El Mate Tuerto

"Se fingirá el saber que no se tiene."

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Nombre: El Mate Tuerto
Ubicación: Argentina

28 abril, 2007

Comida étnica

I

Sansi, el mercader, se embarcó en un peligroso viaje a través del mar prohibido para hallar una nueva ruta al país amarillo. A mitad de su viaje se desató una violenta tempestad y su nave naufragó. Sansi se aferró a un madero y el agua lo condujo a una isla desconocida. Los habitantes de la isla lo encontraron en la playa y lo llevaron ante su rey. Desconocedor del idioma que hablaban los nativos, el mercader extrajo la flauta de madera que siempre llevaba atada a la cintura y comenzó a tocar. El monarca resultó ser un gran amante de la música y acogió a Sansi en su palacio. Tiempo después lo casó con su hija menor. Así vivió veinte años hasta que un día decidió retornar a su tierra, puesto que nadie en la isla lo retenía contra su voluntad. El rey mandó cortar el árbol más grande de la región y ordenó que lo ahuecaran y construyeran con él una canoa para Sansi y su familia. El mercader cargó el buque con sándalo, caoba y otras maderas valiosas que le proveerían fortuna en su tierra y embarcó a su mujer y sus dos hijos, que ya tenían edad para cazar sus propias presas. Pero al desembarcar en su tierra natal ya nadie lo recordaba. Los soldados que los encontraron tomaron a Sansi y su familia por contrabandistas y los llevaron arrestados ante el prefecto de la región, que decidió colgarlos sin juicio previo y colocar la extraña canoa gigante sobre altos caballetes para disuadir a otros contrabandistas de operar en sus costas. Al culminar la faena los soldados descubrieron que el buque, al ser atravesado por la brisa marina, reproducía el triste y melodioso sonido de la flauta.
En las noches de verano, cuando sopla el viento sur, el rey de la isla trepa a un alto promontorio desde donde cree escuchar la flauta que Sansi aún ejecuta para deleitarlo.

Extraido de Stuart, Genet, Mitos y leyendas del Lejano Oriente.

II

Todas las mañanas veía a aquel viejo pordiosero barriendo la acera a las puertas del templo. Hasta que con el tiempo me convertí en el viejo pordiosero y me vi pasar a diario, joven, apresurado e indiferente y sin siquiera pensar “¡Pobre de mí!”.

Extraído de Lieu, Yong Libro de las historias atroces.

25 abril, 2007

Toda la verdad sobre novias y amantes

No tengo amantes. Solo tengo novias. No quiero con esto insinuar que mantenga relaciones paralelas, por más que quizás lo haga. Tampoco quiero sugerir que establezca relaciones afectivas con todas y cada una de mis amantes, porque sería falso afirmarlo y prefiero no incurrir en falsedades, por más que a veces o muchas veces lo haga. No es eso, porque incluso he tenido novias hechas y derechas a las que no he amado, por las que no sentí más cariño que el que la cotidianidad y el tiempo compartido provee. Uno relaciona la idea de noviazgo a la de amor. No siempre van de la mano. Puedo decir sin equivocarme que no estuve enamorado de la mayoría de mis novias, que fueron más bien escasas. El noviazgo es esa cotidianidad, ese tiempo compartido, ese compromiso inasible que nos liga, une, relaciona o conecta con el otro y que nos hace sentirnos, creernos, pensarnos como parte de una díada, una que, digamos, nos ‘constituye esencialmente’. Por supuesto: esto sí es falso. De eso uno se entera una vez que deja atrás la relación y sigue más o menos entero. Tampoco era esto lo que quería decir, porque lo que quería decir es que con cada chica con la que salgo establezco el tipo de vínculo que rige un noviazgo. Desde el primer beso hasta la ruptura definitiva, las siento unidas a mí de algún enrevesado y evanescente modo, y mi comportamiento con ellas es, verbigracia, el que un novio observaría. Cine o teatro o bandas, restaurante o bar, cama. Pero esto también lo hacen los amantes. Lo que no hacen, acaso, es abrazarlas en público, besarlas con sincero o fingido afecto –pero afecto al fin, pensar o creer o sentir que en ese momento es la única mujer de la tierra, o la única que importa. Y no salir corriendo al terminar el primer polvo, ni tampoco a primera hora de la mañana. Y abrazarlas al dormir. Y olerles el pelo, y sonreírles, y decirles eso indefinido que tanto quieren oír: “cosas lindas”. Este mundo que me rodea está lleno de fóbicos. A todos ellos: gracias. Gracias eternas e infinitas. Ustedes me hacen quedar como un duque. Solo tengo que hacer lo que me gusta y me encanta hacer.
La contracara de todo esto es que, en no pocas ocasiones, leen mal los signos y se enganchan conmigo. O leen bien los signos y se enganchan conmigo, no lo sé. Intento que no pase cuando no quiero, pero ya se sabe que hacer lo que uno quiere no siempre depende de uno. Y por esto viene a cuento lo siguiente:
Tengo la tendencia compulsiva a contar todo. A contar todo, todo el tiempo. Esto, claro, tampoco quiere decir que lo haga siempre, todo, todo el tiempo. Como uno de mis gurús sostuvo atinadamente alguna pasada noche: ¿qué hace uno cuando se ve acorralado? Lo que hace cualquiera: miente. Trato de no decir falsedades. Trato de no mentir. Pero miento. Miento mucho. Probablemente no sea tan grave. Probablemente mienta mucho solo porque hablo mucho, y mi porcentaje de mentiras no sea (no en realidad) superior al de la media. Pero sí: miento. En ocasiones hago algo parecido: callo. Pero creo que no es lo que ocurre en general.
¿No revela todo esto un patrón femenino de comportamiento? Digo: pasar mucho tiempo con mujeres (más allá del garche en cuestión) y hablar hasta por los codos, interpretando con alta eficacia clásicos del género confesional: ¿no son atributos del arquetipo de la mujer? No sé. Sí, quizás sí. Pero entiendo que son notas que escasean entre la audiencia masculina, y aunque no lo hiciesen, son apreciadas por ellas. Por eso gusto tanto, me parece. (Perdón por mi falta de modestia.) No es que sea un galán (no lo soy) ni un seductor (soy un tirotero, pero mi eficacia se parece más a la de un Batistuta que patea veinte veces al arco y mete dos goles que a la del volante habilidoso que solo define luego de asegurarse que el arquero está despatarrado y sin posibilidad de recuperación). La primera impresión que tienen de mí no es gran cosa. Ahora bien, la tercera impresión ya es para tener en cuenta, y la quinta es de respetar. En la décima soy imbatible.
(De ahí en adelante el asunto se hace más peliagudo. Pero si pasaron la décima ya no es tan fácil dejarme atrás.)

