ yo lo inventé/ le puse un lindo nombre / Ivan Dessau / L’artiste fraçais, o el desparpajo para llamar Cruz una canción y preguntarse: Che, este de River, Cruz ¿Juega en Holanda?. Era la banda de sonido ideal para una improbable novela neoarltiana a finales del siglo XX. Claro que las palmas, el altar mayor sería para “Pretty puta sirenita”, la trágica confirmación de que el amor, más frío que la muerte, es capaz de asesinar a la amistad. El último tema del disco se llamaba bonito y hacía honor a su título, pero un guacamayo se ponía a volar entre la niebla smog de los colectivos y ya preanunciaba un giro en la carrera de los Reincidentes: transformarse es una forma diplomática de morir.

Obnubilado por el segundo disco no paré hasta adquirir el primero, sarcásticamente titulado Nuestros años felices, aunque para mí cifra realmente mis años felices con la banda. Comienza literalmente como una novela: Ya era tarde, el taxi se adueñó de las calles, y la tensión va in crescendo tema a tema. Canciones que son como bombas de tiempo: Joselito, no vuelvas a casa. Si ella ya no te espera y brinda con él, no importa si el pueblo es chico o la ciudad inmensa, porque el Infierno siempre es Grande, y allí Salpica la noche el cielo a la carne, pero los Reincidentes se mantienen firmes, con sus uniformes de oficinistas agobiados: traje y corbata con el cuello algo flojo, preguntándose con desesperación:
¿Cuál será el plato del día?
¿Cuál será el plato del día?
¿Cuál será el plato del día?
¿Cuál…
será el plato del día?
¡Nuestra única esperanza!

Lo mejor que pasó en el tercer disco de Reincidentes, Mi suerte, fue el alejamiento de Alejandro Marcer, el engreído y funesto bajista que componía canciones exasperantes (pretenciosas en sus intenciones y decepcionantes en sus resultados, excepto por la bellísima Más allá del mar) y su reemplazo por el contrabajista Rodrigo Guerra. Sin embargo, a partir de este disco Goran Bregovic empezó a ganarle la pulseada a Nick Cave y Tom Waits y la “balcanización” de Reincidentes hizo virar sus letras de la angustia a la gastronomía: nunca compré ni escuché Miguita de pan, el cuarto disco, aunque sospecho que no estará nada mal. Les fue bien, fueron felices y supongo que fieles a sí mismos, los felicito por eso, sin embargo prefiero seguir escuchando esa canción desesperada que JP Fernández canta una y otra vez a voz en cuello y al borde del abismo en los dos primeros álbumes.

Y sí, una vez Los Reincidentes nos dieron pelota: habíamos ido a verlos al Club del Vino, entre quesos azules y copas de pinot noir. Un show estupendo aunque, hay que decirlo, demasiado parecido a la banda de sonido de un documental de Kustirica sobre Maradona. Cuando llega la hora de los bises y Pailos y yo ni nos miramos, al unísono nos ponemos de pie y entonamos con ímpetu y retórica futbolera:
¡Pri-ti Pu-ta! ¡Pri-ti-Pu-ta! ¡Pri-ti Pu-ta!
Y se escuchan los primeros acordes y JP Fernández pega su boca al micrófono y entona con la misma pasión atribulada: Anda a mirar si esta sola/ me dijo muerto de pena/ bajé nomás la escalera/ y entonces…la ví/ Con esa risa de ángel/ que hasta a los muertos paraba/ me la clavó en un instante en el corazón/ que latía inquieto/ Yo que pensaba que el mundo/ tenía nomás noche y día/ ahora el destino decía/ que había algo más / yo que vivía a los tumbos y siembre un cuatro jugé, ahora tenía este ancho lo iba a jugar/ Y mi destino era ella/ que supo ser de mi amigo / y que tenía mil caras/ como un carrousel/ lleno de fantasmas/ linda como una sirena/ me hizo dormir en su pelo/ y caminé por las luces/ que ahora me dormían/ y pensar que por mi amigo/ a esa milonga yo entré/ para decirle que afuera/ él moría de amor./ Para decirle que vuelva/ con el muchacho que afuera/ tenía el alma en pedazos/ lo mismo que hoy yo, oooh, oooh, oooooh! La, la la la lara, laaaa. (Coro de borrachos que todos entonamos a voz en cuello haciendo bambolear nuestras copas).

Hoy cuando llamo a Pailos para que me confirme algunos datos de esta reseña, le digo que no comprendo cómo no escribimos antes sobre Reincidentes, y él me contesta que es lógico, porque Los Reincidentes forman parte de nuestro pasado y nosotros preferimos abordar nuestro presente. Le doy crédito a sus palabras, pero inmediatamente después me cuenta que no aguanta más el dolor y que se va a Montevideo Rogando que lo extrañen/ que lo odien/ ¡que lo lloren un poco! Y entonces comprendo que inexorablemente seguimos viviendo atrapados en esas bellas, tristes y amargas canciones.

