Comida étnica
Sansi, el mercader, se embarcó en un peligroso viaje a través del mar prohibido para hallar una nueva ruta al país amarillo. A mitad de su viaje se desató una violenta tempestad y su nave naufragó. Sansi se aferró a un madero y el agua lo condujo a una isla desconocida. Los habitantes de la isla lo encontraron en la playa y lo llevaron ante su rey. Desconocedor del idioma que hablaban los nativos, el mercader extrajo la flauta de madera que siempre llevaba atada a la cintura y comenzó a tocar. El monarca resultó ser un gran amante de la música y acogió a Sansi en su palacio. Tiempo después lo casó con su hija menor. Así vivió veinte años hasta que un día decidió retornar a su tierra, puesto que nadie en la isla lo retenía contra su voluntad. El rey mandó cortar el árbol más grande de la región y ordenó que lo ahuecaran y construyeran con él una canoa para Sansi y su familia. El mercader cargó el buque con sándalo, caoba y otras maderas valiosas que le proveerían fortuna en su tierra y embarcó a su mujer y sus dos hijos, que ya tenían edad para cazar sus propias presas. Pero al desembarcar en su tierra natal ya nadie lo recordaba. Los soldados que los encontraron tomaron a Sansi y su familia por contrabandistas y los llevaron arrestados ante el prefecto de la región, que decidió colgarlos sin juicio previo y colocar la extraña canoa gigante sobre altos caballetes para disuadir a otros contrabandistas de operar en sus costas. Al culminar la faena los soldados descubrieron que el buque, al ser atravesado por la brisa marina, reproducía el triste y melodioso sonido de la flauta.
En las noches de verano, cuando sopla el viento sur, el rey de la isla trepa a un alto promontorio desde donde cree escuchar la flauta que Sansi aún ejecuta para deleitarlo.
Extraido de Stuart, Genet, Mitos y leyendas del Lejano Oriente.
II
Todas las mañanas veía a aquel viejo pordiosero barriendo la acera a las puertas del templo. Hasta que con el tiempo me convertí en el viejo pordiosero y me vi pasar a diario, joven, apresurado e indiferente y sin siquiera pensar “¡Pobre de mí!”.
Extraído de Lieu, Yong Libro de las historias atroces.