Todo esto espeté. Ella me miró impávida, asombrada, incrédula, pero sobre todo profundamente indiferente. Apoyó su cuerpo desnudo contra el mío y me dio un beso.

Matías Pailos

24 abril, 2007

Spregelburd: dialéctica de la estupidez

El mejor escritor argentino de los menores de 40 años es un dramaturgo y se llama Rafael Spregelburd. Y digo esto porque mientras la literatura se ha debatido entre la insoportable herencia de Borges, las apelaciones bien a una vanguardia caduca, bien a un mercado inexistente, la seriedad impostada y el epigonalismo vacío de sentido y se ha desgastado en luchas intestinas que a todos tienen sin cuidado, Spregelburd ha demostrado, en poco más de una década, que es posible apropiarse de los géneros populares como la telenovela, el cine clase B y las series norteamericanas y que es lo que hay que hacer porque mal que nos pese no nos hemos educado sentimentalmente con Flaubert sino con Piel Naranja, Chip’s, La Familia Ingall’s y el Hombre de la Atlántida, que se puede escribir “bien” sin escribir “difícil”, que es importante contar una historia, o dos, o muchas al mismo tiempo, pero que es saludable y positivo (especialmente para el público) que se cuente algo, que se puede ser compresible y complejo al mismo tiempo si se trabajan muchas capas de sentido (una lección que debimos aprender desde Los Simpsons a esta parte) y hacer con eso obras endemoniadamente buenas y divertidas que no dejan de ilustrarnos sobre la trágica condición del hombre contemporáneo.

Quien haya visto al menos una de las numerosas obras de este autor entenderá de que estoy hablando y quien no lo haya hecho tiene la oportunidad de comprobarlo todos los viernes y sábados en el Teatro Margarita Xirgú, donde acaba de estrenar Lúcido y Acasuso.
Spregelburd es el más prolífico de los dramaturgos argentinos. No es extraño que estrene, como en este caso, dos puestas al mismo tiempo mientras se anuncia una tercera en el Teatro del Pueblo para mediados de Mayo. Y más aún si se tiene en cuenta que sus puestas rara vez duran menos de dos horas y han llegado incluso, con su obra cumbre hasta la fecha, La Estupidez, a las 3 horas y media. Esto puede sonar escalofriante para el espectador que se dispone a ir al teatro como a la cola de un banco y a duras penas soporta una hora de tedio absoluto. Pero no es este el caso: las representaciones de Spregelburd son como locomotoras narrativas que le pasan al público por encima y lo dejan aferrado a las butacas al final de la función, aplaudiendo a rabiar mientras trata de explicarse lo que ha sucedido. La clave de este “efecto Spregelburd” radica en el ritmo: sus obras arrancan rápido y no hacen más que acelerar minuto a minuto, las escenas son breves y el autor extrae todo el potencial de cada una para pasar sin solución de continuidad a la siguiente. Los diálogos son rápidos, cortos y exactos. Así, la obra no hace más que acelerar progresivamente hasta el clímax final. Sin baches, pozos o turbulencias. Spregelburd opera como un ingeniero de precisión con la estructura del relato, montando un mecanismo narrativo que se resuelve en un continuo arrollador.

Otra característica de las puestas de este autor es su constante apelación a recursos tradicionalmente cinematográficos como flashbacks, narración en paralelo y deconstrucción del relato y lo más notable es que lo hace manteniendo a los mismos actores en escena sin cambiar de vestuario ni apelar a más efectos “especiales” que un pequeño desplazamiento de los personajes en el decorado y un ligero cambio de luz. Y sin embargo, para el espectador (educado en la recepción fílmica) el recurso con toda su complejidad resulta absolutamente comprensible.
Otro punto a tener en cuenta es que quienes asistan a una representación de Spregelburd se van a reír, o mejor dicho se van a cagar de risa. Sin embargo sería difícil enrolar al teatro de este autor bajo el género de comedia. El trasfondo de cada obra suele ser bastante trágico (un muerto que trata de comunicarse desesperadamente con sus parientes vivos en El pánico, o una hermana que reclama el riñón que le donó a su hermano en la reciente Lúcido). El truco consiste en que esas situaciones son llevadas al extremo del absurdo. Sin embargo, creo que si hay un sustrato trágico en el teatro de Spregelburd éste no proviene de la historia que se cuenta. Difícilmente veremos a un personaje de sus obras reírse y aún menos hacerse el gracioso, todo lo contrario: el chiste consiste en que éstos siempre obran con la mayor seriedad ante las situaciones más disparatadas. Como dice el propio autor “Los personajes en mis obras suelen tener muy pocas luces pero no lo saben. Siempre operan como si fueran ingenieros atómicos y esto es lo que los torna muy ridículos”[1]. Creo que ahí está la clave: lo que las obras de Spregelburd nos muestran es que la esencia del hombre contemporáneo es la estupidez y su tragedia consiste en la absoluta ignorancia de esta situación. Spregelburd parece venir a decirnos: no hay remedio, somos estúpidos y en el afán de negar esta evidencia no hacemos más que confirmar esa condición y sufrir sus consecuencias. Nos creemos inteligentes. Somos ridículos.

Zedi Cioso
[1] Suplemento cultural diario Perfil, 8 de abril de 2007.