Zedi Cioso

09 enero, 2007

Mientras cae la lluvia

Es difícil estar preparado para los grandes acontecimientos. Muchos de ellos requieren nuestra distracción para ocurrir. Puede que eso explique, en parte, cómo es que no vi llegar uno de los recitales de mi vida.
Este complemento, ‘… de mi vida’, suele despertar resquemores. ¿Por qué esa compulsión a establecer jerarquías? ¿Por qué no agotarse en el disfrute, para qué parangonar eventos –con el consiguiente deprecio de algunos, valiosos ellos? Tienen razón; no hay necesidad de hacerlo. Porque me gusta, es una primera respuesta. Porque así es el juego, es otra. Porque eso agrega dramatismo y adoro el dramatismo, vale como una tercera.
Embarcado en estas y otras reflexiones, bajé de un 130 que supo demorarse como la más minita de las minitas, y caminé las cuadras que separan Libertador de Figueroa Alcorta, y los metros que distancian a ella del Planetario. Confieso que, al no ver el escenario de buenas a primeras, temí que el recital se hubiera suspendido, que fuera en otro lado o en otra fecha. Y me puteé. Alto y fuerte. Pero como no di pábulo a mis temores, seguí buscando. Inmediatamente vi gente, cada vez más densamente apretada, en lo que desde mi perspectiva era el reverso del Planetario. Y corrí, confieso que corrí. Ahí estaba, la banda del arrabal rockero ‘Ángela Tullida’. Conviene distinguir el arrabal rockero, afluente del tango y de la milonga y del vals, pero también, y sustancialmente, de Nick Cave y Tom Waits y el Balcan-rock de Kusturica y Bregovic, del rock arrabalero, tipo Gardelitos, que funge con el rock chabón de, por caso, Callejeros.
No me mató. Un whiskero sentado dándole a la guitarra, queriendo aparentar decadencia de noches de cocaína y puteríos de Constitución, con un violinista y algunos otros músicos detrás. Simpático, sin embargo. Denme diez escuchas más y soy hincha (no practicante, eso sí que no).
Busqué y encontré: PH daba vueltas como bola sin manija… ah, no: ese era yo. Él solo me buscaba. Me apropicué adonde aguardaba L, líder de señera banda de rock, y nos embarcamos en un debate sobre el tipo musical de su mundo, de su empresa, de su mundo de hoy. ‘Power depresivo’, ‘rock suicida de dientes apretados’, ‘yo, y toda esta gente, estamos dispuestos a matar por Prozac’, fueron algunas de las etiquetas que se barajaron. PH comenzó a armar. Temí que, una vez más, perdiera todo el material en el camino. Fue peor: se nos agotaron las sedas.
La juventud está perdida. Nadie fumaba. Nadie, de las quinientas, mil personas reunidas, tenía un porro encendido. Salí de expedición, y recibí más rechazos que los que habitualmente me deparan las mujeres. ‘¿Qué es una seda?’, me preguntó uno, con un pucho entre los dedos. No, creo que no me estaba cargando.
Lo bueno de fumar con tus alumnos es que podés reconocer potenciales proveedores. Este se materializó en forma de un pelirrojo, buen pibe, inteligente y eficaz. No tenía, pero estaba con gente que probablemente, en una de esas, quién te dice. Se ha cantado ¡Bingo! en la sala: tenía.
En el ínterin, comenzó una llovizna que pronto devino lluvia, en intensidad creciente. En el ínterin, subió una orquesta de bossa y funk y soul y lounge y psicodelia y música de películas. ‘Brian Storming’, se hace llamar. Ahí. Casi simpático. Re cool. Lo cool de lo cool. ¿Sangre? No, de eso no tenían. Música amable, no se crean, y muy variada. Muy buena, estoy seguro. No es para mí. (Pero mi mal gusto es proverbial, así que…)
Michael Stipe, cantante de R.E.M., cuenta, cada vez que alguna pregunta pasa besando el poste, que ver a Patti Smith en vivo fue una de las cinco experiencias más importantes de su vida. ‘No musicales; fue una de las cinco experiencias más importantes de cualquier ámbito de mi vida’. Sin exagerar, escamoteando todo potencial escandaloso a la declaración, podría contar la performance de Reincidentes de esa noche como una de las cinco experiencias musicales, en vivo, de mi vida.
Claro que hablo de la Pequeña Orquesta, y no de los gaitas punk. Pero como peino canas, como los vi por vez primera hace diez años, cuando no se habían agregado primer y segundo nombre, para mí siguen siendo los Reincidentes. Ya estábamos bien fumados, eso es un detalle a señalar. Los teníamos a cinco metros, en el centro. Los primeros temas ya me pusieron al palo, y a PH le pasó otro tanto. Una flaquita, veterana, le estaba moviendo el culo delante de su pija, con su novio al costado. Una provocadora profesional. PH, impertérrito. Y a cada segundo más colorado. Los primeros temas fueron todos de los últimos dos discos, que no tengo, que no escuché, que conozco apenas. Todos buenísimos. Mejores que los intermedios, casi tan buenos como los del primer disco.
Del pedigrí, cercanías e influencias de Reincidentes se puede decir lo mismo que de Ángela Tullida. Solo que lo que los últimos hacen lento, y a baja intensidad, aquellos lo hacen rápido, denso, como si en lugar de cinco fueran una orquesta. La clave: son cinco solistas. Cada tema son tantos como los integrantes de la banda, al menos, y puestos en relativa coordinación. Quizás los armónicamente más ricos, los más melódicos también, sean los temas de Pessoa, el tecladista y hombre acordeón. Mi favorito es Fernández. El líder que no quiere ser, favorecido por su coexistencia con tres potenciales competidores en el liderazgo (el contrabajista, Pessoa, y, last but not least, Vintrob, en batería y percusión –que, dicho sea de paso, acaba de sacar un disco de propia y exclusiva autoría). Pero el corazón de Reincidentes es Fernández. Su voz puede ser peor que la de Pessoa, pero es más dramática, más emotiva, siempre al borde de romper todo y largarse a llorar (siempre al borde de romper todo y largarse a llorar). Sus temas son iguales. Hay un punto en el que entran en ebullición. Hay un punto en el que la lava sale despedida, en el que todos quedamos derretidos.
Highlights: ‘Gallo rojo’. No para mí, pero sí para PH, que se me colgó de los hombros. Sí, todos somos zurditos. Apartidarios, progresistas, radicales o peronistas. Nos tocan al Che y saltamos todos. Siempre funciona. ‘Sin dinero no puedo pensar’, futuro slogan de futuras manifestaciones de becarios en mora (copyright: PH). Y los bonus track. Sí, tocaron ‘7 horas leyendo’; sí, me emocioné. Sí, bailé como desaforado, sí, hice pogo autista (copyright: L). Sí, llovió.
‘I wanna know, have you ever seen the rain?’, bromeó, citó, imitó Fernández. Yo le festejé el chiste. Stipe, con R.E.M., en el Campo Argentino de Polo, años atrás, con lluvia incesante enmarcando el show, hizo el mismo chiste. Stipe cantó el tema; Fernández no. Aquél año, consultado por la Rolling Stone acerca de cuál consideraba él que había sido el recital del año, Fernández, sin dudarlo, respondió: R.E.M. en el Campo Argentino de Polo. Las coincidencias no existen.

Matías Pailos

PD: nos retiramos. Cuadras más allá, L y PH se detuvieron (de hecho retrocedieron) a zamparse un chori. Yo quería birra, no chori, así que me abstuve. Adopté mi típica pose de oligofrénico: cabeza reclinada, boca abierta, mano rascando cabeza. Ahí empezó otra historia. Una que no es esta.

08 enero, 2007

Tour de force

Ayer tomé ácido por segunda vez. Esta ocasión, me entregué a los deleites y afanes de la versión ‘Simpson’ del mismo. Ni cuarto ni medio: uno entero. Media hora, tres horas, seis horas y la realidad no estaba ligeramente corrida, sino a tres kilómetros de distancia. Pero me pareció insuficiente efecto, por lo que decidí aceptar la generosa oferta de oportuno contertulio, filósofo coetáneo de prestigiosa prosapia drogona, y me clavé medio paquete de pastillas celestes. El tiempo se detuvo y se alejó; comenzaba a impacientarme. Este hijo de puta que no venía y yo comenzaba a impacientarme. Decidí hacer uso del caballo negro estacionado a la salida del departamento, en un tercer piso con balcón a coqueta calle de Palermo Soho. Monté y la bestia hociqueó, por lo que tuve que darle con la fusta para que aprendiera. Corrigió el rumbo, entró al departamento, atravesó el living con mi amigo dándonos la espalda guitarra en mano, y saltó por la ventana. Solo ahí desplegó las alas, sin poder, no obstante, evitar el topeteo con el 152. Estaba llegando tarde, y eso me encolerizaba. Como me convenía ese estado de ruido y furia, significando nada, di un par de vueltas hasta aparcar, sin que muchos lo notaran, en pleno Correo Central. Até al equino a un poste de luz y oí su chistido.

-¿Qué querés?
-Quiero ver la pelea.
-Okey.

Así que lo desaté, le convidé un pucho y avanzamos, abriéndonos camino entre la multitud que temblaba grácil.
El Luna Park no es un estadio pequeño, por lo que no demoramos menos de cinco minutos en llegar hasta el ring. Subí. PH, uniformado como árbitro de Las Vegas, aguardaba circunspecto en el centro, también fumando. Porro, por supuesto.

-Llegás tarde, querido.
-No me rompás las pelotas.

Desde la otra esquina, con pantalón rojo, metro setenta y cinco de altura, setenta y seis kilos trescientos, de Saavedra, Capital Federal… ¡Zeediiiiiiii-Cioo soooo! Y en esta rincón, con pantalón naranja, metro setenta de altura con toda la furia, setenta y tres kilos como mínimo, de Vicente López, Provincia de Buenos Aires… ¡Yyooooooo!
PH nos juntó en el centro del ring y pasó a explicarnos las reglas del combate. A mitad de su velocísimo y confusa explicación, soltó:

-¿Seguro que quieren pelear? ¿Qué va a pasar con ‘Afiebrados’? ¿Y si alguien sale herido? ¿Y si no se hablan más? ¿Qué va a pasar con nuestros libros? ¡Qué va a pasar con mis sábados, por Dios…!

Lo cagamos a trompadas. En medio de la golpiza, arteramente, alguien cometió una bajeza. De un takle, tumbé a ZC y comencé a llenarle la cara de dedos. Para mi desgracia, una mano del púgil de Saavedra impactó en mi mentón, y volé por los aires. La campana indicó la finalización del primer round mientras yo caía sobre mi banquillo. Miré a mi costado. ML fumaba preocupado.

-¿Qué hago?
-¿Qué se yo? Estoy hecho mierda. ¿Tenés un pucho? Necesito Clonazepán. ¿Tenés Clonazepán?

Con este no podía contar. Giré al otro lado. Ángel, piernas cruzadas, sentenció:

-La pelea está perdida. Solo resta caer con dignidad.

¿Puede ser?

-¡Están despedidos, manga de drogones depresivos! ¿Quién me manda a mí…?

Eso. ¿Quién me manda a mí? ¿Por qué simpatizo con drogones depresivos, si no los entiendo, si nunca me deprimí? Campana de inicio del segundo round. Campana de término del segundo round. Otra golpiza. No voy a poder soportar mucho más. Otra campana. ¡Basta de campanas!
Tambaleo. Estoy por caer. Es la hora. Patada en los huevos, y Cioso cae. Doblado, manos en los genitales, le pateo la cara. Los incisivos salen volando y caen en el helado de una pequeña, que opta por juzgarlos pedazos de chocolate blanco y se los manda al buche sin dudar.
“Es la mía”, digo para mí, y piso la mano del escritor, cercenando su posibilidad de escritura inmediata. Le piso la otra mano, y soy descalificado. La policía sube para llevarme detenido, pero mi caballo se aviva y los pasa por encima. Monto en su lomo y dejo que sus alas se eleven por mi cabeza y comiencen a girar. Remontando vuelo cuál helicóptero, abandonamos las instalaciones.
Vuela que vuela, mi corcél opta por parar mientes en Libertador y San Martín de Tours; el Malba, genio y figura. El Malba da vueltas. ¿O soy yo? Estoy dentro del Malba, y lo veo, ¡sí!, lo veo: es ER, que, inopinada e indistintamente, señala a su izquierda, al jardín de los senderos que se bifurcan en dos letreros: ‘Persona’ y ‘Personajes’. Son dos guardarropas. Abro el de persona. Solo estoy yo, y mi circunstancia: un disfraz mío, otro de ER. Cierro con impaciencia, y abro el otro. Amplia variedad. Elijo el cuerpo de Willy Cañas, la cara de Woody Allen y el pelo de Leonard Cohen; casi totalmente enfundado de superhéroe judío (menos el cuerpo; pero no había deportista judío a la vista), remonto vuelo. El cielo me da vueltas, y se me viene encima, cual jefe galo. Lucho y logro que no me aplaste. Me siento Atlas, pero con el cielo en lugar del mundo. Noto que no podré resistir tanto, y empujo con todas mis fuerzas. El cielo vuela por los aires, y se incrusta nuevamente en el sitio en que otrora viéramos un cielo. Nuevamente, PH:

-Che, ¿no me comprás?
-¿Qué?
-¿Qué?
-… ¿Qué querés, macho?
-¿Qué…? Que si no me comprás. Tomá. El del fondo es el dealer.

Al fondo hay un gordo, una persona enfundada en el personaje de Osvaldo Guariglia, antiguo titular de cátedra. Sí: el dealer copia a la realidad ética. Voy; encaro y pido. Obtengo.

-Tomá.
-Gracias, pibe.

¿Qué ‘gracias, qué ‘gracias’…? ¡Gracias las pelotas!, quiero decirle. Callo. Él da vueltas. Guariglia da vueltas. El mundo se volvió loco.
Me desmayo.