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20 abril, 2007

Caras

Miró a la cámara con cara de malo, pero le salió lo de siempre: cara de gil. ¿Cómo le iba a ir bien si era un boludo, un nabo, un cero a la izquierda, un donnadie? Tenía cara de boludo, y lo que es peor, era un flor de boludo, un cero al as. A veces, aunque no lo queramos, boludo se nace. Sin embargo, le fue mucho mejor que a los ganadores. Fue un millón de veces más popular que los “populares” con su ridícula fama de preparatoria (primero) y/o campus (después). Les tapó la boca a todos. Los dejó atrás. Se convirtió en un ganador. No costó mucho trabajo. Increíble. Solemos olvidar que en este mundo de abundancia las cosas están ahí, al alcance de la mano, esperando a todo aquel que se atreva a tomarlas. La fama, por ejemplo. 2 automáticas y 200 municiones en los changuitos de Wal Mart. Mucho Counter Strike para ir practicando. Y, sí, claro, mucha pero mucha cara de malo frente al espejo (fundamental). Y todo tan obvio, tan predecible. Las tapas de todos los diarios, las presentaciones de todos los noticieros, las páginas de todos los portales. Prime Time, baby. Qué importa no vivir para comprobar lo evidentemente predecible. Porque la verdad es que los medios, pacientes, esperan un Cho Seung Hui todos los días. Y Cho Seung Hui debería sentar un precedente. Ya ni siquiera exige trabajo de editores, productores, absurdas dramatizaciones o torpes reconstrucciones. Cientos de fotos, videos, discursos. A pedir de boca. ¡Hola Mundo Contemporáneo! ¿Quieren un asesino múltiple? ¡Acá estoy! Todo el material producido con más minuciosidad que la matanza misma. ¿Salió bien mi cara de malo en la última toma? Por las dudas la hago de nuevo. Y con cuchillo. Y sosteniendo el revolver como el chabón de 24. Y con martillo, de regalo para los mass media que no se van a perder de publicarla. ¿Qué apodo me pondrán? ¿Qué dirán los titulares a letra catástrofe? Y ahí van los editores jefe gritando y corriendo por la redacción y los analistas y los cronistas y los columnistas y los presentadores de los noticieros ensayando la cara de compungidos como el asesino la de malo (aunque a ellos les salga mejor, les salga bien, es la experience, baby). Los grandes medios relamiéndose, duplicando las tiradas, multiplicando el rating. La NBC sin poder creerse tanta suerte “Los elegidos del psicópata asesino para exhibir su testamento final” ¿Habrán escrito esa leyenda con el videograph? Así las cosas, Cho Seung Hui a fin de cuentas, no hace más que cumplir el deseo de los diarios, la tele y las radios: produce una noticia a nivel mundial. Y en su mente el cálculo es perfecto: perpetrá una masacre y salís de gil. Es una fija: en este mundo los psicópatas trabajan para los medios masivos y viceversa. Ambos se retroalimentan en una cooperación ejemplar. Y a pesar de todo este esfuerzo, de asegurarse batir un nuevo récord para el regodeo de los redactores de placas (“La peor matanza en un ámbito universitario de la historia”), a pesar de practicar tiro y aprender a cambiar los cargadores con una sola mano como en las películas. A pesar de todo ese esfuerzo, Cho Seung Hui, hoy no tuve más remedio que verte en todos lados y lo que vi fue la cara de un flor de gil.

Zedi Cioso

19 abril, 2007

Códigos

En la misma irrelevante fiesta en la que hablara con algún desprecio por la aventura, ML confesó descreer de la existencia de códigos. El que actúa con códigos es un idiota, dijo. Acepté. Hay algo del acartonamiento e imbecilidad que precipita las tragedias (y en cualquier caso la infelicidad) en quienes actúan siguiendo normas y cánones imprecisos pero presuntamente férreos y, por caso, desisten de tener sexo con la mujer de un conocido. No hay códigos, dijo ML, solo afectividad, acoté, solo cordura, corrigió. Lo que hay son las ganas de que seamos amigos, siguió, y la conciencia de que eso te va a molestar –y entonces no hacerlo.
Una vez más me supe iluminado y lo que es más de lo mismo: clarificado. ML venía no solo a explicitar lo no dicho, sino a ordenar el desconcierto. En efecto: no hay códigos, no hay reglas; no hay ética, no hay moral. No hay religión. Si creés en ellas, si creés que actuás por ellas, sos un idiota, porque en algún sentido estás muy pero muy equivocado. Mentar “códigos” es un modo elegante, si quien diserta es inteligente, para referir a afectos y corduras.
Y era verdad y lo sigue siendo.
¿Era yo un idiota?
¿Era yo un imbécil militante, era un asco de inteligencia?
Sí.
A veces.
A veces me engañaba radicalmente, sí.
A veces creía que había códigos, o reglas o normas o estatutos. Algo que mediara entre yo y los otros y viceversa. Algo etéreo. Algo enteléquico. Algo poco y nada.
¿Había desdeñado oportunidades, había soslayado futuros posibles? ¿Me engañaba con respecto a ajenas lealtades?
Probablemente. Seguramente.
De algún modo siempre lo supe. De algún modo nunca creí en códigos.
¿Qué marca el límite? ¿Qué la diferencia entre lo que sí se hace o, quizás más imprecisamente, es conveniente o (aún más imprecisamente) se debe hacer? La respuesta está en la aplicabilidad de un predicado.
Si a una acción eventual le cabe ser correlacionada con el predicado “no da”, ella cae en la parte del límite para acá y entonces, por usar jerga no solo vaga, no únicamente imprecisa, sino aviesamente confundente, no es conveniente o no se debe. “No da” cita de modo inmediato un reducto evaluativo al cuál las reconvenciones morales y los pesajes utilitaristas son igualmente ajenos. Es un espacio en el que rigen los deseos, y el modo más adecuado de conciliarlos a todos. Es, por tanto, mucho más adecuado para expresar esta idea que los próximos pero desviados conceptos de “es correcto” o “está bien”, e incluso lo mismo acontece con una idea considerablemente más ecuánime como la manifestada habitualmente por el uso de los “conviene”. Pocas personas encarnan mejor el espíritu en acción de este mensaje, porque el “no da” en sí es reflexivo, parsimonioso, pacífico y resignado, que el personaje de “Sebastián”, uno de los dos practicantes de Slumming de “Slumming”, película austríaca, acaso lo mejor del BAFICI. Sebastian, jóven austriaco de la clase acomodada vienesa, se dedica, junto con un amigo, a no hacer nada. Su no hacer nada consta de exponerse todo el tiempo a situaciones nuevas, a contextos desquiciados, al borde de la riña, lo delictivo y la violencia. Lleva sus actos cerca del límite y la intensidad de su rutina es mayor que la de muchos de nosotros. Pero un día se le va la mano. Meten a un borracho dentro del baúl de su auto último modelo, atraviesan la frontera y lo depositan en la estación de tren de una ciudad eslovena. Eso es todo. Nada definitivo, pero sí grave. Después se enamora y comete el error de contárselo a su chica y, si bien todos crecen, él no termina con ella. Y lo que más desea es terminar con ella. Su acto, no la confesión sino lo confesado, lo condenó. Sea que se crea esto o que la condena está en la confesión, aquél acto, aquél secuestro, revela el tipo de coraje que encomiaba una y otra vez Bolaño. Ese mismo coraje que tenía el poeta Arquíloco, y que manifestaba en cada uno de sus actos. También en aquél episodio que Bolaño así describe: “en un momento de una batalla, probablemente de una escaramuza, abandona sus armas y echa a correr, para los griegos sin ninguna duda el mayor signo de la vergüenza, no digamos ya para un soldado que se tiene que ganar el pan con su valor en la lucha”. El anverso del sucedáneo del código es el coraje, y sobre esto hay demasiado que decir.