Matías Pailos

06 enero, 2007

La Guerra Florida

Tenés que sortear la loma de la Plaza San Martín: ilusión óptica de valles y hondonadas para el visitante advenedizo en la ciudad de la chata llanura, después pasar junto al imponente Kavanagh y el monumento a Echeverría: primer escritor Gore argentino. Entonces sí, como si fueras un auténtico conquistador podés divisar con ojos vírgenes los frutos de la mítica tierra prometida: llegaste a la Calle Florida.
En sus primeras cuadras La Florida está en cueros: “leder”, “leder” pregonan excéntricos promotores políglotas mientras el olor de la curtiembre se hace carne en tus órganos olfativos. A las dos cuadras de internarte descubrís las ruinas arqueológicas de Harrods: precedente antediluviano del shopping center y templo celebratorio de la influencia británica sobre la economía del Río de la Plata, pero asimismo la caja encristalada de zapatos que atesora los recuerdos perdidos de tu lejana infancia: la primera propaganda de TV, la primera excursión “al centro” con película Disney en el cine Los Angeles y tu primer susurro, casi erótico, a la oreja de ese rechoncho Papá Noel. Te quedarías inmóvil llenando de recuerdos furtivos ese enorme espacio pero la marea humana te atrapa y te impone su ritmo: rozado, pechado, empujado, arrastrado en la poderosa corriente de los cuerpos te dejás llevar por su frenética danza insomne. Sos hábil para surfear con destreza la ola y encaramarte en lo alto salpicado por la espuma de los días, los pelos y los tacos repiqueteantes. Atravesás Tucumán dejando atrás las últimas tolderías y sus cueros de potro sin echar a rodar ni un lagrimón y tu nariz es invadida por la grasa perfumada del Mc Donald’s, las esencias de vainilla y coco de las boutiques con su irresistible olor a compras y las muestras gratis de perfumes caros que azafatas de cabotaje arrojan como dardos sin cerbatanas directo a tus fosas nasales.
El semáforo de Córdoba te hace apreciar a la fuerza la magnificencia del Centro Naval: cumbre barroca de la patria naútica construida por los arquitectos Jacques Durraut y Gastón Mallet en 1914 hasta que el VERDE empuja a la marea y apenas echás un vistazo de reojo al lujo reciclado de las Galerías Pacífico tan pronto como te desviás de tu curso por la aglomeración que suscita una pareja de bailarines de tango al punto que casi estás por chocar, los cuerpos se aprietan y detenerse es morir, hacés un ocho, un giro, arrastrás el pie derecho y de pronto todos están bailando la cumparsita como en esa película de Héctor Babenco. Dos pasos más adelante un retratista te atrapa para siempre en una línea sobre su tela como un calígrafo chino. Combatís el calor sofocante arrimándote a la vereda para recibir los efluvios de aire acondicionado que expulsan los locales desde su confortable interior refrigerado. Te tienta un café en la Richmond pero la marea ya te arrastró una cuadra a la deriva: en La Florida no se puede dudar; esta es la tierra de la decisión y el arrojo. Ahora dos tangueros curtidos en los años 40 se imponen al bullicio con guitarra y bandoneón “Es la revancha del tango” dice entre samplers y loops Gotán Project desde una casa de música como si fuera necesario ponerle un título al cuadro de situación.
De pronto el tiempo se detiene.
Es una pareja. Llevan ropas de lluvia: impermeables y paraguas. Una tremenda ráfaga de viento los azota y tira de sus corbatas, sus abrigos y sus cabellos y hasta ha dado vuelta el esqueleto metálico de sus paraguas. La inesperada aparición de dos estatuas humanas en el vértigo frenético de Florida tiene el mismo efecto que la de un témpano de hielo en las dunas del Sahara. Los espectadores abrevan de la inmovilidad de esos cuerpos prodigiosos y lo más extraño es que les arrojan monedas para que se muevan, cuando vos les darías una fortuna para que permanecieran en ese grado de cero de la motricidad beneficiándonos con su bálsamo estático.
Las estatuas humanas te dan fuerzas y te lanzás con renovados bríos a la marcha fatal de La Florida y así llegás hasta el cruce con Calle Corrientes. La multitud se agolpa a tu alrededor mientras ves al ejército enemigo aprestar sus huestes en la orilla contraria: hay gritos de ánimo y coraje a ambos lados, crece la expectativa y aumenta la excitación, que se expresa en un zumbido de colmena. No mirás a tus compañeros pero sabés que estás dispuesto a dar la vida por ellos, hasta que el semáforo, o Dios, divide las aguas de Corrientes y todos se lanzan en la arremetida final. Dos masas compactas de cuerpos avanzan ansiosas al irremediable encuentro donde los ejércitos demuestran la interpenetrabilidad de la materia. El Cruce de Corrientes impone un enigma a los especialistas a la altura de las formaciones espontáneas de las aves migratorias. Es la antiguerra y la victoria consistirá en un enroque de multitudes que se atraviesan sin tocarse.
Sano y salvo en la otra orilla, entre el tufo grasiento del Burger King y las ofertas deportivas del Show Sport te topás con un blusero idéntico a “Encías Sangrantes”, el personaje de Los Simpsons, que entona “Down by the corner” con el hondo sentimiento de Missouri . Al terminar sólo lo aplaude –aunque hay que decirlo, con fervor desmesurado– un linyera conmovido. “Cambio, cambio” vocea autómata un arbolito pero pronto es superado por un pelado con ínfulas de tenor que anuncia “vendemos todo sin línea, activamos celulares, vendemos todo sin…”. Para no quedarse atrás la miseria también saca sus vidrieras a la calle: nenes de 7 años en harapos estiran la mano y piden sin convicción una moneda a la indiferencia muda de los peatones apurados por llegar a ninguna parte. Un vendedor ambulante ofrece la “revolucionaria lámpara robótica” que abrochada a la solapa de un libro permite leer en la oscuridad y hace su demostración con un ejemplar de Antígona de Sófocles mientras otro vendedor arroja unas vituallas acuáticas a una pequeña piscina inflable donde los juguetes se entrechocan en ciegas órbitas una y otra vez como si fueran espermatozoides en busca de su óvulo. En la paleta sónica no falta ni el armonioso canto de los pájaros, aunque provocado por un gordo con camisa desabrochada y ominoso ombligo al aire que sopla un silbato plástico para simular el gorgeo y lo hace coincidir con los punteos telúricos del guitarrista folklórico a sus espaldas. ¿Es bueno el guitarrista? No podés saberlo porque ya lo silenciaron los acordes de “Volver” que la casa de discos de tango arrojan a la calle desde sus inmensos parlantes y un segundo después sucumben ante los amplificadores del ensamble del Noreste Argentino que interpreta la canción de “Titanic” con un solo de quena. Decidís dejar el mundo en suspenso y te internás en la Galería Güemes para ver el París que no fue y caminar entre sus sobrerrelieves dorados y sus cúpulas de catedral profana y salís listo a afrontar los nuevos peligros: los cruces son cada vez más riesgosos .La gran marcha de lemmings humanos no acepta las interrupciones de las bestias metalmecánicas. A lo largo de La Florida los odios se van acrecentando entre las dos facciones y a la altura de Bartolomé Mitre los ánimos están listos para iniciar las acciones bélicas: es la guerra de los peatones contra los automovilistas. Cuando el semáforo se pone en verde se inicia la lucha: los autos arremeten con su caballería: una horda infernal de motocicletas se lanza a toda velocidad amedrentando a los valientes peatones con sus vocinas biiiip, biiiip, biiiip, mientras aceleran sus rodados. Los peatones retroceden y la primera batalla es para los automóviles, que aprovechan el campo libre abierto por las motos y avanzan. Pero los peatones no se dan por vencidos: se reagrupan al borde de la acera y sus mariscales discuten una nueva estrategia: no se puede ir al choque contra la infantería automotriz, sin embargo la cohesión de su tropa es débil y deja huecos, por un instante el flujo de coches se detiene y los peatones aprovechan para lanzar su aguerrida vanguardia: cientos de soldados cruzan por el surco abierto en las líneas enemigas. Ya llegan refuerzos en cuatro ruedas que aceleran y tocan bocina sin hacer mella en los temerarios peatones: tal vez algunos perezcan como los ñus en las mandíbulas de los cocodrilos, pobres mártires de esta guerra sin cuartel. Pero los autos no se atreven a perpetrar la masacre y frenan a último momento para iniciar una marcha lenta y empantanada, peleando milímetro a milímetro con puteadas y bocinazos. Los valientes y anónimos peatones que se han hecho con la insignia de la victoria ya se pierden en el horizonte de La Florida. El semáforo corta y en pocos minutos esta guerra inmemorial conocerá otro nuevo y cruento episodio.
Ya casi lo lográs, sólo tenés que esquivar unos kioscos de diarios empapelados con mapas del país y unos pósters de 3 pesos cubanos con la imagen del Che. Tan seguro estás de tu victoria que te permitís un pequeño desvío en Av. De Mayo para visitar la “Feria de Libros de Chiche Finkelstein” y adquirís El Gran Gatsby en tapa dura por $3. Cruzás la avenida y retomás el curso de La Florida dispuesto a remontarlo hasta su nacimiento, como si fuera el Nilo. El paisaje ha cambiado, quedaron atrás las tiendas y ahora predomina el edificio de la Legislatura Porteña y otras dependencias estatales. Al fondo ya divisás el monumento ecuestre al “Roca Genocida” tal como lo han rebautizado los grafitos y a sus espaldas la Manzana de las Luces, pero demorás tu avance final para disfrutar del espectáculo: es la tarde del jueves, último día laboral del año en la administración pública y en los edificios los empleados festejan rompiendo y arrojando papeles a la calle. Algunos celebran lanzando papeles y otros recogiéndolos para venderlos por kilo a los recicladotes, aunque deben competir con las cuadrillas del Gobierno de la Ciudad que se empeñan en reprimir cualquier conato de mugre. Así las cosas, te dedicás a caminar entre la nívea lluvia de papelitos y observás en el piso esos fragmentos de informes, formularios y memorándums que durante el transcurso del año han tenido la mayor importancia y que ahora son destruidos y arrojados al vacío para celebrar que el año próximo habrá otros informes, formularios y memorándums que serán de la mayor importancia hasta que en la última jornada laboral del año, etc.
Finalmente y contra todos tus pronósticos arribás a la Diagonal Roca y te detenés a observar La Florida en perspectiva: la marea avanza con indiferencia, tesón y tal vez un secreto éxtasis entre una lluvia de papelitos que caen de los edificios como un premio a este grandioso y gratuito espectáculo humano.

Zedi Cioso

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05 enero, 2007

El miniaturista

Nació a fines de la década del diez. Era flaco, espigado, de semblante más bien enjuto. Se dedicó a esa disciplina que procura reconciliar la arquitectura con la matemática, o aplicar esta a aquella. Su profesión signa su primera novela, de cuyo título se apropia. Una sucesión de cartas enviadas desde una remota provincia cordillerana a su abuela, residente en la capital, en las que se insinúa una serie. Una anciana tras otra aparece estrangulada, degollada, descuartizada, munidas todas ellas de un número natural inscripto en la frente. Marcan, o al menos así podría parecernos, el seguimiento de una regla, pues a medida que crece la sucesión, a medida que el número asignado a la difunta es mayor, más figuran el rostro de la abuela del emisor de las misivas. La última, la número dieciocho, es el retrato vivo de aquella. Se espera una nueva víctima para la semana entrante, y las expectativas se ven frustradas. Diez nuevos cadáveres se ofrecen a la investigación. Uno se parece extraordinariamente a la abuela. Las otras dos ancianas son del todo disímiles: en altura, en color y textura del cabello, en edad. El resto se compone de dos viejos, un cuarentón, una bebé y unos trillizos de quince años. Sobre los ojos de cada uno de ellos puede leerse rotundamente, en caracteres arábigos inscriptos con tinta china, el número diecinueve.
Años más tarde, de vuelta en la gran urbe, aparece su primer volumen de cuentos, del que destaca el relato autobiográfico que da título al conjunto. Su autor vivió confinado a una silla de ruedas, cuadripléjico, sus primeros veinte años, en la soledad de una finca sobre la costa patagónica azotada por temporales y extensos períodos de sequía. Su protagonista goza de similar fortuna. Se nos relata su despeñarse desde la punta de un risco, cómo su estómago sirvió de alimento a una bandada de buitres anómalamente gregarios, cómo fue rescatado por un buque ballenero, sirviendo de receptáculo donde saciar las bajas y griegas pasiones de la tripulación; cómo, en el éxtasis de la pasión, un amante opta por vaciar los cuencos oculares del protagonista, y cercenar sus inútiles piernas, brazos, y miembro sexual; cómo lo obligan a ingerirlo y cómo de vuelta al hogar se traslada a la metrópoli y dilapida su fortuna en fiestas orgiásticas que apenas, forzando su magro aparato auditivo, puede sospechar. Cómo, finalmente, (hemos de creerlo pues así se encarga de comunicárnoslo) alcanza la inevitable sabiduría, la compresión de todo lo que late bajo y sobre la superficie; de la superficie misma.
Hay más en ese texto. Hay enanos eunucos con vocación de asesinos, a la que dan curso, hay una isla que se hunde, ejerciendo la venganza despreocupada sobre el náufrago que la habita, hay un prisionero sin lengua que devora la de su captor, y hay una raza de cerdos ciegos con fauces de gusanos, omnívoros y de crecimiento poblacional geométrico, los herederos de este mundo. Después no hay más.
Emigra al viejo mundo. Los motivos no son claros. Su círculo de amigos alega huida de una acusación de ejercicio público de la pederastia con un menor. Pedofilia, entonces, y el cargo ya es mayor. Hubo, sin embargo, para esas fechas, una merma en los servicios urbanos de prostitución masculina. Semanas más tarde, aparecerían los cuerpos de los ausentes flotando en el río.
Echa definitivamente al olvido su corpus poético de juventud, y genera (escribe) sus dos obras mayores. La primera, presuntamente, alberga una colección de individuos aislados, en su medio, en su hábito o en su búsqueda. Hay una chancha que no deja de parir, un guerrero sediento de signos, pero dispuesto a sustituirlos por sangre, un centauro que porta pantalones y discreción, un tuberculoso que se hace acompañar de una multitud de doppelgangers por medio de un servicio de espejos contrapuestos, un pobre tipo que se pierde en la suma de las dimensiones espacio-temporales, un sabio de nombre Fregep que cede su fortuna a vasallos que nunca dejan de odiarlo, y que deviene primero mendigo, luego perro que trasmite la enfermedad que siega la vida del conjunto de los infantes de la comarca. Hay una esfera, una herida, y un ángel taxi-boy.
El otro libro se compone de una dilatada galería de caracteres, humanos todos ellos. Este mundo está habitado por telépatas, individuos que ansían restaurar el pasado, productores de novelas a escala industrial, demostradores de la existencia de Dios y un director teatral que monta las Investigaciones Filosóficas, a la sazón, uno de los cinco libros que hubo leído el autor.
Hombre más supersticioso que crédulo (pues sometía todo juicio a escrupulosa crítica), admitió a pie juntillas, de una vez y para siempre, la verdad ausente del dictum flaubertiano, de que la sabiduría llega por conocer bien, pero muy bien, cuatro o cinco libros. Eligió entonces cinco ejemplares en los que aspiraba a encontrar lo prometido, y uno de los cinco fue el precitado. (Acometió, en el proceso, abiertos timos, ha de reconocerse, pues optó, como segunda de las cinco, por las obras completas de un autor ruso.)
No satisfecho con el relativo prestigio del que gozó, ejerció el oficio de inventor. Forjó, entre tantos, un medidor de inversión, consistente en un tubo largo y fino, recipiente de un cúmulo de resortes, sensores y cables, con amplia capacidad expansiva, a ser insertado donde mejor le cupiera al individuo objeto de estudio. Varios Estados lo adquirieron, implementándolo como medio de tortura.
Perpetuamente enamorado de un condiscípulo universitario, del que nunca se supo demasiado, pero que parece haberse esfumado de la faz de la tierra en la temprana juventud del autor, hizo este traerse en calidad de sierva a la hija de su enamorado, ya adolescente ella, y mantuvo con la susodicha lo que difícilmente podríamos calificar de romance: la violó consecuentemente todas las noches, por el período de un mes. De resultas de esta gimnasia, vio la luz un nuevo elemento humano, a casi ocho meses de todo aquello. El crío pasó por hijo adoptivo del autor, que procedió a disciplinarlo a fuerza de abusos desde su más tierna infancia, hasta que ya no tuvo más ímpetu, instante en el que pasó a ser abusado con la misma constancia por el púber, casi un adolescente.
Como textos póstumos destacan dos; uno, compuesto por una sucesión de cuentos contenidos en una oración, a la que sigue una cadena de verbos, rematada por una ristra de nombres. El otro es un libro de mil páginas en blanco. Su título no es uno de los nombres de Dios, sino el del autor.
Murió con un libro acerca de dolencias cardíacas en el pecho, investigando los orígenes y posible cura de su afección.