Matías Pailos

18 abril, 2007

300: visualmente atractiva, ideológicamente repugnante

Recién llegado de mis vacaciones me encontré inesperadamente con la tarde libre y decidí prolongar mi ocio yendo a ver 300, la película basada en el cómic (o, como les gusta llamar ahora a los amantes de títulos grandilocuentes para géneros menores, “novela gráfica”) de Frank Miller, niño mimado del género que ya sorprendiera con la estupenda adaptación de Sin City. Y debo decir que la película no defraudó ni superó mis expectativas sino que las reprodujo tal cual, tal vez porque antes de ver 300 había leído la excelente reseña que Carlos Gamerro escribiera para Radar y con la que concuerdo en todo y de la que no puedo evitar reproducir su cita a Groucho Marx “No voy a ver películas donde los pechos de los actores son más grandes que los de las actrices”. Y valga decir que este es el caso. Pero no se trata sólo de que los 300 en cuestión sean todos candidatos a aparecer en la portada de la Men’s Health promoviendo los beneficios de la dieta mediterránea; después de todo a una adaptación fiel del cómic no se le puede pedir menos que grandes pectorales y abdominales como caja de ravioles. El problema es que la película incurre en tremendas incoherencias internas por no decir históricas. El argumento es simple (o simplificado) a más no poder: los siniestros, abominables, tiránicos y esclavizadotes persas se disponen a invadir el Mundo Libre de la Hélade comenzando por Esparta y ante la cobardía de algunos, los intereses de otros y la indiferencia del resto, sólo los 300 del título al mando del rey Leónidas se animarán a aguantarle lo trapos a un ejército de millones de monstruosos y sangrientos bárbaros. Este núcleo narrativo da tanto para la exaltación del fascismo (como en este caso) como para su condena (ver “A la hora señalada” y su vedada crítica al Macartismo).
Los contrastes entre ambos contendientes son subrayados con trazo grueso: los espartanos son hombres fuertes, hermosos, buenos y honrados que se aman entre sí (aunque la película no lo diga explícitamente queda más que claro) y que luchan por un inquebrantable afán de libertad mientras los persas son literalmente monstruosos, abominables engendros que obedecen por temor las órdenes de un tirano déspota de modales remilgados que es representado como la primera estrella glam de la historia: el rey Jerjes. Pero el punto es que la superioridad de los espartanos no se debe a las virtudes antes mencionadas sino a una educación cruel, una disciplina férrea, un odio ilimitado y un placer sádico por el asesinato de sus enemigos, sumado a la eugenesia y la eutanasia al servicio del mejoramiento de la raza guerrera. En la película también se mezclan los sistemas de gobierno: hay un rey, y también un consejo legislativo, pero la última palabra la tienen unos misteriosos sacerdotes deformes que habitan la cima de una montaña (???). El sistema democrático, por otra parte, es representado como un ámbito propicio para la carrera de corruptos y vendepatrias que obstaculizan las decisiones que el Líder Carismático toma por el bien de su pueblo. Ese mismo rey, Leónidas, es un sacado con ojos inyectados en sangre de esos que hablan a los gritos y te cagan a trompadas en un bar por mirarle el culo a su novia y sus 300 se comportan como un grupo de rugbiers que hacen el Haka después de cada try. Esto por no hablar de la voz en off, que como si no fuera suficiente, machaca una y otra vez sobre las bondades de la disciplina, el vigor, la subordinación y el valor de la formación espartana echando mano de todos los lugares comunes habidos y por haber al punto que uno termina esperando que en cualquier momento se despache con un “Los espartanos son derechos y humanos”. Lo que la vocecita no cuenta y la película escabulle es por qué los espartanos tan amantes de la libertad se preparaban obstinadamente para la guerra. En una escena los de Leónidas se cruzan con unos arcadios dispuestos a ayudarlos y el rey les pregunta a qué se dedican, los arcadios responden: “artesano” “herrero” “campesino”. “Ah –repone el rey- nosotros somos todos soldados, somos” ¡Ah, Uh, Haka-Haka! Queda flotando la duda. Si los espartanos son todos soldados… ¿De qué viven? ¡De lo que producen sus esclavos! ¿Y a qué le temen tanto? ¡A que éstos se les revelen! Así funcionaba Esparta. Los hilotas (su pueblo esclavizado) cultivaban la tierra y los espartanos cultivaban a los hilotas para obtener como producto el miedo que justificara su férreo, estricto y horrible estilo de vida. Por eso todos podían dedicarse a ser guerreros y tenían que serlo si querían mantener a sus esclavos a raya. Entérense niñitos excitados por la película que le piden a sus papis que les compren la espada, el escudo el yelmo y hasta el mini-short rojo espartano, que así vivían estos tipos.
Ah, eso sí, la animación y los efectos especiales, una pinturita.

Zedi Cioso

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16 abril, 2007

Cosas que pasan en un departamento

Segundo Be.
Tocan el timbre. Abro.
- Hola Tomás.
- ¿Siempre atendés así a la gente?
- ¿Así cómo?
- En bolas.
- No estoy en bolas.
- Sabés lo que quise decir.
- Si, atiendo así… ¿no te gustan mis tetas?
- Me encantan.
Cómo no me van a gustar. Un cuerpo preparado para cogerte, dispuesto a cogerte. La operación le había dado un par de tetas redondas y brillantes, redondas y tirantes, y ahora las tengo literalmente al alcance de la mano.
Un culote de encaje blanco, unos tacos aguja también blancos. La piel tan rosa, el pelo tan rubio.
- ¿Tomás algo?
- ¿Tenés limas?
- Está todo ahí en la barra.
- ¿A vos como te gusta?
- Como lo preparás vos.
Este es mi recreo. El pibe llega a las seis y me prepara un trago, todos lo lunes igual, se prepara uno él y se sienta en el sillón muy tranquilo, muy callado, media hora ahí sentado; mira su vaso, revuelve los hielos, pisa las limas, me mira, no como si quisiera coger, porque ya me va a coger, sino como si le gustara. Hay algo en mí que lo sorprende y algo que lo intriga. Quizás soy la mujer con la que siempre soñó. Eso, parece que me soñara.
- ¿Hoy te vas a las ocho como siempre?
- Ocho y media me voy siempre.
- ¿A esa hora vuelve tu mujer? - Indagó.
- No, a las nueve tengo clase en la facultad.
- ¿No preferís quedarte?
- Si, claro, pero tengo facultad.
- Falta.
- ¿Para qué me anoté entonces?
- ¿Y tu mujer?
- Trabajando.
- ¿Por qué venís?
- Como dijo Engels, la hipoteca siguió a la propiedad privada como la prostitución a la monogamia.
Porque me gustás.
- ¿Eso dijo Engels?
- Mmmmh.
- Gracioso.
- No quise ser gracioso, quise impresionar.
- Sos medio boludo vos. Relajate. ¿Terminaste el trago?
- Si.
- ¿Querés otro?
- Quiero que te metas en la ducha y te pases la esponja apenas rozando tu pezón.
- Juajajajjaaa… ¡Qué específico que sos en tus gustos!