Matías Pailos

04 enero, 2007

Truco

Tolstoi es famoso, entre otras cosas, por patrocinar quejas contra la exigencia de un final rimbombante. No porque prefiriera que la última palabra de una historia se dijese en voz baja. Los cierres, para él, no importaban. Tolstoi pensaba que el desvelo por los finales era una preocupación burguesa. Y ya se sabe: lo burgués es lo peor.
En la misma línea que los enemigos de Tolstoi, estamos los que abominamos que nos cuenten la trama de las películas. Eso, precisamente, es lo que voy a hacer a continuación.
Vi ‘El gran truco’. Mi turbación, al momento de sentarme delante de la pantalla, era considerable, y es probable y más que probable que ello enturbiase mi juicio. Acababa de abandonar a Ángel y a Cioso, y todavía no había reparado en la batalla dialéctica que me esperaba. Cioso, un caballero, me lo había preanunciado. Cargado de presagios y lamentaciones, bajé del subte y enfilé derechito hacia el afamado cine ‘General Paz’. Cioso recomendó ‘El ilusionista’, pero al llegar ya era demasiado tarde. Quedaba esta otra, también de magia. En la esperanza que esa fuese la película basada en el libro de Millhauser (no lo era), compré mi boleto y rumbeé para el McDonald’s, en espera de liquidar el muy aburrido y notable artículo de Nozick sobre el problema de Newcomb. Una hora más tarde, habiendo atravesado la lluvia, habiéndola recibido como una bendición, me perdí en lo oscuro de la sala. No obstante, me pareció una gran película, a pesar de todos los ‘sin embargo…’ que acto seguido enunciaré.
El problema de esta es el de muchas: te explican dos veces las cosas. No les basta con decírtelo una, lo que no necesariamente está mal. Tienen la compulsión, al final, de eliminar el menor resquicio de misterio. Insisto: que te lo digan una vez, bueno… a veces uno quiere acotar las interpretaciones plausibles. Pero que, una vez que todo terminó, una vez que ya entendimos, insistan con despejar toda duda, es una decisión erradísima. Ese tipo de películas, como buena parte de las artes narrativas, se nutre de cierto misterio, de una porción de material no dicho. En la duda está el gusto, a veces. Duda no equivale a ambigüedad. Ambigüedad es que te digan: no hay un final. Cuando se instancia la duda, es porque se nos genera, a nosotros los espectadores, la sensación de que hay un y solo un final, que la suma de los datos esparcidos determinan una y solo una respuesta correcta, pero que no fuimos suficientemente perspicaces para recabarlos e interpretarlos del modo adecuado. Es el lugar al que nos lleva ‘El Aura’, por ejemplo. Es el lugar del que nos expulsa ‘El gran truco’. Sin embargo…
Es la historia de una rivalidad. Dos magos aspiran al cetro –y tienen con qué. Es la historia de una obsesión, de dos obsesiones. Ambos desean, y desean más que nada el triunfo profesional: llegar a la cima –y en soledad, mirar a todos, al otro aspirante, el único que importa, desde arriba. Es la historia de la lucha entre la vocación y el amor, entre la realización profesional y el calor del hogar, de una mujer, de una hija. Es la historia de la derrota del amor y de la familia. ‘La obsesión es un lujo adolescente’, le dice Michael Caine a Hugh Jackman, comunicándole su defección: no, no lo acompañará a Estados Unidos en busca del gran invento. Es la historia de los sucesivos sacrificios que el arte, creen ellos, exige –y el cordero del holocausto son ellas. Es, también, el registro del llanto masculino ante el amor perdido. Es, también, la suma de las venganzas que acometen en su ascenso a la cumbre. Es todo eso, todo junto, narrado de modo más que eficaz: fragmentario, y en retro y prospectiva.
Funciona. Aunque el chiste se descubra a poco de andar. (Yo, que soy más lento que la media, que soy prenda de hipnosis, que me entrego a la historia sin pedirle credenciales, lo descubrí frisando la mitad del relato.) Como yapa, podemos ver una nueva performance de Bowie, en la piel de Tesla, rival de Edison, hacedor de milagros.
Buena parte de la gracia de esta película es la ausencia de velos. O del último velo, del decisivo. ¿Tiene todo esto una explicación científica admisible, o hay fehaciente intervención milagrosa? Vuelvo al principio. No hay duda; menos, aún, ambigüedad. Está todo claro, y en las antípodas del jamesiano ‘Otra vuelta de tuerca’. Cuando leemos esta historia, nos preguntamos: ¿hay fantasmas o no? Cuando abandonamos la sala, sabemos: los hay y no.

Matías Pailos

03 enero, 2007

Pailos

Soy rencoroso; soy envidioso; soy egoísta. Te envidio, Cioso; te guardo rencor. Tenés cosas que quiero para mí. Eso no me hace bien. Digo, ejercitar el resentimiento. Sospecho que la táctica más conveniente para lidiar con él no es el asesinato. Los aspectos más oscuros de nuestro espíritu suelen ser irreductibles. Si algo sacan de un ataque frontal es su propio fortalecimiento, o al menos ensuciar lo suficiente la batalla como para que lo máximo a lo que podamos aspirar sea a una victoria pírrica. (O pirrónica. No, creo que pírrica.) Lo cuál no significa, ni mucho menos, que no haya que intentar lidiar con ellos. Combatirlos, por cierto; procurar menguar sus fuerzas. Pero esto no siempre se puede. A veces, solo queda cerrar la puerta y esperar que se les pase la rabieta. A veces solo queda esperar que se cansen de pegarnos.
Tengo mis méritos, no te vayas a creer. Soy exhibicionista y melodramático, y sé implementar el fraseo corto. No soy gracioso, no soy elaborado, no soy inteligente. Por suerte, las primeras son virtudes literarias tan legítimas como las últimas. No veo que debería guardarme lo que puedo mostrar solo porque hay quienes no disfrutan del coraje para hacer otro tanto. Dos observaciones: sí, el pueblo pide sangre. Yo pido sangre. Cuando leo un blog, pido que el autor esté en la letra. Vos solés esquivar el cuerpo. Es algo que tendrás que aprender a controlar. Se puede. También yo puedo aprender el humor, la paciencia y la perspicacia. No es esperable que llegue muy lejos en estas lides; algo más quizás se pueda esperar de vos en aquellas. Pero, francamente: hay algo de rastrero en la acusación. Se parece demasiado a las lágrimas de los jugadores de River ante el planteo mezquino de un equipo chico, que encima les mete un gol de contraataque y aguanta los trapos hasta el pitazo final. ‘Se vinieron a colgar del travesaño’, ‘no nos salieron nunca; así es difícil llegar’. ¿Y qué querés que hicieran, hermano? Tienen menos presupuesto, menos jugadores, el árbitro les juega en contra… ¿y encima pretendés que se regalen? Imponete con tus armas, si pretendés hacerlo. No me chicanees. No me vengas a regatear solo porque te enamoraste de tu personaje contenido y superficial, que nunca se emborracha, que nunca hace papelones. Yo me emborracho. Yo solo hago papelones. Y, si yo fuera público, pagaría por verme caer. (Soy tan lindo cuando pifio…)
Soy prepotente. Soy (vos lo sabés) un bielsista de ley, y voy al frente como loco (contrariamente a lo afirmado en el párrafo anterior, porque también soy contradictorio). Pensé que la productividad y la eficacia eran méritos. Lo sigo pensando. Si se es bueno, la intensidad de trabajo aumenta las obras buenas, y la probabilidad de obtener algún milagro. Si no se es bueno, se mejora. ¿Por qué exponer los bocetos, por qué no esperar a la versión definitiva? No obligo a leer a nadie. Pero, por favor: sigan leyendo, sigan comentando. De ahí también se mejora. ¿Tengo que disculparme por la pereza ajena? Vamos…
Yo no quiero que se vaya nadie. Más aún: quiero que escriban todos, todo el tiempo. Cursé varias invitaciones. Algunos respondieron positivamente. Insisto más que nadie para que los que participan poco, lo hagan más. Trato de tirarles tema, dentro de lo que la cortedad de mi mollera me permite. Te tiro tema, te insto a que escribas más.
Me parece que, dentro de lo posible, procuro que esto siga siendo un espacio colectivo. No por altruismo, porque (ya lo confesé) soy egoísta. Mirá: detesto la soledad. No quiero quedarme hablando a la pared. Por eso leo, discuto, argumento hasta donde puedo. ¡Hasta comento lo que no leí, por Dios! Y escribo, por caso, sobre vos. Escribo panegíricos sobre vos. (Tengo una ‘Apología de Cioso’ presta a ser hecha pública, de ser necesario.)
Con esto quiero decir: no me vengas con Stalin, guacho. Yo los quiero a todos acá, pero no fuerzo a nadie. ¿Qué yo marco el pulso de el blog? Por supuesto: vos te mancaste a la primera de cambio. No veo, contrariamente a lo que Germán, necesidad de que nadie deponga nada de sus intereses y personalidad para participar acá. Espero, claro, que se me permita otro tanto. Si no se sienten cómodos con cuánto escribo, con cómo escribo… bueno. Si prefieren dejar de escribir… okey. Pero si nadie, salvo vos, se queja, entonces es otra cosa. Entonces es una cuestión entre vos y yo.
Porque es eso, ¿no? ¿Quiénes escriben? Los que quieren ser escritores: vos y yo. ER ya es escritor (ya publicó, y en cantidad). Al resto le interesa participar, más bien como divertimento, como otro modo de reunirse, como una extensión de nuestra amistad. Pero para vos y para mí es distinto. A nosotros nos va la vida en esto. En cierto sentido, nos jugamos la piel acá –y el resto no. Escribir y que nos lean… hace un tiempo lo veíamos como una quimera. Más o menos para el tiempo en que creíamos que nunca íbamos a ponerla. ‘¡Otra infidencia, la puta que te parió!’. No conviene menear el manto delante del toro si no se está seguro de escapar a tiempo.
Pero te juzgo mal; soy injusto. ¿Qué hiciste? Exactamente lo que te pedía. Te ensuciaste, te rebajaste a la injuria y la amenaza (la amenaza del exilio, posibilidad que abomino; no lo hagas, te necesito cerca para putearte). Hiciste lo que reclamaba: pusiste los trapitos al sol. ¿Y yo? Yo no puse una pizca de humor en mi réplica. Yo no aprendí nada, seguí siendo el mismo lechehervida de siempre, que actúa sin medir las consecuencias. Con lo cuál azuzaste esta respuesta, y pusiste un poco más de pimienta al sitio. Más aún: explicitaste mi estrategia. Ahora debería hacer otra cosa. Pero esperá sentado: nadie cambia en la victoria. Me refiero a que, mal que mal, unos pocos nos leen. El vencedor de esta disputa (no del debate) sos claramente vos. Así que me retiro avergonzado. Soy profundamente inoperante. Ni siquiera encontré un amigo que me dijera lo que debía escribir.