Zatoichi

15 abril, 2007

Playmobil Hipotético en exilio interno: Bafici

Este post, el primero del exilio, iba a ser diferente. Iba a hablar de la política oficial del Bafici poniendo como película de inauguración a Bamako, una denuncia africana y demagógica contra el FMI, y la instalación permanente de homenaje al Pulqui, el avión que iba a traer a Perón, en vez del más mundano Aerolíneas que lo hizo.

Sin embargo, como este Bafici fue raro porque no compré anticipadas y más bien vi lo que podía y porque el tema era más bien aburrido y digno de la elaboración filosófica, el post es sobre otra cosa.

En Ciudad Abierta, el canal donde Marina Mariasch cree seducir a los escritores entrevistados, hay un spot del Bafici donde cuatro personas se despiertan apenas terminó la película y empiezan a decir las cosas obvias que se dicen con el 85 por ciento de las películas del Bafici: “la relación entre el padre, qué tema” o “qué buen manejo de la imagen”. The island at the End of the World, un documental sobre una isla de las Filipinas, realizado por Raya Martin, quien mereció una sección especial en el Bafici, era un claro ejemplo de estos; luego de dos horas dentro de las cuales 40 minutos estaban filmadas en el medio del mar, de noche, cosa que no se viera absolutamente nada – algo hiper apropiado para el cine – sólo produjo que la vieja de adelante dijera: “La música y la danza de esta gente… Cuánta cultura.” Algo parecido pasó con Body Rice, una película sobre una comunidad terapéutica experimental de alemanes en Portugal que fracasa, algo que también pasa con la misma historia que, claro, dura dos horas.

Dos horas también dura la mejicana Familia Tortuga que si no llega a ser un bodrio es porque cada tanto hablan en mejicano. En realidad, la película dura dos horas y media; una de las razones para esta duración es que hay dos películas ahí unidas por el capricho y el temor de un director novel a no filmar nunca más.

AFR, que parece que si bien no va a ganar el premio del público, le va a pegar cerca es una linda idea de edición que se le podría haber ocurrido a CQC. AFR supone la muerte del derechoso primer ministro danés y empieza a contar la vida de este, especialmente desde que mantiene una relación homosexual con un activista anarquista. La idea es buena en principio, cuando uno asocia con Caja Negra, la alemana, y piensa que es un falso documental; la idea se hace bastante mala cuando el director contó que todos los políticos que aparecen dando su testimonio, efectivamente existen y cumplen esas funciones.

El Asaltante de Fendrik, la única argentina que vi, me produjo una bronca increíble, casi comparable a la que me produjo cuando me llamaron el otro día en medio de una clase para avisarme que me había explotado el calefón y que mi casa estaba a punto de incendiarse. Un tipo de traje de unos 60 años entra en un secundario privado a pagar la inscripción de su hijo; lo llevan a una oficina, charla con la administrativa y luego de preguntarle si el pago puede ser en efectivo, el hombre de 60 años le dice que esto es un asalto y que abra el tercer cajón y le pase toda la plata. Encierra a la mujer en la oficina y sale del colegio, saludando al guardia de seguridad. A partir de ahí, la cámara adopta la estrategia de los boludos de los Dardenne pero con mucho más sentido que la que le dan estos; vemos al protagonista tomar un té, hablar por teléfono para reservar cancha, tomarse un colectivo, luego un taxi, después depositar la plata en un cajero, etc. Luego de todo eso, entra en un colegio alemán donde no todo sale tan bien. Ahí, justo ahí, la película comienza lentamente a irse a la mierda hasta convertirse en un muy posible alegato contra la degradación de la educación pública. Y entonces, aquello de lo cual no iba a hablar, de la relación entre el cine y la “política”, entre el cine y la “motivación política y social”, vuelve al post. Y así se termina el post, porque yo no quiero hablar de eso.

Playmobil Hipotético

12 abril, 2007

El sentido de la aventura

Tuvieron lugar durante la misma noche. Los eventos de los que se habla son, desde el punto de vista del vértigo y la emoción, menores. Entiendo, claro, ‘emoción’ en un sentido específicamente no intelectual, solo para acomodarme al uso medio (y a su gusto, que ya se sabe desconfía de la viabilidad de tilinguerías del estilo de una ‘emoción intelectual’). Primero fue un reportaje a Pauls (otra vez Pauls), entrevisto tras los esfuerzos por levantar la pesa con la que me ejercito. Pauls no hablaba de ‘aventura’ sino de un concepto afín: el de ‘experiencia’. Decía de sí mismo que era como un científico loco en el que los fenómenos interesantes, los que valían la pena ser vividos (esos que habitualmente tildamos de ‘aventuras’ o, en espíritu sesentista, ‘experiencias’) no eran tanto los efímeros chispazos de intensidad sino los mínimas alteraciones de un evento extendido en el tiempo. Pauls, por ejemplo, no cree que convivir con una mujer sea aburrido, sino interesantísimo. Y toda una ‘experiencia’. Pauls, por caso, descree de lo destacable de un polvo pasajero frente a una relación de 10 o 15 años, las únicas a las que aparentemente se entrega. Horas más tarde, en lo hondo de la terraza en la que acontecía otra fiesta porteña, ML hablaba de encarar minitas, sopesando su posibilidad. En histérico encomio, ML remataba su exposición pública del siguiente y sardónico modo: “bueno, después de todo es ‘una aventura’, ¿no?”. ML, rimando con Pauls, restaba valor a los casos vulgares de ‘aventura’. En el mismo movimiento, me hacía sentir algo idiota. Comprendí que desde hace meses me descubro pensando en mi relación con chicas como el único tipo de aventura digno de ser vivido y narrado. Por suerte mi cuerpo no soy yo, y él piensa de otra manera. O yo no soy mi mente o solo mi mente y siento o hago o vivo de otra manera, y entonces al día siguiente, de vuelta al hogar (a mi hogar) me preguntó qué es una aventura, por qué es tan importante la aventura como objeto y concepto, por qué siento culpa al escamotearme una aventura y por qué siento la aceleración de mis partículas en inmediaciones de una aventura, y me doy a sus antecedentes literarios, que es uno solo: el cuento “Aventuras”, de Gombrowicz, la suma de todos las virtudes literarias. (También está “La aventura”, de Conrad y Madox Ford… pero no.) Entonces enumero notas de o relacionadas con la aventura: intensidad, diversidad, novedad, sorpresa, miedo y adrenalina, mucha adrenalina y poder y desconcierto, y la suma de toda intensidad, novedad y adrenalina. La valía de la aventura parece evidente: nos produce todo esto y nosotros, cual adictos, cual fanáticos o cual consumidores responsables, queremos repetir. Más, quiero un poco más. Dame fuego, dame dame fuego. Así que recuerdo que ver a Waters empepado es una aventura, meterme por donde no se debe en una fragata también es una aventura, ir a ver a los Redondos a Montevideo también es una aventura, y son todas aventuras menores. Las mayores probablemente me excedan. Nunca escalaré el Aconcagua, nunca viajaré al espacio, nunca seré presidente. (Pero todavía quiero tirarme de un puente con los pies atados a una soga y rebotar por ahí, todavía quiero probar algunas drogas, todavía quiero codearme con Rey Rosa y perder contra él la justa de resistencia alcohólica.) Le compro a Pauls sus experiencias a largo plazo sin renunciar a mis aventuras de cabotaje.
Supongo que nada será igual que en los días de infancia en dónde la libido no se hallaba concentrada en el sexo y sí dispersa en lo que el momento ofreciera. En algún momento de mis 6 años el 12 “E” pasó a deshabitarse luego de una pelea conyugal que puso fin a dos semanas de matrimonio y entonces, luego de mucho cavilar decidí que en efecto: quería, podía y debía pasar de mi departamento habitado del piso 12 hacia el departamento deshabitado de al lado. Así que trepé el arresto de medianera y en el intento miré hacia abajo, hacia donde años atrás se había despeñado mi tortuga y con algo de vértigo seguí adelante. Bajé y su balcón estaba ayuno de plantas. Levanté con cierto esfuerzo la persiana y me recibió una oscuridad sonando en habitaciones desiertas. Recorrí la nada que poblaba cada ambiente y la principal motivación era la posibilidad de que el dueño decidiera volver a ver qué onda pero, ¿por qué iba a volver? Pasaba cada día más tiempo ahí dentro e instaba a todos mis amigos a visitarlo. Quizás volvía esperando que algo pasara.
A los meses el departamento volvió a habitarse.
No volví a pasar.
El comentario de ML todavía me da vueltas. Sigo sin saber cómo interpretarlo. ¿Está de acuerdo con Pauls? ¿Quería decir que hay algo más que aventuras, o más que la aventura de chamuyarse una minita? ¿Quería decir que no hay más que aventuras, y que es patético y que qué se le va a hacer hay que conformarse con eso? El comentario de ML sigue rondándome. Su sentido, cual oasis, siempre escapa. Idiota empecinado, sigo corriendo tras él, internándome en el desierto.
Quizás tenga que aprender a no ver una revelación detrás de cada chiste.

Matías Pailos

08 abril, 2007

Sexo y carácter

Los resultados que el último escrutinio arrojara muestran que la suma asciende a 19. 19 son las chicas con las que tuve sexo. (Comentario: No queda claro si el número reseñado revela modestia o altanería.) Houllebecq afirma que el principal conflicto del varón heterosexual antes de los cuarenta es cómo controlar la eyaculación precoz. Después de los cuarenta, lo que único relevante es cómo mantener una erección. Durante mucho tiempo lo que concentró mi interés era cómo hacer que acabaran. O más modestamente: cómo hacer que gozaran. (Nota: ‘gozaran’ es espantoso. Suena, a la vez, cursi y remilgado. ‘Pasarla bien’ está mejor, pero resta precisión.) Lo desconocía todo. Pensaba en la mujer como en un mecanismo más, con botones clave a pulsar que debía descubrir. Ignoraba o restaba importancia a los tiempos, a los ánimos, a las preferencias e historias. Así me iba. (Comentario: el autor debería comprender que el modelo de la mujer como mecanismo no es del todo incorrecto. Lo errado es pensar que cada mujer es el mismo mecanismo que las demás. Lo errado es pensar que la mujer es el mismo mecanismo cada vez. (Comentario: ¿no valdrá más, entonces, echar por la borda la idea de la mujer como robot?)) Con la primera mujer que estuve, a la sazón mi primera novia, fui todo lo horrible que un hombre puede ser en el imaginario femenino. Al menos se me paraba. Por otra parte, ¿qué menos se puede esperar de un hombre de 18 años? Se la metía a suma velocidad y acababa más rápido aún. Quizás mi historia sexual se explique como la sumatoria de mis rectificaciones. (Comentario: Trillado. Trilladísimo. Simplificador y sobresimplificador. Esfuércese, caballero: usted puede hacerlo mejor.) Lo siguiente relevante fue la mujer más importante de mi vida. Resulta significativo que el sexo con ella no haya sido bueno –y eso que tuvimos más de un año para mejorar. (Nota: pero de hecho mejoramos. Conservo el interrogante, sin embargo: ¿alguna vez logré arrancarle un orgasmo? Temo la respuesta.) Después fue una suma de boludeces y el inicio de los buenos momentos. La rubia de un metro ochenta acabando y acabando, la madre soltera poniendo los ojos en blanco y dándome material masturbatorio para el resto de mis días, luego los traumas otra vez. (Nota: es el momento para abandonar el orden cronológico.) La mujer amada que me excitó con solo levantar las piernas y dejar que se la chupara, por más que se negara enfática y sistemáticamente a ponerse en cuatro, y la otra rubia, la que logró hacer aflorar todas mis inseguridades a la vez con solo tener el mejor físico imaginable y lograr con una pregunta (“¿puedo ver el forro?”) o una demanda (“mostrame el forro. Necesito verlo”) que mi autoestima se estrellara contra el abismo más profundo porque no, no había acabado y sí, había fingido un orgasmo y sí, me sentí el más idiota y sí, pensé que nunca más se me iba a parar y sí, me sentí el peor amante del universo. (Nota: bien. Siempre te queda bien exagerar y sobreexagerar.) (Comentario: sí, sí, sos el peor de todos… ¿alguna vez vas a dejar de pensarte en los extremos? ¿Alguna vez vas a dejar de pensarte como extraordinario?) Cogí en cantidades industriales por períodos cortos de tiempo, pasé meses sin verle la cara a Dios. Tengo algunas deudas; todas pesan menos que las ganas formidables de coger mucho, todo el tiempo. Viviría atornillado. (Comentario: ¿cómo decía el Indio…? “A veces se te va la mano…”) Una tetona pasó meses chupándome la pija en la calle. De vuelta a casa, extremadamente alcoholizado, desperté con el 152 internándonos en lo oscuro de Olivos, demasiado lejos de casa. Bajamos y cebado y sacado la arrinconé contra el equivalente contemporáneo de un zaguán, la puse de espaldas, bajé su pantalón y propiné unos pijazos rápidos y enfáticos que lejos estuvieron de hacerla acabar, pero que terminó conmigo riendo por cuadras y revoleando el forro contra el tejado de una casa baja. Esa misma chica de aspecto gatuno tuvo a bien disfrazarse de colegiala, con pollera corta tableada y colitas a tono y tuvo a bien ser castigada en pleno trance porrero con violentas nalgadas. Me saqué, realmente me saqué –y no fue la única vez. A otra la puse en cuatro y le di de derecha y de revés y me fui al carajo. Era violencia y era agresión y se recalentó y me recalenté. Con esta me di a los malabares. Como soy retacón y fuerte la cogí parado muchísimas veces, sin apoyo en pared ni nada de nada. Pura proeza física. Le conté historias. La llené de historias. Le conté que la violaban, que la cogía otra mina, que la cogía un caballo, que la cogía Jesús. Le conté que la cogía el padre, y acabó siempre y cada vez. La cogí mientras hablaba con el mismo padre con el que la había hecho coger, y lo mismo hice hace poco con otra, porque soy medio enfermito. (Comentario: ¿quién te creés, salame? Cualquiera tiene de esas historias. Cualquiera tiene mejores historias. Porque lo que molesta no es que tengas esas historias, sino el orgullo desmedido con que narrás incluso tus fracasos.) Dos veces estuve cerca de cogerme dos minas. En una arrugé, en la otra comprendí que no quería, no en ese momento, no con la otra. Espero con ansiedad la tercera.
Cogí, cogí emporrado, cogí enamorado, cogí emporrado y enamorado. Se les recomiendo enfáticamente. Se los vuelvo a recomendar.
Me gusta tanto coger que me gusta más coger que acabar.
Hasta hace poco tenía problemas con todas mis primeras veces. Me consideraba agradecido si se me paraba. Sigo con esos problemas.
Hasta hace poco pensaba qué iba a ser de mis cenizas. Ahora lo único que quiero con relación a mi muerte es que cuando acaezca, a mis jóvenes 115 años, me permitan clavarme esa muy sofisticada droga que haga que se me ponga tiesa como un caño y me haga delirar como cada vez que fumé y cogí y fumé y cogí hasta que venga una pendeja recién salida del secundario, flaca, alta y con tetitas, que haga desaparecer el caño de mis ojos.