Matías Pailos

02 enero, 2007

Mi amigo Germán

La semana pasada, tras varios intentos fallidos, finalmente logré encontrarme con Germán, viejo y querido compañero de facultad a quien llevaba más de un año sin ver. Una vez concluidos los saludos de rigor y la mutua actualización biográfica, Germán me preguntó cómo andaba el tema de la escritura. Lo hizo exactamente con esas palabras
_¿Y cómo anda el tema de la escritura?, dijo.
Debo admitir que la pregunta me tomó un poco de sorpresa y tras enumerar una larga retahíla de excusas tuve que admitir que no había escrito nada de ficción en el último año (prácticamente desde la última vez que nos habíamos visto, como si él fuera una suerte de talismán literario, lo que me hizo pensar si sería ese el secreto motivo por el que anhelaba tanto reunirme con él).
_Bah, agregué, nada salvo lo que publiqué en el blog del que te hablé (en el intercambio de mails previo al encuentro le había pasado el link del Mate Tuerto con la secreta esperanza de que ingresara y leyera algunos textos).
_Ah, sí, el blog, dijo, y no agregó nada más.
_Pero, ¿Pudiste leer algo?, insistí.
_Sí, sí –repuso Germán– leí.
_¿Y qué te pareció? Decime la verdad, mirá que no me enojo, le dije para darle ánimo, porque lo veía un poco reticente a expresarse sobre el tema.
_Bueno, la verdad es que no lo entendí muy bien.
_Es un blog, Germán, no me digas que nunca leíste uno.
_Sí, sí, digo que no entiendo este en particular.
_Okey, te explico entonces. Se trata de un blog colectivo, todos lo que participamos tenemos la clave de acceso y cada vez que escribimos algo entramos a la página de Blogger y publicamos un post.
Germán se sonrió antes de contestar: _Epa, no soy tan tonto. Eso ya lo había entendido. Lo que no me queda claro es… (hizo una pausa, noté que buscaba la manera de decir lo que quería decir de la forma más diplomática posible) lo de colectivo. A mí no me parece un blog “colectivo” como vos lo llamás.
_¿Y por qué?
_Porque, en mi opinión, una construcción colectiva tendría que implicar deponer cierto interés exclusivamente personal. Algo así como velar un poco la personalidad propia para aportar a la “personalidad” del blog, o lo que sea esa cosa colectiva que se trata de construir.
_¿Y a vos no te parece que el blog no tenga una personalidad propia, entonces?, lo apremié con voz un poco subida de tono.
Otra vez Germán se quedó pensativo y me volvió a dar la impresión de que buscaba la forma de morigerar su respuesta).
_No, dijo finalmente y se quedó callado, pero al instante agregó. O sí. Es como si cada uno de ustedes estuviera escribiendo su blog personal y todos disputaran una “lucha de personalidades”.
_Yo nunca lo había visto de esa manera, le dije algo ofendido.
_Bueno, esa es la impresión que me dio a mí al leerlo, como si todos expusieran su vida, o los aspectos más interesantes de su personalidad en la vidriera a ver cuál se “vende”, es decir, se lee y se comenta, más. En esa lógica me parece que el que se impone sobre todos es ese tal Painlos, y lo hace de dos maneras simultáneas: por un lado por prepotencia de trabajo porque, mal o bien, es el que más publica…
_Postea, lo corregí con malicia.
_Bueno, postea, perdón pero no conozco bien la jerga –se excusó Germán y siguió– el que más postea entonces y por otro lado el más dispuesto a exponer su vida en público, como si viviera para contar, como si toda experiencia en su vida, desde la más íntima a la más banal, fuera una excusa para post, valga el juego de palabras, posterior.
_¿Ah, sí?, le dije totalmente crispado, ¿Entonces todos los otros qué papel vendríamos a jugar?
_Y, los demás serían como el coro idiotizado que le hace el juego, que o bien corea sus estribillos sin alcanzar sus agudos de falsete o propone otra cosa, como un contrapunto útil para que la melodía no se torne tan previsible y tediosa. Los otros post serían como un descanso que se toma el lector hasta que arriben puntuales las nuevas aventuras de Paulos.
_¡Pailos! Corregí con furia desatada. Me indignaban los comentarios de Germán, pero no podía quejarme porque yo me la había buscado, así que preferí seguirle el juego hasta el final y le dije:
_Y, según vos ¿Qué tendríamos que hacer nosotros para dejar de jugar ese papel de coro idiotizado, como vos lo llamás?
_Bueno, disculpame lo de coro idiotizado, fue una expresión desafortunada.
_Disculpado, lo corté en seco, seguí con el consejo que por ahí nos es útil.
_Bueno, dentro del blog no sé si podrían hacer mucho porque Pailós ya tomó el control.
_ Germán, Pailos es sin acento en la “o”, por lo tanto se pronuncia Pailos. Y la verdad que me parece que te fuiste un poquito al carajo, “toma de poder”, estamos hablando de un blog, no del politburó soviético.
_Justamente, -empezó Germán, que era, y aún es, un maestro en el arte de convertir ataques en contraataques- ese ejemplo que traes a colación es bien útil para explicar la situación. ¿Qué es el politburó sino una organización nueva (como un blog) que de algún modo tiene que hacerse sobre la marcha y donde un conjunto de personalidades luchan por el poder. ¿Por qué se impone Stalin? Veamos. No es el más inteligente (ese es Trotski). No es el que tiene más apoyo (Kámeniev y Zinóviev se apoyan mutuamente). Ni siquiera tiene el aval de Lenin, que en su testamento pide expresamente que se cuiden de los desmanes que Stalin puede causar. ¿Entonces por qué se impone? Respuesta: porque es el que tiene más claro qué hacer y cómo hacerlo y no repara en mientes para llevarlo a cabo. Volviendo al blog, ese tal Pa-i-los ¿lo dije bien esta vez, no? es quien mejor entiende el juego: escribir constantemente, que no pasen 3 post sin que uno lleve su firma para marcar el pulso del blog y que éste nunca se desvíe del curso que él le impone, y por otro lado construir una personalidad atractiva para venderle al lector y estar dispuesto darlo todo (contarlo todo) por esos objetivos. La intermitencia, los pruritos, el “control de calidad” y la timidez de los demás hacen el resto.
_¿Y qué sugerís entonces, me exilio en México y espero que Pailos no me mande un sicario para que me mate a comments?
_Bueno, dijo Germán con una risa que no me gustó nada, eso sería lo más honesto.
_¿Honesto para quién?
_Honesto de parte de ustedes para con los lectores a quienes les hacen pasar por blog colectivo lo que en verdad es un blog personal con invitados estables.
Estaba rojo de furia, tenía ganas de enviar a Germán a la mismísima mierda, pero al mismo tiempo me daba cuenta que me costaba refutar sus argumentos y que de aumentar el tono de la discusión corría el peligro de perder a un amigo, así que opté por decirle:
_Para demostrarte que estás equivocado voy a convertirte en parte del blog.
_Mirá que no tengo nada escrito para mandarte, se atajó Germán.
_No hace falta –repuse– pienso reproducir este diálogo y exponerlo a la consideración general para que te respondan los lectores y todos los miembros del blog.
_¿Te vas a animar?, me desafió Germán.
_Por supuesto. Y te invito a que entres, te leas y participes.
_No tengas dudas de que lo voy a hacer –dijo Germán y después agregó– Además me encanta leer las confesiones de ese tal Pailos.

Zedi Cioso