Matías Pailos

04 abril, 2007

El gusto es mío

Si bien el 2004 fue probablemente el peor año de mi vida, apenas el año 2000 cayó en desuso entré en inconsciente campaña para cambiar de modelo de conducta. Esto viene a cuento de modo anómalo, lo reconozco. Solo quise señalar que parte de la responsabilidad por mi estallido fue de aquél modelo que lenta e irremisiblemente comenzó decaer ante este otro candidato curiosamente más joven y cercano a mí. El asombro acaso sea solo falta de atención, podría acotar -y lo haré. “No se entiende nada, caballero”. Intentaré ser más claro.
El derrotero del colectivo 55 es proverbialmente estrafalario. Imposible para un habitante del norte de la ciudad, expulsado de la capital como quien suscribe, discernir en cuál de las cuatro mil parroquias en que Buenos Aires se segmenta me hallaba en el momento preciso en que erré en mi intento de dar con la sintonía de la Rock&Pop. Fallé por tanto, y sospecho que el tema irradiado no me era del todo desagradable pues dejé de preocuparme por el asunto. Seguí, de hecho, despreocupado una vez una voz familiar irrumpiera en el éter. Aparentaba recato, procuraba mesura. Su dueño me terminó de caer en gracia con sus dos pretéritos programas nocturnos en la radio que creía, equívocamente, estar escuchando. Anunciaba el inicio de un ciclo nuevo, pero no sabía lo que hacía. El programa era una contradicción ambulante, pues no era uno sino dos, pero era uno. De 2 a 4, “Basta de fútbol”. Conducción: Matías Martin. De 4 a 6, “Todo pasa”. Conducción: Matías Martin y Juan Pablo Varsky. Para el mundial 2002 Varsky recaló en Corea siguiendo el decurso del fatídico mundial que llenó de zozobra el corazón de los bielsistas del mundo todo (snif…). Fue esa la enorme oportunidad para que tomara la escena un amigo del conductor que quedó en estas costas varado, a la sazón oyente del programa: Diego Ripoll. Fueron casi dos meses de risa permanente y penetrante, de revolcarme por el suelo, de dejar de correr del dolor de estómago que la sucesión inaudita de barbaridades generaba en mí y en la mitad de la ciudad. Después Varsky abandonó el barco y Ripoll se sostuvo el año que su inconstancia le permitió. “Los que no usan ropa interior son inconstantes”, sentenció El Hombre Cualquiera, creación de Gabriel Schultz, el productor originario de todos estos programas y actual co-conductor. Sumemosles un impresentable llamado Cabito Massa Alcántara, un gordo dado a prorrumpir barbaridades, pelearse con el mundo, preguntarle a las ancianas si practican sexo anal y demás delicias. El programa signó mi vida desde su inicio, y opacó en mí de una vez y (espero) para siempre la presencia fatídica de Alejandro Dolina. Es claro que la culpa no es de Dolina, sino de la imagen que de él me generé, pero no podía más. Basta de pensar que el amor vale más que la vida, que el rock no es música, que el cine es un arte menor, que las mujeres son lo mejor que nos pasó en la vida. Aunque cueste la erudición y la inteligencia, no quiero pensar más así –ni lo hago. Lo bueno es que no hay que dejar como prenda de pago de la felicidad ni la una ni la otra. Porque es mentira, también, que a mayor inteligencia mayor infelicidad, como sostiene Dolina. La idea es que el más inteligente tiene mayor capacidad para detectar los elementos trágicos que nos acosan, y esto es verdad. También lo es (pero Dolina lo soslaya) que quien porte inteligencia podrá dar con mayor facilidad con las superficies de placer y los oasis de sosiego y placidez –y sabrá en qué momento acallar las voces que claman en el desierto por las muertes presentes y futuros, por la ubicua infelicidad. Martin, o su imagen en mí, sabe que la infelicidad no es ubicua. Sabe cómo pasarla bien sin ser estúpido; sabe cuándo, cómo y dónde entregarse en cuerpo y alma a la estupidez. En su programa campea la tontería en su forma más aceptable: la humorística. No hay chistes: hay esa sustancia imprecisa y que nosotros los de esta parte del mundo portamos como estandarte: la joda. En ese programa se jode. Se jode al prójimo, se jode al oyente, se jode al amigo, se jode a uno mismo. En la práctica de esa joda y en el disfrute de su escucha me prendo yo, y abandono a Dolina a su suerte. Lo que hay ahí es lo mismo que exuda y enchastra las páginas de mi escritor argentino de cabecera, el enorme Osvaldo Lamborghini, prueba dramática de que en literatura todo es posible; todo, y en ‘todo’ incluyo la violación de todas las reglas y la imposición de las más idiotas. Lamborghini deja ver lo que de insatisfactorio tiene el dadaísmo literario de Boris Vian y Jarry, dónde se van al carajo y dónde no se van suficientemente al carajo. Les falta rigor. Por supuesto, les falta también volar por los aires ese rigor. Curioso, la experiencia Lamborghini repara eventos similares al dispositivo Martin. Me veo en un vagón del tren Mitre entre Vicente López y Olivos, un inhóspito domingo por la mañana en pos de abrir las puertas de la sucursal San Isidro la cadena Yenny de librerías, doblándome en dos en mi asiento ante la sucesión enferma de chistes en cada una de las páginas de la edición de Del Serbal de “Novelas y Cuentos”, me veo maravillándome ante los logros cada vez mayores de su autor, me veo comprendiendo que nunca podré hacer eso. Que nunca nadie volverá a hacer eso jamás. Me veo sonriendo de felicidad. Hay en Lamborghini algo similar a Martin, algo que es muy mío y que explica cómo un lector sofisticado puede ser la misma persona que un oyente futbolero: hay humor, hay humor adolescente, hay humor adolescente porteño, lo que significa que: hay escatología (hay mierda, hay vísceras, hay gente comiendo mierda y hay gente destripando gente; hay gente incrustando las vísceras en las vísceras de otra gente), hay sexualidad (violenta, directa, escatológica), hay retruécano y chascarrillos. Porque lo que tenemos los que envejecemos anclados en la adolescencia es la perpetua escatología sexual boluda de la que, en secreto, nos enorgullecemos. Este fenómeno se replica, y es el modelo con el que puedo aunar a todo esto mi preferencia política peronista (Dolina, pero también Lamborghini, la tiene) y el gusto tatuado en el corazón por el mundo rock (misma marca hay en el pecho de Martin: tajéenlo y verán). Es que el mundo de las preferencias también es un sistema de citas, como el de las creencias. Hay piezas más firmemente atadas que otras, más conectadas y centrales; las hay también de las otras. Es ya un lugar común que cualquier conjunto de creencias es contradictorio. Si hubiera un análogo de la contradicción para las predilecciones, el sistema de gustos exhibiría ese patrón. Por eso no deja de sorprenderme que haya quien se sorprenda ante quien manifiesta favoritismos aparentemente antagónicos. Por ellos y por mí, valga lo ya dicho: el asombro acaso no sea más que falta de atención.

Matías Pailos

02 abril, 2007

La Costa Mosquito

Buenos Aires sufrió una de las peores invasiones de mosquitos de su historia. Gracias a la gran cantidad de lluvias y días cálidos, estos pequeños insectos llegan en cantidades infernales a la ciudad y su periferia. Nada logra combatirlos o repelerlos: espirales, repelentes, fumigaciones municipales, ropa larga, césped corto; aparentemente somos rehenes de su voraz apetito.
Esta impotencia genera sentimientos sádicos, reacciones ultraviolentas y torturas en miniatura dirigidas a las pequeñas bestias aladas. Y si nos fijamos podremos encontrar gestos desde primitivos hasta medievales. Destaquemos dos primitivos. El primero es el clásico "manotazo", ya sea sobre el propio cuerpo o algún azulejo, pared o superficies planas y duras (casi siempre de colores claros). Acá se destaca el goce de la mancha aplastada, el cuál se ve potenciado si el mosquito venía de una reciente picadura y al negro se le suma un rojo sangre. Ante ese cuadro abstracto suele haber reacciones varias, desde un simple "tomá puto" hasta un "a ver a quién carajo picás ahora mosquito trolo". Si la alegría es mucha el verdugo se ufana ante sus acompañantes; de estar solo, suele beber cerveza.
La segunda reacción sádico-primitiva es un poco más elaborada; al notar la presencia del mosquito, el atacante suele quedarse quieto, bien quito, transformándose de esta forma en un "blanco seguro". Confiado marcha el insecto de los estiletes a realizar su faena, se coloca sobre la piel y comienza sus movimiento se succión, una mano aplastante lo destroza contra la piel. Casi de cajón que hay mancha de sangre y otra vez el vocabulario obsceno se hace presente. La satisfacción no suele ser tan grande ya que hubo picadura.
Yendo al plano medieval encontramos torturas, planes de ataque, más paciencia que inmediatez. En principio se deja (al igual que en las reacciones primitivas) al mosquito posar sobre la piel, pero acá no solo se lo golpea, además, se calcula la fuerza e incluso con qué parte de la mano de la mano se le da el dicho golpe. La idea no es que el insecto muera: solo que no pueda escapar. Si el impacto fue certero, la bestia alada habrá quedado aturdida, y cuando quiera escapar va a ser muy tarde. Hecho esto hay dos caminos: A)- Se lo toma con los dedos índice y gordo de una mano (por lo general la derecha) y con la otra lo desmembramos y lo soltamos, siempre ansiando que tarde en morir, lo cuál no suele suceder (pronto). B)- En este caso cogemos al mosquito con una pinza de depilar y se lo coloca bajo la llama de un encendedor y dejamos que el calor haga sus letales efectos. Este tipo de muerte es conocida bajo el apelativo de “Mini Hoguera”. Si esto ocurre en un asado, con las brasas ya preparadas, hay quienes llegan al extremo de posar al mosquito sobre alguna de las piezas de carbón aún ardiendo. En estos últimos dos casos no suele haber gritos u obscenidades, ni siquiera una palabra. Simplemente una cara impávida, como la de Hannibal Lecter cuando golpea al policía que le traía su cena con su propia cachiporra.

Guillermo Burros